Jorge Arturo Abascal
Andrade. Orizaba, Veracruz, 1964. Escritor y editor. Es autor de los siguientes
libros: De Fátima y otros cuentos (BUAP) (tres de esos minicuentos
fueron antologados por Lauro Zavala en el libro Minificción Mexicana
editado por la UNAM); Insólitos y ufanos, antología del cuento en Puebla, (BUAP/Secretaría de Cultura de Puebla); De párvulas bocas, cuentos de lolitas (BUAP); está antologado en Alebrije de palabras: escritores mexicanos en breve (BUAP, 2013); Ediciones de Educación y Cultura le editó el libro Cuentos de Conjuros, de
amanuenses y demonios y el
libro Cuentos mágicos, elegido por la
SEP para incluirlo en su colección “Libros del Rincón” para todos los
preescolares del país. Publicó también la Antología Volver a los 17, cuentos de lolitos. Es Maestro en Letras Iberoamericanas por la
Universidad Iberoamericana de Puebla. Actualmente tiene el cargo de Director de
Literatura en el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla.
Tres
minificciones
I
—Es que tengo un problema —me dijo Fátima,
mientras arrojaba al fogón una pizca de jejo.
Preparábamos una
extraña pócima medieval, habíamos encontrado la receta en una pequeña tienda de
antigüedades. Estaba escrita en latín. Dos meses tardamos en traducirla y en
conseguir todos los ingredientes.
—¿Te da miedo lo que
hacemos? —le dije, agitando la pala por el contorno de la olla.
Trajo de un rincón
una mandrágora y empezó a limpiarla... como acariciándola.
—No, no es eso, bueno
sí un poco ¿te das cuenta que estamos haciendo un hechizo?.
La mandrágora tenía
forma de hombre. Fátima, pensativa, parecía masturbarla hasta que, dándose
cuenta de lo que hacía, la metió, nerviosa, al cazo. El brebaje burbujeó tenebroso y colorido. Me quitó la
pala de madera, la movió un momento y sin decir palabra sorbió el guiso.
Me miró con dolor. Su
ceño se ensombreció. Quiso hablar y de su boca salió un colibrí y después otro
y otro hasta que la habitación fue una nube de pájaros. Cuando por fin pudo
Fátima exhalar un sonido sólo... cantó.
II
—Es que tengo un problema —me dijo Fátima,
empezaba a llorar.
Estábamos sentados a
la orilla de la playa, en esa parte húmeda de la arena que moja el mar cada vez
que llega. A unos 50 metros, un pelícano dormitaba en la proa de una barca de
pescadores, era como una estatua gris, de pronto se movía y la ilusión
terminaba.
—No llores, ¿ya no estás
contenta aquí? ¿Qué tienes? —le pregunté, triste por su tristeza.
—La vida es tan
impredecible, siempre se nos escapa lo que queremos y no podemos sujetarlo o
sujetarnos para no ir a donde no deseamos.
Fátima miró al cielo
y le envió un suspiró. Continuó llorando. Se levantó y fue por una vara larga,
delgada; volvió a sentarse junto a mí. Con la rama dibujó en la arena un árbol
y después otro y otro y otro, hasta formar un bosque, rodeó al bosque de
montañas, entonces el bosque quedó situado en medio de un valle. Era un mundo,
de arena sí, pero tan fiel que parecía cierto, bullicioso. Borró con la palma
de la mano unos árboles y trazó el contorno de una pequeña casa.
—Es cierto, pero ¿a
qué te refieres? —le dije, mirando al pelícano que seguía en la barca. La marea
subía.
—El problema es que te
quiero pero me tengo que ir —me contestó.
Las últimas palabras
de Fátima fueron un susurro, sonidos que huían desconsolados.
—Adiós —me dijo desde
el valle... desde el bosque... desde la casa, que en ese momento naufragó en
una ola.
III
—Es que tengo un problema —me dijo Fátima.
Estábamos en un
asilo. Una enfermera de quizá blanquísimos cuarenta años y con bigotes nos
guiaba entre higiénicos pasillos. Visitábamos por primera vez a mi olvidada tía
Coll.
—¿Qué pasa? —le dije
observando como una viejecita intentaba, sin suerte, subir un escalón.
—Tengo miedo, no debí
venir —me dijo y apretó mi mano.
—Estaremos sólo un
momento, no te preocupes. ¿Te deprime todo esto?
La enfermera caminaba
cada vez más rápido.
—¡Señorita! —grité para que esperara.
Ella volteó y dio la
vuelta en una esquina. Me pareció que había envejecido. Me detuve temeroso.
Fátima soltó mi mano y retrocedió unos pasos. Vi venir a los lejos a mi tía
Coll, sola. En ese momento percibí un hedor a viejo, a abandono. La tía empezó
a caminar más rápido, con más energía. A cada paso que daba hacia nosotros
rejuvenecía. Cuando llegó junto a mí me besó en la boca. María Coll, mi tía,
era Fátima. Voltee a ver a quien antes me acompañaba intentar, sin suerte,
subir un escalón.