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martes, 8 de mayo de 2018

Elisa T. Hernández



Elisa T. Hernández nació en Xalapa, Veracruz, un domingo de 1981. Como lleva la mitad de su vida viviendo en Ciudad de México, se autodenomina jarochilanga. Estudió la carrera de Física y Matemáticas en el IPN y desde hace doce años vive de escribir libros de texto, divulgación de ciencia y de editar obras de todo tipo. Le gusta el son jarocho y los gatos tanto como el petricor, el café, los mangos y las jacarandas. Trae entre manos varios proyectos editoriales que navegan entre la interculturalidad, la ciencia y la música; además espera seguir escribiendo sus historias diminutas.



Harta de ser hermosa por dentro, hizo dos cortes: uno del pubis al corazón; y otro de sien a sien. Ahora era también bella por fuera.

***

La caída era abrumante, volvió a respirar para gritar diez, once, treinta veces más. Se preguntó si se desplomaba o simplemente flotaba.

***

La rótula giró y levantó la extremidad. Otro paso. El otro pie arriba y ya eran dos pisadas. Siguió otro y otro y cien pasos más; escapaba.

***

Meto la lengua de uno y escapan las pezuñas de aquel. Alas y cuernos de otro se atascan en mi cabello y en las bisagras. No puedo, Pandora.

***

En un ridículo afán de detener la destrucción derivada de la tecnología, a cada humano nacido se le extirpaba el pulgar.

***

Un día comenzó a despertar un minuto antes de que sonara la alarma. Así se convirtió en despertador de la máquina. La rebelión en proceso.

***

Del corazón brotó fuego, el calor se desparramaba por la jaula del tórax y vibró el pecho. Le resonaba todo el cuerpo: su primer ronroneo.

***

Se sentía tan innecesaria, indeseable, insufrible y postergable que continuamente se preguntaba si no encarnaba a la mismísima muerte.

***

Como era feminista no aspiraba a un rescate, pero coqueteaba con la idea de una abducción alienígena. Cansada.

***

Viví años con el lado izquierdo muerto. Primero la cara, me dolían los dientes; el brazo, el ovario. Me percaté de todo al fallo cardíaco




miércoles, 30 de septiembre de 2015

Luis Alberto Chávez Fócil


Luis Alberto Chávez Fócil. Profesor de teatro, egresado del Instituto “Andrés Soler”, ciudad de México. Estudió dos años de cinematografía en el CUEC (UNAM). Ha publicado textos artesanales y de autor en los géneros de cuento corto (humor), dramaturgia y prosa poética. Ejerce trabajo periodístico en el sureste de Veracruz, donde radica.



Hipocondría

—Me duele el pecho —le dije a la persona que me recibió—, las piernas y también me duele la cabeza, creo que el hígado me está molestando al igual que las rodillas y la cadera.
—Qué extraño —dijo la persona que me recibió— los espíritus no tienen carne, no tienen cuerpo.


Causales

—Así que usted se deja llevar por sus malditas pasiones —dijo el juez.
—Sí señor —respondió el hombre—, si gusta se las presento.
—A ver —dijo el juez.
Y entraron a la sala dos morenas como de 1.78 de estatura, 90-62-90 (una de ellas de ojos verdes).
—Nooo, pues tiene usted razón —dijo el juez.


¡Arriba corazones!

Esa mañana Dios se levantó muy optimista y mencionó.
—¡Tengo un plan B para salvar al mundo!
Entonces, uno de sus ángeles se acercó y le dijo.
—Señor, ya vamos por el plan W.


Anuncio

¡Por este pinche medio se les recuerda que hoy tenemos reunión  en el local que ya conocen, hijos de la chingada!

Neuróticos Anónimos


Angustia
  
El niño, inocente como todos, se acaba de tragar una moneda.
La angustia del papá es enorme: la moneda es de oro.


Déjà vu

—Oye, tú, ¿no nos hemos visto antes?
Le dije al chimpancé, nada más por molestar.
—Claro —dijo solemne— yo soy tu padre.


lunes, 25 de mayo de 2015

Eduardo Cerdán




Eduardo Cerdán (Xalapa, Veracruz, 1995). Narrador y ensayista, es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde imparte clases. Ha colaborado en publicaciones periódicas como Confabulario de El Universal, La Jornada Semanal, Letras Libres, Literal, Crítica y La Palabra y el Hombre. Textos suyos aparecen en varias antologías, entre las que destacan: Latinoamérica en breve (UAM-X, 2016), Dejar huella. Perros de papel, de la memoria, de la imaginación (Ediciones Cal y Arena, 2017) y Desierto en escarlata. Cuentos criminales de Ciudad Juárez (Nitro/Press, 2018). En 2015 fue becario de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas, dentro del área de narrativa. Parte de su trabajo académico y literario se ha traducido al inglés y al francés. Está a cargo del Taller de Creación Narrativa de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, fue editor de narrativa en Cuadrivio y actualmente es jefe de redacción de la revista Punto de partida de la Dirección de Literatura de la UNAM. En 2019 se publican sus libros de cuentos Pasos en la casa vacía y Los niños vuelven de noche, este último en el Fondo Editorial Tierra Adentro.
Web: www.eduardocerdan.com
Twitter: @Eduardo_Cerdan
Correo electrónico: eduardoRcerdan@gmail.com



La noche del duende

Cuando vislumbra el bulto enano que yace entre él y su esposa dormida, Manuel, recién despertado por una pesadilla y con la mente aún nublada por el alcohol, se acuerda de la vez en que el duende que lo acechaba de niño se metió entre sus sábanas y lo llevó a perderse en el Macuiltépetl, y recuerda el terror por el tacto de la manita fría que lo apremiaba a salir a mitad de la noche rumbo al cerro, y revive la angustia que sentía deambulando entre las tinieblas martirizadas por el chipichipi y las ganas de orinar que tuvo al resbalarse a ciegas en el lodo y también la impaciencia que lo hizo llorar mientras, sentado sobre un tronco húmedo, esperaba el amanecer; Manuel, sin levantarse de la cama matrimonial, carga con violencia el fardo chaparro y lo lanza al suelo, lo que produce un ruido sordo que de inmediato despierta a la esposa, quien al ver la escena exclama horrorizada: ¡¿Qué le hiciste al bebé?!


Estado de sitio

¿Los oyes, hija? Todavía están lejos, pero no tardan en venir. Están enojados. Creo que traen hambre. Cuando se acerquen tienes que aguantarte el miedo porque lo huelen. Si quieres escóndete al fondo de la casa. O no: mejor escóndete acá, mira, en el baño. Ya, ya, no pasa nada. En cuanto amanezca van a regresar por donde vinieron. Así lo han hecho siempre, acuérdate. Tú no te preocupes por nada, que aquí está tu mamá para cuidarte... ¡Sh! Oye eso. Se están acercando. ¡Escóndete ya porque vienen rápido! Órale, mi amor, métete al baño. Córrele y no olvides poner el seguro, te lo pido. ¿Lista? ¿Ya cerraste bien? ¡Apúrate, hija, que ya voy a apagar la luz!


Ayuda

En la esquina de Enríquez con Revolución me encuentro a un enano prieto de mediana edad, con bigote incipiente y desprovisto de todas sus extremidades. Tumbado sobre un carrito de servicio muy resistente, muerde una pandereta que agita con la mandíbula. Alcanzo a leer un letrero, pegado al carro, que contiene la palabra Ayuda y el signo de pesos al revés. Un grupo de sujetos divertidísimos, adolescentes de diecisiete a lo mucho, sacude al hombre y rueda el carrito de un lado a otro con ánimo bestial. El mutilado, con los muñones descubiertos por el ajetreo y sin soltar la pandereta, pela los ojos saltones como si con ello pidiera auxilio. Las carcajadas de los jóvenes se mezclan con el ruido del instrumento. Un montón de gente ha detenido su paso para ver este cuadro mórbido. Algunos sonríen divertidos, a otros se les nota la angustia. A mí se me revuelve el estómago y siento lástima. Con las cejas arqueadas, el enano clava sus ojos suplicantes en mí. Yo esquivo su mirada y me voy.


La muñeca rota

Creyeron que era el mago quien la hacía hablar hasta que le vieron las cicatrices de los muñones.


Hierra

Ese día la recorrió de labios a labios. Su lengua reptó por las comisuras, el cuello, las bayas de los pechos, y delineó el ombligo antes de llegar a la entrepierna. Succionándola como a un manila mordisqueó la piel blanda hasta que se incorporó, con el bigote aceitado, para pasear sus yemas del muslo a la ingle y de la ingle a la vulva. Movido por un arrebato momentáneo de vacilación, quiso escamotear el orificio que ya se dilataba para recibirlo, así que comenzó a alternar velocidades en el tacto de los pliegues. Cuando se detuvo, los labios parecían sellados por la hinchazón, lacios los vellos por la humedad. Los gemidos de mujer, fundidos con el gruñido cercano del verraco, hicieron que él se irguiera pronto. Se deshizo de todo escrúpulo, ahora sí, y entró sin más. Oyóse un crujido tenue y, antes de que aplaudieran las pieles, una onda roja de olor a hierro cruzó el aire. Vaciado él, durante los segundos felices después del orgasmo, pensó con orgullo que su espesura se cuajaba dentro de una orejana. Se henchía macho y potente mientras pensaba que la había iniciado, que ahora tenía su sello. Lucía tan bien así, tumbada en la cama con los muslos brillosos, que no podía dejar de verla. Y entonces se alegró al punto de olvidar, sólo por unos segundos, que era su hija la de la hierra.


sábado, 15 de noviembre de 2014

Carlo Antonio Castro (1926 - 2010)


Carlo Antonio Castro (Santa Ana, El Salvador, 18 julio 1926 – Xalapa, Ver., 11 de abril de 2010), etnólogo, antropólogo, poeta, lingüista, cronista, traductor, novelista. Tuvo acceso a los libros desde temprana edad. Hijo de padre demócrata y luchador social, estuvo en contacto con Augusto C. Sandino en su infancia. Cuando Llegó a Xalapa en febrero de 1958 a invitación directa del entonces rector y eminente antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán, Carlo Antonio ya era poseedor de una vasta experiencia en el mundo lingüístico y etnológico. Durante cincuenta años de ardua labor como maestro de la facultad de antropología de la universidad Veracruzana, escribió numeroso libros y artículos, formó varias generaciones de antropólogos, y recibió el doctorado Honoris Causa, Sin embargo, reconoce que en la poesía se “ha encontrado” y que la poesía se convirtió en su “morada intelectual”.  



Variaciones sobre el mayordomo

Misterio
Al concluir la novela policiaca supo el lector que el suicida era el mayordomo.

Espejo
En la última página, el autor se dio cuenta de que el mayordomo era él mismo.

Asesoría
Leída la novela policiaca sin que apareciera el criminal, el acaudalado lector pidió a su mayordomo que le aclarara el misterio

Cambio de piel
El aficionado llamó al mayordomo para que le diera la clave de la novela policiaca. Este no se presentó. ¡Había renunciado a la literatura!

Al pie de la letra
El mayordomo aprovechó el sueño del lector de la rara novela policiaca para desprender, cuidadosamente, el último capítulo del único ejemplar asequible. Su inocencia quedó asegurada por un lapso prudencial.


Puerto aéreo

Ella y yo nos deseábamos de tiempo atrás, sin habernos conocido nunca a causa de la distancia.
     Recibí su telegrama, confuso, casi ilegible: “Llegaré vuelo número, 0 número, 0 número…”
         Desde temprano estuve en la inaguantable sala de espera. Diversas rutas concluidas, a través del día, hasta ensombrecerse la noche:
         ¡Cuántos saludos ajenos y afectos indiferentes!
        Cansado, me retiré. Un taxi me llevó al hotel. Me tendí sobre el lecho, sin vestir aquel pijama juvenil, recién adquirido, que no quise ajar. Vino el sueño…
       Ella abrió la puerta, suavemente. Se desnudó en silencio. Aproximóse a mi cuerpo, estrechándolo anhelante entre sus brazos.
         Mas yo no estaba allí, sino en el aeropuerto.


Deidad

Yo soy el uno. Yo soy uno. Soy uno. Me multiplico por mí mismo y me produzco: ¡UNO! De nuevo me multiplico por uno y doy lugar al viejo uno. Lo hago de antiguo: 1 x 1 = 1. Llevo eternamente la cruz de mi igualdad, antes, hoy, mañana, mente eterna, compleja simplicidad… ¡Merde! ¡Un pendejo matemático dirá que todo esto es fantasía pura, puro cuento, impropiedad del uno!


Parodia siniestra

Nihil (Novum sub solem) obstat: Titus Mons Roseus.

Cuando Nicaragua despertó, Somoza todavía estaba allí.


Amibiasis

Cuando —ávido de información, temeroso— hubo leído de cabo a rabo la sesuda obra alemana, Las Amibas, de dos mil quinientas páginas, el paciente lector ya no tenía remedio: Aquellos impacientes protozoarios, espíritu de contradicción, ¡lo habían desleído!

Textos tomados de El Cuento, revista de imaginación:  http://minisdelcuento.wordpress.com/category/carlo-antonio-castro/

martes, 16 de julio de 2013

Jorge Arturo Abascal Andrade


Jorge Arturo Abascal Andrade. Orizaba, Veracruz, 1964. Escritor y editor. Es autor de los siguientes libros: De Fátima y otros cuentos (BUAP) (tres de esos minicuentos fueron antologados por Lauro Zavala en el libro Minificción Mexicana editado por la UNAM); Insólitos y ufanos, antología del cuento en Puebla,  (BUAP/Secretaría de Cultura de Puebla); De párvulas bocas, cuentos de lolitas (BUAP); está antologado en Alebrije de palabras: escritores mexicanos en breve (BUAP, 2013); Ediciones de Educación y Cultura le editó el libro Cuentos de Conjuros, de amanuenses y demonios y el libro Cuentos mágicos, elegido por la SEP para incluirlo en su colección “Libros del Rincón” para todos los preescolares del país. Publicó también la Antología Volver a los 17, cuentos de lolitos.   Es Maestro en Letras Iberoamericanas por la Universidad Iberoamericana de Puebla. Actualmente tiene el cargo de Director de Literatura en el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla.



Tres minificciones


I                                                                     

—Es que tengo un problema —me dijo Fátima, mientras arrojaba al fogón una pizca de jejo.
Preparábamos una extraña pócima medieval, habíamos encontrado la receta en una pequeña tienda de antigüedades. Estaba escrita en latín. Dos meses tardamos en traducirla y en conseguir todos los ingredientes.
—¿Te da miedo lo que hacemos? —le dije, agitando la pala por el contorno de la olla.
Trajo de un rincón una mandrágora y empezó a limpiarla... como acariciándola.
—No, no es eso, bueno sí un poco ¿te das cuenta que estamos haciendo un hechizo?.
La mandrágora tenía forma de hombre. Fátima, pensativa, parecía masturbarla hasta que, dándose cuenta de lo que hacía, la metió, nerviosa, al cazo. El brebaje  burbujeó tenebroso y colorido. Me quitó la pala de madera, la movió un momento y sin decir palabra sorbió el guiso.
Me miró con dolor. Su ceño se ensombreció. Quiso hablar y de su boca salió un colibrí y después otro y otro hasta que la habitación fue una nube de pájaros. Cuando por fin pudo Fátima exhalar un sonido sólo... cantó.


II

—Es que tengo un problema —me dijo Fátima, empezaba a llorar.
Estábamos sentados a la orilla de la playa, en esa parte húmeda de la arena que moja el mar cada vez que llega. A unos 50 metros, un pelícano dormitaba en la proa de una barca de pescadores, era como una estatua gris, de pronto se movía y la ilusión terminaba.
—No llores, ¿ya no estás contenta aquí? ¿Qué tienes? —le pregunté, triste por su tristeza.
—La vida es tan impredecible, siempre se nos escapa lo que queremos y no podemos sujetarlo o sujetarnos para no ir a donde no deseamos.
Fátima miró al cielo y le envió un suspiró. Continuó llorando. Se levantó y fue por una vara larga, delgada; volvió a sentarse junto a mí. Con la rama dibujó en la arena un árbol y después otro y otro y otro, hasta formar un bosque, rodeó al bosque de montañas, entonces el bosque quedó situado en medio de un valle. Era un mundo, de arena sí, pero tan fiel que parecía cierto, bullicioso. Borró con la palma de la mano unos árboles y trazó el contorno de una pequeña casa.
—Es cierto, pero ¿a qué te refieres? —le dije, mirando al pelícano que seguía en la barca. La marea subía.
—El problema es que te quiero pero me tengo que ir —me contestó.
Las últimas palabras de Fátima fueron un susurro, sonidos que huían desconsolados.
—Adiós —me dijo desde el valle... desde el bosque... desde la casa, que en ese momento naufragó en una ola.


III

—Es que tengo un problema —me dijo Fátima.
Estábamos en un asilo. Una enfermera de quizá blanquísimos cuarenta años y con bigotes nos guiaba entre higiénicos pasillos. Visitábamos por primera vez a mi olvidada tía Coll.
—¿Qué pasa? —le dije observando como una viejecita intentaba, sin suerte, subir un escalón. 
—Tengo miedo, no debí venir —me dijo y apretó mi mano.
—Estaremos sólo un momento, no te preocupes. ¿Te deprime todo esto?
La enfermera caminaba cada vez más rápido.
—¡Señorita! —grité  para que esperara.
Ella volteó y dio la vuelta en una esquina. Me pareció que había envejecido. Me detuve temeroso. Fátima soltó mi mano y retrocedió unos pasos. Vi venir a los lejos a mi tía Coll, sola. En ese momento percibí un hedor a viejo, a abandono. La tía empezó a caminar más rápido, con más energía. A cada paso que daba hacia nosotros rejuvenecía. Cuando llegó junto a mí me besó en la boca. María Coll, mi tía, era Fátima. Voltee a ver a quien antes me acompañaba intentar, sin suerte, subir un escalón.

sábado, 28 de abril de 2012

Nina Femat


A Nina Femat le gusta el mar, las calles vacías, la música a todo volumen, las películas de terror y los libros de Agatha Christie. Originaria de Orizaba, Veracruz, aunque después de una decepción amorosa huyó a la ciudad de Aguascalientes donde estudió diseño gráfico y algunos talleres literarios en el centro cultural “los Arquitos”. Sus cuentos han sido publicados en las revistas Zarabanda, Axolotl, Fuera del hoyo y en el periódico Sol del Centro.


Espejito, espejito

—Espejito, espejito… ¿Quién es la más hermosa del reino? —pregunta la Princesa.
          —¿Qué? ¿Qué? ¿Quién? No veo a nadie. ¿Dónde estás? ¿Es acaso una broma? —contesta el espejo.
          Y la Princesa Vampiro, furiosa, hace añicos el espejo...


Tiempo perdido

Desde que recuerdo, he hecho todo lo posible para no perder el tiempo. Terminé la universidad a los cinco años, me casé a los siete, tuve hijos a los ocho y me divorcié a los doce. Ahora, con veinte años a cuestas, espero pacientemente en mi ataúd a que el tiempo pase. Moriré de vieja a los noventa.


Halloween

Entre niños disfrazados de fantasmas, esqueletos y vampiros, camino por las calles ruidosas de mi ciudad. Yo voy como siempre, vestida de negro, pelo largo, tal vez la boca muy roja y las ojeras muy oscuras pero nada que llame demasiado la atención en estas fechas. Los niños me rodean y comienzan a cantar una canción de brujas. Se ríen y tratan de provocarme para que los persiga. Divertida, busco en mi bolso algo para obsequiarles; chicle o unas monedas. Pero lo que encuentro es un cristal extraño que hasta donde yo recuerdo no estaba ahí. Sacudo el cristal frente a mis ojos, los niños desaparecen como tragados por una aspiradora y la ciudad se transforma en un silencioso cementerio. Arriba, la luna llena sigue brillando.


Su destino está en los astros

Como todas las mañanas, te preparas un café fuerte y abres el periódico. Pasas directamente a los Horóscopos, a pesar de tu incredulidad, nunca dejas de leerlos. “SAGITARIO: El día de hoy, usted leerá su horóscopo”.


Barrio peligroso

Estás muy asustada y aceleras el paso mirando de reojo a ambos lados del callejón. Sombras, murmullos, respiraciones ahogadas y un chasquido misterioso. Detrás de las ventanas intuyes varios pares de ojos abiertos de par en par. Decides que este barrio es muy peligroso así que escondes tus cuatro cabezas, enrollas tu cola, abres tus diez pares de alas y te vas volando hacia calles mejor iluminadas.


Contacto: ninafemat@yahoo.com.mx


jueves, 7 de julio de 2011

José T. Espinosa-Jácome


José T. Espinosa-Jácome nació en Veracruz, México. Estudió la licenciatura en lengua y literatura hispánicas en la Universidad Iberoamericana. Hizo la maestría en Literatura Chicana en Denver University y obtuvo el doctorado en Letras Mexicanas en la Universidad de Nebraska, Lincoln. Ha sido periodista, escritor de libretos para la televisión, traductor de tiras cómicas, productor, conductor, actor, y animador del programa Los Signos en Rotación, para KZUM, y ha sido también compositor de música popular. Ha publicado Con el sereno ritmo de una gota de agua (poemas), y un estudio psicoanalítico La focalización Inconsciente en Pedro Páramo. El Bulletin Hispanique publicó en 1998 su artículo Palinuro: Escultura del artista adolescente capítulo de su libro sobre Fernando del Paso. Su libro, Las bicicletas de Boulder, publicado por editorial Eón en 2006, recibió el Chicano/Latino Literary Prize en el género de poesía, que otorga la Universidad de California, Irvine. En 2008 apareció su libro De entre los sueños: el espectro surrealista en Fernando del Paso. Ha enseñado en Athens Georgia, en Yale, y en la actualidad es Assistant Professor en Ball State University de Muncie, Indiana.



Ombligo

Era yo una letra i, con la luna en mi cielo.  


Abulia

Cuando todos en el pueblo se empezaron a suicidar, nos dimos cuenta de que la Parca no estaba haciendo su trabajo.


Y al armadillo aún le crecía el pelo después de muerto

Era un charango que cuando lo rasgaban le salía un ángel por entre las cuerdas.


El Devenir del Ometeotl

Existo porque nombras. Naciste al inventarnos. Desde entonces ―inseparables―,  tú volumen, yo luz; y los dos somos fuego, polvo… nada.


El cielo fue testigo

Honorable Sr. Juez, honorable Jurado: ruego a vuestra magnanimidad que seáis indulgentes con la acusada ―mejor conocida en el barrio como La Tacha―, ya que su culpa singular estriba en llamarse Eutanasia, y todo como resultado de un error de imprenta en el santoral que utilizara el cura el día de su bautizo, el cual debía de registrar ―entre los santos que se celebraban aquel día―, el de Santa Atanasia. Tal vez por esta razón, cada cual que oía su nombre, imploraba y aún exigía, que le dieran la muerte entre sus brazos.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Quique Ruiz


Quique Ruiz nació en el puerto de Veracruz el 24 de mayo de 1976; sin embargo, se crio desde el año de edad en Oaxaca de Juárez. Radica en el DF desde 1995. Estudió la carrera de Física y Matemáticas en el IPN. Comenzó una maestría en matemáticas en el Instituto de Matemáticas de la UNAM pero, tras cambiar varias veces de tema de tesis, se desesperó y abandonó ese proyecto.
Ha tallereado algunos de sus relatos con Mauricio Bares y Alberto Chimal. Publicó en septiembre de 2010 un libro de relatos: Neftis Amonet y otros relatos bajo el sello de El Under Ediciones, una editorial independiente.
En la actualidad sólo se dedica a vagar, y a escribir, por supuesto.



Pura gravedad

Sentado estaba en una banca, con el rostro gravedoso; tomó su cabeza llevándola hasta las rodillas: un dolor gravativo lo gravaba: el gravedo.
Con gravedumbre levantó el rostro al cielo: gravivolos pasaban los pájaros; gravigradas, las hormigas en el suelo.
Un sonido gravisonante desde su cabeza lo derribó. Graveante sobre el piso, dijo: “Grávida está mi cabeza”.


Hombres-esfera

Cada vez más rápido gira el hombre-esfera en tu interior. Se detiene: ahora puedes verlo completamente.
Dos hombres-esfera giran uno frente al otro. Ralentizan el giro. Se detienen por fin. Se miran directamente a los ojos. Parece que se desafían, pero sólo se miran, esperando. Sus cuerpos son lisos y pardos. Sus ojos comunican. Es indescifrable el mensaje: su quietud es estatuaria, son la obra asombrosa de un escultor.
Un número indefinidamente grande de hombres-esfera gira vertiginosamente sobre un campo liso e infinito. Con lentitud dramática se elevan simultáneamente. Frenan su ascenso y permanecen girando a la misma altura. Como aerolitos poderosos, todos salen radialmente despedidos hacia las alturas, hacia todo el universo.


Elurofobia

Yo, hecho ovillo en la esquina de un cuarto diminuto con paredes acolchadas, escucho el estridente ronroneo industrial de un minúsculo gato terrorífico que reposa en el centro como un gigante.


Sitio web: Octipes
Contacto: rhesusm@gmail.com

miércoles, 26 de enero de 2011

Rubén García García


Soy médico egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México. Aturdido por el paisaje, escribo los primeros garabatos en la adolescencia. Pero es después del año dos mil, cuando intento aprender la caligrafía de las consonantes. Así nacieron las brevedades que después de haber pasado por varios escalpelos, quedaron más  por consideración, que por calidad. Aclaro que si bien es cierto que las enfermedades crónicas me persiguen, mi prosa es joven ―una década en la vida de un escritor es un instante― y tiene dos atributos: bisoña y lerda. Si dicen que es ingeniosa,  mesurada y rítmica, me desligo. Nací en Álamo, Veracruz, en 1946, pero he vivido siempre en la ciudad de Poza Rica.



El gen

Sintió la presencia de otro ser similar y aprovechando una contracción puso el cordón alrededor de su cuello. Después de la cesárea, sólo uno de los gemelos lloró.


La oveja negra

Una noche, entre los susurros del acondicionador de aire, le llegó la pretensión. Desde entonces no olvidó el sueño y ahora, justo para cumplir los cuarenta años, él abría las ventanas de su vida. Era bella, de trato claro y amada por todos; su esposo, un varón que se movía en el ambiente social con sensibilidad y cordura. Habían procreado dos hijos que semejaban esplendidez. En su linaje no cabían protuberancias y oquedades. Ella anhelaba lo que en otras cunas sobraba. Deseaba una oveja negra.
Aunque tenía confianza con su esposo, guardó el secreto como parte de su nicho. Poco a poco el deseo adquirió una cuenta de susurros que aparecían como palomas sobre el cielo de su mente. Se vestía menos formal y dejó de asistir a la ópera, para volver la cara hacia expresiones más populares. No era raro verla en funciones donde se daban conciertos de jazz o bien ritmos afro caribeños. Su esposo, fiel acompañante, se extrañaba de los cambios, pero los atribuyó a los vaivenes que las mujeres tienen. Otras veces acudía a lugares donde un saxofón herido dejaba caer las notas en la penumbra.
Ella seguía siendo la mujer transparente y dadivosa con sus semejantes y con su esposo, la mujer apasionada; pero el silencio lo sustituyó por solos de trompeta, y la media luz por la oscuridad. El cónyuge se daba cuenta de su transformación, mas ella lo realizaba con la naturalidad de haberlo hecho miles de veces. Así la amaba, el disfrute de ella, era también el de él y optó por guardar silencio. Su tez láctea contrastaba con los tonos ciegos y los vestidos amplios le daban un aire a la cadera que bamboleaba como lo hacen las cañas de azúcar cuando las mueve el viento. Se aficionó a las comidas sencillas y degustó el sabor del arroz y del banano.
Una madrugada, llegó una ambulancia hasta su residencia. En el servicio de urgencia no dudaron en intervenirla. Su marido sorprendido, veía al lado de ella un vástago; ella, hinchada del corazón, acariciaba maternal a su oveja negra.


Lágrimas negras

La mañana es húmeda y fría. Hace quince noches que la lluvia pertinaz se escurre por las callejuelas del pueblo ahogando los campos sembrados de papa. En la aridez, los viejos soplan sus manos para calentar el pulpejo de los dedos. Las nubes, percudidas de sombra presagian que el mal tiempo seguirá.
Los pobladores oran, y el murmullo busca un trozo de cielo dónde asirse; mas las gotas lo devuelven a la tierra.
Cuatro espectros montados en escuálidos caballos bajan de la serranía y las madres, desesperadas, abrazan el cuerpo de los niños. ¡Lloran sin lágrimas para no mojar más la tierra!


El desierto y la montaña

Después del gran estallido siguió el de las ametralladoras con sus accesos de muerte. Luego hubo un silencio hiriente, frío, que ocupó el espacio de las almas; vino el sollozo y las lágrimas rodaban calientes por el pómulo saliente y polvoso. Gritos de muerte cabalgaban en aquellas tierras de oración y fe. Y entre el desierto y la montaña, incrédulos, se miraban Mahoma y Moisés.


Huevos de pulga

Les dijo que se iría del circo porque su vocación eran las matemáticas.
La recordarían años después como la pulga negra de la familia.


Sitio web: Blog de sendero

domingo, 23 de enero de 2011

Elizabeth Pérez Ramírez (a) gremlin



A los gremlins les encanta el desorden, la irreverencia y la improvisación, así que un buen día de fines de 2008, sin más, este que nos ocupa decidió que sería divertido escribir. Así, de la nada. Errático como todos los gremlins, navegando encontró que existe un género al que se ha dado por llamar “minificción” y, dentro del mismo, los textos llamados “hiperbreves”. Estos le fueron como anillo al dedo, dada su naturaleza impaciente y amante de lo rápido pero inteligente y, cuando es posible, también bello.


Pierna envinada

¿Qué les diría a sus hermanos? ¿Que aparte de que Santa Claus no existe para cumplir deseos, no de traer nada, sino de llevarse a su padrastro, tampoco habría cena de Navidad? Trabajan todo el día, como lavacoches, como vendechicles y como payasitos, ¿y ni siquiera cenarían, ya no pavo o esas cosas de ricos, sino lo que fuera?
Llegó el padrastro, con una botella mediada en la mano (pagada por ella y sus hermanos, claro), y por su caminar, no era la primera. Le pasó la mano por el busto incipiente y la jaló, para hacer con ella lo que siempre había hecho desde que tenía seis años, desde que su madre huyó. Pero esa noche, estaba harta. Una rebeldía imprudente y decidida se apoderó de ella. Estaban en la cocina, y su mano se cerró sobre un objeto duro antes de que el ebrio se diera cuenta…
Esa noche cenaron pierna envinada, y Santa Claus, sin advertirlo, se llevó al padrastro en el camión de la basura.


Juegos divinos

Corre a resguardar de la llovizna la ropa casi seca. Ve que cesa la lluvia y vuelve a tenderla. De nuevo empieza a caer el agua; a recoger. Desiste a la tercera vez y deja que se empape.
Por un agujero entre las nubes, los dioses llevan la puntuación: a ver quién atina más gotas a la camisa roja.


Vacaciones

Por fin, la última función antes de alejarse unos días del circo. Está emocionado: irá a conocer el Kilauea y los otros volcanes de Hawaii. Quitándose  el disfraz de tragafuegos, el cansado dragón bosteza mientras estira las alas.


Extravíos

Decía mi abue que no debe uno dormirse con sed, pero lo olvidé. El motivo es que si el alma se levanta a tomar agua, se la puede comer un gato.
Me acordé al verlo pasar y me escondí en el primer agujero que se me apareció; el problema es que ahora no hallo mi cuerpo.


Control de Calidad

—¡Ah que m’ijo tan idiota! ¿Cuántas veces le he dicho que no todo lo que brilla es oro? ¡Apréndaselo! ¡Cuando asalte a alguno, fíjese bien! ¿Pa’qué queremos tanta mercancía pirata?


Página web: El sitio del gremlin