Veamos una cara más amable de la Grecia con algunas de sus calles ahora en llamas: la hermosa Eleftheria Arvanitaki.
"Si así lo quiero, reír es pensar". En esta frase de Georges Bataille se encuentra buena parte (la mejor) de lo que me gusta hacer. Me encojo de hombres. Licencia Copyleft Creative Commons
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14.12.08
12.12.08
A un joven griego (y no es el de De Villena)

Vi ayer, en la Plaza de España de Zaragoza, a un grupo de jóvenes movidos por el péndulo de la saciante noticia de la muerte a manos de la policía helena de Aleksandros, un adolescente griego de 17 años abatido por una bala "rebotada". Una muerte, al fin y al cabo, joven e injusta, que, como la de Génova o la de Göteborg, se quiere meter a escobazos debajo de la cama. El terrorismo de Estado acude siempre a este tipo de argumentos y siempre defiende a sus homicidas, un grupo muy numeroso entre los que casi siempre hay uno al que, de vez en cuando, se le escapa una bala o un porrazo en mal sitio para sembrar el terror. Aquella explicación me recuerda a las mismas que exponía el régimen franquista cuando alguno de sus sicarios grises disparaba al aire y morían tres manifestantes (jamás se había conocido arma tan eficaz). Las minorías críticas son un peligro para los Estados y son perseguidas y reprimidas con desmesurada severidad. Conocemos muchos ejemplos recientes que se dan, precisamente, en sociedades "libres" y "democráticas".
Si aquel grupo que refiero lo componía un número no superior a 30 personas, frente a él, junto a los porches, había cinco policías nacionales y cuatro locales; a la vuelta de la esquina, a la puerta del Palacio de Sástago, había otros cuatro policías nacionales, a los que habría que añadir todos aquellos camuflados y unos cuantos más de paisano. Es decir: el número de policías (en apariencia indiferente, pero ortodoxamente armado) casi igualaba al de manifestantes para controlar y disuadir a una máxima minoría que se escudaba tras una pancarta denunciando la muerte del joven griego y ejercía su legítimo derecho a la concentración, manifestación y libre expresión apoyados en sus gargantas, un megáfono y no poca beligerancia ética. Tales eran sus armas.
Entre tanto, nos asaltan las noticias de mujeres muertas a manos de asesinos incontrolados o pésimamente controlados ante los que la policía del mismo Estado dice "no poder hacer nada" debido a su imprevisibilidad. Yo creo, más bien, que debido a la galvana, a la mala gana, a la desidia por atajar un problema que no crea (aunque sea alarmante) ningún conflicto social ni pone sistemáticamente en la calle en entredicho la desviada moral de un Estado que debe velar imperativamente por la seguridad del segmento más débil de su población en semejantes circunstancias. El número de mujeres muertas a manos de sus agresores supera con creces, desmesuradamente, al número de muertos a manos del terrorismo convencional. Pero este otro tipo de (no me cansaré de repetirlo) terrorismo no llama tanto la atención, sencillamente porque no es el Estado su objetivo.
Si aquel grupo que refiero lo componía un número no superior a 30 personas, frente a él, junto a los porches, había cinco policías nacionales y cuatro locales; a la vuelta de la esquina, a la puerta del Palacio de Sástago, había otros cuatro policías nacionales, a los que habría que añadir todos aquellos camuflados y unos cuantos más de paisano. Es decir: el número de policías (en apariencia indiferente, pero ortodoxamente armado) casi igualaba al de manifestantes para controlar y disuadir a una máxima minoría que se escudaba tras una pancarta denunciando la muerte del joven griego y ejercía su legítimo derecho a la concentración, manifestación y libre expresión apoyados en sus gargantas, un megáfono y no poca beligerancia ética. Tales eran sus armas.
Entre tanto, nos asaltan las noticias de mujeres muertas a manos de asesinos incontrolados o pésimamente controlados ante los que la policía del mismo Estado dice "no poder hacer nada" debido a su imprevisibilidad. Yo creo, más bien, que debido a la galvana, a la mala gana, a la desidia por atajar un problema que no crea (aunque sea alarmante) ningún conflicto social ni pone sistemáticamente en la calle en entredicho la desviada moral de un Estado que debe velar imperativamente por la seguridad del segmento más débil de su población en semejantes circunstancias. El número de mujeres muertas a manos de sus agresores supera con creces, desmesuradamente, al número de muertos a manos del terrorismo convencional. Pero este otro tipo de (no me cansaré de repetirlo) terrorismo no llama tanto la atención, sencillamente porque no es el Estado su objetivo.
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