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27.7.08

Hay un poeta por ahí (y lo digo aquí): Ricardo

Escribí este texto hace unos tres años. Sin embargo, me parece acertado recuperarlo para el contexto más inmediato de la poesía que escribimos aquí, como muestra de un estilo opositor que pone en evidencia irrefutable la rica diversidad de la poesía aragonesa actual.

VIVIR ES VIVIR

Oigo voces de vez en cuando. Tratando unas de hacerse oír entre el griterío general y sin poder desprenderse del mimetismo que las hace análogas al ruido del tumulto; otras, parecen destacarse; incluso es posible distinguir alguna palabra nítida; una, dos a lo sumo, no más, y luego vuelven a su ser común. Otras voces, por fin, sobresalen potentes, silenciando alborotos y rumores, megafónicamente, distinguibles, ajenas ya del todo a la algarabía. Cuando Quevedo bajó a los infiernos en Los sueños vio a los poetas encerrados en jaulas: «hasta cien mil dellos», dice don Francisco que vio, chillando y reclamando su lugar en el Parnaso. Hoy no es muy distinta la cosa y, pese a que la poesía española ha salido del coma postbélico durante los últimos treinta y cinco años, sigue habiendo una multitud de sordos chillones y tumultuosos reclamando un sitio y se arrojan para ello a la fuerza de las corrientes dejándose llevar por la inercia de los torrentes modales. Una cosa he de añadir, y es que, si la poesía española se ha sobrepuesto a su agonía, la aragonesa, en este tiempo, ha nacido con vigor inusitado y con una vitalidad de la que sin duda dejará huella en el inmediato y en el medio futuro. Ricardo Díez Pellejero nació en Bilbao, pero es, por asiduidad vivencial y porque así se lo otorga el Fuero, ciudadano aragonés¸ más aún: su obra ha de contextualizarse en este territorio y, por consiguiente, tiene la adherencia de su pátina vital y ambiental. No quiero con ello endilgarle ningún rasgo característico, sino todo lo contrario, constatar su diferencia, su rechazo a la inercia, algo que no es consustancial ni mucho menos a los ―salvo pocas excepciones― epígonos andaluces, asturianos, valencianos o madrileños, casi todos maquillados en el tocador de los, a su vez, epígonos de los relicarios del cincuenta y aun de otros anteriores que no citan, queriéndonos colar de rondón la presunción de nuestra ignorancia.
El cielo del sol mecido dice mucho de esa distinción y de un claro cosmopolitismo referencial. Aunque, desde luego, hay más: hay recreación de los sentidos (sensualismo de extracción etimológica). Una proyección principal de la vista para ser acogida por un espíritu dispuesto a todo; a emocionarse, más que a nada (casi nada, tal y como hoy están las cosas respecto a quien escribe poesía emotiva). En ese tránsito que la imagen emprende para ser depositada en el corazón, va impregnándose de todos los demás sentidos; es una imagen que huele, que roza, que sabe, que escucha; que se hace vino, y sol, y cielo, y tierra, y río, y mar, y lluvia, y planta, y piel, y rumor, y voz... Es un tránsito en el que la emoción apenas vislumbraría su intimidad si no fuera porque se enuncia, claro, con palabras; palabras que van y vienen; que salen desde el interior al exterior y regresan o viceversa. Y todavía hay más: es la disposición del poeta; una disposición mercurial, terrena, contundentemente antropológica y vital. Nada de onirismo, ni idealismo, ni bucolismo, ni una gasa, ni velo, ni atmósfera reverberante que confunda o solape el perfil de lo objetual. Lucrecio y Virgilio no están por ninguna parte, pero, si observamos con detenimiento, acaso demos con los trasgos de Wordsworth, o de Whitman, o de W. C. Bryant. Su sitio es el sitio del hombre, el lugar de una realidad no trascendida (sintagma muleteril al que suele acudir la crítica), sino una realidad sentida, con todo lo que esto significa, y, por lo tanto, una realidad no descrita, no narrada desde la simple y llana observación anecdótica (como hacen tantos de los «cien mil» poetas actuales). Se trata de una realidad vivida de la que el poeta no quiere emanciparse; antes al contrario, quiere dejar constancia de su pertenencia a ella, con todas sus consecuencias, y una es, entre otras, su constatación lírica. A Ricardo Díez Pellejero le sobran recursos para hacerlo, y no es menudo el haberse apropiado de esas ponderadas dosis de memoria que ponen en evidencia la elipsis de la comparación y, sin embargo, comparan implícitamente; le conceden la suficiente perspectiva para ser él en su coetaneidad sin dejar de ser en su pasado. Ser él en su coetaneidad significa no ser ajeno a lo futuro, no ser ajeno a las heridas, no ser ajeno a las pérdidas. Una justísima dosis de optimismo concede a su libro el talante de tal enfrentamiento.
¿Vivir es para Ricardo Díez haber vivido? Sí; pero es más vivir. Para Ricardo Díez Pellejero, vivir es vivir, y hacerlo con la amante y la amada apenas sugeridas pero carnales; vivir con el tiempo que le ahonda y con el que lo saca a la superficie; vivir imbuyéndose del entorno, cediendo a lo natural el protagonismo que adquiriría lo artificial, pese a que la palabra en la que sustancia tal apreciación sea uno de sus mecanismos. Su singularidad estriba, naturalmente, en que este hecho nos pasa desapercibido porque es verdad. Lo es en su contexto vital; pero lo es en los poemas, manifiestamente en los poemas. ¿Seré osado al afirmar que El cielo del sol mecido es un libro para vivir?