lunes, 31 de agosto de 2015

Personajes desesperados, de Paula Fox



Aunque Paula Fox es una escritora estadounidense conocida fundamentalmente por sus novelas para niños, ésta no lo es en absoluto y el hecho de que no lo sea no la minimiza como novela. Al contrario, le lleva a destacar de forma muy curiosa. Es uno de los libros de cabecera de Jonathan Franzen, desde que lo leyó por primera vez, una obra maravillosa que él cree que “no tiene fin” y no es porque estrictamente no lo tenga, sino porque su construcción, tan potente, no decae en ningún momento, se mantiene constante en una especie de cima que asombra desde abajo por su altura, sin llegar a resultar monótona y aburrida nunca, y eso es lo que lleva a que grandes libros una vez terminados entristezcan al lector y pidan ser comenzados de nuevo en una suerte de bucle que debió atrapar a Franzen y que a mí me atrapará tarde o temprano. La fuerza de este libro se debe a su carácter innovador en la forma y a su oposición, en el contenido, a la extravagancia de muchos otros autores norteamericanos que desde Burroughs en adelante se han ido recreando más y más en una violencia que para lejos de la vida de la mayoría de los lectores de ese tipo de novelas. El gran punto a favor de Paula Fox, como veremos, es su capacidad para inquietarnos, para desesperarnos, desde las colinas aledañas a nosotros mismos y a nuestro pan de cada día. 

La trama funciona tal que así: Sophie y Otto son un matrimonio más de Long Island que, gracias a que no han tenido hijos y que es demasiado tarde para tenerlos, han podido pagarse una pequeña vida de caprichos en la que cuentan con una casa con granero en un pueblucho del interior, donde acostumbran pasar el verano, y un pequeño velero con el que salen a navegar por las marismas, además asisten a todo tipo de fiestas de clases sociales a las que no pertenecen, como la de los artistas, donde no encajan a pesar de sus esfuerzos. Mientras llevan esta vida residen en una zona paupérrima de la ciudad, llena de basura, borrachos, putas, drogadictos y animales salvajes. 

“Aún había basura por todas partes, una marea que subía pero apenas bajaba. Botellas y latas de cerveza, botellas de licor, envoltorios de caramelos, paquetes de cigarrillos estrujados, cajas abombadas que habían contenido detergentes, harapos, periódicos, rulos, cuerdas, botellas de plástico, algún que otro zapato, excrementos de perro. Otto había dicho en una ocasión, mirando con repugnancia la acera de su casa, que aquello no era obra de ningún perro.” (Pág. 25)

Perros o no aparte, lo que hay, sin duda, en el barrio es un gato callejero y la importancia de éste es categórica desde que en el primer capítulo muerde la mano de Sophie cuando  ésta intenta, a pesar de las advertencias de su marido, quien le indica dando voces que no debe fiarse de los animales que viven fuera de las casas porque estos tienden a ser peligrosos, darle de comer y de beber un poco de leche. Esta herida se le infecta a Sophie, que se niega reiteradamente a acudir al médico, pretendiendo convencerse a sí misma y a los demás de que se encuentra cada vez mejor, lo cual no consigue. Esta terquedad de Sophie para evitar solucionar los problemas de su vida no se halla sólo en la herida del gato, por supuesto; su matrimonio lleva años más que acabado, aunque ella se niegue a aceptarlo y sufra mientras tanto por miedo a sufrir más aún después. En este sentido, la herida es profundamente metafórica y el hecho de que tarde toda la novela en sanar un poco es necesario para que detengamos nuestra atención en la otra gran herida que lleva dentro. A pesar de todo, Sophie no puede fingir eternamente que no le duele porque le duele a todas horas y he aquí algunos ejemplos de su guardia baja:

“-¿Te la has lavado? ¿Te has puesto alguna cosa? 
-Sí, sí –respondió ella con impaciencia, viendo cómo la sangre empapaba el papel, pensando en su fuero interno que si la hemorragia cesaba aquello terminaría.” (Pág. 22) 
“-El dolor me asusta más que morir –dijo Sophie-. Ni siquiera dejo que me receten analgésicos porque tengo miedo de que el dolor sea más fuerte que ellos. Entonces no habría nada, salvo dolor.” (Pág. 49)

Pero no es sólo a través del personaje de Sophie desde donde se transmite esa sensación del dolor íntimo que afea el aire si sale de los labios de las personas porque todos parecen sufrir de una manera o de otra. Otto, que es abogado, ha perdido la amistad con su socio Charlie, quien se ha llevado a casi todos sus clientes a otro bufete donde cree que encontrará el éxito que le permitirá vivir una vida de rico. Al mismo tiempo, Otto es consciente del desmorone de su matrimonio y del triste lugar en el que vive en Long Island, lugar que no cree que sea para gente de su categoría social. Charlie, por su lado, ha perdido a la mujer que una vez amó cuando ella se introdujo en la moda hippie del amor libre y ahora es muy posible que lo deje por otro y se lleve a los niños. Mike Holstein, amigo de la familia y psicoanalista, tiene un hijo rebelde que se niega a estudiar nada y que es la vergüenza de la familia y al mismo tiempo alguien le odia lo suficiente como para romperle las ventanas a pedradas. Hasta los personajes secundarios en diminutas líneas transmiten la sensación de dolor, de llevar una herida abierta con la que viven, algunos la ocultan como pueden y otros la sueltan para luego desaparecer de escena.

“-¡Qué tobillera tan bonita!- gritó Sophie a sus espaldas. La muchacha se volvió desde el recibidor. Por un instante, pareció a punto de sonreír. 
-Me hace daño –gritó-. Cada vez que me muevo, me hace daño.” (Pág.32)

Ese movimiento en busca de reparar el daño es también algo connatural a Sophie, que no para de intentar huir de sí misma y de su vida en toda la obra: alimenta animales callejeros, se fuga de casa una noche con Charlie, va a la ópera, acude a fiestas, va a ver a una vieja amiga, llama por teléfono a la mujer de Charlie porque necesita alguien con quien hablar, se sienta a leer novelas francesas, recuerda a su viejo amante y cómo trataron de verse después de mucho tiempo y la cosa no cuajó, atrapa al gato, se obsesiona con que puede tener la rabia y piensa que lo mejor es tenerla porque así su vida podría cambiar radicalmente y quizás todo sería menos doloroso, telefonea a una amiga a la que le grita lo idiota que es, etc. Sin embargo, nada la consuela; Sophie no tiene un lugar seguro al que huir porque “cada vez que se mueve se hace daño” y tiene que moverse otra vez. Aquella huida sí que no tiene fin y recuerda tanto a la de Bardamu en Viaje al fin de la noche, que es difícil no establecer comparaciones.

La vida no tiene el color de rosas que quieren los personajes y esto se debe también a que este color de rosas es más subjetivo que objetivo y a que cada uno cuenta con unas circunstancias que lo hacen distinto a su vecino. El fragmento que sigue al que he citado al inicio es bastante aclaratorio en este sentido:

“-¿Crees que vienen aquí de noche a cagar? –le había preguntado a Sophie. 
Ella no había respondido, limitándose a mirarlo de soslayo con cierto aire risueño. ¿Cómo habría reaccionado Otto, se preguntó si ella le hubiera dicho que su pregunta le habría traído a la memoria un período concreto de su infancia en el que ella y sus amigos habían adoptado la costumbre de hacer de vientre, expresión de su madre, como una actividad al aire libre hasta que los sorprendieron en cuclillas detrás de un lilo? Sophie se había pasado una hora encerrada en el cuarto de baño, para, en palabras de su madre, estudiar el receptáculo correcto para tales funciones.” (Pág. 25)

Esto es quizás lo más gráfico y repulsivo –a la vez que cómico e irónico- que podemos encontrar en la obra, que no por ello está exenta de una capa de violencia cotidiana que legitima en gran parte esta huida de Sophie. Es una violencia es muy distinta de la que nos proponen autores como Palahniuk y compañía; a diferencia de la extravagancia de la Generación X, aquí hay un cierto componente de cercanía, como ya hemos comentado arriba. Es un tipo de violencia que se basa en el mordisco de un gato y el hecho de que este pueda tener o no la rabia, en una llamada en la que nadie responde del otro lado y luego cuelgan, en un borracho que se pasea en cueros y vomita por la calle lo que debió comer ayer, en una piedra lanzada contra una ventana, en algo que a uno le puede ocurrir en la vida real.

Las reacciones de los personajes dan la impresión de ser también profundamente reales. Paula Fox elabora la psicología de sus personajes desvinculándose de la tradición de Dostoievski, consiguiendo que sus personajes no exageren y piensen como si fueran de carne y hueso, sin intensos monólogos de cuatro horas de por medio. Para ello conecta las ideas de sus personajes creando una cadena. En un momento se presenta en la casa de Long Island un individuo negro con malas pintas y Otto le da dinero; entonces Sophie recuerda que le dio de comer a un gato que le mordió y que ahora tiene una herida que le duele y que ya es hora de ir a un hospital. Esta cadena tiene sus más y sus menos. Los personajes de la novela viven en sus mundos con sus problemas y obsesiones (como en los de Dostoievski y en los de cualquier escritor), pero cuando se relacionan, los de Paula Fox, ponen esos problemas de relieve, convirtiéndolos en un obstáculo para la comprensión mutua. Este hincapié que hace en la comunicación/no-comunicación de los personajes para desarrollar sus psicologías me parece bastante interesante, difícil y digno de alabanza por el realismo que consigue sin seguir lo que debería ser la tradición del Realismo mismo.

Una gran novela en definitiva. Coincido pues con lo que dijo de ella David Foster Wallace: “Una obra de prosa sostenida tan lúcida y bella que más parece esculpida que escrita.” ¡Maravilla!

Tenéis más reseñas de Personajes desesperados en El interpretador (donde se introducen algunos elementos biográficos de la autora que no creo que tengan mucho que ver con la obra en sí y alguna que otra comparación interesante con Lorie Moore y Oates) y si buscáis por Google muchas más, aunque no las recomendaría para nada, ya que tienden a confundir hechos, personajes y hasta el nombre de la autora. En mi blogosfera habitual parece que nadie le ha dedicado una entrada.

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Boquitas pintadas, de Manuel Puig

Todo va bien, de Socrates Adams


domingo, 23 de agosto de 2015

Grietas, de Santi Fernández Patón

Agrietado, sin duda...



Siempre se ha dicho que lo peor que puede ocurrir cuando lees un libro es que éste deje en ti una infinita sensación de impotencia, de que podría estar mejor escrito y no lo está. Fernández Patón no demuestra ser un mal escritor en Grietas, pero ésta tampoco ofrece nada que no hayamos visto antes, nada que lo haga destacar lo suficiente como para ganar premios importantes por unanimidades y, sin embargo, uno -este XIX Premio Lengua de Trapo de Novela- lo ha ganado. ¿Qué quiere decir esto? Pues que ideas buenas no le faltan, que puede que no hubiera ninguna joya entre las demás participantes y que, supongo, se ha debido premiar eso.

La historia trata más o menos de un hombre de unos treinta y tantos que al poco de mudarse a Málaga desde Granada huyendo de sí mismo debe de afrontar dos problemas bastante puñeteros: hacerse cargo de una hija de cuatro meses llamada Alicia cuya existencia desconocía y ayudar a su amante, una tal Lucía, la cual parece manejarlo a su antojo, a superar la anorexia que lleva arruinándole la vida desde la adolescencia. El ambiente en el que se mueve –los disgustos callados del padre, el abandono de Alicia por parte de su madre como forma de rebelión contra el patriarcado, el sacrificio de su perra enferma y cómo su vieja amante vegana le dice con tranquilidad que sólo era un perro, las extrañas relaciones sexuales que mantiene con Lucía, las manifestaciones donde asiste a como los antidisturbios llenan las ambulancias con civiles a su lado y no se arregla el panorama, la presión de su trabajo como tele operador a tiempo parcial donde apenas llega al mínimo de ventas, la desaprobación de la familia por las novelas que ha escrito, que han llegado más allá de dos editoriales locales y que parecen sacar a la luz demasiados trapos sucios-; todo esto, el ambiente, es, sin duda, desalentador. A pesar de todo, no hay lugar para la desesperación, sobre todo delante de su hija. Las mujeres que rodean al protagonista –Lucía, Raquel (madre de Alicia) y Sonia- no se alejan de este aire nefasto. Lucía no sólo padece de anorexia, también tiene que lidiar a diario con un novio que no le aporta lo suficiente, con la frágil situación económica de esta pareja, con un hermano delincuente que se dedica a robar y vender droga, con los exámenes de la universidad a la que ha vuelto mucho después de abandonar los estudios, con la separación de su padre desde que descubrió que tenía una segunda familia. Por su parte, Raquel no es capaz de aceptar su heterosexualidad vulgar por moda y trata de camuflar todos los encuentros sexuales que tiene con hombres de la misma forma que diciendo ser vegana no se inmuta ante la muerte trágica del animal de compañía de su amante. Y, finalmente, Sonia debe luchar también con el recuerdo de las enfermedades mentales de su hermana, el suicidio de su primera pareja, los reencuentros con viejos amantes, un divorcio y varios niños a su cargo. Las relaciones del protagonista con estas tres mujeres y sus numerosas grietas darán como resultado la novela que nos ocupa.

Grietas funciona francamente bien como mecanismo representativo de una época, de la que estamos inmersos, la de los McDonald’s, los selfies, el 15M, el feminismo radical, el aislamiento del individuo en lo que, paradójicamente, han venido a llamarse redes sociales, etc. Pretende alzarse como una obra cargada con el espíritu de una generación y, si bien consigue esto, olvida otros elementos que deberían considerarse fundamentales siempre a la hora de escribir: uno debe lograr entretener al lector y que éste no desee en ningún momento tirar el libro. No sé si se debe a que ya estoy demasiado familiarizado con la época en la que vivo como para que cualquier detalle adicional sobre ella me aburra soberanamente, pero me gustaría tender a pensar que no es así. Me gustaría tender a pensar que si he querido lanzar el libro por la ventana no se debe tanto al contexto donde se sitúa, sino a la forma tan pesada en la que está escrita, al lento avance de los personajes y a la reiteración innecesaria del escritor en temas que ya deberían de estar más que solventados. Es interesante la lucha contra la anorexia, de acuerdo, pero no son necesarias tantas páginas para explayarse en él en una obra de ficción si esta lucha no avanza y siempre que se menciona aparece de la misma forma. El escritor tampoco destaca por su maestría en los diálogos, donde algunos llegan a resultar artificiosos. De igual manera el narrador parece estar sobredocumentado y, a veces, eleva el tono hasta un punto de solemnidad que me resulta estresante e irreal para lo que describe. No digo que no sea bueno documentarse, pero mostrar toda esa documentación saliendo de los labios de un narrador que representa a un personaje que no tiene nada de especial lleva a un distanciamiento entre el personaje que se crea y el prototipo de lo que vendría a resultar éste en la realidad. Esto me lleva a pensar que el gran fallo de la novela quizás se halla en el hecho de que el narrador esté en primera persona y no en tercera, lo que podía haber dado lugar a mucho más juego. También podría haber jugado con una combinación de voces, tal y como hace Miguel García en Martín Zarza, novela al estilo de ésta y que en su día me gustó bastante más. Qué sé yo, podría haber hecho muchas cosas porque las ideas no son malas y en la obra hay hasta fragmentos muy buenos. Pero el caso es que no las ha hecho y eso no deja de ser una pena porque a uno le da la sensación de que Patón puede llegar a hacerlo mejor si se lo propone con el tiempo.

Deben haber más reseñas de Grietas en Letras en vena (donde vienen a destacar más o menos los mismos problemas y aciertos que yo y se muestran optimistas con el escritor en su futuro) y en numerosos medios periodísticos que no destacaré porque no me convencen en absoluto. También hay una reseña muy extraña en una tal Revista Tarántula que tampoco enlazo, aunque es fácil encontrarla en Google, porque me parece de mal gusto tanto para el escritor como para los lectores por su chulería y machismo explícito.

Reseñas de otras obras que te podrían interesar:

Matando dinosaurios con tirachinas, de Pedro Maestre

Viento del Norte, de Elena Quiroga


miércoles, 19 de agosto de 2015

Azul casi transparente, de Ryu Murakami





Ya hace más de una semana que apareció por aquí un fragmento de esta obra con la que Ryu Murakami ganó un Akutagawa en 1976. Como nota aclaratoria a ese fragmento yo quería indicar que pertenecía a lo que viene siendo casi el final del libro y advertía a quien quisiera leerlo que si no había leído la obra completa difícilmente podría sacar algo en claro y también decía yo que, sin embargo, si me apetecía destacarlo especialmente era porque, sin duda, constituía uno de los mejores momentos de la novela y porque me serviría para dar más fuerza a las ideas que tenía pensado expresar en esta reseña. En ese texto aparecían dos personajes: un tipo muy raro que decía que veía un pájaro negro que se lo iba a comer y otra tipeja que comenzaba a gritarle que se estaba volviendo loco y que acababa por marcharse pitando por la puerta, dejando al primero en un estado de delirio que entendemos los lectores que jamás había experimentado.

El tipo es un japonés de diecinueve años que, por las continuas coincidencias entre él y la vida real del escritor, que también se llama Ryu, se puede deducir que es una suerte de alter ego. Además, también es el protagonista. La tipeja es Lilly, una norteamericana con la que tiene una relación sexual sin compromisos de la que sólo sabemos que es rubia y que le gusta pincharse heroína sin esterilizar la aguja. Lo norteamericano y las drogas están muy presentes en la vida de Ryu y, por tanto, en la obra. El principal culpable es la cercanía de una base militar de los EEUU construida tras la Segunda Guerra Mundial y bajo cuya sombra vivió Ryu Murakami hasta los veinte y pocos. Lejos de rechazar la influencia de los estadounidenses y de encerrarse en su propia cultura milenaria, Ryu los acoge, adoptando rápidamente sus costumbres y tomando por su lema principal el “Sex, drugs and rock’and roll!”. Pronto se convierte en un destacado camello de todo tipo de sustancias y un reclamado organizador de fiestas y orgías entre norteamericanos y japonesas. Él y sus amigos japoneses se ven inmersos en este mundillo de sexo descontrolado, drogas duras y rock inglés en discos de vinilo tan propio de los años setenta americanos. Esto no es especialmente bien visto por Murakami, quien elige retratar momentos crudos de esta realidad de manera muy intencionada. No obstante, no resulta del todo convincente; su escritura, paradójicamente, se acerca mucho más a la tradición norteamericana de la Generación Beat –como si quisiese reivindicar su integración como miembro tardío- que a la de la cultura japonesa. Casi se puede decir que, en cierto modo, desaprovecha la enorme cantidad de elementos culturales que dispone su país para escribir algo que pudiera digerir con más facilidad un público occidental. No sólo se puede ver aquí el influjo de Kerouac y Burroughs, también hay un leve toque del Fitzgerald de Gatsby en el estilo y una referencia más que clara a Edgar Allan Poe. El pájaro negro que Ryu ve en su delirio no se halla muy lejos del famoso cuervo del maestro del género del terror; la misma escena, ese terror pasmoso, ya nos remite a él.

El miedo, así como el deseo de morir, puede presentarse en cualquier momento: tras un mal revolcón, en una excursión a la playa, cuando uno se inyecta una dosis por encima de la que debería, etc. Sin embargo, es esta cercanía al horror la que lo vuelve natural a los ojos de los demás, que ya han experimentado sensaciones parecidas y siempre han sabido reponerse, y es así como puede explicarse la infinita frialdad, tan chocante cuando uno empieza a leer la obra, y la pasividad de los personajes centrales, que se miran los unos a los otros sin inspirar tranquilad, sin inspirar nada más que la necesidad de otro pinchazo, de otra calada o de otra pastilla de Andrax. En este sentido, Ryu es particularmente un ser pasivo, un protagonista que no tiende a actuar más que lo justo, que prefiere que se luzcan los demás, como alguien sin encanto, sin carisma, sin ningún deseo imperioso de destacar sobre el resto y aun así triunfando en la sombra dentro de este mundillo turbio. De hecho, no tomara partido en la acción de la novela hasta la mitad de ésta más o menos -cuando suelta un, para él, extenso monólogo y se fuga a la playa con Lilly en plena tormenta-, y ni así participará de ella lo suficiente, limitándose a describir todo lo que le rodea hasta entonces de una forma casi obsesiva y atípica. 

Hasta que Ryu decide que su alter ego va a hacer algo en la obra que está escribiendo asistimos a un conjunto de descripciones de fiestas salvajes de la juventud japonesa de los 1970s, con sus drogas indispensables y sus orgías, en las que no duda en recrearse el autor de forma un tanto innecesaria, volviéndolo todo demasiado explícito. Hasta entonces se omiten los auténticos pensamientos de Ryu y se deja casi todo lo mejor, argumentalmente hablando, para el final de la obra, lo que nos lleva a un producto que merece la pena por cómo concluye, pero que resulta un tanto flojo en la forma en la que el autor nos conduce a esa conclusión.

Nada más que decir esta vez. Pueden encontrar otras reseñas de Azul casi transparente en En el Levante de las Páginas (muy breve, por si no queréis leer mucho), Das Bücherregal (donde se destaca lo explícito de las descripciones de Ryu y la confusión que puede generar para el lector occidental el dilema de los nombres japoneses), y 10.15. Saturday Night (que creo que es la más trabajada y con la que tiendo a coincidir en todo).

Reseña de otra obra que te podría interesar:



domingo, 16 de agosto de 2015

Anuncio una casa donde ya no quiero vivir, de Bohumil Hrabal




Ya lo comentábamos en la reseña de Trenes rigurosamente vigilados, un libro genial de un escritor no garantiza que otro del mismo llegue a su altura. Los siete cuentos aquí recogidos se quedan bastante por debajo de las expectativas despertadas, lo cual no quiere decir que sean malos del todo. Nada de eso; de esos siete, al menos dos, me han parecido especialmente buenos, casi perfectos. En todos ellos se sigue manteniendo algunos elementos de la escritura de Hrabal que ya vimos en Trenes rigurosamente vigilados: el erotismo, el onirismo, el humor negro, el barroquismo con frases largas llenas de imágenes y la capacidad increíble para detener el tiempo y matizar detalles que tanto me había asombrado. Si hay una mayor inconsistencia en estos cuentos que en Trenes rigurosamente vigilados se debe sobre todo a una mayor experimentación formal. Experimentar conlleva riesgos y aquí triunfa dos veces, consigue medianamente salir del paso en otras cuatro y no llega a rematar la faena en el último cuento. 

Buhomil Hrabal nos propone en Anuncio una casa donde ya no quiero vivir un microuniverso devastado por la Segunda Guerra Mundial donde las historias que se narran comparten personajes tan cotidianos como extravagantes (un obrero que trabaja, una anciana que llora por la orden soviética de derribar una iglesia, una presa política que mira lúbricamente a violador con la condicional, un guardia que encuentra una estampa con un ángel entre la basura y se queda embelesado, un filósofo que busca chatarra, un escultor que se muere de hambre, un músico que mata a otro porque le molesta para tocar bien, un voluntario de las Fuerzas del Orden Público, un hombre apellidado Kafka que describe todo lo que ve,…). En este marco espacio-temporal (alguna ciudad checa en el año 1950), cuando Checoslovaquia se halla ya bajo indirecto dominio soviético, Hrabal despliega una honda crítica que destapa todos los males provocados por el nuevo régimen y que sufren las distintas clases sociales de su país: se puede respirar en sus páginas el miedo a la muerte de los personajes y la crítica al absurdo supremo de la vida misma. Basta con leer el título del primer cuento (Kafkiana) y su inicio para entender bien esto:

“Cada mañana mi casero entra de puntillas en mi habitación; oigo sus pasos. Y mi habitación es tan larga que podría ir de la puerta a mi cama en bicicleta y merecería la pena. Mi casero se inclina sobre mí, se gira, hace señales a alguien que está en la puerta y dice: 
-El señor Kafka está aquí. 
Y por tres veces apunta al aire con el dedo y vuelve a salir, y lentamente se dirige a la puerta donde sin duda la casera le entrega una bandeja metálica con un bollo y una taza de té, y mi casero me lo trae, y como le tiemblan las manos la taza da saltitos en la bandeja. A veces, tras un despertar semejante, pienso qué sucedería si mi casero, cuando así se despierta, dijese que no estoy ahí. Me asustaría muchísimo, porque llevan ya varios años practicando este modo de anunciarse, en recuerdo de aquella primera semana en que cada día me traían el desayuno y yo no estaba en la cama.”

El Kafka que habla es un Kafka ficticio, el auténtico Kafka muere muchos años antes que la fecha en la que sitúa Hrabal sus historias. ¿Por qué aparece como personaje? ¿Por qué dice que desaparece una semana para luego volver a aparecer? ¿Por qué durante este cuento se limita a describir todo lo que ve y a espantarse? ¿Por qué en cierto momento una tabernera le dice que ella también es hija de un tal Kafka y un puñado de personas más tienen el mismo apellido?  Hrabal emplea este cuento-puerta para poner de manifiesto el absurdo de la época, pero no será hasta los cuentos siguientes cuando comience la sarta de críticas mordaces contra la opresión soviética.

Los que siguen a Kafkiana son Qué gente tan rara y El ángel, que tienen un poco más de calidad narrativa y que se sitúan ambos en la fábrica de una cárcel de mujeres de esa misma ciudad. Allí Hrabal muestra las condiciones en las que trabajan las presas y los obreros, que son pésimas, tanto laborales como humanas. En Qué gente tan rara un grupo de técnicos se niega a trabajar porque aspira a un aumento, esperando que el sindicato comunista se ponga de su parte, al mismo tiempo que una compañía cinematográfica de propaganda acude a la fábrica para grabar un falso documental en el que los trabajadores deben de animar a los norcoreanos en su guerra civil, algo que a todos los que allí trabajan les trae sin cuidado. El contraste irónico de no tener para vivir medianamente en la dignidad y trabajar horas y horas construyendo armas que serán usadas en países extranjeros y encima tener que alegrarse uno de esto por imposición esta bastante bien hecho, a pesar de que hay en el relato diversos elementos que parecen estorbar demasiado y nos alejan de esta idea central. En El ángel se crítica el abandono de EEUU de Checoslovaquia y las consecuencias que ello trajo. En él se trata el tema de la esperanza y la fe que no se pierde y de cómo llegar a ser feliz en la adversidad.

Lingote y lingotes es el cuento principal, donde se pronuncia la frase que da título al libro y hace crecer el contexto de forma que al acabar llegamos a comprender perfectamente su significado. Y aunque en él hay giros argumentales asombrosos e intentar explicarlo sería revelar demasiada información sólo diré que comienza con el encuentro de un ex presidiario (violador) con una borracha. La cuestión crítica cobra aquí una dimensión enorme: se critica la industrialización tóxica de la Checoslovaquia de posguerra, la degradación de los intelectuales que han pasado a recoger chatarra, la brutalidad de un tiempo donde la ley no cuenta con efectivos para hacer cumplir las múltiples normas nuevas, el trato dado por los nazis y los reclusos durante la Segunda Guerra Mundial a los presos políticos, la pasividad de los ricos  para ayudar a otras personas y mejorar el mundo, la automutilación del capital material para hacer lingotes,… En Lingote y lingotes también se aprecia el miedo a una posible guerra atómica entre superpotencias y se habla sutilmente de la revalorización de la figura del judío en Chequia tras la guerra. 

Los dos cuentos siguientes tratan del mismo tema, el arte, aunque La traición de los espejos me parece mucho más consistente que la fanfarria de El tambor roto. En la primera, mediante composiciones en paralelo se critica la situación penosa de los artistas y el poco valor que tiene éste para la élite comunista. Se nos muestra por un lado el derrumbe de una antiquísima iglesia delante de sus escasos fieles y el almacenamiento de cuadros en el sótano de una galería tras el duro trabajo de sus pintores. Hrabal recurre aquí a imágenes demoledoras como obreros sosteniendo los ojos de santos o esculturas de artistas que se ahorcan. De El tambor roto, por el contrario, lo más destacable quizás sea su especie de búsqueda de la oralidad. Trata de la gente que se mata por el arte porque ya no les queda otra cosa por que matarse. Es profundamente satírico.

El último cuento (Hermosa Poldi) es el que conecta el primero con todos los demás, siendo también el más experimental y el más difícil de todos. Sirve de resumen de todas las ideas principales y es con diferencia el que menos me ha gustado.

Podéis encontrar más reseñas de Anuncio una casa donde ya no quiero vivir en Un libro al día (donde la reseñista destaca por no decir absolutamente nada interesante y demostrar que muy bien no se ha leído el libro) y La Biblioteca del Asterión (donde Guillermo casi me hace una apología de Marx, Nietzche y Kundera y se olvida del todo del libro). Lamento no haber encontrado nada mejor esta vez.

Reseñas de otras obras de Hrabal en esta esquina: Trenes rigurosamente vigilados, Clases de baile para mayores,







 

jueves, 13 de agosto de 2015

Trenes rigurosamente vigilados, de Bohumil Hrabal

La débil línea que separa el deseo de vivir del de morir...



Cuando conseguí ver la película de Jiri Menzel pude decir que me gustó, aunque no me apasionó. Al tener la noticia de la existencia del libro y tras haber leído un par de críticas positivas aquí y allá, y viendo que aún desconozco buena parte de la literatura de Europa Central, que lo que había visto no era malo del todo y que si sobresalía en algo era especialmente en su guión, me decidí a cogerlo del estante de la biblioteca del pueblo para llevármelo a casa y darle así una oportunidad que yo creía que debía merecer. No esperaba entonces que lo que iba a leer fuera tan interesante y estuviera tan asombrosamente bien escrito... No me esperaba en absoluto encontrarme con un libro así. Raras veces ocurren estas cosas; tener en tus manos una novela a la que no le encuentras ningún fallo, por nimio que sea, que reprocharle. Algo tan perfecto que asusta. Hay escritores que parecen tocados que una varita mágica: son pocos, pero son. No todas sus obras están escritas con este halo angelical de magnificencia literaria. Después de zamparme ésta en un día, volví corriendo a la biblioteca porque esa misma mañana creía haber visto junto a mi libro otro del mismo autor y, sin embargo, esta otra obra la situaría yo muy por debajo de la anterior tras leerla, pero ya me guardaré mis ideas para su reseña. La de hoy es Trenes rigurosamente vigilados.

La novela tiene como protagonista a un tal Milos Hrma, que trabaja como ayudante en una estación de ferrocarril checa (posiblemente una situada en los alrededores de Praga) durante la Segunda Guerra Mundial, que no disfruta necesariamente con lo que hace, aunque debido a ciertas habladurías sobre el comportamiento adoptado por sus estrambóticos ancestros (bisabuelo, abuelo y padre) se siente en la necesidad de demostrarle al mundo que él no es ningún vago y que puede ser útil para la sociedad, encontrando de esta forma un motivo para seguir viviendo en una época y bajo unas circunstancias como las suyas. Sin embargo, siente que no logra sus objetivos de forma inmediata y no llega a sentirse un hombre normal, un hombre de verdad, -el tema de la hombría le obsesiona mucho- lo que entre otras cosas se debe al complejo que mantiene derivado de su impotencia sexual y a sus continuas meteduras de pata en la antiquísima tradición del flirteo. Así es cómo intenta convencer a una alemana que había llegado sola a la estación para que acceda a enseñarle las complejidades del sexo:

"Me llamo Milos Hrma, -tartamudeé- sabe, yo me corté las venas porque parece que padezco de eyaculatio precocs. Pero no es verdad. Es cierto que me quedé mustio como un lirio con mi chica, pero entre nosotros, soy un hombre de verdad [...]." (Pág. 95)
 La chica de la que habla es una tal Masa que trabaja como azafata en diversos trenes que atraviesan la estación y del que Milos parece estar profundamente enamorado. En un momento para él de vida o muerte recuerda el encuentro fallido que le comentará a la alemana páginas después y lo narra con una ironía amarga que te sitúa a medio camino entre la risa burlona y la compasión. El personaje de Milos en sí crea en el lector un sentimiento confuso donde uno acaba hasta cogiéndole cariño.

Otros personajes más secundarios, pero sumamente interesantes, son el jefe de la estación o el factor Hubicka, superior directo de Milos. Ambos tienen sus particularidades que los convierten en personajes extraños, a veces surrealistas, fantásticos. El jefe de estación tiene afición a criar palomas y suele pasear con ellas en la cabeza a todas horas, con las ropas cagadas de blanco, amarillo y negro, mientras que Hubicka destaca por su parsimonia para afrontar los problemas que le llegan y por su carácter lúbrico. 

Como vemos en la novela se respira el humor -muchas veces negro como el carbón- y el erotismo. Se puede decir que son elementos fundamentales que cuadran muy bien con la obra. A pesar de esto, no nos podemos olvidar del contexto en el que nos sitúa Hrabal: la dureza de la Segunda Guerra Mundial en Checoslovaquia. Hrabal, que no lo había pasado especialmente mal durante la ocupación nazi, compone una suerte también de tragicomedia antifascista, donde Milos, para sentirse útil, se aliará con Hubicka, a quien han amonestado los alemanes por sus juegos sexuales inmorales en el trabajo, para dinamitar un tren de armamento. Viendo el humor negro imperante en el resto de la novela sólo se puede decir que una vez que uno llega a este punto de la narración siente que puede ocurrir de un momento a otro cualquier cosa. 

Con un buen inicio y con un buen final Bohumil Hrabal escribe buscando retratar el detalle, detener el tiempo para que podamos apreciar lo extraño de la realidad que describe, una realidad que a veces olvidamos que existe y existió. Para ello nos ofrece un cóctel de imágenes cotidianas y alucinatorias muchas de ellas burlescas y sutilmente sexuales, que se siembran en frases largas, de un barroquismo bien hilado, que a veces tiende a la digresión, aunque no abusa de ésta. Además de todo esto, su imaginación parece no detenerse a recuperar fuelle y su escritura se despliega dando continuos giros de tuerca, presentando constantemente nuevas ideas, curiosas y necesarias para comprender la obra en su conjunto. Lo dije al principio y lo repito ahora: raras veces uno encuentra obras mejor escritas que ésta.

Podéis leer más reseñas en Un libro cada día (donde el que hizo la reseña no se leyó bien la novela y confunde personajes) y El ojo en la paja (que al menos sí se la ha leído bien y resulta interesante porque da una versión algo distinta de la mía, aunque perfectamente legítima). Iba a poner un tercer enlace, pero al releer la reseña creo que mejor desisto porque tenía demasiado de resumen, muchas fotitos de la peli, purpurina y una opinión muy sucinta que parece escrita por una adolescente.

Reseñas de otras obras de Bohumil Hrabal en esta esquina: Anuncio una casa donde ya no quiero vivir, Clases de baile para mayores,








sábado, 8 de agosto de 2015

Senectud, de Italo Svevo

Un vendaval de pasiones...



Este no era el libro que venía buscando cuando entré la mañana de un ya remoto jueves en mi librería favorita y, a pesar de que no lo era -yo ni siquiera había oído en mi vida el nombre de Italo Svevo-, me lo acabé llevando ante los muchísimos elogios que le echaba la librera y ante el hecho de que por el artículo de Wikipedia parecía un tipo interesante. Sé que no se deben comprar los libros así, pero esa librería nunca me había fallado hasta entonces, todo lo que me llevaba de allí era rematadamente bueno, y esa mañana no fue una excepción. Se puede decir que lo que pagué por el libro mereció la pena.

El libro que me llevaba era Senectud, una novela escrita aún en el s.XIX, aunque con un enfoque más característico de la narrativa del s.XX. Fue la segunda novela de su autor antes de un silencio de 25 años, porque la novela no se dignó a leerla nadie después de las duras críticas recibidas. Y es que Svevo desafiaba a las principales corrientes de la literatura europea del momento con su narrador juguetón y su (ab)uso del estilo indirecto libre, que caía en una técnica de escritura atípica que luego desembocaría en la tradición del monólogo interior que cultivaría James Joyce and Company. De hecho, fue Joyce el que descubrió a Svevo a la crítica parisina y el que le animó a seguir escribiendo y a publicar su tercera novela conocida como su obra maestra: La conciencia de Zeno

Fuera de estos datos que nos sirven simplemente para contextualizar al autor vayamos a la obra en sí. ¿Qué se nos narra en Senectud? Su título puede resultar engañoso si tenemos en cuenta que la novela está protagonizada por jóvenes que se encuentran en la plenitud de la vida, en la edad en la que florece el amor, pero la senectud en esta novela no es un estado físico, sino un estado de ánimo. A lo largo de la historia asistiremos a un progresivo desgaste del personaje central que se verá erosionado por los quiebros de la vida al igual que una roca se ve erosionada por el granizo. Los desengaños amorosos, las traiciones de los amigos que uno consideraba fieles y las penas familiares formarán una triple alianza que se propondrá desestabilizar a Emilio Brentani, joven escritorzuelo sin éxito y oficinista de 35 años que vive enamorado de Angelina, una mujer rubia de una edad aproximada a la suya con un espíritu muy lúbrico, de la que dicen las malas lenguas que se ha acostado hasta con el vendedor de paraguas. Emilio es el único que ve a Angelina como un ángel al no conocer la historia de ésta más que sugerida por otros. Cuando descubre la verdad tal cual es, Emilio se debatirá entre abandonar a Angelina, acto que le supera al no ver su vida lejos de ella, y aceptarla tal cual es, lo que tampoco está dispuesto a hacer debido a su fuerte carácter celoso. Emilio transitará durante toda la obra entre el desengaño y el autoengaño sin ser capaz de mover un dedo por salir de la situación en la que ha entrado favoreciendo el doble juego de Angelina y padeciendo por ello. Todo lo que sucede entre ambos es contado por Emilio al que piensa que es su amigo, el escultor Estaban Balli, quien acepta su amistad sólo para sentirse superior ante alguien. De hecho, el trato que recibe Emilio de Esteban no es un auténtico trato de amistad sino uno de manipulación que lleva a Emilio a convertirse en subordinado de Esteban. Éste, para mantener su sentimiento de superioridad se propone darle lecciones de cómo tratar a las mujeres y para ello le propone una doble cita, donde irán Emilio, Angelina, él mismo y su pareja eventual, una tal Margarita, que se deja maltratar por Esteban, apareciendo descrita como una mujer poco o nada inteligente. Aquí comienza el enamoramiento de Angelina por Esteban, el cual no para de mostrarse brutal en toda la noche. Los celos le llevan a Emilio a desconfiar de su propio amigo. Otro personaje con mucha importancia es el de Amalia, la hermana del protagonista, que debido a su fealdad siente envidia de la vida de Emilio, aunque ésta no sea del todo dichosa. Amalia se quedará también embelesada pronto con la figura de Balli, que tendrá que prometerle a Emilio dejar de parar por casa para almorzar.

Como podemos ver, en la novela tiene mucho peso lo sentimental. Después de leerla me gusta ver la obra como una suerte de vendaval de pasiones donde se retratan muy bien las psiques de los diversos personajes principales que interactúan entre sí. Tiene alguna que otra reminiscencia a García Márquez, salvando las distancias.  Por otro lado, la complejidad argumental es digna de alabanza; la estructura nos lleva a un final muy interesante donde se nos descubre que lo único necesario en esta vida es encontrar un motivo por el cual vivirla y que hay personas que encuentran ese motivo en sí mismas, así como también las hay que lo encuentran en otras. 

Sería conveniente volver también al tema del narrador, que es tremedamente interesante porque, a pesar de ser en tercera persona, se focaliza tanto en Emilio que llega al extremo del estilo indirecto libre y lo que piensa este personaje se mezcla con la narración habitual volviéndola poco fiable, pues entre lo que Emilio piensa que va a hacer y lo que hace finalmente hay una distancia abismal llena de condicionantes. Además, esta férrea focalización no le impide al narrador abandonar a Emilio, pues hay varias páginas en las que éste no aparece, sino que se nos muestra lo que hacen otros personajes como Esteban Balli o Amalia Brentani y se indaga en su psique casi de la misma forma, mediante esta mezcla que es la esencia del monólogo interior. 

En definitiva, nos encontramos ante una gran obra que merece ser leída. Bastante recomendable.Tenéis otra reseña más, muy buena si se me permite decirlo, de Marta Sanz en La Tormenta en un vaso.

Reseñas de otras obras que te podrían interesar:

Muerte accidental de un anarquista, de Dario Fo

El hombre aparece en el Holoceno, de Max Frisch


miércoles, 5 de agosto de 2015

Hambre, de Knut Hamsun


Quizás no haya una mejor definición del hambre...



Desde que leí Los mecanismos de la ficción de James Wood a comienzos de junio venía con unas ganas atroces de merendarme este libro, cuya existencia desconocía hasta entonces. En el ensayo de Wood se usaba un pasaje de esta novela noruega como un ejemplo que podía llegar a desconcertar bastante. Wood hablaba de un momento concreto de Hambre en el que el protagonista, a punto de morir de inanición, tiene la idea de comenzar a comerse a sí mismo; se mete un dedo de la mano en la boca, lo empapa de saliva con la lengua y entonces muerde hasta que brota al mismo tiempo la sangre del miembro mutilado y las lágrimas de sus ojos. Es entonces, con los ojos como platos, cuando debe detenerse. No recuerdo bien que quería ejemplificar Wood con esto; sólo sé que como poco me impactó y cuando encontré el libro en mi librería favorita no pude resistir en mí las ansías de comprarlo y de saber cómo se puede llegar a desarrollar un personaje que sea capaz de tales extremos. 

Hambre nos sitúa en una ciudad costera de noruega en el último cuarto del siglo XIX. Su protagonista es sólo un hombre que pasa hambre. 234 páginas de hambre. El lector camina con él todo ese largo trayecto, lo acompaña en su búsqueda de comida, entiende su dilema, su resignación, su sufrimiento,... Sin embargo, el lector es capaz de entender también que el comportamiento de este protagonista es el que lo lleva a tal padecimiento. Hamsun crea un modelo de antihéroe muy similar al Raskolnikov de Dostoievski en Crimen y castigo, que, orgulloso hasta el extremo, cree ser mucho más de lo que es realmente. Es un hombre que se cree en la necesidad de demostrar a los demás una superioridad de la que no dispone y para tal cosa no duda en mentir por aquí y por allá. Mientras que él mismo no sea capaz de aceptar su condición será inútil cualquier esfuerzo por mejorarla. Piensa que ha nacido para ser un célebre hombre de letras, pero el nivel de sus artículos en los periódicos -su única fuente de ingresos, bastante intermitente por lo general- dista mucho de estas ensoñaciones. Cada día pasa más hambre, pero ese autoengaño y la casi necesidad que se impone de engañar a los que le rodean serán mucho más fuertes. Cuando quiera darse cuenta deberá tomar medidas drásticas, como el hurto o algo tan absurdo como comerse su propia ropa o a sí mismo.

Esta novela es también famosa por ser una de las primeras, sino la primera, en la que se desarrolla la técnica del monólogo interior con gran maestría. Hamsun recoge el legado de Dostoievski y somete a su personaje principal a una suerte de dialogismo interno (diversas voces, fruto de la locura, pugnarán por sobreponerse dentro del personaje y unas le dirán que robe y otra que él es un tipo honrado y el protagonista acabará manteniendo auténticas conversaciones consigo mismo que se prologarán páginas y páginas). Este modo de escribir es profundamente moderno para su época, además de absorbente: el lector queda sorprendido y no puede dejar de leer hasta descubrir que es lo último que pasará por la cabeza de este personaje tan poco en sus cabales. Siempre se ha dicho en las escuelas que el gran desarrollador del monólogo interior es James Joyce, pero este ya se encuentra a menor escala en autores como Knut Hamsun  o Italo Svevo, del que hablaremos en unos días.

Como vemos, la caída del personaje en el hambre, deriva en la locura y ésta no contribuye a mejorar su situación de miseria absoluta. Cada encuentro callejero en Hambre es más memorable, si cabe, que el anterior porque hemos asistido a una evolución progresiva del protagonista que ha ido adoptando poco a poco un comportamiento atípico que muchos personajes atribuirán a una borrachera. Nadie creerá que ese hombre ha caído en la miseria después de todo lo que asegura él de sí mismo. La locura le lleva a molestar a los ciegos, a burlarse de las jóvenes que salen a pasear, a reírse en la cara de la misma policía, a mascar todo lo que encuentre por la calle, a hablar en voz alta, a gritar en voz alta y a decir cosas sin ningún tipo de coherencia ni sentido. Si tienes hambre no puedes trabajar, si no trabajas estás perdido. Es lo que viene a decirnos Hamsun.

Tendríamos que destacar también el importante componente amoroso del que dispone la obra. Nuestro antihéroe está enamorado de una mujer que parece corresponderlo, Ylajali, pero que desconoce toda la verdad acerca de la miseria y la locura de su querido. Las rígidas normas sociales -más rígidas si pensamos que la obra fue escrita en Noruega en 1888- impiden que una mujer de su categoría se entremezcle con alguien que roza la mendicidad. La distancia entre el deseo y lo real también chocan en este subtema de la obra, provocando dolor a los personajes.

Hamsun tiene, además, un recurso que me ha parecido muy curioso e interesante y que, quizás se debe a la agudeza que despierta el hambre en el protagonista, es el especial hincapié que hace en la descripción de encuentros con otros personajes que comen con voracidad. Así Hamsun genera un contraste que potencia la compasión que somos capaces de sentir por su personaje, aún cuando podamos pensar que se lo tiene merecido, aún cuando podamos pensar que ha obrado mal. Hamsun nos coloca ante un toma y daca con su protagonista que no es el que nos mostraba Céline con su Bardamu en Viaje al fin de la noche. No es difícil descubrir los pensamientos políticos filonazis de Hamsun a los largo de las acciones que llevo a cabo en su vida, pero lo que se dice en esta obra en concreto, no hay rastro alguno de ningún tipo de ideología y eso la beneficia y, sin duda, se agradece.

Tenéis una reseña interesantísima en El lamento de Portnoy, donde Avilés desarrolla una curiosa comparación con una obra de Goncharov que no he leído y se hablan de más detalles del filonazismo del escritor noruego, 

Reseñas de otras obras en este sitio que os podrían interesar:

Las ciudades invisibles, de Italo Calvino

Cuentos de Galitzia, de Andrzej Stasiuk


sábado, 1 de agosto de 2015

Todo va bien, de Socrates Adams

Bueno, todo, lo que se dice todo...




Todo va bien es ese libro que compré cuando salió al mercado hace un par de años y cuya lectura había postergado hasta hace una semana aproximadamente. Tenía en él grandes esperanzas puestas, sobre todo por los elogios que aparecen en la contraportada y por la afluencia de buenas críticas que recibían en la blogosfera las obras de la entonces recién nacida editorial de José Luis Amores, bautizada como una de las novelas más famosas de Nabokov: Pálido Fuego

“Hilarante y perturbadora y un mil por cien original. Nunca había leído a nadie como  Adams. Me he reído como no recuerdo haberme reído jamás.”
Dice Ben Brooks, el escritor de Lolito, de la obra que hoy nos ocupa; lo que me da a entender tres cosas:

1) Que no ha leído mucho.
2) Que el gusto literario lo tiene en un sitio un tanto infrecuente, por no decir en el ano.
3) Que ya sé que no debo leer una novela suya ni por accidente.

La pena es que no dice ninguna mentira. Es verdad que uno se ríe y que hay una cierta búsqueda de lo perturbador. También es verdad que es difícil encontrar a un escritor como Adams. Así de malo es el tío. Véase cagadas del tipo:

“Hace una mañana excelente en los Alpes italianos. Ubicación: Italia.”(Pag. 132)

Podríamos decir que el narrador aquí, por ejemplo, intenta ser irónico. ¡Ojalá fuera así! ¡Ojalá! 
La repetición de elementos innecesarios enturbia toda la obra, que no llega a 170 páginas y le sobra, así literal, mínimo unas 30. Muchas veces aparecen observaciones fáciles que no aportan absolutamente nada.

Pero, ¿de qué va esto? Tendremos que explicarlo un poco mejor para entrar en detalle. Bueno, pues Todo va bien trata de la vida de un currito imbécil, porque es imbécil además de narrador en primera persona, que trabaja en una  multinacional que vende tuberías por teléfono a grandes empresas, siendo víctima de la alienación que provoca el agotamiento de su oficio basado en repetir hasta la extenuación lo mismo una y otra vez. Sus resultados no van demasiado bien y su jefe, que está para que lo encierren en alguna parte, le regala un tubo y le obliga a cuidarlo como si fuera su hija para que aprenda qué significa ser responsable. Si no es capaz de hacerlo cómo es debido le despedirá. La palabra DESPIDO hace que los oídos le duelan a Ian, el prota, en labios de su jefe e intenta evitar hacérsela pronunciar cómo sea. Como Ian no está capacitado para cuidar a su hija tubo, y su jefe lo sabe porque ha puesto cámaras en su casa –algo que al protagonista le parece muy normal-, se le degrada a un puesto inferior (“Encargadillo de Mierda”) en el cual pasa largas horas atado a una silla y mirando una serie numérica en el ordenador. Cuando ésta termina al final de la jornada le pregunta la máquina si todo va bien e Ian asiente para poder marcharse. Mientras tanto el alienado intenta seguir con su vida normal, buscando el amor y soñando con unas vacaciones en los Alpes franceses.

En Todo va bien encontramos cuatro críticas a la realidad contemporánea en la que vivimos: una crítica al consumismo, otra a la pasividad de los seres humanos, otra a la alienación de la población de a pie y otra a las relaciones sociales de dependencia que se establecen en la actualidad. Es verdad que hay eso, pero no lo que nos promete la portada:

“Una declaración de rebeldía contra la existencia pasiva y sumisa.”

Al narrador se le ofrece la oportunidad de escapar de esa realidad opresora en la que vive, pero, como en los cuentos de Cortázar, la acaba rechazando por miedo al riesgo de morir. Adams intenta enseñarnos que tenemos que comernos un mojón y aguantarnos con los trabajos de mierda que vamos a acabar teniendo a lo largo de nuestra vida y que lo auténticamente esencial tendremos que reservarlo para cuando salgamos del curro. No hay ninguna declaración de rebeldía en ella, sino una aceptación de la opresión que nos proyectan desde arriba. En definitiva, es una crítica que pone de manifiesto cosas que ya sabemos desde que entramos en la guardería sin poner ningún tipo de solución al conflicto.

Por otro lado, hay recursos muy interesantes en Adams, como el hecho de que el tubo tenga pensamiento propio y nos cuenta la historia de cómo vino de China en barco y de que su mayor deseo es huir de Ian y entrar en un sistema de tuberías. Entre otras cosas se dicen frases tan divertidas como:

“He dejado que mi relación con Sandra afecte al desarrollo intelectual de mi niña. Soy un egoísta. No soy capaz de reprimir mi naturaleza despiadadamente ambiciosa.” (Pag, 99) 
“Ian está llorando. Me está contando sus problemas. Me habla de los Alpes italianos. Lo siento por Ian. No voy a ir con él a los Alpes italianos. Soy un tubo normal, sólo trato de existir.” (Pag. 100)
“Los tubos y los humanos tienen un sentido del humor diferente. Eso se debe a que los humanos no son perfectos.” (Pag. 109)

Sin embargo, el precio de la novela no es ningún chiste y lo que se ha dicho de ella dista mucho de lo que uno se encuentra luego. Para empezar, hay que tener en cuenta que el narrador es imbécil, que escribir una novela con un narrador así es tremendamente fácil, porque cualquier locura que se te ocurra puede ser justificable. Y, no obstante, no resulta verosímil ni dentro de una suerte de lógica de la novela. Hay novelas absurdistas, que beben de maestros como Kafka, y otras directamente absurdas. Pienso que Todo va bien es de las segundas. Las psicologías de los personajes están exagerados al extremo y en ellas apenas se producen una evolución, que es de golpe y que acaba con una involución, también de golpe. Las frases, ya lo veis en los ejemplos, son sumamente simples y muchas veces abunda en ellas la adjetivación y la falta de subordinación, lo cual se adapta tanto a un escritor en ciernes malucho como a un narrador imbécil. También hay que destacar que repite tanto los mismos recursos que termina por cansar. De la misma forma acabas harto del nombre del protagonista porque te lo verás escrito en casi la mitad de las frases.

Ciertamente parece que estamos ante un texto con pretensiones de cuento de Cortázar que no llega a materializarse bien se le mire por donde se le mire. No obstante, que como objeto de entretenimiento puede servir. No diré que no. 

Tenéis otra reseña, de alguien que ha leído mucho más que yo, y con la cual coincido en todo, a pesar del tremendo spoiler, en:

La Medicina de Tongoy