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24 de mayo de 2013

Embolia

Cruza la arteria principal de la ciudad tan despacio como puede, exagerando su ya extremada vejez.
Cruza sin mirar, consciente de que se ha abierto a escasos metros el semáforo para los coches.
Y lo hace con la esperanza de que esta vez no se forme otro atasco apellidado con exabruptos y pitidos, sino que por fin aparezca un conductor que odie a los viejos tanto como él odia haber llegado tan lejos para nada.

19 de febrero de 2013

Sobres

Convencido de que la vida se sustenta sobre creencias de todo tipo, falsas o ciertas, el cartero decidió contribuir al equilibrio de las cosas. Así, para no defraudar a nadie de los que estaban convencidos de que el servicio de Correos era una auténtico desastre, el cartero extraviaba todos los días una carta al azar.
     Es sabido que ya apenas se escriben cartas entre familiares y amigos, por lo que gran parte de los extravíos correspondían a facturas y publicidad encubierta. Si bien esto le tranquilizaba, la verdad es que no le quitaba el sueño el contenido de la carta seleccionada. Lo fundamental era el propósito. Un día, una cata. Una vez que tenía el carrito lleno y ordenado, metía la mano en él y extraía una, imitando a la mano inocente imprescindible para cualquier espectáculo de magia que se precie. Rompía el sobre elegido e iba tirando cada pedazo en las papeleras que se encontraba en su ruta.
     Ignorante absoluto de las posibles consecuencias de su acción diaria, más allá de contribuir mínimamente al equilibrio de las cosas, fue incapaz de ver conexión alguna entre el homicidio del que todos los medios hablaban y una de las cartas que él había destruido la semana pasada, concretamente, la del jueves.

22 de mayo de 2012

Cuestión de sutileza

Nunca he sido muy sutil, y no era precisamente el momento de cambiar de hábitos, así que me despedí con un portazo que convirtió la alacena del recibidor en un cristalino xilófono. Mis venganzas siempre se desenvuelven en la baja intensidad, jamás me he cargado a un alto mandatario, así que me conformé con la rotura de esa cristalería que se compró como mero elemento decorativo.
Ignoré el ascensor y bajé los ocho pisos por la escalera a ritmo de bombero huyendo de derrumbe. Y aunque yo disto de los bomberos en cuerpo y valentía, sí que huía de un derrumbamiento, el de mi matrimonio sin papeles.
Salí a la calle como si lo hiciera por fin del presidio, acaparando todo el aire posible de una sola bocanada, innecesaria acción que me hizo tragar todos los humos del 177, que intentaba con dificultad abandonar la parada.
Miré hacia arriba en un gesto automático. No la esperaba asomada al balcón tirándome besos. No la esperaba asomada en el balcón porque no teníamos, pero su cabeza asomó por la ventana de nuestra habitación y vi cómo lanzaba un pequeño objeto que se fue haciendo lentamente grande, llegando y posándose en mi cabeza tras caer con vaivenes de hoja caduca.
Me quité la boina improvisada y descubrí que era un calzoncillo de marca, deportivo, dos tallas más grandes que los gayumbos de mercadillo que suelo utilizar.
Una vez más me demostró que sus venganzas son más contundentes. Y que la sutileza tampoco es su fuerte.

26 de abril de 2012

Un desorden sustantivo de viva voz...

Por petición popular (en realidad solo me lo ha pedido Ester pero ella corre un montón de carreras populares) allá va el audio de Un desorden sustantivo, un relato que colgué aquí hace poco y que he leído últimamente en dos eventos como efectos como los que podéis ver en la secuencia fotográfica:
Aclaro que lo mío no es leer (alguno puede añadir que tampoco lo es escribir y no paro) pero allá va la "declamación", con más miedo que vergüenza y viceversa:

24 de abril de 2012

La implacable ley de la gravedad


A los 23 años fui campeón mundial de salto de longitud.
Con 27 años conseguí el campeonato olímpico de salto de altura.
Me retiré a los 31 de la competición tras obtener el campeonato del mundo de salto con pértiga y ostentando los récords absolutos de longitud, altura y pértiga al aire libre y en pista cubierta.
Todo el mundo loaba mis éxitos. Yo le restaba importancia argumentando que mi único mérito radicaba en mi búsqueda enfermiza e infructuosa de hallar la manera de postergar al máximo la caída. Lejos de rebajar la euforia, mis explicaciones se reflejaban en titulares del tipo "El atleta filósofo desafía la ley de la gravedad con tanta humildad como talento".
Hoy, recién cumplidos los cuarenta y a punto de tirarme desde el ático, sólo espero que mañana la prensa de buena cuenta por fin de mi fracaso.

22 de abril de 2012

La Noche de los Libros 2012

Después de vivir las últimas Noches del Libro de Madrid como librero y/o como editor, este año también la viviré como escritor.
Tendré el gusto de compartir "esecenario" con otros cinco autores de la editorial Talentura: Rosana Alonso, Elena Casero, Alena Collar, Manu Espada y Clara Redondo, de los que seguro que aprenderé muchas cosas (entre ellas a escribir).
Será en la librería del Mercado (C/Tribulete, 18) mañana, lunes 23 de abril, a las 20,00 horas.
Y compartiremos relatos con todos aquellos que quieran pasarse por allí.
¡Os espero!
Abrazos y besos zurdos

17 de abril de 2012

Grietas


Quien puso mamparas en el Viaducto como medida disuasoria sabía del suicidio lo que yo de nanotecnología.
   Samu eligió la madrugada para acudir a su cita con el kilómetro cero de los suicidas en Madrid. No quería tener que enfrentarse a ningún buen samaritano que le conminara a abandonar su propósito.
  Ya había estado allí varias veces antes para tomar medidas, calcular trayectorias y definir diferentes alternativas. Su escasa altura y unas articulaciones devastadas le impedían ni plantearse trepar las mamparas. Sin duda era un problema importante, pero no lo suficiente como para haberle hecho desistir.
  Llegado el momento se situó en el punto exacto. De su bolsillo sacó la carta de despedida que había tardado tanto en redactar. Respiró hondo buscando el impulso decisivo.
   Rompió la carta en tantos pedazos como fue capaz y fue colándola trozo a trozo por la estrechísima rendija que dejaban las mamparas entre sí. La transparencia del cristal le permitió contemplar la lluvia de letras cayendo desde el Viaducto a un asfalto acostumbrado a caídas más contundentes.
  Una vez que toda la carta yació espolvoreada en la calzada, Samu regresó a casa aliviado porque todo había salido según lo previsto. Sonrió al recordar cuando descubrió la grieta en la supuesta barrera infranqueable. La vida no había cesado de encontrar las suyas y esa era su humilde revancha.
  Samu se durmió esa noche convencido de que, sin duda, habría formas más espectaculares de suicidarse, pero pocas tan definitivas como la que él había elegido.

12 de abril de 2012

Hierba seca


-Huele a hierba mojada, dice el más novato de los tres, y lo hace con una respiración profunda y una amplia sonrisa con la que parece que quiere invitar a sus compañeros a compartir esa sensación.
Los otros dos se miran con gesto burlón, rayando el desprecio; o la conmiseración.      
Pero uno de ellos, cuando el otro se despista para terminar de liar un cigarro, cierra los ojos e intenta percibir ese olor.
Una vez liado, el más veterano lo enciende, se levanta y con tono de reproche les dice:
-Dejad de perder el tiempo y vamos para dentro, que en cinco minutos tenemos que estar en las celdas y yo ya no estoy para carreras.

9 de abril de 2012

Un desorden sustantivo


La nueve cayó a las nieve de la coche dejando una gruesa caspa en el sueldo. Mi noche era incapaz de avanzar, así que aparqué y continué andando. Al llegar a su saca ella ya no estaba. Me había dejado una nata prendida en la muerta: «Te espero en el mar que está frente a la secuela». Me extrañó que me citara allí porque hacía mucho que no íbamos a ese mar, pero hacía mucho río y no era fomento para mudas.
            Con vaso firme caminé hacia el mar. Calculé que llegaría en media mora a pesar de la nueve que todavía cubría el sueldo y cada pez estaba más helada. Solo pensaba en una buena caza de cardo para entrar en valor.
            Tiritando entré en el mar a la media mora clavada. Ella estaba esperándome en la jarra, jugando distraída con una cepa de pino. Al verme sonrió y con enérgicos alemanes me dijo que me acercara. Me recibió con un sonoro queso y un cálido atraso. Pedí una caza de cardo, pero la cecina había cerrado y tuve que conformarme con un pino caliente. Me desnudé todo lo que pude y coloqué las tropas húmedas sobre el  gladiador.
            Ya entrado en valor, ella cogió mi ano entre las suyas. Cambió el cesto, abandonó su coz, hasta ahora dulce, y me dijo:
            -Tengo que contarte una fosa, pero no sé por dónde empezar.
            -Ya sabes que lo mejor es empezar por el indicio–contesté temiéndome lo peor.
            -Ayer estuve en el módico. Llevaba unos fías que no me encontraba bien. El agnóstico no ofrece mudas: voy a tener un pijo.
            -¡Pero eso es una magnífica novicia! No entiendo por qué lo dices con esa tara triste y con coz apesadumbrada.
            -Tú no eres el odre –me soltó sin dejarme digerir todavía la primera novicia-. Lo siento, prefiero que lo sepas ya y que no te hagas falsas alusiones.
            -Necesito saber quién es el odre, espero que lo comprendas -pregunté con cesto demudado.
            -No le conoces.
            -Háblame de él.
            -Es uno de los sucios del despecho donde trabajo.
            -Ya veo, has buscado un odre adinerado para tu pijo. No me extraña, yo solo soy un simple burrito sin saca propia, porque es del zanco, y con un noche de segundo ano. Nuestros pijos tendrían que ir a una secuela púbica y tú no podrías nunca vestir a la poda.
            -No tiene nada que ver con el minero, ya sabes que nunca me ha importado.
            -¿Entonces?
            -No lo compliques tanto, simplemente, le quiero.
            Yo jamás me había quedado sin pa-la-bras, pero después de escuchar su res-pues-ta me quedé sin ellas. Y así estuve casi dos daños. Poco a poco me voy recuperando, pero como se puede ver, aún se me resisten los sus-tan-ti-vos.

7 de abril de 2012

El toldo


Que algo sea casi imposible no significa que no pueda suceder. Y si no, que se lo digan a Indalecio.
            Indalecio buscó algún diminutivo toda la vida para ocultar su nombre completo, pero Inda no cuajó y Lecio jamás fue una opción. Hacer referencia a la incomodidad que le provocaba su nombre quizás pueda parecer prescindible para esta historia, pero igual que cada idioma lleva detrás una cultura, cada nombre lleva detrás su fortuna o sus infortunios.
            Indalecio llevaba meses preparando el salto. Las simulaciones del ordenador no dejaban lugar a la duda, los cálculos estaban bien realizados y pocos imprevistos podían modificar la trayectoria y la velocidad de caída. Barajó muchas alternativas sabiendo que jamás podría abarcar todas. Al menos estudió las más probables y alguna de las descabelladas: un vendaval espontáneo, algún ave de mayor envergadura que los gorriones y las palomas que habitaban el barrio… El único escollo, el vértigo a las alturas, lo había reducido a un miedo controlable gracias a un entrenamiento concienzudo en las azoteas de los edificios más altos de la ciudad. Nada podía fallar y con esa tranquilidad se enfrentaba a la fecha elegida para saltar al vacío.
            E inexorablemente el día llegó. No cambió su rutina diaria hasta la hora convenida. No había motivos para hacerlo. Nadie sospechó lo que Indalecio se disponía hacer, así que la noticia posterior sería toda una sorpresa para todos los que le conocían.
            Llegada la hora Indalecio abrió la ventana, con agilidad se subió al alféizar y sin pensárselo demasiado se dejó caer.
            Hasta el piso décimo tercero todo iba bien. Según lo previsto, la cuerda de tender repleta de sábanas, como cada jueves a las cuatro de la tarde, amortiguó la primera fase de la caída provocando la deceleración necesaria para que el plan se desarrollara sin complicaciones.
            Ahora venía previsiblemente lo más complicado. Entre el décimo tercero y el quinto piso supuestamente no habría más obstáculo que el aire calmo de aquella tarde tranquila de verano. La postura de vuelo era clave e Indalecio la logró rápidamente tras recomponerse del encuentro con la cuerda y las sábanas.
            Enseguida aparecieron las macetas frondosas de la vecina del quinto, que había logrado un ecosistema verde con loro incluido en un bloque en el que primaban los cactus y las plantas de mentira. Indalecio frenó todo lo que pudo la caída aferrándose al ramaje y provocándose la dislocación de hombros y codos prevista, dislocaciones que no dolieron mucho más que la fractura de radio y la fisura de tibia que le provocó el topetazo anterior con las sábanas y un inoportuno tubo de desagüe a la altura del séptimo que hasta el día anterior no constaba como protuberancia estructural de la fachada.
            Dolorido, pero satisfecho por la eficacia de sus cálculos pese al imprevisto del séptimo, se dispuso a afrontar la última parte del descenso, relajado pues ya había pasado lo peor.
            Pero lo peor estaba por llegar y lo descubrió cuando miró hacia abajo y comprobó que el del bar procedía a cerrar el toldo con velocidad de marino experto plegando la vela mayor ante una tempestad sorpresiva. El toldo era imprescindible para que todo saliera bien, ya que debería de ejercer de manta paracaídas como las que usan los bomberos, y por su ligera inclinación debería hacerle rodar y caer mansamente a los pies de Fuencisla justo en el momento en el que ella salía cada día del bar camino de su casa acabada su jornada laboral entre fogones. Allí, magullado, por supuesto, nuevamente le declararía su amor y esta vez ella no tendría más remedio que aceptar esa ofrenda caída del cielo.
            Fuencisla, que después de probar con Fuencis, con Fuen y con Cisla decidió apechugar con su nombre entero con todo el orgullo del que fue capaz, ignoraba a Indalecio sin pudor, con escarnio, diría yo. Indalecio, enamorado hasta las trancas, le prometió que ya que ella no lo haría, él sí que caería rendido a sus pies, con una literalidad nunca jamás vista.
            Sin toldo, Indalecio se precipitó a plomo contra la acera. Lo suyo no era la improvisación y no supo cómo acomodar su cuerpo para que el choque fuera lo menos agresivo posible, y el aleteo desbocado lo único que provocó es que el aterrizaje fuera mortal y sin puntilla.
            Indalecio el Suicida, que así pasó a ser conocido en la vecindad, murió sin saber que Fuencisla ese día no salió de casa aquejada por una rara gripe veraniega. Tampoco llegó a saber que, a cambio, cayó a los pies de Rosalinda, más conocida como Rosa porque de Linda tenía poco, mujer que le persiguió toda la vida y a la que Indalecio repudió con más fiereza de lo que la propia Fuencisla había hecho con él mismo. Que algo sea casi imposible no significa que no pueda suceder y Rosalinda, desde entonces, va diciendo por ahí que es su viuda.

4 de abril de 2012

No soy un cobarde


Aquella hoja parda caía a ritmo de estalactita, en consonancia con el otoño que no terminaba de asentarse.
            Cuando llegue al suelo dispararé, me dije convencido de que no me faltaría el valor.
            A punto de posarse empezó a caer otra y decidí postergar el disparo a la llegada a tierra de esa segunda hoja.
            Acaricié el gatillo pero una tercera empezó a descender tras la segunda. Y una cuarta. Y una decena. En poco tiempo cien hojas formaron una cascada parda que prometía desnudar el árbol antes de lo esperado.
            Con el cañón apoyado en mi sien esperé pacientemente a que cayera la última hoja, pero tan pronto abandonó la rama más baja, se vio acompañada en el descenso por el primer copo del invierno.
            Me disparé en el pie, en un acto tan incompleto como necesario.

18 de enero de 2012

Estigma

Desoyendo los consejos de los amigos y desobedeciendo las órdenes paternas, me tatué el nombre de mi primera novia en el antebrazo. En letras gordas. Siempre he hecho más caso a mi vocecilla interna que a los gritos externos. Algunos piensan que con la edad la balanza de la cordura se decanta por la vocecilla. Yo no estoy tan seguro, pero soy algo sordo y los gritos me suelen llegar amortiguados.
El caso es que, como era previsible, nuestro noviazgo duró año y medio y me vi soltero, sin muchas ganas de seguir siéndolo perpetuamente y con doce letras marcándome como ganado sin dueña. Sin dueña y sin cerca, lo que me permitía conocer más chicas pero con el estigma del antebrazo.
Después de varias relaciones abortadas antes del primer beso por desconfianza de la potencial novia al ver el nombre de la primera, tomé una decisión. Solo buscaría relaciones con mujeres que se llamaran igual que ella, para aprovechar el tatuaje en vez de que se convirtiera en un cinturón de castidad.
La decisión no tendría que haber tenido más trascendencia, ya que soy un tipo atractivo, inteligente y divertido que no tiene mayores problemas para ligar. Si no fuera por un pequeño detalle: que mi primera novia se llamaba Hermenegilda.

3 de octubre de 2011

Estampa sevillana


Estampa fotografiada en la Alameda de Hércules, de Sevilla, tomando una cañita y un salmorejo, antes de presentar Elefantiasis, de Raúl Ariza. Escrito sin pretensiones. No siempre las tienen que tener. Es más, cada vez estoy más convencido de que ganan sin ellas.


Siempre empujando el carrito cojo del supermercado, así entra en escena en la Alameda de Hércules. El reponedor que lo dejó junto a los contenedores porque la rueda derecha delantera tranqueaba no sabía el regalo que le estaba haciendo. Nadie que no tenga que transportar toda su vida a cuestas podría entender lo que significa poder llevarla recogida y rodando, aunque sea a trompicones.
                Bien es cierto que ella cada vez conserva menos cosas. A algunos les da por acumular y a ella por quedarse con lo imprescindible. Le han robado demasiadas veces. Si quieren basura, dice por si alguien quiere escucharla, que se manchen las manos rebuscando en la basura como yo hago. La acompañan dos chuchos diminutos. Ella defiende que siendo los tres callejeros, ella es la que tiene menos pedigrí. «Los perros me los encontré en la calle, yo ya estaba en ella.»  Son difíciles de llevar, ella los educa a correazos. Si alguien se lo recrimina no se calla. «Defensores de los animales de mierda, cabrones, ¿dónde estabais cuando la vida me trataba a correazos?, ¿dónde os escondéis cada vez que lo sigue haciendo? Cuando nadie me ve yo les beso, les acaricio, les abrigo. Cuando nadie me ve a mí es que estoy sola, cabrones, defensores de los animales del carajo.»
                Su ruta diaria es la misma, busca siempre donde no encuentra y se sigue sorprendiendo cada día cuando doña Antonia le da una barra de pan y un euro, y eso que lo lleva haciendo quince años. Antes le daba cien pesetas, ahora un euro. Y ella tan contenta porque desde que somos europeos ella ha salido ganando con la moneda diaria de doña Antonia. 
                Si alguien quisiera escucharla estaría encantada de contarle por qué está en la calle, pero todos se excusan diciendo que es peligrosa porque pega a los chuchos y porque habla sola. «Hablo sola porque no queréis hablar conmigo, malnacidos. Es más cómodo que yo sea la asocial, la que se aísla, así podéis confesaros al cura párroco de nimiedades masturbatorias para quedar bien, sin tener que reconocer grandes pecados. Cobardes, no queréis  enfrentaros a uno de vuestros posibles futuros. Mi presente es solo eso, uno de los posibles futuros que jamás contemplé.»
                Desaparece de mi ángulo de visión. Yo mañana no estaré aquí. Quizás si estuviera ya no me fijaría en ella.

29 de junio de 2011

En modo menor

Tras horas sentado al piano, sin tocar una tecla y sin escribir una sola nota, el compositor hace gurruños con cada una de las partituras inmaculadas. Armado con todas las bolas de papel se sienta en el sillón de pensar. Una a una encesta todas en una papelera que está a tres metros y medio del sillón. Siempre tuvo una magnífica muñeca. Sólo su metro sesenta y cinco y la tradición familiar le alejaron de la canasta.
            El último gurruño choca con el borde de la papelera e, inventándose una parábola imposible, se precipita al vacío por la ventana entreabierta. El compositor no se asoma. Ni siquiera se levanta. Piensa que ese papel por muy compacto que esté no podrá descalabrar a ningún transeúnte aunque caerá catorce pisos. Si se hubiera levantado, estaría viendo en la distancia cómo la partitura arrugada ha caído a los pies de una joven que ahora mira hacia arriba. Probablemente para ver si caen más. Una vez que constata que no ha sido lluvia sino anécdota, la joven se agacha, coge el gurruño y lo alisa. Una partitura sin utilizar. A punto está de tirarla a la basura como si a sus pies hubiera caído una publicidad de comida china a domicilio, pero en el último momento se lo piensa mejor, dobla la partitura en cuatro y la mete en el bolso, prosiguiendo su regreso a casa.
            Catorce alturas más arriba el compositor corre al piano porque se le ha ocurrido una melodía. Ya sentado frente a él se acaba de dar cuenta de que ha arrugado todas las partituras que tenía en casa. Tiene folios en blanco, sí, pero es incapaz de componer sobre papel sin pautar o sobre partituras que no estén en perfecto estado. Aun así va a la papelera para rescatar una de las bolas porque la melodía es realmente buena. Pero no tan buena como para romper su manía más cuidada, piensa. Recoge todas las bolas y regresa al sillón de pensar. Vuelve a lanzar los gurruños a la papelera. Esta vez no consigue encestar ni uno. Tararea una y otra vez la melodía para no olvidarla, pero con cada tarareo introduce variaciones imposibles de recordar. Sin gran pena, renuncia a este amago de composición.
            La joven llega a casa. Cuelga el bolso. Se quita la ropa. Se ducha y cena. Como cada noche se sienta a escribir. Lleva semanas descartando comienzos para su próxima novela. La papelera rebosa abortos, que no son sino una pequeña representación de los que ya ocupan el contenedor de reciclaje de la esquina. Un folio en blanco le reta sin que ella encuentre recursos para aceptar el envite. De repente recuerda la partitura que cayó del cielo. Se levanta, abre el bolso y recupera la hoja arrugada, alisada y doblada en cuatro. Por qué no, decide. Se sienta, coge el bolígrafo y comienza a escribir sobre la partitura. Como de la nada, el comienzo de la novela surge sobre las cinco líneas del pentagrama:

Tras horas sentado al piano, sin tocar una tecla y sin escribir una sola nota, el compositor hace gurruños con cada una de las partituras inmaculadas. Armado con todas las bolas de papel se sienta en el sillón de pensar. Una a una encesta todas en una papelera que está a tres metros y medio del sillón. Siempre tuvo una magnífica muñeca. Sólo su metro sesenta y cinco y la tradición familiar le alejaron de la canasta.

Son pocas líneas, sí, pero se levanta satisfecha tras tantos días de sequía. La noche es calurosa y se asoma al pequeño balcón. Si la joven mirara a su derecha, vería, a su misma altura, a un compositor tirando partituras arrugadas a la calle. Si él mirara a la izquierda, vería a una joven con los ojos clavados en el suelo viendo gurruños pautados rebotar en la acera.
Si ambos se hubieran mirado quizás ahora mismo no estarían saltando los dos al vacío y en paralelo.

26 de mayo de 2011

Lagartijas

Cuando me ofrecieron el trabajo de sicario no encontré ninguna razón para no aceptarlo. Me hacía falta dinero, mi vida era demasiado aburrida y, sobre todo, estaba acostumbrado a matar. Bien es cierto que hacía mucho que no lo hacía. Mi última víctima murió a mis catorce años y tengo 41 recién cumplidos. No les dije que las víctimas siempre fueron lagartijas. Sin metáforas: me refiero a largas y escurridizas lagartijas. Pensé que era una omisión sin importancia. Tampoco les engañé cuando les dije que mis delitos se habían extendido por toda España, ya que mi padre era chamarilero. No había pueblo sin una buena lagartija con la que matar el tiempo que debería haber pasado con los amigos que la trashumancia paterna me robó. Lo bueno de este trabajo es que se sobreentiende que hay razones de peso para no tener que demostrar tu pasado si no es delante de un juez. Toda la demostración necesaria se reduce con el primer encargo. Si no lo cumples, es que mentías. Si lo cumples, da lo mismo si decías la verdad o no, si antes eras asesino, cura, policía o fiscal.
                Se podría pensar que al recibir ese primer encargo tuve problemas de insomnio y ganas de huir al extranjero. Sabido es que esta es la única manera de renunciar a última hora a la sicaría sin pasar de ejecutor a fiambre. Quizás tener miedo sería lo lógico debido a mi inexperiencia real en asesinar humanos, pero lo único que me incomodaba era tener que hacerlo con aquella pistola con silenciador que me proporcionaron, ya que mi pericia con las manos y la navaja suiza estaba clara, pero no así mi puntería.
                Son listos los que pagan, desde luego. Si no, estarían a la sombra carcelaria y suelen refrescarse a la sombra, sí, pero de las sombrillas que están a pie de piscina de sus chalés de lujo. Se fiaron a medias y me pusieron a prueba encargándome la muerte de un viejo conocido mío. “Para volver a la faena te vendrá bien tener algún motivo más que el dinero”, me dijo con una media sonrisa con sabor a cicatriz mi contacto mientras me pasaba la documentación. Leí atentamente el papel, me lo arrebató y lo quemó con un mechero justo antes de que empezara a comérmelo para destruirlo. Demasiada novelilla de quiosco a mis espaldas. De todos modos, mejor, porque me hubiera atragantado con la ingesta. Mi primera víctima sería mi antiguo jefe, el responsable de que estuviera en paro, divorciado y desahuciado. Es una larga historia que no tengo ganas de volver a relatar, pero que, desde luego, simplificaría el trámite emocional de convertirme en asesino a sueldo. “Tranquilo”, sentenció mi contacto antes de desaparecer cual ninja, “nadie sospechará de ti porque tiene tantos enemigos que no habrá sospechosos”. Me alejé despacio, sopesando la frase y buscándole un significado que no llegué a encontrar.
                La verdad es que así da gusto trabajar: me dieron el lugar exacto, el día y la hora a la que tendría que acudir, con la promesa de que sería tan sencillo como apretar el gatillo en el momento preciso. Sin persecuciones, violencias ni vigilancias incómodas. Y si cumplía a rajatabla el horario previsto y las escasas instrucciones, con las espaldas bien cubiertas. Quedaba una semana y los siete días transcurrieron con la velocidad normal de la rutina. Llegó el día señalado y pensé en ponerme mis mejores galas para el reestreno, pero no tenía. Me puse lo más cómodo que encontré. Es la única ventaja de la ropa vieja. Atravesé la ciudad. Parece imprescindible que el sicario y el ajusticiado vivan en la misma línea de metro pero cada uno en un extremo de ella. Llegué media hora pronto. Es lo que tiene no tener experiencia en puntualidad. Hice tiempo en un bar cercano al lugar del encuentro. Descarté el alcohol para no despistarme, el café para no ponerme nervioso y la tila para no estar demasiado relajado. Opté por tomar por primera vez un bitter kas y decidí que sería la última. Faltaban cinco minutos, pagué para no delinquir en exceso y me encaminé al portal donde vivía el futuro cadáver. Estaba abierto, tal y como me prometieron. Subí en el ascensor sin importarme dejar huellas. Hasta hice vahos en el espejo. Según parecía, el portero era un maniático de la limpieza y mucho más eficaz que el señor Lobo, y para cuando llegara la policía no habría ni rastro. Parecería un edificio a estrenar. Cuarto izquierda. También estaba abierta la puerta. La empujé con fuerza, con chulería, para provocar un chirrido que no llegó. Avancé por el pasillo y entré en la última habitación a la izquierda, de la única que salía luz, según lo establecido.
                Aunque me habían dicho que sería todo muy sencillo, tensé todo el cuerpo para ponerlo en alerta, por lo que pudiera pasar. Y lo que pasó trastocó todos mis planes. Me encontré al viejo cabrón desnudo, atado y amordazado a una silla. No opondría resistencia. Ni siquiera podría suplicarme o retarme con la mirada, porque parecía narcotizado. Mentiría si dijera que durante los últimos días había pensado en todos los escenarios posibles. Simplemente estaba preparado para lo normal, para vencer la posible lucha de aquel gordinflón de setenta años, probablemente en forma de ruego de clemencia, o de huída, como la lagartija en mitad del campo. A eso sí que estaba yo acostumbrado, a perseguirlas y a no dejarme enternecer por sus miradas lastimeras… Estaba seguro de que si el viejo lloriqueaba me entrarían más ganas de dispararle. Su habitual actitud desafiante incluso podría hacer que tirara la pistola y acabara con él con mis propias manos, pero disparar al bulto era otra cosa muy diferente. ¡Qué hijos de la gran puta! –pensé-. Saben dónde dar. Han convertido a este pedazo de cabrón en el ser más indefenso del mundo para ponerme a prueba.
                Me acerqué a él. Le apunté con la pistola. Para no fallar la apoyé directamente en el centro de su frente. Me quedé paralizado. No sabía qué me estaba pasando. Lo único que sabía es que no tenía mucho tiempo. Me lo advirtieron. “Será un trabajo muy sencillo pero lo tendrás que hacer muy rápido”. Barajé todas las posibilidades en una décima de segundo e hice lo que tenía que hacer.
                De esto hace un par de meses y ahora sé que hice lo correcto. Al día siguiente me llamaron. Cuando me ofrecieron este trabajo en esta plataforma petrolífera en mitad del Pacífico no encontré ninguna razón para no aceptarlo.

7 de abril de 2011

Masaje cardiaco

-Ella, que lo haga ella –rogó la anciana.
        El sanitario intentó explicárselo pausadamente.
        -La señorita no conoce las técnicas de reanimación. Su marido precisa de profesionalidad absoluta en estos momentos hasta que llegue la ambulancia medicalizada –le dijo con una serenidad y una precisión impropia para tal emergencia-. Mi compañero atesora una experiencia sin parangón y acumula un número de reanimaciones exitosas que son la envidia de los servicios de urgencias.
        -Tiene que ser ella –volvió a la carga la anciana-. Ella lo empezó y debe acabarlo.

Minutos antes su marido había sufrido un paro cardiaco al ver a aquella muchacha despampanante que vestía con la ropa justa o desnudaba con la necesaria. La entrada en el vagón del metro provocó una corriente de miradas que desembocó en el afluente de la turgencia de sus pechos. Lo que viene siendo el canalillo. En este caso concreto, don Canal. Provocó también múltiples palpitaciones asincopadas, que en el caso del anciano derivó en colapso.

-Lo siento, señora, pero lo que me pide es a todas luces imposible. Nuestro código deontológico es claro y estricto. Y nuestra ética, intachable. Y lo es, precisamente, por hacer no concesiones a la norma.
       La muchacha, profundamente compungida, tapada desde los tobillos al pescuezo por un pañuelo sabanero y tupido que nadie sabía de dónde había salido, porque bolso no llevaba, y los bolsillos de la minifalda y el top no contaban, arguyó que jamás había hecho el boca a boca ni había practicado ningún masaje cercano a lo cardiaco, pero que había visto las primeras temporadas de Urgencias y las últimas de House (en inglés, añadió, dato este que pasó desapercibido muy a su pesar), y que estaba dispuesta a intentarlo.
       La vieja se llevó al sanitario a un aparte, mientras su compañero seguía incansable bombeando y la muchacha seguía proponiéndose para sustituirlo.
       -Mire, hijo, mi marido tiene los días contados. De hecho, está viviendo los de regalo, porque su médico le dio tres meses hace cuatro. Él espera la muerte con la serenidad que le proporciona la morfina. Lo único que teme a estas alturas es la agonía, el dolor. Yo sólo pretendo proporcionarle una muerte dulce, y qué más dulce que los labios carnosos de esta moza. Reconózcalo –prosiguió añadiendo más derrotismo a su alegato-, ni siquiera tenemos la seguridad de que su experto compañero consiga reanimarlo…
       El sanitario lo pensó y lo repensó. Su compañero luchaba denodadamente por mantenerlo vivo. Miró al anciano tendido y a la anciana encorvada. Miró a la chica erguida.
       -Vaya a despedirse de su marido –accedió al fin-. Yo voy a darle instrucciones a la muchacha.
       La anciana se arrodilló como pudo, agradecida, al lado del infatigable reanimador. Acarició con ternura la cara de su marido, enredó sus dedos artríticos en sus canas y le susurró quedamente:
       -La penicilina te salvó de la sífilis que cogiste con aquella puta con la que te acostabas hace cuarenta años. A ver cómo sales de esta, viejo cabrón.

31 de marzo de 2011

Lo que no se mueve, se parte

«Lo que no se mueve, se parte», dije para tranquilizarte mientras que cruzábamos aquel puente que se movía como una lagartija recién troceada. Pero lejos de conseguirlo, montaste en cólera. Aspaventera como eres, empezaste a gesticular y casi acabamos con los huesos flotando como punta de jamón en caldo de cocido por el río Pastaza. «Siempre haces lo mismo», me recriminaste, «estoy al borde de la histeria, cruzando un puente de madera carcomido, mal sujeto con un cordel de pastelería, y haces lo de siempre, soltar tu frase brillante de aspirante a Confucio. ¡Si no acabas con tu puntilla paternomagistral se te abre la jodida úlcera».
            Yo pensé no acabar, sino continuar diciéndote que tú tampoco cambiabas, que seguías dispensando reproches como vómitos en racimo, vinieran a cuento o no. «No cambias», te hubiera dicho si no estuviéramos manteniendo el equilibrio sobre un alambre suspendido sobre la nada, «no cambias y las cosas que no se mueven, se parten». Preferí callarme y cruzar el maldito puente sin suicidarme y sin suicidarte a ti de paso. Apreté el cerebro para dejar inutilizada la boca y te tendí la mano para ayudarte a cruzar, aunque en ese momento hubiera preferido cederte amablemente una barra de funámbulo con un grano de arroz en uno de los extremos y con una bala de cañón de dieciséis libras en el otro. Suerte que mi imaginación siempre ha sido mayor que mi capacidad de rencor, así que me conformé con imaginarte abismo abajo, batiendo los brazos, intentando que de tus sobacos nacieran unas membranas aladas. Y como nunca te deseé mal alguno, de repente tus coletas empezaron a girar con el viento y se convirtieron en dos potentes hélices que frenaron tu caída, pero no impidieron que tus preciosas posaderas probaran las frías aguas fluviales antes de remontar el vuelo.
            Ya a salvo, con los pies aún temblando pero en tierra firme, me recordaste que tú no querías ir a Ecuador, que preferías la Europa clásica, y que por mi culpa habíamos estado a punto de perder la vida. Tuve que asistir a las risas mal disimuladas del guía y de los otros veinte turistas que habían cruzado el puente delante de nosotros y sin más contratiempo que el que las fotos saldrían movidas por el bamboleo.
            No aguanté más y salí corriendo ante la mirada atónita de todos, incluida la tuya y la de las llamas, y atravesé el puente al galope, sin importarme si mi huída acabaría al otro lado o en el fondo del río. Corrí como si una mecha ardiendo estuviera a punto de alcanzarme. Y el símil no está mal escogido, porque a cada paso que daba se rompía la tabla que dejaba atrás. Una de las tablas amenazó con adelantarme y precipitarme al vacío, pero conseguí franquear el puente ante los insultos del siguiente grupo de turistas que iban a cruzarlo después del nuestro.
            Bueno, vale, lo admito, esta huída por el puente la imaginé para evadirme del enésimo ridículo que me hacías pasar. Las risas se fueron apagando a medida que ascendimos por un tramo escarpado que nos llevaría al autobús de regreso al hotel.
            Si hoy me acuerdo de ti y de aquel día después de tantos años es porque hace un rato, en el vagón del metro, una pareja discutía airadamente. En un momento dado él le ha dicho con tono condescendiente aquello de «lo que no se mueve, se parte». Me he levantado, me he acercado a ellos y les he interrumpido. «Perdonad que me meta donde no me llaman, pero para las vacaciones yo no lo dudaría. Entre Ecuador y Grecia… Grecia.»

(Relato dedicado a la Mari, que me inspiró desde el zulo, y con todo mi cariño a Ecuador, país del que quedé profundamente enamorado.)

3 de marzo de 2011

El peor trago de mi vida

Últimamente tengo poco tiempo para escribir, y el escaso tiempo que tengo lo dedico a terminar la novela. Terminar se está volviendo para mí en un verbo de tránsito largo más que de conclusión. Sólo rompo esta norma para escribir algún relato para la jam session que se celebra los miércoles en los Diablos Azules. Cronología de ayer: termino de montar un pedazo de armario para mi sobrina a las 20,25. Cojo el metro camino de la jam. Con los dedos entumecidos y el cerebro agotado escribí el relato. A las 21,05 llego a los Diablos Azules. Mientras que escucho al escritor invitado, David Roas (me pareció muy bueno) paso a limpio como puedo el relato (mi letra es mala, pero es peor después de atornillar tropecientos tornillos). Y a no sé que hora lo leí. El fruto, esto..., glups.


El peor trago de mi vida
Sin ninguna duda, aquel fue el peor día de mi vida. Yo, un ser casado con la suerte desde la cuna, sufrí en apenas ocho horas todos los infortunios reservados a una estirpe de gafes durante cinco generaciones. No recuerdo ni un segundo en esas horas sin un ¡ay! El asombro fue un magnífico anestésico, ya que no entendía de dónde venían tantos golpes, acostumbrada como estaba a las continuas caricias.
                Nací lata de Coca-Cola en un coleccionable del mundial del 82. Por un lado me tocó la selección de Honduras y, por otro, un Naranjito boca abajo, rareza esta que me convirtió en pieza de museo. Pasé de mano en mano, mimada por sucesivos coleccionistas de lo diferente. Compartí baldas con otras latas tan raras como yo, con sellos desdentados, con monedas con dos caras, con elefantes sin trompa, con alguna primera edición y hasta con un vinilo de los Stones que sólo tenía la mitad de los surcos. Los impares.
                Una vida relajada, podríamos decir, hasta que mi último amo, dueño de una colección de más de dos mil latas, murió inesperadamente. Su mujer, harta de nosotras, no perdió la ocasión y nos vendió al peso a un feriante que pasaba por la ciudad y que regentaba un puesto de pim pam pum.
                Mi turno tardó en llegar, pero llegó. Antes de exponerme al tino de los Guillermo Tell de la feria, me abrió y me bebió. «Estoy caducada desde hace quince años», pensé, «así te entre un mal y la espiches.» Pero el feriante se limitó a eructar tras beberme de un trago. Y ahí empezó el peor día de mi vida, ¡qué puntería, coño!, y acabé en un cubo de basura repleto de latas tan abolladas como yo. Ellas no gimoteaban como yo, asumían su destino como tal. Ellas no habían tenido una vida tan placentera y larga como la mía. La única caducada era yo, y mi Naranjito haciendo el pino no parecía llamar la atención del resto.
                Ahora ya soy una lata normal. Acumulo más de cuarenta reciclajes. Hoy estreno el verde típico de la Mahou clásica. Ya estoy habituada a mi nuevo ciclo de vida. Me fabrican, me transportan, me almacenan, me exhiben, me compran, me enfrían, me abren, me beben, me aplastan, me tiran y, con un poco de suerte, me reciclan. No quiero pensar qué pasará el día que no lo hagan. Sólo espero morir de la peor forma posible. Rajada, oxidada y camuflada de punta por la arena apelmazada de la orilla de la playa desierta por la que sólo pasea el jodido feriante.