Edgar Bayley, un poeta para las cosas que se desvanecen


 



1.
Edgar Bayley (1919-1990) es uno de los mejores representantes del segundo turno de las vanguardias en la historia argentina. El primero se inicia en 1921, cuando Jorge Luis Borges regresa  al país con los principios del ultraísmo español, más cercano al imagismo anglosajón, si se quiere, que al dadaísmo y el surrealismo. En ciertos aspectos, también el futurismo influyó más en la formación de los poetas de los ’20 que la escuela francesa. El ultraísmo, como el imagismo, pedía concisión de la imagen y de la palabra, efusión pero no sentimentalismo, y, como la escuela que modeló Ezra Pound, si bien buscó sus motivos en la vida presente, sus modelos eran los del pasado anterior y posterior al romanticismo. Innovar en la metáfora fue sin embargo un rasgo diferenciante del vanguardismo argentino y, en general, la modernidad sería celebrada o vivida aquí con espíritu gozoso,  no con la poderosa carga crítica del imagismo ni con la épica del futurismo en sus variantes fascista y comunista. Curioso es sin embargo que tanto la primera como la segunda olas vanguardistas mencionaran muy poco, o nada, a Ezra Pound o a Filippo Tommaso Marinetti. Los poetas porteños seguían rindiendo culto a los franceses -Baudelaire, los malditos del siglo XIX-, pero la estructura de su pensamiento provenía de otras latitudes.  La segunda vanguardia vino a restituir el dominio francés en toda su magnitud. Es decir, desde el maleditismo y el simbolismo hasta el surrealismo. Una similitud de composición, y de algún modo de pensamiento, se estableció sin embargo con la primera vanguardia: la nitidez conceptual, la exposición viva y ardiente de la realidad contemporánea. La torsión que harían los vanguardistas de los ’40 y ’50 con respecto a sus lejanos primos de los ’20 radicaría en una frase adoptada por, precisamente, Edgar Bayley: “La poesía tiene una felicidad que le es propia” *.

Tal vez sea esta la mejor manera de centrarnos en Bayley antes que arborizar con los pormenores de su biografía y sus intervenciones políticas -me refiero a la política de la literatura- que básicamente fueron tres, a mi juicio: su participación en el invencionismo en los ‘40, su papel en el grupo nucleado en torno a la revista Poesía Buenos Aires en los ’50 y la reunión en 1966 de sus ensayos en Realidad interna y función de la poesía (además de su propia obra poética, claro). La frase que hemos mencionado condensa dos ideas: el goce como continuidad de la vanguardia pero, a la vez, el nuevo marco de esa felicidad: la poesía misma, no ya la vida que ésta pudiese o no contener. En ese eje pivoteó toda la política del grupo Poesía Buenos Aires a partir de 1950; pero también se había afirmado en él la doctrina de la Asociación Arte Concreto Invención, fundada en 1945: ese grupo de artistas plásticos y literatos entre los que se contaban Bayley, Tomás Maldonado (hermano de Edgar), Raúl Lozza, Alfredo Hlito, Enio Iommi, los cuales postulaban a la vez la autonomía y la concreción del arte -la conflictiva relación de ambos términos se intensifica si se piensa que aquellos artistas plásticos eran abstraccionistas, o lo que el sentido común periodístico llamó artistas abstractos-. En el mundo, los abstractos se habían apartado de la función y asumían un giro metafísico, en tanto aquí se hacían materialistas y polémicos. Pero, ¿polémicos con quién? Claro está que con la dirección política general de la izquierda, que por entonces ponía particular énfasis en el realismo, aunque un realismo, ya sabemos, de cuño distinto, socialista. Al asumir que su arte era real y concreto, y no la representación de ideas abstractas, los concretistas instalaban una paradoja que apuntalaban con esta otra: siendo concreto y real, el arte era también autónomo respecto de la realidad. Se creaba a sí mismo, nada imitaba, excepto, como Vicente Huidobro había pedido, la forma en que la naturaleza hace un árbol. Es decir, la estructura de la creación, no su fenomenología.

Pero si la función  del arte, la literatura incluida, no era la representación, ¿cuál era? En el caso de Bayley, esto fue respondiéndose a lo largo de sus ensayos, sus intervenciones públicas y sus libros de poemas. La relación entre función y autonomía podría resumirse en la felicidad que el arte ocasiona, que es a la vez cordial y cerebral. Ese desencadenamiento íntimo a través de lo otro era la vuelta de tuerca que Bayley quiso dar al conflicto entre función y realidad interna. Y en gran parte lo consiguió a través de la paradoja, precisamente, en su más cabal sentido de contradicción aparente. En tanto la poesía se sostuviese merced a su propia estructura, ésta pasaba a ser imitación no mimética de la realidad. Una réplica de la idea estructurante, no de la apariencia. En el peor de los casos, un eco del misterioso balance que mantiene a las cosas girando en el espacio y el tiempo: una ley de gravedad de la poesía, entendida como actividad específicamente artística.

2.
La continuidad vanguardista a través de la actitud positiva ha sido bien reseñada, en el caso de Edgar Bayley, por su colega Rodolfo Alonso en su ensayo-homenaje “Una difícil esperanza”. Lo voy a citar extensamente:

Ya al comienzo de su trabajo sobre Oliverio Girondo, incluido en su segundo libro de ensayos (1989), Bayley destaca en primer lugar "la evocación de su jovialidad, de su humor". Es algo que a quienes lo conocimos no deja de hacernos sonreír, porque de inmediato nos hace acordar de la propia jovialidad, del humor de Edgar, que era proverbial y permanente. Un humor que en él rondaba siempre los límites del escenario, y que no sólo iba a manifestarse en su propia producción teatral sino, también, en la concreción y en la encarnación de ese singularísimo y funambulesco personaje, el Dr. Pi, ¿en cierto modo un alter ego?, cuyas aventuras él se solazaba en representar vívidamente cuando tenía ocasión de leerlas en público. (Y al pensar en esto no puedo dejar de citar, aunque por aquel entonces no fuera santo de su devoción, a Raúl González Tuñón: "que todo en broma se toma. / Todo, menos la canción.", un límpido concepto sin duda revelador y que resulta tan justo, tan nítido precisamente en relación con alguien como Bayley.)

Que en el mismo párrafo Alonso haya citado la relación de Bayley con Girondo, y, a su vez, el personaje Bayley le recordara a Raúl González Tuñón no parece casual ni caprichoso. La cita que hace de aquel santo sin devoción por parte de Bayley -es decir, Tuñón- corresponde a uno de los poemas dedicados a Juancito Caminador, un personaje circense y un punto clave de la noción de súper-ficción que trasmite la poesía del autor de La calle del agujero en la media. En efecto, el Dr. Pi es un personaje en cierto modo tuñonesco, irreal e inverosímil. Pero también brechtiano, en tanto Bertolt Brecht concebía, en paralelo con la vanguardia, su propia paradoja: una literatura que para ser didáctica respecto de la realidad necesitaba ser plenamente ficticia, esto es, asumirse como fábula. Pero el hilo conductor es, claro -en lo más íntimo de este paisaje con figuras- el espíritu cordial, que siempre es un espíritu fraterno, abierto a lo otro, a aquella infinita riqueza abandonada que Bayley percibió desde el principio.

Desecha sin embargo Alonso lo equívocamente anecdótico que puede haber en la emulación que Bayley hacía, en vida, de su propio personaje, el Dr. Pi. No es porque no haya captado la profundidad de espíritu de la anécdota misma, sino para entrar en un aspecto más interesante de la personalidad de Bayley, que revela su campo interno. Cito de nuevo a Alonso:

En la constelación constituida por el grupo reunido durante la década de los cincuenta alrededor de “Poesía Buenos Aires", como dije, si Raúl Gustavo Aguirre es el astro fijo que le da coherencia a todo el sistema, Edgar Bayley constituía una presencia que, sin estar muy cercana, sin ser de los íntimos que se reunían cada semana, se nos hacía presente permanentemente aun sin estarlo. El tenía otros círculos, otros movimientos planetarios, otras elipsis, otras parábolas para movilizarse, nunca se comportaba digamos de una manera normal, en el sentido directo, él procedía por alusiones, por entradas imprevistas, generalmente desde atrás, por apariciones repentinas, por olvidos, por presencias insólitas, por papeles olvidados que sin embargo para él eran fundamentales, nunca se comportaba de manera convencional, en el sentido incluso administrativo del término.

Debemos prescindir otra vez de la idea de casualidad cuando vemos aquí reunidas una serie de palabras cosmológicas para referir la conducta de Bayley. Hay una constelación con un astro fijo, y otro cuyos movimientos planetarios no responden a leyes previsibles. Es decir: Bayley se movía en un sistema central de manera periférica. Este es quizá su modo de desencadenar ese tipo de procesos cuyos resultados hasta el propio autor los ignora. Cuyos resultados, diríamos, se mantienen provisoriamente en el campo de la intuición, de la incerteza, pero de una incerteza de algún modo luminosa. Como si la intuición fuese, finalmente, que aun en el error, en el experimento fallido, habrá algún tipo de satisfacción. Tal vez por aquello de que la poesía tiene una felicidad que le es propia, la poesía consista en su procura, en su búsqueda, en su experimentación. O en la experimentación sin más; en la propia libertad de movimientos, en el hecho de lanzarse a una íntima riqueza abandonada e intentar moverla, así como un cuerpo al caer en el fondo del mar levanta columnas de arena y barro que se mantendrán en suspensión por un momento más largo que el esperable en la tierra.

3.
En un artículo publicado en el número 4 de la revista Hablar de Poesía, la ensayista y poeta Beatriz Vignoli va en busca de esa clave que le permitió a Bayley armar una vida y una poesía de sobreviviente, de Robinson que, con los utensilios salvados del naufragio, busca reconstruir la civilización de una manera semejante a lo que era, pero sustancialmente distinta. Este Robinson no es el burgués que crea a partir de la demolición del orden anterior, aunque todo haya sido destruido, sino un náufrago que experimenta con una siempre infinita riqueza abandonada.

Vignoli va en busca de Bayley en un contexto histórico, el de la Argentina a mediados del siglo pasado, y esto puede ser útil en la medida que pensemos que ese contexto era parte y preludio de uno mayor. Si la globalización es la Nueva Jerusalén, y si esto ya el propio Marx lo había percibido en el Manifiesto Comunista (todo lo sólido se desvanece), ahora se venía en serio el derrumbe de lo sólido con la extensión mundial de las redes de producción y circulación de la mercancía, que no es otra cosa que materia transformada en valor abstracto. Dice Vignoli:

En su primer libro. En común, escrito bajo el gobierno peronista, al final de la segunda guerra mundial, Bayley -cuya elección del apellido materno, británico, en vez del Maldonado del padre, representa toda una bandera pro-aliada en el contexto de aquella época- es el poeta de la reconstrucción del lazo fraterno luego de la caída de toda posible comunidad. También después, toda su obra estará minada de los rastros de un evidente desgarro existencial: cómo vivir y escribir a fondo la paradoja de una esperanza desesperada. Y el buen humor de Bayley a la vez que lucha por mitigar el sentimiento de la catástrofe, lo agudiza. La ternura de sus personajes ante la destrucción es una forma dramática de la ironía. Decir esto de quien escribió poemas de amor especialmente gloriosos, no habla precisamente bien de su siglo.

Es probable que, en efecto, la poesía de Bayley no hable bien de su siglo, pero es también visible que está llena de seguridad en aquella felicidad que le es propia.

Si todo lo sólido se desvanece parece haber en esa destrucción un movimiento parecido al de los días de una vida de Brahma: 1000 veces sus ojos se abren en un día del tiempo brahmánico y 1000 veces se cierran. Y si al abrirse crean cada vez un universo, al cerrarse apagan otros tantos. El ciclo se reinicia con un nuevo nacimiento al abrirse los ojos de Brahma, y se crea así un orden cósmico circular y absoluto (cf. Joseph Campbell, Imagen del mito). Bayley es de los viejos animosos que piensan que el derrumbe tiene sonidos parecidos a los de la construcción, así como se parecen las luces del amanecer y las del crepúsculo. Aun sus alusiones a una difícil esperanza son, por eso, vitales. No va contra el siglo, sino a favor de él, en una oscilación que definió en sus ensayos como estado de inocencia y estado de alerta. Releyendo estas categorías suyas, se nos ocurre pensar ahora que el estado de inocencia es una suerte de entrega sin condiciones al fluir de las cosas o a su eventual detención, mientras que el alerta significaría tener el oído atento para reconocer y luego fundir en uno solo los estados extremos de destrucción y renacimiento.

Ninguna poesía ha sido quizá tan constructiva, tan adánica, como la de Bayley en su generación, gracias al procedimiento intuitivo que hemos citado. La ecuación, para él, se resuelve de este modo: si hay luces y sombras, hay finalmente luz, porque la luz es el acto, en tanto la sombra es sólo ausencia.

La generación neovanguardista de los ’40 y ’50 tuvo varias vertientes, entre las cuales el invencionismo de Edgar Bayley fue solo una. Existían también el surrealismo, un amago neorromántico, y finalmente lo que sólo podría definirse como la escuela Poesía Buenos Aires, recopilación y síntesis de las innovaciones producidas por el siglo en el campo de las artes poéticas. Con casi todas ellas tuvo fluida relación Bayley, quien en el primer número de Poesía Buenos Aires (1950) validó el término “invencionismo” pero sin insistir demasiado en ello y a título provisorio, como recuerda Alonso en el ensayo citado más arriba. Es decir, una actitud abierta, no programática ni sectaria.

4.
Tenemos a Bayley más o menos situado en tiempo y espacio, pero menos acabadamente en tiempo y forma.

Uno de sus poemas más populares es el aquí aludido “Es infinita esta riqueza abandonada”. No está situado en el final de su obra sino en los comienzos, en el libro La vigilia y el viaje, que reúne su producción de entre 1949 y 1955. Aprovechemos esta ubicación cronológica para imaginarlo como un prólogo, una indicación al lector, un indicio, ya que no un manifiesto.

El poema tiene un marco definidamente urbano y contemporáneo, aunque haya en él pocas menciones específicas a ese respecto, excepto ese “al fondo de las calles” de los primeros versos. El texto supone un interlocutor, que puede ser el propio personaje, o la propia persona del autor a quien su personaje habla. Siendo un texto dirigido a alguien -el lector, el personaje, cualquiera en las calles-, es tanto palabra de aliento como exposición de una filosofía. Y esta no es otra que lo ya comentado respecto del ciclo de caída y reconstrucción, el ciclo de los cambios: abecedarios inauditos, islas remotas aguardan al que se cree desahuciado, sin nada que esperar. Ese rio de formas cambiantes es la riqueza de la que habla la primera línea del poema, sin dudas, pero ¿qué función, que realidad interna, une el sustantivo riqueza con el adjetivo abandonada? La realidad que vincula los dos términos puede ser funcional, sí -nadie aprovecha esta experiencia sabida: después del rostro hay otro rostro-, pero, sin embargo, la riqueza abandonada suena a un lejano mito, a una Ciudad de los Césares perdida, a un santuario en ruinas, a una libertad. Suena, precisamente, a lo que no cumple ya función alguna. Y con todo, el río llega a los dioses. Es como si los dioses hubiesen querido que los rastros que llevan hacia ellos sean, precisamente, los de un altar, un templo, una ciudad, un mundo, abandonado, lleno de una utilidad que sólo podemos obtener si miramos todo ello como un mensaje que es a la vez el fin. Los dioses están al final del río pero, de hecho, ya están aquí.

No se nos escapa que este poema debe su popularidad, lo cual significa que es reproducido incesantemente en antologías, revistas y blogs de poesía, a que encierra un mensaje de solidaridad y cordialidad profundo. Un mensaje de auto regeneración y confianza en el otro y en lo otro. Pero ese mensaje, creemos, ese afecto, esa disposición cordial entraña una confianza en las cosas de Robinson, aquellas cosas de las que el náufrago dispone para reescribir la civilización. Y tal confianza se basa, a su vez, en el hecho de que las cosas de los dioses no deben ser manipuladas, sino apenas alzadas en su liviandad, puestas nuevamente en desorden. Hablamos hace un momento de la globalización como del estado de expansión de la mercancía y la conversión absoluta de la materia en valor abstracto. El poema parece decirnos que deberíamos liberar nuevamente la materia a su múltiple significación, a su función múltiple, que equivale casi a lo que mencionamos anteriormente: templo en ruina, objetos de culto abandonados, productos de la experiencia que no se aprovechan, basura en las calles, incluso, restos bajo una violenta luz matutina que los dota de una vida, inútil pero real. En el vacío mercantil de los objetos reinan finalmente los dioses. Ese era el reino.

5.
“Es infinita esta riqueza abandonada” es también, decíamos, un prólogo. Pero no sólo un prólogo a la visión del mundo del autor, sino también a sus procedimientos. Mejor dicho, es una declaración más o menos expresa de cuáles son sus mecanismos estéticos.

Habíamos visto que la línea de continuidad entre las dos vanguardias la traza la actitud vital, a veces desesperada, hacia el mundo. Vamos a agregar que no es la única línea de continuidad. Existe también la del aparato poético, que será construido, en cualquiera de los procedimientos, bajo -paradojalmente- la égida o el mandato de la libertad. Ya aquel santo sin devoción de Bayley, es decir, Raúl González Tuñón, había dado una muestra de torrentosa asociación de imágenes en un poema épico-lírico, fundamental para la vanguardia de los ’20: “Escrito sobre una mesa en Montparnasse”. Ese caleidoscopio, que también agitó Oliverio Girondo con la misma felicidad en la infelicidad, es, podría decirse, el de los surrealistas, quienes fingieron en muchos casos que sus asociaciones libres provenían del inconsciente. Es posible que así fuera, pero no sólo en los surrealistas, en última instancia. Sólo que el inconsciente tiene reglas distintas a las de la consciencia, y en su mayor parte las ignoramos.  En los años ’30, el italiano Cesare Pavese se había preguntado en El oficio de poeta cuál es el límite para el juego de lo que él llamaba relaciones fantásticas (“¿qué justificación de oportunidad tendría elegir una relación más bien que otra?” o “¿cuándo en definitiva la potencia fantástica deviene arbitrio?”, se pregunta, y responde, con un libro ya escrito y publicado: “Todavía hoy no he salido de esa dificultad. Me detengo en ella porque este es el punto crítico de toda poética. Entreveo todavía una posible solución que sin embargo no me satisface del todo porque es poco clara (…) Consistiría tal criterio de oportunidad en el juego de la fantasía, en una discreta adherencia a ese complejo lógico y moral que constituye la personal participación en la realidad espiritualmente entendida”.)

Bayley vislumbra, como todo creador de buen cuño, que las razones por las cuales las imágenes, como los objetos, las palabras como las cosas, se imantan y atraen permanecen siempre invisibles para el propio autor. Pero lo que también vislumbra es que existe allí una verdad invisible, como las leyes que rigen el mundo subatómico, que en parte pueden ser desentrañadas pero que están unidas, y aún no sabemos cómo -los físicos no lo saben-, a otra gran ley invisible, la de la gravitación universal. Lo cierto es que Bayley hace uso consciente del procedimiento y siempre, o casi siempre, las vecindades que suscita nos parecen legítimas, sin que pierdan su carácter aleatorio.  La poesía fragmentaria de una conversación, el pastiche, las enumeraciones arbitrarias, son las herramientas de las que a menudo se vale para ver la vida en la infinita riqueza abandonada. En su caso, vida significa chispa de razón, esperanza, vislumbre de un orden al que pertenecemos sin saberlo, sin verlo, el cual convive con nuestro otro orden, el de la mercancía. Milicias y cumbres, malecones y enredaderas, mesones y abalorios, son puestos en contacto en pocas líneas; y cada verso es “una van que se llena de sentidos”, diría W. H. Auden.

Si el terreno de la poesía ha sido en el siglo XX el del terror, la alienación y el desastre, también fue el de la iluminación tardía, el de la esperanza en que lo volátil se torne revelador. Y la lucidez acompañó no pocas veces ese proceso intuitivo, esa inmersión más allá de la línea de sombra. Edgar Bayley fue uno de los que se metió en esa aventura con los ojos bien abiertos. Su poesía llega desde aquellos derrumbes y produce ecos insospechados en el siglo de la transformación definitiva del planeta.

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* Bayley la escribió en una carta al autor de estas líneas a comienzos de los 80. Preguntado por su origen, Bayley dijo que no lo recordaba. La vimos posteriormente atribuida a Gastón Bachelard.

Jorge Aulicino
Prólogo a Antología poética, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2015

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