Aunque Paula Fox es una escritora estadounidense conocida fundamentalmente por sus novelas para niños, ésta no lo es en absoluto y el hecho de que no lo sea no la minimiza como novela. Al contrario, le lleva a destacar de forma muy curiosa. Es uno de los libros de cabecera de Jonathan Franzen, desde que lo leyó por primera vez, una obra maravillosa que él cree que “no tiene fin” y no es porque estrictamente no lo tenga, sino porque su construcción, tan potente, no decae en ningún momento, se mantiene constante en una especie de cima que asombra desde abajo por su altura, sin llegar a resultar monótona y aburrida nunca, y eso es lo que lleva a que grandes libros una vez terminados entristezcan al lector y pidan ser comenzados de nuevo en una suerte de bucle que debió atrapar a Franzen y que a mí me atrapará tarde o temprano. La fuerza de este libro se debe a su carácter innovador en la forma y a su oposición, en el contenido, a la extravagancia de muchos otros autores norteamericanos que desde Burroughs en adelante se han ido recreando más y más en una violencia que para lejos de la vida de la mayoría de los lectores de ese tipo de novelas. El gran punto a favor de Paula Fox, como veremos, es su capacidad para inquietarnos, para desesperarnos, desde las colinas aledañas a nosotros mismos y a nuestro pan de cada día.
La trama funciona tal que así: Sophie y Otto son un matrimonio más de Long Island que, gracias a que no han tenido hijos y que es demasiado tarde para tenerlos, han podido pagarse una pequeña vida de caprichos en la que cuentan con una casa con granero en un pueblucho del interior, donde acostumbran pasar el verano, y un pequeño velero con el que salen a navegar por las marismas, además asisten a todo tipo de fiestas de clases sociales a las que no pertenecen, como la de los artistas, donde no encajan a pesar de sus esfuerzos. Mientras llevan esta vida residen en una zona paupérrima de la ciudad, llena de basura, borrachos, putas, drogadictos y animales salvajes.
“Aún había basura por todas partes, una marea que subía pero apenas bajaba. Botellas y latas de cerveza, botellas de licor, envoltorios de caramelos, paquetes de cigarrillos estrujados, cajas abombadas que habían contenido detergentes, harapos, periódicos, rulos, cuerdas, botellas de plástico, algún que otro zapato, excrementos de perro. Otto había dicho en una ocasión, mirando con repugnancia la acera de su casa, que aquello no era obra de ningún perro.” (Pág. 25)
Perros o no aparte, lo que hay, sin duda, en el barrio es un gato callejero y la importancia de éste es categórica desde que en el primer capítulo muerde la mano de Sophie cuando ésta intenta, a pesar de las advertencias de su marido, quien le indica dando voces que no debe fiarse de los animales que viven fuera de las casas porque estos tienden a ser peligrosos, darle de comer y de beber un poco de leche. Esta herida se le infecta a Sophie, que se niega reiteradamente a acudir al médico, pretendiendo convencerse a sí misma y a los demás de que se encuentra cada vez mejor, lo cual no consigue. Esta terquedad de Sophie para evitar solucionar los problemas de su vida no se halla sólo en la herida del gato, por supuesto; su matrimonio lleva años más que acabado, aunque ella se niegue a aceptarlo y sufra mientras tanto por miedo a sufrir más aún después. En este sentido, la herida es profundamente metafórica y el hecho de que tarde toda la novela en sanar un poco es necesario para que detengamos nuestra atención en la otra gran herida que lleva dentro. A pesar de todo, Sophie no puede fingir eternamente que no le duele porque le duele a todas horas y he aquí algunos ejemplos de su guardia baja:
“-¿Te la has lavado? ¿Te has puesto alguna cosa?
-Sí, sí –respondió ella con impaciencia, viendo cómo la sangre empapaba el papel, pensando en su fuero interno que si la hemorragia cesaba aquello terminaría.” (Pág. 22)
“-El dolor me asusta más que morir –dijo Sophie-. Ni siquiera dejo que me receten analgésicos porque tengo miedo de que el dolor sea más fuerte que ellos. Entonces no habría nada, salvo dolor.” (Pág. 49)
Pero no es sólo a través del personaje de Sophie desde donde se transmite esa sensación del dolor íntimo que afea el aire si sale de los labios de las personas porque todos parecen sufrir de una manera o de otra. Otto, que es abogado, ha perdido la amistad con su socio Charlie, quien se ha llevado a casi todos sus clientes a otro bufete donde cree que encontrará el éxito que le permitirá vivir una vida de rico. Al mismo tiempo, Otto es consciente del desmorone de su matrimonio y del triste lugar en el que vive en Long Island, lugar que no cree que sea para gente de su categoría social. Charlie, por su lado, ha perdido a la mujer que una vez amó cuando ella se introdujo en la moda hippie del amor libre y ahora es muy posible que lo deje por otro y se lleve a los niños. Mike Holstein, amigo de la familia y psicoanalista, tiene un hijo rebelde que se niega a estudiar nada y que es la vergüenza de la familia y al mismo tiempo alguien le odia lo suficiente como para romperle las ventanas a pedradas. Hasta los personajes secundarios en diminutas líneas transmiten la sensación de dolor, de llevar una herida abierta con la que viven, algunos la ocultan como pueden y otros la sueltan para luego desaparecer de escena.
“-¡Qué tobillera tan bonita!- gritó Sophie a sus espaldas. La muchacha se volvió desde el recibidor. Por un instante, pareció a punto de sonreír.
-Me hace daño –gritó-. Cada vez que me muevo, me hace daño.” (Pág.32)
Ese movimiento en busca de reparar el daño es también algo connatural a Sophie, que no para de intentar huir de sí misma y de su vida en toda la obra: alimenta animales callejeros, se fuga de casa una noche con Charlie, va a la ópera, acude a fiestas, va a ver a una vieja amiga, llama por teléfono a la mujer de Charlie porque necesita alguien con quien hablar, se sienta a leer novelas francesas, recuerda a su viejo amante y cómo trataron de verse después de mucho tiempo y la cosa no cuajó, atrapa al gato, se obsesiona con que puede tener la rabia y piensa que lo mejor es tenerla porque así su vida podría cambiar radicalmente y quizás todo sería menos doloroso, telefonea a una amiga a la que le grita lo idiota que es, etc. Sin embargo, nada la consuela; Sophie no tiene un lugar seguro al que huir porque “cada vez que se mueve se hace daño” y tiene que moverse otra vez. Aquella huida sí que no tiene fin y recuerda tanto a la de Bardamu en Viaje al fin de la noche, que es difícil no establecer comparaciones.
La vida no tiene el color de rosas que quieren los personajes y esto se debe también a que este color de rosas es más subjetivo que objetivo y a que cada uno cuenta con unas circunstancias que lo hacen distinto a su vecino. El fragmento que sigue al que he citado al inicio es bastante aclaratorio en este sentido:
“-¿Crees que vienen aquí de noche a cagar? –le había preguntado a Sophie.
Ella no había respondido, limitándose a mirarlo de soslayo con cierto aire risueño. ¿Cómo habría reaccionado Otto, se preguntó si ella le hubiera dicho que su pregunta le habría traído a la memoria un período concreto de su infancia en el que ella y sus amigos habían adoptado la costumbre de hacer de vientre, expresión de su madre, como una actividad al aire libre hasta que los sorprendieron en cuclillas detrás de un lilo? Sophie se había pasado una hora encerrada en el cuarto de baño, para, en palabras de su madre, estudiar el receptáculo correcto para tales funciones.” (Pág. 25)
Esto es quizás lo más gráfico y repulsivo –a la vez que cómico e irónico- que podemos encontrar en la obra, que no por ello está exenta de una capa de violencia cotidiana que legitima en gran parte esta huida de Sophie. Es una violencia es muy distinta de la que nos proponen autores como Palahniuk y compañía; a diferencia de la extravagancia de la Generación X, aquí hay un cierto componente de cercanía, como ya hemos comentado arriba. Es un tipo de violencia que se basa en el mordisco de un gato y el hecho de que este pueda tener o no la rabia, en una llamada en la que nadie responde del otro lado y luego cuelgan, en un borracho que se pasea en cueros y vomita por la calle lo que debió comer ayer, en una piedra lanzada contra una ventana, en algo que a uno le puede ocurrir en la vida real.
Las reacciones de los personajes dan la impresión de ser también profundamente reales. Paula Fox elabora la psicología de sus personajes desvinculándose de la tradición de Dostoievski, consiguiendo que sus personajes no exageren y piensen como si fueran de carne y hueso, sin intensos monólogos de cuatro horas de por medio. Para ello conecta las ideas de sus personajes creando una cadena. En un momento se presenta en la casa de Long Island un individuo negro con malas pintas y Otto le da dinero; entonces Sophie recuerda que le dio de comer a un gato que le mordió y que ahora tiene una herida que le duele y que ya es hora de ir a un hospital. Esta cadena tiene sus más y sus menos. Los personajes de la novela viven en sus mundos con sus problemas y obsesiones (como en los de Dostoievski y en los de cualquier escritor), pero cuando se relacionan, los de Paula Fox, ponen esos problemas de relieve, convirtiéndolos en un obstáculo para la comprensión mutua. Este hincapié que hace en la comunicación/no-comunicación de los personajes para desarrollar sus psicologías me parece bastante interesante, difícil y digno de alabanza por el realismo que consigue sin seguir lo que debería ser la tradición del Realismo mismo.
Una gran novela en definitiva. Coincido pues con lo que dijo de ella David Foster Wallace: “Una obra de prosa sostenida tan lúcida y bella que más parece esculpida que escrita.” ¡Maravilla!
Tenéis más reseñas de Personajes desesperados en El interpretador (donde se introducen algunos elementos biográficos de la autora que no creo que tengan mucho que ver con la obra en sí y alguna que otra comparación interesante con Lorie Moore y Oates) y si buscáis por Google muchas más, aunque no las recomendaría para nada, ya que tienden a confundir hechos, personajes y hasta el nombre de la autora. En mi blogosfera habitual parece que nadie le ha dedicado una entrada.
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