Estuvieron todos.
No hay nada como hacer y decir bien las cosas; nada como, además, decirlas de verdad; nada como saltar por encima de la valla altísima del miedo y del prejuicio; nada como dejarse buena parte de la propia sangre en el camino; nada como denunciar la omisión, como restregar por la cara del centralismo el incólume valor de un territorio agredido; nada como resistir frente a sus límites sitiados. No hay nada mejor que el pálpito del pulso acompasado con la tierra; nada como describir el vuelo del pájaro puro; nada como advertir de la holladura ajena de nuestra casa; nada como ahuyentar la sombra de las alas de los buitres; nada como señalar la luz, el cielo limpio, la ventolera del corazón. No hay nada como rendir la niebla a los pies del descreído; nada como izar la voz a los atardeceres para decir que son los más hermosos; nada como regar las huertas cada día y transitar a pie los desiertos; nada como escalar las paredes blancas del rendido norte; nada como quebrar el hielo del altiplano, plantar árboles en las dehesas y cruzar el puente Fraga; nada como quedarse enhiesto frente a la corriente en los lechos movedizos de los ríos. No hay nada como tener amigos y disponer de un corazón donde acogerlos. No hay nada como haberle dado un puñetazo al olvido.
Pero hay algo más allá: la dicha de decirlo.