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Lucía Gómez, Colombia

Puso sus suaves manos en mi rostro, para secar mis ojos que lloraban con una angustia eterna y parecían nadar en un abismo lánguido. La tarde agonizaba en la caliente soledad de la calzada. Me abrazó muy fuerte como si nunca quisiera separarse. Besó dulcemente mis labios fríos, secos por la fuerte brisa, como si por primera vez lo hiciera y sonrió mostrándome una lágrima. Me dijo que había sido hermoso conocerme. Sonrió una vez más y me dio un beso en la frente. La calle estaba sola y el parque tenía todas las sillas vacías, como esperando a que llegaran los amantes. A lo lejos, se escuchaba el ruido que hacen los carros cuando arrastran sus llantas en el suelo; una sirena pasaba con su sonido insistente, tal vez, llevando un hombre al borde de la muerte. En una casa vieja se oye ladrar un perro y un trueno cada rato avisa la visita de la lluvia. Te amo, me dijo y dejó salir su llanto, así, como sueltan el agua en los embalses. Maldijo el tren que se veía llegar y la campana de la estación que anunciaba su arribo. Maldijo las piedras, el reloj y los días que, imprudentes se habían confabulado para dejar la angustia esparcida en la vida. Yo también te amo, le dije y mientras tanto, me soltaba despacio del filo de esos ojos que no querían dejarme y llorábamos juntos y se formaba un espacio entre ambos, mientras su mano triste, hacía un ademán fugaz de despedida.