Ayer en el café se hablaba de los tiempos del diario, alguien recordó la perfección de Luís Soto para entregar las notas.
Él tenía una rutina, llegaba muy tarde metiendo pánico a los que le esperaban para el cierre. Con su habitual tranquilidad se sentaba frente a la máquina de escribir y con dos dedos tipeaba en unos minutos un artículo de lujo.
Yo me fugué de los recuerdos de la redacción, hacia esas largas caminatas que compartíamos en Mar del Plata. Nunca vi más gatos por las calles, que cuando deambulábamos sin apuro conversando... ¡Curioso! Ya no recuerdo que temas nos hacían hablar tanto.
Nos compenetrábamos tan intensamente que podía largarse a llover y no darnos cuenta que nos estábamos mojando.
Nos encontrábamos y… (la biología molecular… sería...) hacía click, aislándonos del mundo.
Hoy, me queda el brillo de sus ojos azules detrás de los anteojos, su humanidad de ternuras, disparates, la velocidad mental y su capacidad de escucha.
Se lo mencionaba con tanta admiración en el café.
Yo sonreí, sin agregar palabra.
Tipo magnífico Luis, tan seguro de sus condiciones que podía ser el más humilde, el que no quería recordar de donde venía. Yo le insistía muchas veces para que me contara lo que sabía del Parnaso.
No había forma, llevaba sobre él como un estigma la herencia de ser escritor.
Se equivocó cuando no me dejó ir a despedirlo, esa vez que se fue un tren que parecía de juguete.
Querido Luis... qué tiempos extraordinarios aquellos de nuestra amistad, fue ayer... no... fue hace tantísimo tiempo.