Era
una tarde de sábado, no de domingo como me gustan a mí en Santander, y paseaba
por el Paseo de Pereda mirando, de reojo, hacía la bahía. Tuve la suerte de
aparcar a la altura de Godofredo y, claro, me metí en ese bazar detenido en el
siglo pasado. Unas mujerucas preguntaban el precio de prendas marineras para la
lluvia. La bahía parecía un cuadro de colores verdosos y azules oscurecidos. Al
fondo, algunas nubes se desperezaban en las montañas e iniciaban su flotación
ascendente. Era sábado pero parecía uno de esos domingos de invierno por la
tarde. Pasé por el Suizo y recordé el último libro de mi paisano, residente en Madrid,
Jesús Ruiz Matilla, de título “Ahogada en llamas” y que está basado en la
explosión y posterior incendio del Machichaco (aquel 3 de noviembre de 1893 el
buque vizcaíno “Cabo Machichaco”
atracó en el puerto de Maliaño
con 51 toneladas de dinamita,
declarándose un incendio que tuvo un balance de 590 muertos y 524 heridos.
Entonces la ciudad tenía 50.000 habitantes censados) y el
incendio de Santander de 1941. El terrible incendio comenzó en la Calle Cádiz
(paralela a Lealtad, donde yo nací) y se fue extendiendo hacía Puerto Chico,
justo en los lugares por donde paseaba esa tarde. El Club Náutico me pareció todavía más deslucido que en otras ocasiones.
Muchas tienducas o negocios familiares estaban cerrados por la maldita crisis
económica, como pasa por desgracia en todas las ciudades, produciéndome una
tristeza enorme. En la plaza del Pombo, al igual que en mis tiempos de
adolescencia y primera juventud, estaba detenida la furgoneta de los perritos
calientes. Cuando tenía algún dinero sobrante y mucha hambre compraba uno
regado con abundante tomate y un poquito de mostaza. Era todo un placer
entonces. Hace poco compré un perrito allí mismo para intentar recordar
aquellos sabores de hace tantos años y, aunque no era nada del otro mundo, me
devolvió a días lluviosos, angustiosos a
veces, pero rodeado de buenos amigos que nunca se olvidan. Recuperé sensaciones
gratificantes, similares a las que tengo cuando fuera de mi ciudad preparo un vermú solera del tipo a los que
ponía Papi en “La Cepa”.
Seguí
paseando en el presente con la mirada puesta en el pasado y evoqué momentos vividos que no volverán. Malos y
buenos, claro. Penurias, tristezas,
personas que marcaron mi vida, momentos angustiosos, estudios, caminatas
al instituto, chaparrones… y también recuerdos nostálgicos de primeros amores,
pasiones, emociones, “mazajones” en el Niza y en La Flor de Carriedo, blancos
en Peña Herbosa y Vargas…
Estaba
en Santander, en un día lluvioso de primavera con una luz que era la culpable de retomar la melancolía
del pasado.
2 comentarios:
Paisano, no suelo envidiar a nadie, pero hoy te he envidiado. No por el paseo por tu terruño, que también, si no por la capacidad de recordar nombres de lugares y personas de tus años mozos. A mi solo me quedan rostros sin nombre, y nombres sin rostro. Debe ser la edad...
Saludos, Luis.
Un retrato especial, de la ciudad ahogada en llamas que fué...
Besuco
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