Extraordinaria e inolvidable película del genio Akira Kurosawa en la que el director
nipón hace una aguda y reflexiva crítica de la burocracia en el Japón de los
años 40-50. Esta crítica tiene que ver con la existencia humana y la forma de
acometerla mediante algo tan inherente al individuo como la libertad. El
trabajo forma parte de la vida y arrastra a ésta. Podemos elegir: o no hacer
nada y ser una marioneta inanimada y gris, un mecanismo oxidado que forma parte
de un engranaje oxidado, arrastrando el desencanto e inapetencia de una vida
pobre, triste y sin nada por lo que luchar, o reaccionar y concienciarse de tu
paralizante conformismo.
Esta maravillosa película está dividida en dos partes
claramente diferenciadas. En la primera parte contemplamos lo que le acontece a
nuestro protagonista, un gris, después atormentado y finalmente comprometido
con la vida y su trabajo actor japonés llamado Takashi Shimura. Cuando descubre que tiene un cáncer, su vida ya no
será la misma; se producirá en el personaje un cambio sustancial, brusco y
profundo que afectará a su vida, a la relación que tiene con la vida. Ese
cambio hará que su deseo de vivir se acreciente. A partir de ahí, Shimura valorará más la vida e intentará
no ser el mismo que había sido durante décadas, un hombre muerto en su
Espíritu. Dentro de poco dejará de existir, pero hasta ese momento intentará
abrazar la vida con plenitud y querrá aprender de ella con gente que le haga
sentir de otra forma: un bohemio y artista librepensador que lo llevará por la
calle del hedonismo, lleno de noches
alegres y mujeres con ganas de diversión, y una mujer que trabaja con él (él es
su jefe), y que quiere dejar el trabajo por parecerle aburrido y poco
satisfactorio. De esta chica, que interpreta la actriz Kyôko Seki, intentará conocer qué es lo que la hace ser alegre,
vital, útil. Con ella tiene unas escenas memorables en las que el viejo
moribundo (aunque no tan viejo) trata de arrancarle a la muchacha el secreto de
su vitalidad y entusiasmo. Ella no sabe cómo ayudarlo y le dice que ella es
así, que se siente feliz con cualquier cosa, incluso con la más sencilla…
El cambio de Shimura lo trasladará al trabajo de funcionario. Sentirá la necesidad de hacer algo, de no colaborar con la inutilidad burocrática y sí con la sociedad y sus necesidades.
Es en la segunda parte cuando, una vez muerto Shimura, en su velatorio, se hará un
recorrido por los últimos meses de la vida de nuestro protagonista mediante
saltos retrospectivos. Allí un grupo de políticos locales y funcionarios, que
tienen que ver con Shimura, debaten
sobre quién había sido el impulsor de una obra, un parque público para los
niños, demandada durante mucho tiempo por un grupo de mujeres a las que se le
había ido dando largas. En principio estos políticos aprovechados se querían
poner las medallas de su realización, pero poco a poco se van dando cuenta, por
los testimonios de unos y de otros, que conocían muy bien el asunto y la labor
hecha, sorprendentemente, por Shimura,
que la principal figura y valedor del proyecto había sido él. Hay lamentos y
emociones alteradas en el velatorio en unas escenas poderosas y sobrecogedoras;
finalmente la figura de Shimura sería
honrada y recordada como se merecía. El compromiso de la gente que había
acudido al velatorio es el de intentar cambiar, como había hecho la figura
ensalzada, y ser útiles a las sociedad…
Pero el final es muy crítico, muy pesimista. Este final nos viene diciendo que el poder, y los peldaños que nos acercan a él, es ineficiente por carecer de la conciencia social necesaria como para servir al ciudadano y a la sociedad. La burocracia, la administración, es un poder apoltronado en el que los mecanismos para arreglar las cosas son ineficientes, y, en muchas ocasiones, innecesarios.