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martes, 27 de octubre de 2015

Carrera nocturna

En esta ocasión, salí a correr de noche. Dejé atrás las edificaciones con sus luces y me adentré en un bosque tupido de matorrales. Con cada paso, la oscuridad se iba apoderando del camino. Tanto así que solo podía divisar sombras y apenas me guiaba por el gemido de las chicharras. Tropecé en varias ocasiones, pero me mantenía firme en mi intención de culminar la carrera. Sin embargo, la negrura de la noche era casi total y mi visión se limitaba a la intuición. Me perdí. No desaceleré ni un minuto, pero no miento si les digo que, de repente, lo que antes percibía como arboleda empezó a transformarse en monstruosidad. Ocultos entre los senderos, engendros descomunales aguardaban mi paso detallando el ritmo de mis andanzas. Sin guía ni faro alguno que alumbrara mi retorno, respiré hondo y continué mi marcha a medida que las piernas me temblaban de solo pensar en el ataque de los fenómenos. Juro por lo más sagrado que los observé siguiéndome con la mirada cada vez que daba un nuevo paso. Lo curioso es que no se movían. Se mantenían inertes, paralizados, como si estuvieran esperando el momento justo para abalanzarse sobre mí y detenerme con la ferocidad de sus fauces. Aún así, nunca cambiaron su posición. Al fin, a lo lejos, alcancé a distinguir un fanal de luciérnagas que, como en un milagro, marcaron mi ruta de regreso. Temí la peor pesadilla, pero les aseguro que no estaba dormido.

lunes, 26 de agosto de 2013

Celos de un juguete

A plena luz del día, mientras Heidi recibe sus primeras clases en la escuela, Teddy encuentra un alfiler perdido debajo de la cama y lo clava con fiereza en la cabeza de la Barbie. Una, cuatro, veinticinco veces.

lunes, 1 de julio de 2013

Dual

Soñé que había matado a mi abuela. En medio del sopor, entendí que solo era una pesadilla y me sentí aliviado. Cuando desperté, sentí la cama dura e incómoda y afuera, un guardia rozaba ruidosamente las rejas que me custodiaban.

miércoles, 24 de abril de 2013

Las puertas cerradas

Me aterran las puertas abiertas. Me estremecen, especialmente, las de la casa de la tía Etelvina. Cada vez que la visito y encuentro una habitación sin cerrojo, me acerco palideciendo de miedo y, sin mirar al interior, cierro la puerta de un golpe seco. Sin embargo, con el paso de las horas, no sé si es mi memoria la que me juega una mala pasada o si es el viento el que contribuye con la reapertura del portón: al recorrer de nuevo los pasillos, suelo encontrar el cuarto que juré cerrado con su puerta de par en par. De nuevo, me acerco, tirito y, esta vez, asegurándome de poner el seguro, clausuro la habitación. Firme, me ubico al frente del cuarto cerrado, pero no pasa más de un minuto cuando siento de nuevo las piernas temblar, al observar la manija de la puerta moviéndose con torpeza para regresar a su espeluznante estado natural.

miércoles, 10 de abril de 2013

Encadenada

Solo cuando usted termine esta historia, entenderá por qué nunca debió haberla empezado. Sobre mí, el autor, pesa una terrible maldición: un segundo después de que la termine, moriré. Usted no alcanzaría a contar las veces que la he recomenzado. Con el evidente temor de que el fin de mis días me alcanzara, he prolongado la agonía por páginas que han alcanzado los cinco dígitos. Sin embargo, el tiempo ha pasado y viejo ya, cansado de escribir sin pausa, decidí que la versión definitiva fuera breve. No está de más traer a colación la variable más relevante de la imprecación: su traslado definitivo sobre aquel que se encuentre con mi punto final.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Miedos

Confieso que les temo a los payasos. En las noches, en lugar de cuervos o monstruos, el visitante infaltable de mis pesadillas es un hombre colorido de pies a cabeza y con ropa holgada hasta el colmo de los zapatos. No puedo interpretar esa nariz roja que fulgura entre la oscuridad como algo diferente a un aterrador compilado de sangre que en cualquier momento manará de su rostro. Además, los cabellos desordenados del payaso se me asemejan a las serpientes que cuelgan de la cabeza de Medusa. Tiemblo de solo pensar cuando el viento arrecia sobre ellos. Inquietos y rizados, los imagino saltando de su cabeza para aferrarse a mi cuello para marcarme con un veneno fatal. Ahora quizá entiendas por qué odio las fiestas infantiles y por qué, sobre todo, me convertí en cazador de carcajadas.

viernes, 25 de enero de 2013

El hombre al que todos le desconocen el nombre

Soy el primero que llega a la oficina. Soy el último que se va. Durante el día, observo a mis compañeros frente a sus ordenadores, pegados como larvas a sus equipos, en una rutina que empieza a las ocho y culmina a las dieciocho. Si acaso, uno que otro se acerca y me pregunta algo de mi vida, indagaciones que evito con una mentira o con monosílabos para que se dediquen a lo suyo y a mí me dejen en paz. A dos cubículos del mi puesto está Paloma, una pelirroja con la que fantaseo de la manera más vulgar durante mis noches de solitario. Los más cercanos a mi cubículo son Martín, Dubán, Marina y Fernando, todos de contabilidad. Y bastan unos pasos para que, en el caso de que me levante de mi asiento, me encuentre con el señor Galindo, el dueño de la empresa. Pronto van a saber de mí todos estos cabrones. Esta semana llega mi pedido de tipo militar.

viernes, 18 de enero de 2013

Decisión vital

Abro mi clóset y reviso de arriba abajo qué prendas me vendrían bien para el ahorcamiento. De tajo, descarto las camisas y los suéteres. Con las chaquetas podría lograr más firmeza y asegurar que el estrangulamiento sea del todo eficaz, aunque el largo de los calcetines también podría contribuir a un suicidio exitoso. Mientras dudo, miro al costado derecho y encuentro dos nuevas opciones que se posicionan como favoritas: los cinturones y las corbatas. Con respecto a los primeros, encuentro las propiedades de la hebilla algo escalofriantes. Y morir colgado de una corbata me parece, sin duda, mucho más poético.

miércoles, 9 de enero de 2013

Rutina de medianoche

Una última rosa cae sobre el ataúd. El sepulturero empuña su pala y empieza a cubrir la fosa con la tierra que forma un arrume montañoso al borde del hoyo. No escucha el llanto de la viuda ni las oraciones del cura de turno. La imagen del féretro desaparece entre el barro y las piedras. Aún con la partida de los últimos dolientes, el enterrador dedica la totalidad de su jornada a cubrir hasta el más mínimo vacío que se asome desde las profundidades. Cuando la tierra alcanza la uniformidad, los únicos detalles que comunican la cercanía con la muerte son los epitafios que se encuentran alrededor. Llegada la medianoche, el silencio envuelve el cementerio, pero el sepulturero sigue al pie de la cripta, firme, aguardando paciente, como si su trabajo exigiera un propósito extra. De repente, un rayo interrumpe la paz del camposanto. El hombre traga saliva, siente un leve temblor subiéndole por la espalda y ase con firmeza su pala, dispuesto a desenvainarla, como si se tratara de una espada. Una mano emerge desde la tierra seca.