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29.1.09

Estrabismo


Se lee en el diario de los Goncourt: «En littérature, on ne fait bien que ce qu'on a vu ou souffert». Pero la literatura, sin impugnar la fe de los galos académicos, también «intuye» lo que ni sufre ni ve, y no tiene por qué hacerlo mal —la arrogancia es sólo coyuntural— quien desde la escritura la ensaya. Mi amiga Pilar Souto se mató en accidente de carretera el día 12 de octubre de 1989, el mismo día y aproximadamente a la misma hora que yo le escribía una carta que no leyó jamás: «A las seis, la tarde está presidida por una nostalgia nauseabunda, inevitable y fatal que la ingrata memoria emplaza con motivo de un suceso a la vez angustioso y seductor, pero que desconozco. La náusea es resultado de una inequívoca sensación de pérdida, porque la memoria actualiza un deseo cuya certeza y corporeización escapan a nuestra voluntad de consumación: la sed eterna, el eterno Tántalo tan dolorosamente cotidiano dentro del complejo sistema de afecciones y hechizos que oculta y sutilmente rige en definitiva nuestras emociones e infructuosamente pretendemos interpretar».
Recordaba a Sartre cuando escribía, aunque no fuese yo Roland ni mi situación la del hombre acorralado por unos asaltantes en el impasse Boyer de París. Pero sí advertí que en aquella trágica experiencia no vista ni sufrida encontraba, además del recuerdo de La nausée, la evidencia de una dilución: la Existencia, madre en otro tiempo arrogante y pretenciosa de su «ismo», lo había perdido. Precisamente el existencialismo, que conviviera en mutua piedad con el desarrollo económico de posguerra, fue muerto por éste sin aquélla; dejó, sin embargo, un lastre sin mentor aparente. Heidegger suscribiría las palabras de los Goncourt, pero ¿no deja de ser una verdad esencial en mi fatal intuición?; ¿cómo sondear el arcano del espíritu humano en la muerte de Pilar?; ¿debo preocuparme verdaderamente por mi destino? Sartre me explicó muy bien el significado de la náusea; pero aquella dilución persiste porque el «ismo» romántico no sólo responde a la intuición con un «sí», sino que encuentra en el albur el sentido auténtico de su destino. Su experiencia es azar, es el verdadero mentor omitido. Y J. P. Sartre, tan aromático y hermosamente estrábico, tuvo que saberlo; lo supo. Supo que existió, quizá más acertadamente, un Byron y un Larra (des)conocedores de su intuida fortuna.

10.1.09

Tauromaquia


El susto tremendo que el goliardo Arcipreste de Hita sufrió al toparse —allá por el siglo XIV— con un toro salvaje en el el puerto de Navafría (tributo de su holganza serrana): «Cerca la Tablada/la sierra pasada...», representa, en lo que mi memoria alcanza, el primer testimonio literario de la presencia en nuestra geografía de bravos astados cuya génesis está, por otro lado, llena de incertidumbre. Lo que sí parece seguro, en cambio, es que sólo nuestra península se precia de aplicarse genuinamente a tan hermosa crianza y continúa con ello cultivando la mejor alegoría del tan manido y veraz espíritu trágico hispano; al menos cultiva uno de los elementos necesarios (el otro lo proporciona el pueblo) de esa alegoría cuya singularidad peninsular es más que manifiesta. Por ello mismo, por hincar nuestra cultura sus raíces en tan honda tradición (que no es diociochesca, ni mucho menos), hemos sido testigos —nosotros también— de la presencia constante de la tauromaquia en tantas manifestaciones artísticas sobresaliendo la más visual emblemática plasmada en nuestra tradición pictórica que, esta vez sí desde el siglo XVIII, viene mostrándose impertérrita a la detracción (en este país se ha matado a más moros que a toros y nadie se ha escandalizado). Una prueba de lo que digo es que casi sólo en el área cultural hispánica la tauromaquia es «tema» plástico que ha dejado constancia de su contenido trascendente y, sin ambages, ha traspasado los límites regionales para convertirse con pleno derecho en motivo de admiración y ajeno reconocimiento idiosincrásico; claro que esto solamente porque se funda en el ámbito de lo popular (¿no es bastante?) y se inscribe en el plano universal de las emociones humanas; más allá: en la dramática humana; y aún más allá: en la metáfora universal del cortejo nupcial que el hombre mantiene a lo largo de la vida con la muerte: tragedia en principio, pero símbolo inexcusable único que le permite, si no burlarla definitivamente, sí, al menos, capearla.
Aunque todo tiene su explicación. Si España —exceptuada la civilizadísima Cataluña— ha sido capaz de crear para sí y para otros ojos tan buido espejo reflexivo, es porque alguien se había encargado de ir descubriendo los materiales. El «Midi» francés abraza ahora la «Fiesta» con inusitada pasión (algo que hoy no hace la vieja «Marca Hispánica»): ¿es ésta la venganza gala por la victoria —nunca perdonada— de Carlos Martel en Poitiers sobre Agramante? Y es que es bien sabido que alancear un toro salvaje en el campo era práctica común de los árabes españoles, práctica que trasladarían a la palestra palaciega para probar el valor de los caballeros musulmanes. Claro que no siempre les acompañaba la fortuna y, vivo el toro —o malherido—, muerto el caballo, el doncel que se preciara debía continuar a pie, alfanje en mano, la faena que inició a caballo. Nicolás Fernández de Moratín, padre del más famoso Leandro, sabía mucho del origen árabe-español de esto de «los toros». Pero hay más: también las cortes barrocas organizaban su «fiesta» a la usanza mora, como lo atestigua el conde de Villamediana, que, además de excelentísimo poeta culterano y Correo Mayor del rey Felipe IV, era un buen alanceador. Los chismes de palacio le atribuían amores con la reina Isabel, y ésta, viendo una tarde al noble enfrentarse a un toro en la Plaza Mayor, a caballo y con gorguz, exclamó: «¡Qué bien pica el conde!». La respuesta del rey-esposo fue inmediata: «Pica bien, pero pica muy alto.»
Sirva esta acaso innecesaria anecdotología para constatar lo que no puede dudarse: la originalidad con que la cultura española ha ido prendiendo a sus alamares el arma irresistible de la muerte, el genio de su desdoblamiento en la proximidad que toda convivencia con ella usurpa al miedo, la osadía que es motivo primordial del héroe lidiador y diestro de la poesía que cultiva, ruedo donde los pusilánimes sorteamos, al alimón con el torero, cada lance del asta, cada tornillazo que nos lanza la bellísima y poderosa osamenta poliforme, con el sudario de franela.
Como un fatum de ese prendimiento de nuestra cultura, Larra —enemigo irreconciliable de la «fiesta»— jamás pudo imaginar que el primer conocedor público de su suicidio y heraldo del mismo ante sus colegas en el café del Príncipe, hubiera de ser el banderillero Mirandita.
¡Qué hermoso destino!

28.12.08

¡Correos!

El epígrafe que da título a este comentario alude a tres significados distintos. Como imperativo, ¡corréos! entraña un mandato el cual, a su vez, exige al menos dos ejercicios previos para materializarse: la masturbación o el coito (señalaré la de aquel tahúr que se corrió cuando ganó con una escalera de color al póquer de ases de sus oponente en el casino de Montpellier y que ha pasado a formar parte del anecdotario universal). ¡Corréos!, tomado en su uso arcaico y tan frecuente en nuestra literatura barroca, signa la orden de la frustración o del susto que a su gusto -aunque de movilización ilógica- acatarán el asustado o el frustrado (ambos así "corridos"). Por fin, Correos, sustantivo, designa e invoca popularmente al servicio postal de nuestro país.
Cuando esto escribia, habían transcurrido cuarenta y cinco días desde que envié a Madrid tres libros y ninguno (NIN-GU-NO) había llegado a sus respectivos destinatarios (un cuarto libro llegó a duros penes, pasado un mes, a su destino).
Tengo a Larra (el célebre Fígaro) por un iluminado que captó muchísimos de los "males del siglo" que le tocó vivir y con prontitud y clarividencia denunció la podredumbre cultural e intelectual de la España de aquel tiempo. Buena parte de aquellos males persisten hoy endémicamente, pero no recuerdo a Mariano José quejándose -y se quejo no poco- del servicio de correos del siglo XIX, seguramente porque entonces il fonctionait, como lo atestigua un viajero francés (De Bussy) que, por esos días, tildaba de "mejor del mundo" el servicio de correos español. Pero, en efecto, era raro que en este país no nos empeñáramos, hasta conseguirlo, en imperfeccionar lo perfecto, maléfico objetivo, querámosolo o no, muy de nuestro gusto.
El buen Conde de Villamediana, mejor poeta pregongorino y Correo Mayor del Rey, corrido quedaría si tuviese conocimiento de cómo hoy la poesía, por culpa de Correos, no es recibida por sus mejores lectores. Y es que se dice -me imagino que por mor de la tamaña malinformación de nuestros corridos funcionarios postales- que todo lo que huele a "cultura" -léase libros, envíos con tarifa reducida, etc.- se almacena en las oficinas para alimento de los ratones o como material de reciclado para esos otros buzones medioambientales (¡que ya vale, hombre, de derrochar papel!). Semejante irresponsabilidad (en quien recaiga, que no hago yo aquí un malus tuti) es de juzgado de guardia, si no es producto de un renovado espíritu inquisitorial que anima los principios del Index en nuestros funcionarios carteristas, rasgos, en último término, muy propios de los ignorantes y de nuestra inercial, inveterada y pésima educación.
Y vaya ustad a reclamar; volverá corrido cuando los irresponsables (porque no se responsabilizan de nada) del servicio le respondan con las mismas palabras que Larra instituyó como magnífica, insuperada y proverbial síntesis de la apología del desorden y de la desidia de nuestros servicios públicos: Vuelva usted mañana.

21.12.08

El blog en España según Javier Marías

Las tardes de los domingos son las de la depre generalizada. Te envuelve una especie de galvana, una indiferencia por las cosas que da pavor hasta el lunes, cuando por cc... tienes que activarte muy a tu pesar. Esas tardes caen en tus manos unas cuantas lecturas generalistas, como, por ejemplo, esas revistas misceláneas que acompañan a los periódicos y donde puedes leer de todo: desde un artículo (con fotos, claro) de un aventurero que nadie sabe de dónde ha salido hasta sugerencias para adornarte la mansión que tienes allá en Ontario, junto a un lago inconcebible (la cortinilla para adornar la ventanita del baño cuesta sólo 400 euros), pasando por la exquisita muestra de los vinos de la bodega Tres Zs, que ha pagado un dineral para rellenarse unas cuantas páginas; incluso, si no eres demasiado pudoroso, puedes encontrar un par de cremas para quitarte las ojeras del sábado y un slip (baratillo también) que, con sólo ponértelo, rejuveneces 10 ó 15 años, una colonia a 1.000 el gramo y un reloj con el que medir el tiempo mirando, sobre todo, su pulsera. Suelen esas revistas maridar con la prensa que controla la socialdemocracia, o, lo que es lo mismo, el postmodernismo político cuyo quiosco mediático no encuentra ya otros lectores que la clase media estabilizada y firmemente asentada en el snobismo y en la asepsia crítica. Pero... "no todo va a ser follar" (dice Krahe); así que aparece por las páginas finales algún articulito con enjundia y criterio, como el de Javier Marías en torno a los blogs, de los que abomina en general, aunque, en particular, abomina (hay que decirlo en seguida) como fenómeno de desinhibición dentro del contexto social de España. El bueno de Marías ha ojeado, naturalmente, los blogs para decir lo que dice y ha percibido en seguida que un fenómeno generalizado de los blogs españoles es la tendencia delirante a "tirar la piedra y esconder el brazo", una costumbre más de la deleznable educación española que, en este contexto blogosférico, se oculta tras los nicks para largar insultos y no asumir ninguna responsabilidad. Como es también deducible, el nivel crítico de los blogs es de una mediocridad general casi insultante en el que todavía no se ha asentado (¿lo hará algún día?) el sentido común que advierte —como hace en Gran Bretaña, por poner un ejemplo solo— del necesario respeto por el bloguero y por la libre discrepancia argumentada. Son, todas, ideas y referencias entresacadas del texto de Javier Marías. Pero me viene a la memoria que esta índole crítica y su pausada amargura tiene un precedente en la literatura española, y lo encarnó Mariano José de Larra hace ya 175 años. En algunos aspectos, la sociedad española no ha cambiado nada. Uno de ellos es la mala educación, el rencor y la envidia proverbial que no parece que podamos sacudirnos nunca de encima. Y me viene a la memoria otro antecedente aún más mayor: el Diablo Cojuelo y su estudiante con los que Luis Vélez de Guevara se asomaba por los tejados del siglo XVI para ver los vicios y las miserias morales de la educación española. Es, por lo tanto, un viejo y acartonado estigma que no pueden disimular ni las cremas, ni los calzoncillos, ni las bragas, ni una colonia que se apresta (y apesta) sobre la putrefacción de tantos años por los que, sin embargo, no parece haber pasado el tiempo de su resaca, ni arrastrado los Cariñenas.
Javier Marías tiene razón; la misma que Larra y el Cojuelo.

(La fotografía de Javier Marías es de Bernardo Pérez).

22.5.08

22 de mayo de 2008

Las cenas dan para mucho y toman para más. Ayer, día 22, fue mi segunda incorporación a ese grupo de maleantes (Gualteros o Archipoetas de Kölhn) con faca y talega que se echan a la garganta palabras entre vino (con gaseosa) en un escenario costumbrista que nos pone (a mí, al menos, me pone) a partir un piñón con el mesonero (Romanos) marginando a “Fígaro” y alanceando con grandes carcajadas toda buena costumbre que por ese lugar se entrevera al gusto de una moral dispuesta en las mesas para ser vista y comida al goliárdico modo. Pero también pudiera ser una réplica de aquel Fornos en el que “Fígaro” tenía su silla siempre reservada y a quien se le dirigía la palabra entre la fantasmagoría del humo y el mantel a manera de sábana habillando toda la figura del pequeño “Duende Satírico del Día” (cierto, no obstante, que a la mesa estaba un Larra serrano a quien no se le cayó la Z en toda la noche). Teníamos también a nuestras “Colombines” (una estaba sentada a mi derecha), inventoras de la gracia, y es que, entre trago y bocado, bullían las greguerías espontáneas (“la luna es un lunar en la mejilla de la noche”; “las islas son las pecas del mar”) y deambulaban por debajo de la mesa las fées desbaratando tobillos y ajustando los calcetines a la tibia, pues había un qué sé yo de juego peronéico que consistía en darse patadas. Por encima; encima de la mesa, manipulaba el anagrama de su apellido un ángel paranoico con quien me hermané en semejante diagnosis dándonos unas palizas de órdago entre algoritmos y algorilas, motos y energúmenos: poseídos por el demonio, en efecto, fue creciendo la gresca a base de puñetazos anglos y de bateadores nazis mientras nuestra única queja era la carcajada pasota o el gesto punk de la circunspección. ¡Toma vino!, y estuvimos dándole caña al mono de la anécdota marica. A alguno se le fue la lentilla con los canguros. En esos antípodas de Georgetown, donde los zaragozanos tocan con sus suelas las suelas de los zapatos aborígenes, encontramos pretextos creacionistas para largarnos de viaje (en un avioncillo de hélice que Carmen fleta muy a propósito y gustosamente) a Frankfurt, pasando por Benasque y Londres y aterrizando en un calabozo donde a alguien (y dale con que la abuela fuma) le volvió a currar a base de bien el famoso “Policía Ye-Yé”.
En esto se andaba, entre quesillos y tiramisúes, flanes onanistas y sobrevolando la mesa las poderosas alas de los milianos negros; con amorfía pastelera cuya apelación macedónica recibió un tajante NO; una morfología silenciosa aderezada con cambios bruscos de última hora en la elección de los paladares que llevaron a Dirgni a darle la vuelta al guante y pedirse un flan onanizado ante el complaciente asombro del Olmo regado con Zitro(n) que tenía a su lado. Más al fondo, una mirada aseverativa rescindía su contrato con la gravedad y reía, reía. Cilindros, entre tanto, y conos (conos, digo, no otra cosa) abducían los pulmones de los monos, lo más parecido a la bestia sin que lo parezca.
En fin, que la peña se portó bien, pero salió caliente.