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sábado, 27 de enero de 2024

LEILA GUERRIERO Antes de que todo esto se termine

Bajo la sombra del sauce, City Bell, 27 01 2024


ANTES 

     Antes de que todo esto se termine. Antes de que cierren la casa y vendan los muebles y regalen los libros. Antes de que se repartan los cosméticos y los zapatos. Antes de que arrojen las cacerolas a la basura. Antes de que vacíen las alacenas, de que se lleven las especias, los fideos. Antes de que se terminen los días felices y las tardes de domingo. Antes de la última de las madrugadas. Antes del final de la angustia. Antes de que se acaben el sexo sin amor y el amor sin sexo. Antes de que la ropa se pudra en los placares. Antes de que descuelguen los cuadros y cubran los sillones con lienzos y cierren las ventanas para siempre. Antes de que quemen las fotos. Antes de que se resequen los felpudos, de que se oxiden las cortinas en sus rieles. Antes de que se terminen la curiosidad, los huesos, el hígado y las córneas. Antes de que se sequen todas las plantas del balcón. Antes de que no haya más nieve, ni colores, ni trópicos. Antes del final de todas las selvas, de todos los mares, de todos los reflejos en el agua. Antes del último poema. Del final de las veredas y las calles. Del fin de todos los paseos. Antes del adiós a todos los aeropuertos y todos los aviones y todas las ciudades y todos los cafés con vidrios empañados. Antes de la cancelación de todas las discusiones, de todos los argumentos, de toda la furias, de todos los desprecios. De todas las metálicas ansiedades. Antes del fin de los gritos, de la desolación y de la culpa. Antes de la última agenda, del último viernes, del último bar, del último baile. Antes de que se apaguen todas las cúpulas y todas las pantallas. Antes de que las polillas se coman los restos de la lana y de la almohada. Antes del final de las mascotas. Antes, mucho antes: hay que vivir. Pero, ¿cómo? ¿Cómo? 

                   Qué admirable 
                   el que no piensa ´la vida huye´  
                   cuando ve un relámpago

escribió Basho. Admirables los que están en el tiempo sin pensar en él. 




En Teoría de la gravedad, Libros del Asteroide, Barcelona, España, primera edición 2019 / Publicado en el diario El País de España el 2 de enero de 2018 / 
Leila Guerriero (Junín, provincia de Buenos Aires, 17 de febrero de 1967) / Escritora, periodista y editora argentina / Fotos: jmp / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.-

martes, 19 de diciembre de 2023

MARTÍN KOHAN Mi padre me dijo

City Bell 19 del 12 de 2023



VIII 

     Recuerdo que mi padre dijo: “Los milicos son gente de reglas claras”. La primera de esas reglas establecía: “El superior siempre tiene razón, y más aún cuando no la tiene”. Recuerdo que me dijo que entendiera bien eso, porque si entendía eso, entendía todo. 


XII 

     Mi padre era un hombre muy dado a contar anécdotas. Muchas de esas anécdotas, como suele ocurrir, provenían de sus ya lejanos quince meses de servicio militar, y apenas se supo con certeza que el número que me había tocado en suerte era el cuatrocientos noventa y siete, todas ellas volvieron a ser contadas, una por una, como por primera vez.
     Había una que refería una formación matinal en el patio del cuartel. Unos treinta soldados en ropa de fajina y en posición de firmes. Y un teniente coronel, cuyo nombre mi padre se esforzó inútilmente por traer a su memoria, pasando revista. En un momento determinado, el teniente coronel pregunta a toda voz: “¡Soldados! ¿Quién de ustedes sabe escribir bien a máquina?”. Y agrega: “El que sabe escribir bien a máquina, que dé un paso al frente”. Por un instante, nadie dice nada. Hay que ver qué significa exactamente escribir “bien” para el teniente coronel. Por fin, casi en el extremo de la fila, un pelirrojo pecoso que no mide más que un metro y medio da un paso adelante y exclama: “¡Yo, mi teniente coronel!”. El teniente coronel se le acerca y a los gritos lo interroga: “¿Usted, soldado, sabe escribir bien a máquina?”. El soldado exclama: “¡Sí, mi teniente coronel!”. “Bueno”, le dice el teniente coronel, “agarre ese balde y ese cepillo que ve allá, y en una hora me limpia bien las letrinas del regimiento”. 
     Mi padre sacaba una moraleja de esta historia: en el servicio militar, conviene no saber nunca nada. Me aconsejó que aprendiera esa lección elemental. “No hay que actuar como los judíos”, me dijo, “que siempre quieren hacer ver que saben todo”. 


XV 

     Mi padre me contó que había un militar que tenía este lema: “Al pedo, pero temprano”. Me dijo que esa consigna ilustraba bastante bien el modo de razonar de los militares. Después insistió mucho en que no fuera a mencionar esta anécdota a nadie en la conscripción, ni siquiera a los compañeros. “Vos calladito”, me dijo, y me guiñó un ojo. 


XX 

     Mi padre me dijo que los militares tenían, a su manera, algún sentido del humor. Una broma muy frecuente en el servicio militar consistía en lo siguiente: se formaba a la tropa y se la arengaba acerca de los males que traía la masturbación en exceso. Luego venía la advertencia: “Al que se hace mucho la paja, le salen pelos en la palma de la mano”. 
     Nunca faltaba quien, en ese momento, no podía resistir la tentación de verificar el estado de la palma de su mano. A ése le tocaban todas las pullas y las carcajadas, a veces por el resto del año. 
     Mi padre me encomió no incurrir en ese instante en el atisbo de mis palmas, mantener la vista al frente y las manos pegadas al cuerpo en posición de firme; así podría yo también, en lo sucesivo, participar de la diversión. 


City Bell 19 del 12 de 2023

En Dos veces junio, Random House Mondadori S.A., edición digital: noviembre de 2011 / 
Martín Kohan (Buenos Aires, 24 de enero de 1967) / Fotos: jmp / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.-

sábado, 24 de junio de 2023

LILIANA HEKER Todo empezó con el viento




CUANDO TODO BRILLE 

     Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento. Él ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como congelado en la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta situación pero al fin aulló. Fue sorprendente. Durante varios segundos los dos permanecieron estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con familiaridad, casi con ternura, como si en cierto modo nada hubiera pasado, apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fieltro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.
     –¿Cómo te fue hoy, querido? –preguntó. 
     Y lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una respuesta, y tampoco la obtuvo) que por restablecer un rito. Necesitaba comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embargo. Nada ha pasado. Nada nuevo puede pasar.
     Acabó de limpiar la entrada y soltó el brazo de su marido. Él se alejó muy rápido camino del dormitorio y le dejó la impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para desplazarse; así pudo verificar Margarita que su marido estaba furioso. Sin duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto del Obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento oportuno para hablarle del viento.
     Ya había terminado de preparar la cena (al principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles había pensado en unos bifes con papas fritas pero enseguida desistió: la grasa vaporizada impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las ganas de vivir; si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día de la limpieza profunda, la grasitud tiene tiempo de penetrar hasta el fondo de los poros de las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita sacó una tarta de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que su marido entraba al baño. Un minuto después, como un buen agüero, el alegre zumbido de la ducha resonaba en la casa.
     Era el momento de ir al dormitorio. Apenas entró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en desorden. Cepilló el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito con la camisa y las medias, y fue a golpear la puerta del baño.
     –Voy a entrar, querido –dijo con dulzura.
     Él no contestó, pero canturreaba. Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al montoncito. Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en el living, tarareando el vals “Sobre las olas”. La tormenta había pasado.
     Sin embargo recién a la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle importancia a la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una bobada, ella estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? Él no tenía que pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Simplemente, ella le pedía que cuando el viento soplaba del norte él entrara por la puerta del fondo que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del frente, que daba al norte. Un caprichito, si a él le gustaba llamarlo así, pero la ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que por más que barriera y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando había viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase cuando el viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no había viento.
     –Vio, mi salvaje, vio, mi protestón, que no era para hacer tanto escándalo –dijo. 
     Rió traviesamente.
     Él se puso de pie como quien va a pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con delectación. Después inclinó levemente el torso, escupió en el suelo, recuperó su posición erguida y, con pasos mesurados, salió de la cocina.
     Margarita se quedó mirando el redondel, refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mirar a un diminuto ser de otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una puerta se cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa, otra puerta se cerró con estrépito. El cerebro de Margarita apenas detectó estos acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco del suelo. Foco infeccioso. La expresión aleteó livianamente en su cabeza, se expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de gérmenes se agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba la zona pegajosa resaltaba como un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro.
     Estaba friccionando la mesa con desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa) cuando sonó el teléfono. Fue a atender y apenas traspuso la puerta del dormitorio captó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces si lo supo con certeza, la ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos o tirarse de cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay que lamentar? Tan desprolijos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo, una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué, Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió almohadones, apiló carpetas. Margarita fregó y sacudió y cepilló hasta que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los brazos. Lavó paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares de las cacerolas, otorgó un centelleo diamantino a los caireles, bañó como a hijos adorados a bucólicas pastoras de porcelana, pulió maderas, perfumó armarios, blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Y a las siete de la tarde, como un pintor que le pone la firma al cuadro con que había soñado toda su vida, empuñó el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.
     Después respiró profundamente el aire embalsamado de cera. Echó una lenta mirada de satisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacudir el escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el escobillón, pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente suele ser ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza adherida a su superficie. Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enjabonado, enjuagó la pileta y lavó el trapo. Entonces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a ensuciar la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más razonable era quemar el trapo. Primero lo secó con el secador de pelo y después lo sacó a la calle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en el living.    
     Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró, extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil.
     Aproximadamente a las cinco de la mañana los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo flotaba en el aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos. Margarita abrió las ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el escobillón y en el peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar los zócalos cuando advirtió que un poco de agua se había derramado. Miró con desaliento las manchas de humedad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el color del cielo debían ser casi las siete de la mañana. Decidió dejar eso para más tarde, con buena suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra vez. Se tiró en la cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente las sábanas) y se durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandieron, se ablandaron, extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde Margarita se hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni media hora. Se levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero no habían desaparecido. Rasqueteó la zona pero nunca quedaba del mismo color. Un ligero desvanecimiento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró las vetas blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las últimas veinticuatro horas.
     Se levantó y fue a la cocina. Una comida caliente tal vez la haría sentirse mejor pero no: después hay que lavar las ollas. Abrió la heladera e iba a sacar una manzana cuando la invadió una ola de terror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas estaban abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una canastita con huevos. Observó el charco amarillo que se dilataba lenta y viscosamente. Creyó que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el polvo del rasqueteo; ya le llegaría su turno al piso de la cocina, no hay como el orden. Buscó el escobillón y la pala, fue hasta el living y cuando estaba por ponerse a barrer, reparó en las suela de sus zapatos; sin duda no estaban limpias: habían trazado sobre el parqué un discontinuo senderito de huevo. A Margarita casi le dio risa verse con el escobillón y la pala. Polvo del rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo. Recordó que todavía no había comido nada, dejó el escobillón y la pala y se fue para la cocina.
     La manzana estaba en el centro del charco amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos y de golpe descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que todo estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era agradable dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en las yemas y las claras ahora que las cosas habían empezado a ensuciarse y de cualquier manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la plancha y aceite en la sartén. La grasa se achicharró alegremente, las papas chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la ventana de la cocina pero de cualquier modo era demasiado tarde: la grasa vaporizada ya había penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó, la hizo enloquecer de deleite.
     La impaciencia puede volver a la gente un poco torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas; ella disimuladamente lo desparramó con el pie, sacó el bife, se le cayó al suelo, al levantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne asada la embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de colocarlo en el plato.
     Comió con ferocidad. Puso las cosas sucias en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el momento de lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para el dormitorio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el suelo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua. Ligeramente aceitosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en sutiles hilos por las junturas de los mosaicos y, adelgazándose pero persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza. Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor. Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al baño. Todo estaba ya bastante sucio de todos modos. No debía ensuciarse el vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al caer la noche una voz gritaba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamente al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de su cuerpo estaba sucio para poder hundirse después en el baño purificador, el baño que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpollos de margarita, mamá? Sintió una inefable sensación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un punto, próximo a ella, sobre el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su nombre en el piso. Margarita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó: Margarita. Después envolvió toda la leyenda en un gran corazón. Una corriente en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas, arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba con el agua que corría en el comedor, entraba por su nariz y por sus orejas y por sus ojos, le ensuciaba el vestidito.
     Cinco días después, un luminoso día de sol con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de Margarita se detuvo ante un puesto de flores.
     –Margaritas –le dijo al puestero–. Las más blancas. Muchas margaritas.
     Y con el ramo enorme caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índice y, levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, paladeando de antemano el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando una canción festiva abrió la puerta. Un chapoteo blando, gorgoteante, le llegó desde la cocina.


En Cuentos reunidos, Alfaguara, 2016 / 
Liliana Heker (Buenos Aires, 9 de febrero de 1943) / Fotos: jmp / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.-

jueves, 25 de mayo de 2023

AMOR PERDÍA El mar y otros microrrelatos


Silvina Perugino Bernabé Malacalza Julián Trovero Paula Martini José María Pallaoro Amor Perdía Paola Boccalari Silvana Babolin  
Margarita Eva Torres (detrás del espejo) / City Bell, 13 de marzo de 2014




PEQUEÑA BATALLA 

     Los conquistadores les vienen pisando los talones. El pueblo caimare huye porque ya los conoce. Ya cruzó las coloridas bienvenidas, las arduas negociaciones, las obscenas traiciones. Ahora solo quiere alejarse.
     Ellos van a pie. Y tienen pies pequeños, adultos, lentos, enfermos, medios pies también tienen.   Los conquistadores montan sobre cuatro patas que relinchan y les ganan en velocidad sobre tierra llana. Pero son torpes en altura, se quiebran, se desbarrancan. Por eso el pueblo caimare asciende. Mira hacia arriba y avanza. Van orillando un arroyo. "Por dónde cae el agua, subiremos", dicen. Entonces llegan a una cascada. Empinada, imposible. Le cuentan a las sierras sus razones de huida y ellas entienden. Transforman en piedra el chorro, le dan forma de camino, de escalera. Pueden subir todos ahora: jóvenes de zancadas amplias, hombres con pasos chuecos, sabias milenarias, aprendices de guerreros, animales mansos, semillas húmedas, frutos secos.
     Los conquistadores los ven ascender y apuran la marcha. Casi pueden tocarlos, desmontan para atrapar al último, para tirar de él y hacer caer al pueblo entero. Pero dos pasos antes de llegar, la piedra retoma su consistencia líquida. La cascada de agua abrupta los cubre. Quedan debajo, mojados, maldiciendo en dirección al cielo.
     Sé lo que van a decir: los conquistadores finalmente vencieron. Ocuparon las sierras y sus ríos, etiquetaron animales y personas, devoraron los frutos frescos, vendieron los secos. Ya lo sé. Pero aquella pequeña batalla, la perdieron. 

City Bell, 26 de enero de 2023 


EL MAR 

     El Silvio cuida su mar desde una silla alta. Mide la dirección del viento, la multiplicación de las algas, el paso doloroso de las embarcaciones. Le toma la temperatura al agua, como madre a la orilla de la cama. Examina la espuma, cuánto hay de agitación marina, cuánto de blanqueador. Le pide calma en tardes turbulentas mientras reza: "sana, sana, colita de rana”.
     El Silvio detiene el ingreso de baldes, palitas, comida, flotadores. La arena es para jugar, el mar no. Saca tarjeta roja a los bañistas que lastiman las olas. Les corrige la brazada: “no es un bofetón”, explica. “Es un movimiento de remo, una mano que mira hacia afuera e ingresa siguiendo al más gordo de los dedos. Se hunde sin dañar. Se impulsa pidiendo ayuda al mar, no atacando su ritmo parejo”.
     Después lo deja ser, confía. Como buena maestra, como buen guardavida.
     Cuando el sol ya fue tragado por el agua, baja de su silla alta y saluda a su pedacito de océano. Se despide hasta el día siguiente, prometiendo volver. El mar se estira con paso lento, sólo para acariciar los pies del Silvio. Es su forma de decir “hasta mañana”, de decir "gracias”, de decir “te quiero”. 

City Bell, 19 de enero de 2023 


LEE 

     Si al protagonista le va bien, el desayuno es más abundante. Si la racha no es buena, Encarna pela tanto las papas que sólo queda un corazón pequeño y poco rendidor. Y es necesario agregar arroz en el último momento. 
     María Encarnación lee al acostarse. Los domingos, un rato a la mañana. Cuando termina de juntar las cosas del desayuno y aún es temprano para cortar las papas del almuerzo. Lee cuando finge dormir la siesta. Y un poco a la tarde, si el ritmo de la casa lo permite. 
     Lee novelas que saca de la biblioteca. Sabe que no son de ella, por eso no las marca ni las ensucia. Sólo las sufre, las vive y las disfruta. Si el personaje principal triunfa, prepara buñuelos para la merienda. Y coloca almíbar tibio en una salsera, por si alguien le quiere agregar. Si la heroína viaja a la playa, ella se siente tostada. Si vuela, tiene vértigo y roba algún sedante del botiquín. Si se enamora, Encarna se ríe. Tampoco la pavada. 
     Cuando hay un muerto, la casa toma un aire de velorio que nadie entiende. Las cortinas permanecen cerradas, los espejos desaparecen. Si es un niño el que la novela lleva, ella recuerda al suyo y llora desconsoladamente. La azucarera rebalsa de sal, el pan se quema y la manteca se derrite amarga en la alacena. “Está grande”, susurra la señora y Encarnación busca, entonces, un libro con título divertido, para no perder el trabajo. 

City Bell, 12 de enero de 2023 


ONÍRICO 

     Hay una escalera apoyada en nada, que va hacia la nada. Pongamos que es un sueño, para no impacientar al lector atolondrado. No hay quien la suba. No hay quien la baje. Está mal estacionada a mitad de cuadra. Aunque tiene algo de recién llegada, no sé. Estoy segura de no haberla visto antes. 
     Tengo frío, tiemblo. Noto que el sol avanza acelerado por el cielo. La escalera proyecta una sombra cambiante. De allá para acá. Y es lo único que se mueve. Tal vez es lo único que miro. Inclino la cabeza siguiendo la silueta sobre el piso. 
     Me acerco mientras carcomo las uñas que aún quedan en los dedos. Espío para arriba, dudo. Los pies se hunden en una arena cálida, es agradable. Creo que podría dejarme tragar. Llegan pájaros que se asientan en los escalones superiores. Uno me pregunta la hora. Otro me dice que es tarde sin decírmelo. Su trinar parece un llanto, una alarma, un despertador. 
     Lo peor no es abrir los ojos y despabilarme en una habitación sin sol ni cielo. Lo realmente espantoso es descubrir/asumir que en ningún momento intenté subir la escalera. 

City Bell, 5 de enero de 2023 


TIRONES 

     Mamá desenreda el pelo y Alejandrina protesta. Las tardes de tirones suelen ser así. Mamá toma mechones chicos y pasa el peine con delicadeza (o eso intenta, porque de vez en cuando se traba en un nudo y se reinician los reclamos). Alejandrina tiene el pelo más largo que su nombre y es un lío cuando llega el turno del peinado. Mamá le cuenta la historia de Rapunzel, para que se quede sentada. “Era una princesa que tenía una trenza de ocho pisos, por la que subía un príncipe a rescatarla”. “Eso debe doler”, piensa Alejandrina y lo dice, justo cuando una sacudida le recuerda lo difícil que es permanecer quieta si un nudo se atascan entre los dientes del peine. “Así es el cuento”, responde mamá. “No me gusta”, protesta Alejandrina y lo cuenta de otro modo.
     “Había una vez una princesa que tenía una trenza de ocho pisos. Y como son muchos pisos para una trenza, decidió contarla. Luego la ató al borde de la ventana (porque ahora la trenza se parecía más a una soga que a un peinado), por si alguien quería visitarla. Y así como servía para subir, también era buena para bajar. Por eso la princesa-pelo-largo, -dice Alejandrina, sin recordar su nombre- trepó al revés y llegó al piso. Se fue, entonces, a recorrer el mundo y listo”.
     “¿Y el príncipe?”, pregunta mamá colocando un moño al final de la trenza. Alejandrina inventa: “Se dejó crecer el pelo y escribió el cuento del rescate una tarde de tirones, mientras lo peinaba su mamá”.

29 de diciembre de 2022 


FELICIDAD 

     Ya antes del último gol tenía la sonrisa instalada en la cara. A tiempo completo. A todo terreno. En esos casos resulta sencillo reconocer la felicidad. Excede el cuerpo, embriaga sin alcohol cada uno de los movimientos. Por eso la alegría es torpe, desaliñada, un tanto áspera en sus formas.  Pero también es buena compañera, solidaria. No le gusta salir sola en las fotos.
     Él baja corriendo las escaleras para sumarse a la calle. Para mezclarse. Y hay algo matemático y algo físico en el asunto. Saluda desconocidos, corea, abraza y se deja abrazar. Y hay algo místico en este punto. “La felicidad invertida en el conjunto aumenta las ganancias”, piensa (o siente, no puede el Contador estar seguro). 
     Ya tarde, vuelve tarareando a la soledad de su casillero. Y tal vez mañana olvide la letra que se oyó cantar, el roce multiplicado, el carnaval desclasado. “Todo es efímero”, publicarán. “No serán visibles los síntomas en veinticuatro, o cuarenta y ocho horas”, diagnosticará el médico. Pero él sabrá (ahora sabrá) que hay un tipo distinto de felicidad. Un cosquilleo que hace sentir como propia la risa ajena. Una celebración propia que se deja sentir como ajena. Algo que (por fin) está bien repartido. 

22 de diciembre de 2022 


SUS PREGUNTAS 

-¿Cómo llego hasta al centro? -preguntó un hombre a otro en una parada de colectivos. 
-Cansado -fue la respuesta.
-Hablo del modo -dijo el primero.
-Yo de adjetivos -agregó el segundo.
-Pregunto por la forma de arribar al centro de la ciudad.
-Puede arribar cansado, si decide ir caminando, transpirado, si lo hace corriendo, o apretado, si lo hace en colectivo.
-¿Y qué línea me lleva?
-Sin dudas no será la línea recta. 
-El número quisiera saber.
-Yo suelo apostar por el 16.
-¿Y sabe el precio?
-Eso dependerá de la ubicación.
-¿De la ubicación dentro del colectivo?
-No, de la ubicación en la apuesta. 
-¿Y el precio del colectivo, lo sabe?
-Desconocía que estuviera en venta.
-Del boleto.
-¿De boleto de quién?
-Del mío.
-Pues eso debería saberlo usted. ¿No le parece?
-Pregunto por el costo del viaje.
-Todo viaje tiene sus costos: las cosas que uno deja, el cambio de ambiente, las personas conocidas. Pero también está la ganancia de explorar lugares nuevos. 
-Bien, no hablemos de precio.
-Buena conclusión: la vida no es sólo dinero. 
-¿Y sobre el tiempo?
-Lluvias, anuncian la próxima semana.
-El tiempo de espera.
-Ese es el peor, sin dudas.
-¿Demora mucho en pasar el colectivo?
-Normalmente anda rápido, pero si usted le hace señas, aminora el paso y puede subir. Despreocúpese.
-¿Y cada cuánto pasa?
-Cada vez que completa la vuelta.
-¿Y es grande?
-Treinta y tres asientos tiene el colectivo. Pero no se inquiete, también se puede ir parado. 
-Hablaba de la vuelta.
-¿La vuelta? Y, no sé... la vuelta será a la noche, cuando regrese. 
-¿Lo espero acá o en la vereda de enfrente?
-¿A mí? Espérenme acá, no más… ya estoy llegando, ¿no me ve?
-¡Al colectivo, digo!
-Ah, perdón, entendí mal. ¿Usted quiere tomarse un colectivo?
-¡Sí! ¡Por favor!
-Pregunte en la esquina, esta calle está cerrada por obras, hace meses que no pasa nada.
-Gracias…
-De nada. Un placer poder responder sus preguntas. 

15 de diciembre de 2022 


AJEDREZ 

     El caballo no quiere ser caballo, pero tampoco reina, pero tampoco alfil. Dice que quiere ser aviador. Por eso sobrevuela encima de la mesa, sostenido por la mano de Lote, quien parece estar a cargo de sus estudios de aeronavegación. El segundo caballo, en la orilla del tablero, espera que nunca llegue su turno pues le aterran las alturas. Un alfil se llama Lorenzo y el otro Vanina. “No son hermanos -aclara Lote-, sólo se parecen porque usan la misma ropa”. Uno intenta ser alpinista y el otro sueña hacer buceo. Entonces, a este último, le agrega un salvavidas naranja pintado con fibrón indeleble. “Para que no se borre bajo el agua”, explica. La reina sí quiere ser reina, pero reina de verdad. Y mandar: esto se puede hacer y esto no. Por eso trepa a lo alto de una repisa. Dice Lote (que dice la reina) que desde allí controla todo mejor. Los peones tienen nombres como Raíz, Siete, Dobladillo, Ventana o Marrón. Y hay uno que es Adán, como su hermano (que se llama Adrián). Porque Lote (en su casa conocida como “Lore”) nombra todo lo que se encuentra en su camino, con una pronunciación desafiante de cuatro años y una lógica indestructible de cuatro años. Hay peones malabaristas, los hay almaceneros, dos son violinistas y hay tres que se fueron de vacaciones (lo cual explica porqué están en el suelo). 
     “¿Y el rey?”, pregunta la profesora de ajedrez. Lote sacude los ojos con algo de culpa y algo de inocencia. “Lo estaban esperando en otro lado”, responde mientras termina de organizar un partido de fútbol sobre el tablero. No necesita haber estudiado la revolución francesa para comprender que descabezar a un rey puede llegar a desagradar a algunas personas. Por eso guarda silencio y espera que la profe no revise hoy el tacho de basura. 

8 de diciembre de 2022 


RENACER 

     No renacerás al tercer día, ni al cuarto, ni al quinto. Primero será necesario que caiga mucha tierra sobre tu cuerpo inerte. Mucho barro. Mucha mierda. Para que nadie imite tus actos, replique tus palabras, interprete tus letras. Luego, cuando no quede uno parecido a vos, podrás volver.  Sacudirte el polvo del olvido, podrás. Refinar tus modos, filtrar tus decires, también. Blanquearte un poco, ya que estás. Y renacer. Hervido, ornamentado y mudo. De gran tamaño, tallado. Para ocultar a los que vendrán doscientos años después, a proponer las mismas revoluciones por las que a vos te mataron. Pues eso de tapar el sol con un dedo (contrariando el sentido común), nunca les ha fallado. 

1 de diciembre de 2022 


LA PIEZA

La pieza de mis abuelos
un día se detuvo.
Paula Martini

     La pieza se desprende de la casa. Como fruta madura cae del árbol, pero cerca del árbol. La pieza de los abuelos se separa y toma su propio rumbo, pero no lejos de la pieza de los hijos, de la habitación de sus nietos. A veces aparenta estar quieta, y es engaño. Avanza marcando rumbo, soltando estela, o más bien polvo. Porque no tiene patitas la pieza, repta y deja huellas que, vistas de lejos, parecen caminos. 
     Yo me subo, de tanto en tanto, y me voy en viaje de pieza. Si miramos por la ventana, me señalan la lluvia. Si observamos fotos, me explican cosas en blanco y negro. También comemos en la cama, y nadie nos reta. Después me piden que me baje, porque hay algo que sólo es de ellos, y llaman “siesta”. 
     Los abuelos no están siempre en la pieza, se van a pasear, a hacer los mandados, a visitar al médico, dicen, como si de verdad hubieran sido invitados. Por eso, en algunas ocasiones, queda estática la sábana, inmóvil la cortina y duros los retratos, aguantándose la risa. Cuando mis abuelos salen, la pieza se detiene a esperarlos. Se amarra al puerto de las obligaciones cotidianas y aguarda, en silencio, que ellos vuelvan para ponerse en marcha.

24 de noviembre de 2022 


PEDACITO

     El muerto se aburre y se endereza. Se acomoda en el cajón y disfruta el placer de no sentir. Ni un tirón en la cintura, ni una pierna dormida, ni siquiera un tímido dolor de cabeza. Acodado en el borde del cajón saluda a los deudos. 
     Se muestra poco interesado en explicaciones trascendentales, gritos lazarinos o cuestiones forenses. Sólo se aferra a este pedacito de vida que le faltó gastar. ¿Alguien conoce una parrilla cerca?, pregunta. ¡Yo invito!, dice seguro de no tener que pagar.
     Brinda, rememora, planifica. Poco importa. Al rato, los otros que toman, olvidan el motivo primero de la reunión. También brindan, rememoran y planifican. “Seguimos el próximo jueves”, propone un primero. “Todos los jueves”, arriesga un segundo. “De jueves a jueves”, dice un tercero que se está por dormir. El muerto aprueba cada propuesta seguro de no tener que asistir.
     Al final de la tarde un enterrador pide orden, caballeros, más respeto, por favor. Que retornen a sus lugares los que lloran y el llorado, manda. Pero el finado tiene un bis por consumir aún. “Andá, yo te cubro”, dice un amigo y se acuesta con gesto de eternidad. Dispuesto a improvisar una siesta hasta que decida volver el titular.

17 de noviembre de 2022 


RUTINA 

     Miriam espera el colectivo por última vez. Por última vez escribe el horario de entrada. Por última vez almuerza sola en el pasillo, mirando la gran ventana. También serán últimos los pasos del regreso, los rituales nocturnos, el sueño ligero que precede al definitivo.
     Todo es mentira. Ella lo sabe, pero le gusta andar por la vida con ánimo de despedida. Cada mañana, en la parada del colectivo, se relata en tercera persona su última jornada. Saluda, sin saludar, un mundo que ya es ajeno, que casi no está. Pinta de funerales la cotidianeidad. Mastica la rutina con algo de arsénico, de sátira, de saliva.
     Tiene vocación de suicida, pero no tiene descaro. Le agrada más escucharse, cada mañana, contando su tic-tac terminal. Imaginando el obituario que redactaría la familia. Aunque siempre está abierta a la opción de que, tal vez, un día cualquiera, la pise un auto, se enamore o gane la lotería. 

10 de noviembre de 2022 


MENTIRA 

     Engendran una mentira en la mesa del bar. No es un mal lugar, después de todo, para verla crecer. Sólo basta subir la voz, mirar en todas direcciones, gesticular con alevosía. Luego es cuestión de esperar que adquiera nombre, que tome cuerpo. Siempre da un poco de orgullo notar cómo se estiran los vástagos, cómo maduran y cruzan, sin girar siquiera, la puerta de su nacimiento. Aunque alguien observe la salida, tres mesas más allá, con cierta envidia o enojo incierto.
     Una mentira sabe desenvolverse en sociedad. Se adapta, se amolda, se agranda. Suele vestirse de sabia respuesta a previas mentiras. Por eso es (y hace) feliz, además de tener una buena esperanza de vida. Se encuentra capacitada para camuflarse hasta hacerse imprescindible e invisible, un pilar fundamental en la comunidad educativa.
     Mientras tanto en el bar, tres mesas más allá, la verdad almuerza. Estira el menú económico con bocados pequeños y largas pausas que le permiten mirar por la ventana. Ignoramos todo sobre sus padres. De ella sabemos nada. Tal vez espera que alguien la pase a buscar. Quizá hoy. Por qué no, mañana. 

3 de noviembre de 2022 


MANCHÓN 

     Para contarte la historia de la misteriosa isla tengo que empezar diciendo que el mapa era de América. Maitena tenía que ubicar los países y averiguar sus capitales. Primero se enchinchó, (porque no le gusta hacer tareas), después se preparó un sándwich de jamón y queso con mucha (mucha) mayonesa, y se puso a comerlo encima del trabajo sin terminar. Fue en ese preciso momento que una gota gorda, amarilla y sustanciosa, cayó sobre el mapa. En algún lugar del Atlántico sur, frente a las costas de Brasil (más o menos). La gota chocó contra el papel celeste, se expandió apenas un poco, y delimitó para siempre los contornos de una isla de mayonesa.
     Los barcos que deambulaban por la zona fueron los primeros en descubrirla. Una montaña amarilla y cremosa en medio del mar. ¿Un iceberg de mayonesa? Por las dudas, las embarcaciones se corrieron, los peces se alejaron y los cruceros se limitaron a sacar fotos a buena distancia. Las olas lamieron un rato el borde de la isla y luego (empachadas) la dejaron ser.     ¡Qué le hace una mancha más al océano! (debe haber pensado alguien).
     Navegantes intrigados desembarcaron para hundir sus pies en esa nieve gastronómica. Pero terminaron chupándose la punta de los dedos, la mano y el codo. Más tarde llenaron frascos vacíos y volvieron a sus barcos antojados de saborear un sándwich de jamón y queso. Arribaron científicos con anteojos, buscadores de tesoros, comedores compulsivos de mayonesa y mirones con tiempo libre. Finalmente se tomó la decisión irrevocable de hacer un documental.
     Menos mal que todo este asunto salió en los diarios, (y lo pasaron en la tele y lo multiplicaron con memes). Porque, de lo contrario, Maitena hubiera recibido una mala nota al presentar su mapa con los nombres de los países, sus capitales y un manchón aceitoso en el Pacífico sur. 

27 de octubre de 2022 


CIRCULACIÓN EQUINA 

     Pasean caballos por el barrio hipódromo, mientras Mireya los cuenta desde la ventana. Uno blanco, dos manchados, tres que miran hacia el costado y cuatro que fingen indiferencia. “Un día de estos se van olvidar que los vigilo y desplegarán las alas”, piensa. Morderán sus riendas hasta romperlas, sacudiéndose, para liberarse de sus pequeños cuidadores. Luego se dejarán crecer extremidades aladas y remontarán vuelo. Perforarán las nubes encapotadas y dejarán siluetas de pegasos para rellenar con celeste cielo. 
     No procrean arcoíris ni tienen cuernos únicos en la frente. “Eso no es posible”, dice Mireya al silencio de su pieza vacía. Estos son caballos comunes, que compiten y ganan, que combaten y pierden. Sólo que, de tanto en tanto, escalan al firmamento. Ella lo sabe. Y ellos saben que ella sabe. Por eso miran hacia el costado, por eso fingen indiferencia.
     Antes que vengan a buscarla para sembrarla delicadamente en una silla que rueda, Mireya espía caballos y los cuenta. Espera el día que se muestren tal cual son, que emprendan vuelo, invitándola (¿por qué no?) a dar una vuelta. 

20 de octubre de 2022 


MONTAÑAS 

     Juana sale en las fotos con sus montañas detrás. Siempre. Porque las montañas siguen a Juana. Cada vez que ella va a la ciudad llana, las fulanas puntiagudas se le suben en la espalda.  Y asoman la nariz por la mochila, porque son curiosas además. Van saludando en el camino y comentando al pasar: “¡Mirá, un edificio con ascensor!”, dice una. “¡Pobre! -responde la otra-, con lo lindo que es escalar”. “¿Viste esa avenida recta?”, pregunta una. “Capaz que no sabe que es posible doblar”, piensa la otra.
     Suena divertido, pero no resulta tarea fácil andar haciendo mandados por el centro con dos montañas en la espalda. Hay que cuidarse de las puertas bajas, los puentes angostos, las publicidades excluyentes y los piropos discriminatorios. Además siempre hay que pedir comida para tres, porque no se pierden la oportunidad de probar cosas nuevas. Y más de una vez también hay que pedir disculpas, pues comentan en voz alta lo primero que les viene a la cabeza.
     A las montañas no les gusta pasar desapercibidas (lo cual es de público conocimiento), por eso se presentan donde van, averiguan hasta lo que ya saben y asoman sus picos cuando alguien saca fotos. Además son coquetas, entonces (de tanto en tanto) le piden a Juana que les acomode el verde-musgo, el gris-piedra, los amarillos-reflejos y los celestes-agua. Después se miran entre ellas y alguna pregunta: “¿Estoy peinada?”. 
     Pero también hay que decir que extrañan. Así que al tercer o cuarto día de paseo, ya tironean desde la mochila para que Juana emprenda el regreso. Dicen adiós varias veces (porque tienen eco) y guardan en su memoria las cosas que vieron. Al llegar se acomodan en su terrenito y duermen una buena siesta. Pues cansa mucho eso de andar desbaratando el paisaje. 

13 de octubre de 2022 


DOMICILIO 

     Es misionero, correntino, cordobés, con algo de porteño. Nació allá y después se mudó dos o tres veces. Cuatro o cinco. Bueno, tal vez seis. Tiene tonada variada, se come las eses y, de tanto en tanto, las palabras se estiran antes de terminar de salir de su boca. Roberto Matías tiene los ojos del padre, la nariz de la abuela, la paciencia de la bisabuela y dos nombres que heredó de unos tíos que nunca conoció. 
     Tuvo a la seño Bety, a Lucía, a Sandra, al maestro Antonio y se enamoró perdidamente de la profesora de música de tercer grado, (el tercer grado que hizo en una escuela, porque después terminó en otra en donde había clases de pintura, en lugar de canto). Nunca se tomó la molestia de aprenderse una dirección de memoria. 
     Si dibujara un mapa lo llenaría de abrazos, que es lo que más le gusta. Abrazos de abuelos junto al río, de los tíos en la ciudad, de la prima en la sierra, de la tía abuela que vive al lado de un ruta ancha y de los amigos que hizo cuando iba a club que se llamaba San Martín.
     A veces le dijeron Beto, a veces Mati, también chueco y en más de una oportunidad fue “El nuevo”. A él le gusta escuchar todo su nombre y su apellido, como si fueran esas las coordenadas de su domicilio. 
     “¿Dónde está tu casa?”, preguntó un día la directora al ver que tardaban en venir a buscarlo.  Roberto Matías encogió los hombros. “¿Pero dónde vivís?”, insistió la señora. Él hizo un recuento de casas, paisajes y pasajes, de piezas, de escuelas, de amigos y enemigos, para elegir contestar: “Vivo en donde viven los que más me quieren”.

6 de octubre de 2022 


GARANTÍA DE VISTA 

     Las ventanas no vienen con garantía de vista, y es una pena. No se limitan a dar entrada a la luz, marcan el largo que los ojos tienen para creer en la vida eterna. 
     Matías recién llega a la ciudad y ha descubierto que tiene un hueco. Además del hueco en el alma, digo. Un hueco en su habitación. Mira de costado, muy de costado, pegando la nariz sobre el vidrio, para entrever algo de calle, algo de claridad. De cualquier manera todo le suena extraño, desconocido. El vecino de enfrente ha decidido opacar los cristales, por lo que ni vale la pena sonreír. Ve cables, tubos, humedad. Entiende, así, que nadie ve. Que esta ventana no está pensada para mirar.
     Siente el cansancio de la mudanza, pero antes de acostarse corre los vidrios y asoma buena parte de su cuerpo. Logra ver el sol. Entonces imagina que lo enlaza y lo arrastra hasta su pieza. ¿Dónde lo pondría? Sobre aquella pared, a los pies de la cama. Con fines de calefacción y para salvar los ojos del alma. Piensa que debería ser fuerte el tirón, no resultará fácil remolcar semejante bola amarilla. Tal vez caiga alguna antena, en el empujón. Tal vez se enganchen un par de calzones casi secos, también algunos pájaros. Un barrilete, por qué no. 
     Cuando Matías despierta de la siesta descubre que alguien dibujó los vidrios de su ventana sin salida. Ahora hay un sol amarillo que viene con antenas, calzones, pájaros y un barrilete rojo, verde, violeta. La luz que llega torcida de la calle se cuela de refilón, calcando el dibujo sobre la pared. Matías lo mira desde la cama mientras estira las piernas. Se hace largo para que el sol proyectado caliente sus pies.

29 de septiembre de 2022 


LA TRISTEZA 

     Armando quiere llorar. Así, de golpe. Le agarraron unas ganas fuertes de llorar con todo el cuerpo y le cuesta disimular. Piensa que es porque olvidó hacer la tarea, pero no puede ser... pues la seño también olvidó pedirla. Quizás es por dolor, pero hace un recorrido rápido que va desde la cabeza a los pies y todo parece estar en orden. A lo mejor la tristeza saltó por la ventana y se le vino encima porque sí, porque es el que está sentado más cerca del patio. No tiene la respuesta, sólo un nudo en el estómago y unas lágrimas que empiezan a asomarse. Por eso espera el recreo y busca un rincón donde nadie lo vea.
     Flora sí lo encuentra. Porque lo conoce, lo encuentra. Y enseguida descubre el llanto acumulado y le pregunta las razones. Armando encoge los hombros. Dice que no sabe, y en serio no sabe. “Bueno, llorá”, responde Flora mientras termina de comer una factura. Y las lágrimas brotan en catarata, como si hubieran estado esperando la orden de salida.
     “Ahora pensemos qué hacer con ellas”, dice Flora con la boca llena. Armando está demasiado ocupado gimiendo como para contestar, por eso vuelve a encoger los hombros. “No hay que desperdiciar agua”, afirma muy seria. Comenzando, así, un listado de ideas para ocupar “racionalmente” (y usa esa palabra Flora) las lágrimas saladas. 
     “Podemos armar una laguna. Una de esas que tienen botes con pedales y vendedores de helados en las orillas”. “También un acuario para peces marinos. Con algas, cangrejos y caballitos de mar”. “Hipocampos, se llaman”, aclara Armando mientras se limpia la nariz con la manga del guardapolvo. “Una fuente podría ser”, sigue Flora. “Una fábrica de olas”, dice él. “Una reserva de mar”. “Un reloj de agua (que es como el de arena pero con lágrimas)”.
     Antes que toque el timbre, la lista habrá crecido en siete u ocho puntos más. Armando ya no llorará en un rincón del recreo y la tristeza habrá salido a buscar a otro desprevenido para saltarle encima.

22 de septiembre de 2022 


HOY 

     Sembraron una semilla en la pared y creció un árbol dibujado. En el fondo del aula fue, para que lo vean bien quienes miran al revés. “Tema uno” y “tema dos”, se escuchó decir. “Tema tres”, también. “Copien”, “indiquen”, “señalen”, “resuman”, se oyó repetir. “Justifiquen”, más de una vez.  De todo eso se alimentó el verde ramificado, con todo eso se extendió por la pared. Juntando el poco gusto de escuchar, el amplio encanto de correr. Los timbres de salir, los timbres de volver.
     Estoy en el frente y hago un poema (disfrazado de prosa sobre el papel). Veo cómo se estiran las hojas dibujadas, trepan al techo, vencen la pintura descascarándose. Regado con ganas (muchas) de huir y no retroceder, el tronco tallado con fibrón verde sigue hacia el dintel. Ayer sembramos una semilla de cansancio, hoy creció un plano de fuga sobre la pared. 

15 de septiembre de 2022 


LA LISTA 

     Elena estrena su primer día de jubilada listeando el futuro. “Viajar a Mendoza”, pone. Porque siempre quiso y nunca pudo. “Ir a clases de pintura”, pone. “Caminar tres veces a la semana”. “Hacer una huerta”. “Arreglar la casa”. Además escribe: “huevos, aceite, manteca y pan”, (porque uno sabe cómo empiezan las listas, pero ignora hacia dónde pueden derivar).
     Por costumbre se levantó temprano, por eso son las ocho y está bañada y desayunada. Estirando el mate en la punta de la mesa, mientras enumera lo que hará primero, lo que ya no hará. “Comprar una casa rodante”. “¿Vos viste lo que cuestan?”, se dice. Después tacha esa línea y otras dos: “Conocer un crucero”, “Aprender a manejar”. No da el presupuesto, argumenta. No tiene sentido tener carnet sin auto, razona. También tacha dos o tres cosas más.
     Entonces se queda mirando el reloj. A sus excompañeras aún les falta llegar al primer recreo.  Una vez tamizada, la lista no queda muy larga. ¿Tuvo sentido dejar todo para después? Prende la tele llenando el silencio. Apenas son las nueve y diez de la mañana. 

8 de septiembre de 2022 


LA RADIO 

     Hacía girar el dial buscando personitas. Era como en el cine pero sin ver. Voces impostadas, fuertes, que hablaban de tú y no sabían putear, pobrecitas. A ella le gustaban las canciones fáciles de aprender, aunque ofrecieran maizena, toddy, geniol o jabón federal.
     Ya sabía que no eran personas pequeñas dentro de una caja. Pero aún así solía imaginarse directora, diciéndoles: “¡Ahora!”, cuando elegía la señal. Sólo entonces ellos comenzaban a hablar, simulando distracción, como si la conversación ya estuviera empezada.
     A veces no la dejaban tocar. Eso no era divertido. Con ceños fruncidos corrían el dial buscando entender. Como el día en que la hermana iba y venía de una esquina a la otra, girando la perilla con rabia y espanto. Al final la rompió y quedó fija la voz, diciendo todo aquello que hubieran preferido no saber. Por última vez se oyó hablar al general. Después fue preciso esperar dieciocho años junto a la radio para volverlo a escuchar.

1 de septiembre de 2022 


Julián Trovero, Silvana Babolin, Laura Sáenz,
José María Pallaoro, Amor Perdía, yPaola Boccalari / City Bell, circa mayo de 2012
Te fuiste Amor. Hace un rato te fuiste. ¿O estás solo dormida? 
"Amor duerme, y yo, en mi insomnio de frío, espero su despertar. Espero, con la esperanza del también dormir." jmp 

Amor Perdía (Santa Fe, 1973 – City Bell, 24 de mayo de 2023) / Profesora de Historia / Escritora / Últimos microrrelatos subidos a JUEVES DE MICRORRELATOS /  
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.- 

lunes, 10 de abril de 2023

LUISA VALENZUELA El suspenso de la carne que aún no sabe de la herida




CONSEJO 

      Echado/a sobre la piedra, sentir el latido de la piedra que es el propio latido. 


INTERPÓSITA PERSONA 

     Ahora empiezo a saber que cuando dos se encuentran es casi siempre cuestión de tres y ¿dónde se sitúa el verdadero punto de contacto? A mí que me atraen los triángulos no me gustan los tríos y vendría a ser lo mismo. Anoche, bailando con Pepe la incorporé a Pepa y nos abrazamos/enlazamos los tres y con una mano tenía tomada la mano de Pepe por encima de los hombros de Pepa y con el otro brazo alrededor de la cintura de Pepe la tomaba a Pepa y estábamos muy juntos aunque no sé con cuál de ellos ya que no puede darse la juntidad de tres. ¿O sí? ¿Triángulo, es decir algo cerrado, completo, perfecto, figura geométrica de un mínimo de líneas o triángulo es decir fuga de ángulos, flecha hacia otros contactos? 


LA VERDADERA CRUELDAD 

     La verdadera crueldad de las espinas no reside en tenerlas sino en irlas perdiendo, dejándolas prendidas en la azorada piel de quien tenga la osadía de acercársenos. 


HAY ALGO MÁS 

     Hay algo más a la vida que la vida misma: hay la muerte que le da a la vida su particular textura (un brillo insospechado).


EL MAYOR DE LOS ODIOS 

     El mayor de los Odios se llamaba Federico y nació mientras sus padres veraneaban en California. Llegó lejos y obtuvo un importante cargo público. El menor de los Odios nunca vio la luz del día: se suicidó nonato al saber que nunca llegaría a ser el mayor de los Odios por culpa de un hermano que tomó la delantera. 


UNO ARRANCA EL… 

     Uno arranca el cuchillo y queda el suspenso de la carne que aún no sabe de la herida. Es el único instante de inocencia: el cuchillo ha sido clavado y retirado y la carne queda boquiabierta un segundo antes de empezar a sangrar y manifestarse. 


¿EL SUEÑO SE…

     ¿El sueño se la traga? ¿Por qué justo antes de dormir leemos alguna irrefutable y secreta verdad que después no aparece -o aparece tan pálidamente- en la página que hemos marcado? 

     No se duerma. 


UBICACIÓN GEOGRÁFICA Y… 

     Ubicación geográfica y muy precisa de la duda: 
     Exactamente en algún punto entre mi sofá y mi mesa de trabajo. La distancia entre uno y otra no es grande. Es infranqueable.  


¿LA PASIÓN DE… 

     ¿La pasión de de mi vida?: sacarle punta al lápiz. 


DESPUÉS ESTÁN AQUELLOS… 

     Después están aquellos que sucumben a la tentación del blanco móvil: siguen un pájaro con la vista y lo apuntan con el dedo como queriendo bajarlo. Son los peores asesinos. Los que quieren pero no pueden, los que se limitan. 


DE COMETAS, BARRILETES, PAPALOTES O COMO QUIERAS LLAMARLOS 

     Para remontar un barrilete, como para las demás actividades humanas, hay sistemas y sistemas: correr como locos arrastrándolo de un hilo o simplemente mantenerlo en alto (en vilo) con el brazo estirado a la espera de algún viento propicio. 


ESCRIBIR ESCRIBIR Y… 

     Escribir escribir y escribir sin ton ni son es ejercicio de ablande. En cambio el psicoanálisis no, el psicoanálisis es ejercicio de hablande. 



En Cuentos completos y uno más, Alfaguara, Ministerio de Educación Presidencia de la Nación, 2010 / De Libro que no muerde, 1980 / Fotos: jmp / 
Luisa Valenzuela (Buenos Aires, Argentina, 26 de noviembre de 1938) / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.- 

domingo, 25 de diciembre de 2022

EUGENIO MANDRINI Los misterios de la poesía


LOS MISTERIOS DE LA POESÍA 

     El poeta Ezra Kiesinsky, famoso por sus visiones que la realidad prontamente imitaba, hacía meses que no escribía una sola línea, ni una palabra o sílaba o letra. Se estaba allí, de pie frente a la ventana que daba al patio de su vieja casa, esperando una sorpresa: la caída de algún fragmento de otra dimensión, de una hoja de otoño vestida de escarcha, o de una gota del sudor del sol, en fin, algo, alguna de esas súbitas apariciones que, como solía sucederle, le abrieran la puerta de entrada al tembladeral del poema. Entonces vio al elefante, que lo miraba desde el patio. Era de un color gris violáceo y tan enorme su edificio de carne que pareció cubrir de sombra la ventana y aun la casa entera. Debía pesar, se dijo, más de tres toneladas.

     Antes de que la sobrenatural imagen desapareciera tan súbitamente como había llegado, el poeta Ezra Kiesinsky se sentó, puso una hoja bajo su mano y, sin agitar la respiración, escribió un admirable poema sobre una insignificante hormiga.


En Las otras criaturas, Menoscuarto Ediciones, España, 2013 / Fotos: jmp 25 12 2022 / 
Eugenio Mandrini (Buenos Aires, 16 de diciembre de 1936 – 30 de noviembre de 2021) /
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.- 

lunes, 13 de junio de 2022

LEOPOLDO LUGONES Narración de un espíritu


EL ORIGEN DEL DILUVIO

     ...La tierra acababa de experimentar su primera incrustación sólida y hallábase todavía en una oscura incandescencia. Mares de ácido carbónico batían sus continentes de litio y de aluminio, pues éstos fueron los primeros sólidos que formaron la costra terrestre. El azufre y el boro figuraban también en débiles vetas.
     Así, el globo entero brillaba como una monstruosa bola de plata. La atmósfera era de fósforo con vestigios de flúor y de cloro. Llamas de sodio, de silicio, de magnesio, constituían la luminosa progenie de los metales. Aquella atmósfera relumbraba tanto como una estrella, presentando un espesor de muchos millares de kilómetros.
     Sobre esos continentes y en semejantes mares, había ya vida organizada, bien que bajo formas inconcebibles ahora; pues no existiendo aún el fosfato de cal, dichos seres carecían de huesos. El oxígeno y el nitrógeno, que con algunos rastros de bario entraban en la composición de tales vidas, completaban los únicos catorce cuerpos constituyentes del planeta. Así, todo era en él extremadamente sencillo.
     La actividad de los seres que poseían inteligencia, no era menos intensa que ahora, sin embargo; si bien de mucho menor amplitud; y no obstante su constitución de moluscos, vivían, obraban, sentían, de un modo análogo al de la humanidad presente. Habían llegado, por ejemplo, a construir enormes viviendas con rocas de litio; y el sudor de sus cuerpos oxidaba el aluminio en copos semejantes al amianto incandescente.
     Su estructura blanda, era una consecuencia del medio poco sólido en que tomaron origen, así como de la ligereza específica de los continentes que habitaban. Poseían también la aptitud anfibia; pero como debían resistir aquellas temperaturas, y mantenerse en formas definidas bajo la presión de la profunda atmósfera, su estructura manteníase recia en su misma fluidez.
     Esbozos de hombres, más bien que hombres propiamente dicho, o especies de monos gigantescos y huecos, tenían la facilidad de reabsorberse en esferas de gelatina o la de expandirse como fantasmas hasta volverse casi una niebla. Esto último constituía su tacto, pues necesitaban incorporar los objetos a su ser, envolviéndolos enteramente para sentirlos. En cambio, poseían la doble vista de los sonámbulos actuales. Carecían de olfato, gusto y oído. Eran perversos y formidables, los peores monstruos de aquella primitiva creación. Sabían emanar de sus fluidos organismos, seres cuya vida era breve pero dañina, semejantes a las carroñas con los gusanos. Fueron los gigantes de que hablan las leyendas.
     Construían sus ciudades como los caracoles sus conchas, de modo que cada vivienda era una especie de caparazón exudado por su habitante. Así, las casas resultaban grupos de bóvedas, y las ciudades parecían cúmulos de nubes brillantes. Eran tan altas como éstas, pero no se destacaban en el cielo azul, pues el azul no existía entonces, porque faltaba el aire. La atmósfera sólo se coloreaba de anaranjado y de rojo.
     Apenas dos o tres especies de aves cuyas alas no tenían plumas, sino escamas como las de las mariposas, y cuyo tornasol preludiaba el oro inexistente, remontaban su vuelo por la atmósfera fosfórica.
     Era ella tan elevada, y el vuelo tan vasto, que las llevaba cerca de la luna. El arrebato magnético del astro solía embriagarlas; y corno éste poseía entonces una atmósfera en contacto con la terrestre, afrontábanla en ímpetu temerario yendo a caer exánimes sobre sus campos de hielo.
     Una vegetación de hongos y de líquenes gigantes arraigaba en las aún mal seguras tierras; y no lejanos todavía del animal, en la primitiva confusión de los orígenes, algunos sabían trasladarse por medio de tentáculos; tenían otros, a guisa de espinas, picos de ave, que estaban abriéndose y cerrándose; otros fosforecían a cualquier roce; otros frutaban verdaderas arañas que se iban caminando y producían huevos de los cuales brotaba otra vez el vegetal progenitor. Eran singularmente peligrosos los cactus eléctricos que sabían proyectar sus espinas.
     Los elementos terrestres se encontraban en perpetua inestabilidad. Surgían y fracasaban por momentos disparatadas alotropías. La presión enorme apenas dejaba solidificarse escasos cuerpos. Las rocas actuales dormían el sueño de la inexistencia. Las piedras preciosas no eran sino colores en las fajas del espectro.
     Así las cosas, sobrevino la catástrofe que los hombres llamaron después diluvio; pero ella no fue una inundación acuosa, si bien la causó una invasión del elemento líquido. El agua tuvo intervención de otro modo.
     Ahora bien: es sabido que los cuerpos, bajo ciertas circunstancias, pueden variar sus caracteres específicos hasta perderlos casi todos con excepción del peso; y esto es lo que recibe el nombre de alotropía. El ejemplo clásico del fósforo rojo y del fósforo blanco debe ser recordado aquí: el blanco es ávido de oxígeno, tóxico y funde a los 44°; el rojo es casi indiferente al oxígeno, inofensivo e infusible, sin contar otros caracteres que acentúan la diferencia. Sin embargo, son el mismo cuerpo, para no hablar de las diversas especies de hierro, de plata, que constituyen también estados alotrópicos.
     Nadie ignora, por otra parte, que el calor multiplica las afinidades de la materia, haciendo posibles, por ejemplo, las combinaciones del ázoe y del carbono con otros cuerpos, cosa que no sucede a la temperatura ordinaria; y conviene recordar, además, que basta la presencia en un cuerpo de partículas pertenecientes a algunos otros, para cambiar sus propiedades o comunicar las nuevas, siendo particularmente interesante a este respecto lo que sucede al aluminio puesto en contacto, por choque, con el mercurio; pues basta eso para que se oxide en seco, descomponga el agua y sea atacado por los ácidos nítrico y sulfúrico, al revés exactamente de lo que le pasa cuando no existe el contacto.
     A estas causas de variabilidad de los cuerpos, es menester añadir la presión, capaz por sí sola de disgregar los sólidos hasta licuarlos, cualquiera que sea su maleabilidad, y sin exceptuar al mismo acero; pues nada más que con la presión se ha llegado a convertirlo en una masa blanduzca, trabajándolo con entera comodidad.
     Mencionaré, por último, una extraña propiedad que los químicos llaman acción catalítica, o en términos vulgares, acción de presencia, y por medio de la cual ciertos cuerpos provocan combinaciones de otros, sin tomar parte en las mismas. Entre éstos, uno de los más activos, y el que interviene en mayor número de casos, es el vapor de agua. Los datos que anteceden, nos ponen ya en situación de explicar el fenómeno al cual están dedicadas estas líneas.
     Sucedió por entonces que la atmósfera terrestre, condensándose en torno al globo, empezó a ejercer una atracción progresiva sobre la atmósfera de la luna. Al cabo de cierto tiempo, esta atmósfera no pudo resistir aquella atracción, y empezó a incorporar con la nuestra sus elementos más ligeros. La falta de presión causada por este fenómeno, vaporizó los mares de la luna que estaban helados hacía muchos siglos; y una niebla fría, a muchos grados bajo nuestro cero termométrico, rodeó el astro muerto como un sudario.
      Cierto día el vapor acuoso se precipitó en la atmósfera terrestre, y ésta vio aumentado su peso en varios miles de millones de toneladas. A tal fenómeno, unióse la acción catalítica del vapor, y entonces fue cuando empezaron a disgregarse los sólidos terrestres.
     Un ablandamiento progresivo dio a todos la consistencia del yeso; pero cuando el fenómeno siguió, deleznándose aquéllos en una especie de lodo, empezó la catástrofe. Las montañas fueron aplastándose por su propio peso, hasta degenerar en médanos que el viento arrasaba. Las mansiones de los gigantes volviéronse polvo a su vez, y pronto hubo de observarse con horror que el elemento líquido cambiaba de estado en la forma más extraordinaria; secábase sin desaparecer, volviéndose también polvo por la disgregación de sus moléculas, y se confundía con el otro en un solo cuerpo, seco y fluido a la vez sin olor, color ni temperatura.
     Lo raro fue que el fenómeno no se efectuaba al mismo tiempo en la materia organizada. Esta resistía mejor, sin duda por su condición semilíquida; pero semejante diferencia comportaba la muerte violenta en aquella disgregación. Poco después no hubo en el globo otra existencia que la flotante sobre esa especie de arenas cósmicas; mas ya la mayor parte de los seres animados había muerto de inanición; pues aunque no comían como nosotros, absorbían del aire sus principios vitales, y el aire estaba cambiado por los elementos de la luna.
     Apenas uno que otro gran molusco se revolvía sobre la universal fluidez sin olas, bajo el horror de la atmósfera gigantesca, preñada de tósigos mortales, donde se operaba la futura organización. Tampoco pudieron ellos resistir a esas combinaciones, ni adaptarse al estado de disgregación; y, por otra parte, éste los afectaba a su vez. Ellos fueron también disolviéndose hasta desaparecer; y entonces, sobre el ámbito del planeta, fue la soledad y la negra noche.
     Millares de años después, los elementos empezaron a recomponerse.
     Formidables tempestades químicas conmovieron el estado crítico de la masa, y los catorce cuerpos primitivos revivieron, engendrando nuevas combinaciones.
     El litio se triplicó en potasio, rubidio y cesio; el fósforo en arsénico, antimonio y bismuto; el carbono engendró titano y zirconio; el azufre, selenio y teluro… 
     Los océanos fueron ya de agua, el agua de la luna periódicamente exaltada hacia su origen por la armónica dilatación de las mareas. La atmósfera se había vuelto de aire semejante al nuestro, aunque saturado de ácido carbónico.
     Ningún ser vivo quedaba de la anterior creación. Hasta sus huellas habían sido destruidas. Pero los vapores de la luna trajeron consigo gérmenes vivificantes, que el nuevo estado de la tierra fue llamando lentamente a la existencia.
     El mar se cubrió de vidas rudimentarias. La costra sólida pululó de hierbas, y el dominio de éstas duró una edad.
     Pero yo no sabría repetir el enorme proceso. Réstame decir que los primeros seres humanos fueron organismos del agua: monstruos hermosos, mitad pez, mitad mujer, llamados después sirenas en las mitologías. Ellos dominaban el secreto de la armonía original y trajeron al planeta las melodías de la luna que encerraban el secreto de la muerte.
     Fueron blancos de carne como el astro materno; y el sodio primitivo que saturaba su nuevo elemento de existencia, al engendrar de sí los metales nobles, hizo vegetar en sus cabelleras el oro hasta entonces desconocido...
     …He aquí lo que mi memoria, millonaria de años, evoca con un sentido humano, y he aquí lo que he venido a deciros descendiendo de mi región, el cono de sombra de la tierra. Os añadiré que estoy condenado a permanecer en él durante toda la edad del planeta.
     La médium calló, recostando fatigosamente su cabeza sobre el respaldo del sofá. Y Mr. Skinner, una de las ocho personas que asistían a la sesión, no pudo menos de exclamar en las tinieblas:
     –¡El cono de sombra! ¡El diluvio!... ¡Disparatada superchería!
     Nada pudimos replicarle, pues un estertor de la médium nos distrajo.
     De su costado izquierdo desprendíase rápidamente una masa tenebrosa, asaz perceptible en la penumbra.     Creció como un globo, proyectó de su seno largos tentáculos, y acabó por desprenderse a modo de una araña gigantesca. Siguió dilatándose hasta llenar el aposento,
envolviéndonos como un mucílago y jadeando con un rumor de queja. No tenía forma definida en la oscuridad espesada por su presencia; pero si el horror se objetiva de algún modo, aquello era el horror.
     Nadie intentaba moverse, ante el espantoso hormigueo de tentáculos de sombra que se sentía alrededor, y no sé cómo hubiera acabado eso, si la médium no implora con voz desfallecida:
     –¡Luz, luz, Dios mío!
     Tuve fuerzas para saltar hasta la llave de la luz eléctrica; y junto con su rayo, la masa de sombra estalló sin ruido, en una especie de suspiro enorme.
     Mirámonos en silencio.
     Algo como un lodo heladísimo nos cubría enteramente; y aquello habría bastado para prodigio, si al acudir a su lavabo, Skinner no realiza un hallazgo más asombroso.
     En el fondo de la palangana, yacía no más grande que un ratón, pero acabada de formas y de hermosura, irradiando mortalmente su blancor, una pequeña sirena muerta. 



En El cuento argentino de Ciencia Ficción, antología / Edición de Pablo Capanna / Ediciones Nuevo Siglo, Argentina, 1995 / 
Leopoldo Antonio Lugones (Villa de María del Río Seco, Córdoba, 13 de junio de 1874 - San Fernando, Buenos Aires, 18 de febrero de 1938) / Fotos: jmp / 

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-