Las personas más cercanas a mí saben de mi devoción por Moby Dick. La épica de la ballena blanca fue fundamental para formarme como lector cuando tuve mi primer contacto con ella a mis quince añitos. Lejos de aburrirme con sus digresiones y detalles superfluos, Moby Dick sirvió para ponerme a prueba y para aprender muchísimo sobre la naturaleza del ser humano, con sus ambiciones y su patetismo. A día de hoy sigo considerando la posibilidad de explicar la mayor parte de los tópicos y estructuras literarias a través de una novela como aquella. Es por eso por lo que cuando me enteré de que allá por los 1970s a un tal Philip J. Farmer, gurú del pulp, se le pasó por la cabeza la idea de hacer una extrambótica secuela de la majestuosa obra de Melville, me dije: "Lucas, tienes que leer eso. No importan ni el precio a pagar ni las horas de inversión. Tienes que leerlo y punto."
Y sí, Las ballenas volantes de Ismael es una secuela de Moby Dick, pero... en demasiadas ocasiones se siente como si no lo fuera y esto desconcierta, desconcierta mucho. La acción comienza tal y como acaba la novela de Melville, con Ismael montado en el ataúd de Quegqueg, como único superviviente del Pequod, siendo recogido por el mítico Rachel, navío a la búsqueda de sus hijos perdidos. Hasta aquí todo marcha, se mantiene el tono de Melville, pero no tardarán en suceder acontecimientos sorprendentes, sorprendentes y sin explicación, que Farmer va a utilizar como excusa para homenajear -a su manera- a su compatriota marinero, recreando otro Moby Dick en pequeñito y con elementos propios de un horror cósmico que recuerda más al William Hope Hodgson de La casa en el confín del mundo que a Lovecraft o Chambers. De repente el mar se evapora e Ismael cae flotando como el único superviviente -maldita sea su suerte de nuevo- en una versión de su mundo muchos miles de años después.
La fauna y la flora han evolucionado y se han reducido. El ser humano se ha quedado desprotegido ante todas las amenazas. El suelo está plagado de monstruos gigantes, el agua es tan salada que es capaz de secar la piel y el cielo está gobernado por las antiguas criaturas marinas. Tiburones voladores, pero sobre todo ballenas con inmensas alas de mosca son el principal sustento de los últimos Homo sapiens sapiens. Ismael vaga en soledad durante un trecho, a la deriva de nuevo sobre el ataúd de Quegqueg y acaba llegando a tierra y encontrándose con una princesa, cuyo idioma desconoce, pero que aprenderá por completo -inverosímilmente- en un par de noches mientras intenta infructuosamente arrimar la cebolleta.
Aquí quiero hacer un inciso que me parece apropiado a todas luces para lanzar una pregunta. Vale que Moby Dick no sea la novela más feminista del mundo. Sabemos la época en la que se escribió, conocemos a su autor y sus penurias, pero qué escusa tiene Farmer para en los 1970s construir a un personaje como Namalee, una mujer florero y prototípica por excelencia que parece sacada de una película cutrona de las de antes. Y es que la princesa es muy princesa, muy Disney, y eso duele a los ojos. Se siente como una estafa. No hay en ella evolución ni pensamientos complejos. Pero ni en ella, ni en nadie de su pueblo. Llega un punto en el que se roza tanto lo cómico que Ismael, quien no tiene ni puñetera idea de cómo funciona ese nuevo mundo en el que ha caído como por arte de magia, pasa de ser el observador de la catástrofe de Moby Dick a convertirse en un líder y tener de repente el apoyo de todos. De improviso, Ismael se encuentra con que es el hombre más inteligente del nuevo mundo y eso acompañado a su suerte para sobrevivir a cualquier peligro -un recurso del que abusa Farmer hasta el punto de hacerlo intocable y conseguir que el lector deje de preocuparse por él- le convierten en un héroe. Ismael tiene unos valores justos, nobles y pacificadores. Su victoria hace que el bien triunfe sobre el mal. Se lleva a la chica. Se convierte en el rey de un pueblo para él desconocido. Vive numerosas peripecias y vence, pero el mensaje que deja es vacuo y entretiene solo cuando no aburre. Viendo de dónde parte Farmer, la novela incluso decepciona. Uno siente que se aprovechan de la fama de un gran escritor como Melville para ganar clientes. Se intenta un homenaje que no cuaja, porque el nivel de Farmer aquí dista a años luz de lo que pretende homenajear. En fin, Las ballenas volantes de Ismael es un texto que os recomiendo solo si queréis perder vuestro precioso tiempo. Hay mil historias mejores que la que aquí se cuenta.