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10 abril 2016

Diez años de Twitter: entre el pasquín y el dazibao

Serios y compungidos se aproximan al Muro de las Lamentaciones. Lo llevan haciendo durante siglos. Dejan un papelito con sus plegarias entre las grietas ya milenarias. Confían en un dios omnipresente que, desde el otro lado del muro, lee con sigilo sus mensajes y atiende sus demandas. Al marcharse, anhelan que ese deseo escrito quede grabado en su divinidad ad aeternam, como un grafiti indeleble; pocos quieren pensar en el terrible momento en que sus notas serán recogidas y enterradas en el monte de los Olivos, en una ceremonia más profiláctica que devota, necesaria para dar cabida a nuevas plegarias. 

No pensemos que ese atávico impulso de exteriorizar los deseos y peticiones es exclusivo de los visitantes de Jerusalén. Hace siglos, el pasquín nació como hojita satírica pegada a una estatua de Roma, no sabemos bien si de la mano de un zapatero tan ingenioso como mordaz, o de la de los alumnos burlones de un maestro de gramática. Los pasquines recorrieron la historia desde entonces, sublevando a las minorías oprimidas por la política y la religión. Allá donde había una injusticia, se podía encontrar un pasquín pegado precariamente en la pared. Pasquines pergeñados en sótanos oscuros por impresores arriesgados; pasquines encolados en noches apresuradas; pasquines con sabor a rebelión.

Mientras esto ocurría en nuestro cercano Occidente, en la lejana China también los ciudadanos andaban ávidos de información, sobre todo bajo la censura imperial, así que decidieron usar el dazibao, una especie de mural pegado en la pared, en el que se podían hallar noticias, reflexiones morales, críticas ideológicas… A su modo oriental, las inmensas minorías chinas tejían también a la sombra de las murallas sus gritos de tinta. 

Es evidente que todas las tradiciones evidencian fallos estructurales, pues fueron diseñadas para sociedades menos numerosas, menos impúdicas o menos ruidosas. Si tuviésemos que inventar hoy las nuevas fiestas y religiones, las diseñaríamos a prueba de multitudes: los sanfermines, por ejemplo, se correrían por el Paseo de la Castellana y la tomatina en los Monegros; el Muro de las Lamentaciones, por supuesto, sería un mural virtual con sticky notes… y los pasquines y dazibaos se habrían formado al amparo de una red social: las minorías discrepantes buscarían sin duda cobijo y difusión en Twitter, esa red que cumple ahora diez años. 

Basta darse un somero paseo por Twitter para ver que el espíritu que hizo surgir pasquines y dazibaos sigue vivo en forma de tuiteos. Sus usuarios vierten en ella todo aquello que en su día se pegaba en las paredes, en los tablones de anuncios, en los corchos de la oficina: la crítica, la burla, la protesta, el sarcasmo, la indignación, el grito desesperado… Twitter se ha convertido en un espacio alternativo en el que esas minorías encuentran la noticia que nunca verán en la televisión, el aviso que jamás les dará su banco, la opinión que ocultan los diarios. Es cierto que en Twitter encontrarán también publicidad encubierta, propaganda institucional, romanticismo caduco, ñoñería existencial, pero, del mismo modo que los lectores de pasquines habían de andar ojo avizor para estar al día, los tuiteros avezados deben filtrar la información para quedarse con lo más sustancial: la ya extinta “ballena de Twitter” podría haber sido el símbolo de ese filtrado del plancton comunicativo. Alguno dirá que no todos los usuarios de Twitter buscan esa información alternativa y, en efecto, supondría una reducción inapropiada juzgar al todo por la parte. Sin embargo, cuando analizamos la literatura, por ejemplo, dejamos de lado ciertos subgéneros que no consideramos canónicos -la novela rosa, el folletín, la novela del oeste…-, sin que ello implique expulsarlos del panteón literario. Considero que, en Twitter, el principal género es el que representa el discurso alternativo, esto es, la opinión divergente, la crítica, el chiste, la protesta, la apología, la réplica, la elegía… en fin, pasquín y dazibao. Discurso alternativo es mantenerse al día en un mundo anclado en la rutina, es agitar conciencias en un ambiente pasivo, es refrescar la memoria ante el olvido general, es rescatar informaciones útiles frente a unos medios anestesiados por noticias repetidas hasta la saciedad, es proponer visiones distintas ante problemas mal resueltos, es buscar la innovación cuando la tradición es ineficaz, es hallar amigos en una tierra de zombis, es dialogar en un mundo de sordera social. Todo eso es discurso alternativo, todo eso es, para mí, Twitter. 

Una vez definidos los contenidos de Twitter, entramos ahora a plantear las modalidades, las diferentes manifestaciones de ese discurso alternativo, y para ello recurriré a ciertos tópicos que me servirán de alegoría ilustrativa. Mientras Occidente basa sus revoluciones en el arrebato y cierto efectismo impulsivo, Oriente se mueve con la levedad del aleteo de una mariposa, con el pausado ritmo de las secuencias del tai chi. Mientras el dazibao fluye bajo los preceptos del feng shui formando un río revolucionario, el pasquín agita nervioso el pendón de la rebelión. De igual manera, tenemos tuiteros que se exaltan con soflamas incendiarias por la mañana mientras por la tarde recomiendan viajes a islas paradisíacas; y tenemos tuiteros que van tejiendo sin ruido una implacable red de acción social a través de un lento pero persistente acopio de tuiteos libertarios. Si el pasquín tiende al trending topic, el dazibao lo hace a la marea. No es difícil imaginar ciertos tuiteos como las “95 tesis” de Lutero pinchadas en Wittenberg o como el “Yo acuso” de Zola en el diario La aurora. Son voces que soliviantan, proclamas que enganchan a miles de tuiteros, abanderados a veces por figuras de relieve dentro de las redes sociales. Es la búsqueda del efecto guerrilla, del factor sorpresa, de las palabras como dardos o como bombas incendiarias. Pero, no todo es acción directa; hace muy poco se hizo popular el fenómeno de las mareas ciudadanas, en las que la punta de lanza se sustituye por una ola con fuerza imprevisible. Cuesta un poco más vislumbrar la soterrada labor tuitera de muchos movimientos sociales que crecen en la red gracias al goteo continuo de pequeñas argumentaciones retuiteadas a hurtadillas y que constituyen esas mareas, a menudo más eficaces en la calle que en las redes. Diferentes modos, diferentes visiones. Incluso podríamos decir que esta división oriente-occidente puede darse en un mismo individuo: hay días en los que uno se puede sentir Pancho Villa, mientras otros se despierta con el cuerpo a lo Gandhi.

En cualquier caso, tanto la guerrilla tuitera occidental como el imparable ejército oriental han elegido esta red social como vehículo del discurso alternativo que se postulaba arriba como hecho diferencial de Twitter. Cientos de docentes -al igual que miles de administrativos, mecánicos, autónomos, ingenieros o marinos mercantes- cocinan sus protestas y burlas en la soledad de sus aulas, oficinas, talleres y hogares, que sustituyen a los sótanos de la revolución; han reemplazado al impresor cómplice por un dispositivo informático y una red de contactos afines. Los tuiteros lanzan sus pasquines y dazibaos aprovechando las esquinas más transitadas de la red, con la certeza de que serán leídos por sus cofrades de la minoría silenciada, pero también con la esperanza de captar nuevos acólitos. Los tuiteros saben también que el poder les tolera esa rebeldía porque sus hojas volantes se despegan enseguida arrastradas por el viento. Los tuiteros son conscientes de que una lápida es menos visible que un grafiti, y por eso son más dados a escribir que a actuar, a no ser que los envuelva la marea. En este contexto, vivir en Twitter es columpiarse entre el pasquín y el dazibao, siempre indignados o, al menos, periféricos. Como consuelo nos queda el término medio de ese balanceo, un respiro en el que podemos colgar plegarias en ese muro digital de las lamentaciones, con la tranquilidad de que no las enterrará ninguna brigada de limpieza y que permanecerán visibles hasta la eternidad, si es que dicho concepto existe en el mundo virtual.

07 noviembre 2015

Del libro blanco a la realidad gris


Durante toda la semana han despertado mucha polémica entre mis colegas las declaraciones del filósofo José Antonio Marina alrededor de ese Libro Blanco de la Profesión Docente que le ha sido encargado por el Ministerio de Educación. El propio Marina ha tenido que desmentir o matizar algunas de las afirmaciones que se habían sacado de contexto, especialmente las que se refieren a la evaluación del profesorado en función de su rendimiento. En este país cainita, donde pasamos tan rápidamente del blanco al negro sin atender a las escalas de grises, plantear que se evalúe a un profesorado al que la administración lleva ignorando o machacando desde hace demasiado tiempo necesariamente había de provocar ira o indignación en el gremio. Personalmente, creo que es justo que se evalúe al profesorado, pero también creo que, si no nos marcamos unos plazos adecuados para limpiar la casa, ese libro blanco se va a ensuciar muy pronto con la realidad gris que impera en nuestras aulas. Porque aunque el mundo ha cambiado mucho desde las primeras reformas educativas, la Escuela sigue siendo aquella vieja institución polvorienta que no acabó de salir airosa del franquismo. Así que, antes de acometer reformas a toda prisa sin orden ni concierto, habría que trazar un pequeño viaje por sus entrañas para ver qué pilares hay que apuntalar. Al estilo de los arbitristas de nuestro Siglo de Oro, me atrevo a lanzar algunas ocurrencias al respecto, sin ánimo de resultar exhaustivo ni acertado, de modo que han de disculparme los que se sientan ofendidos por mis posibles despropósitos.

Selectividad y acceso a la Universidad
No vamos a compararnos con Finlandia, pero desde luego mal favor hacemos a la carrera docente si desde el Bachillerato ya orientamos a los "malos alumnos" hacia carreras de Letras como el Magisterio, las Filologías, la Historia, etc., con la idea de que los buenos deben huir de la docencia. Creo que algo está fallando cuando, por ejemplo, hay magníficos alumnos que al acabar la ESO optan por una FP buscando una salida profesional y copan casi todas las vacantes, dejando a alumnos mucho más flojos académicamente con el Bachiller como única salida. Estos alumnos, que quizá serían estupendos operarios o profesionales técnicos, acaban el bachiller a trancas y barrancas y se plantan en una carrera de esas de Letras, Magisterio tal vez, con la vaga idea de que "tampoco está mal ser maestro: buenas vacaciones, buen sueldo..." Y claro, a las chicas les encantan los niños...
Esto hace que no haya una valoración de estas carreras como una profesión que requiere esfuerzo, dedicación y grandes dosis de amor por tu trabajo. No sé si la solución es que se endurezca el acceso, pero me parece terrible que el Grado de Maestro sea últimamente un cajón de sastre donde van a parar multitud de estudiantes que no tienen otra opción que escoger. Habría que incidir en la tutoría dentro del Bachillerato, para desterrar mitos acerca de lo fácil y lo difícil, de la excelencia profesional de las Ciencias frente a la bohemia de las Letras.

Formación inicial del profesorado
Las carreras de Magisterio tienen una orientación clara hacia la docencia, aunque últimamente se están perdiendo las especialidades y quizá convendría revisar el asunto, pues es fácil encontrar a estudiantes de Magisterio que tienen claro que solo les interesa ser, por ejemplo, maestros de Música o de Educación Física. Curiosamente, en estas carreras hay pocos docentes que hayan sido maestros en aulas reales y menos aún que tengan un conocimiento reciente de cuáles son las características actuales de ellas.
Peor aún están las licenciaturas que dirigen a la Secundaria y Bachillerato, ya que la desconexión con la didáctica es mayor: casi ningún docente universitario ha ejercido en institutos y la mayor parte de las carreras tiene una orientación teórica, sin especial interés por sus salidas profesionales docentes.
Posibles soluciones: el Grado de Maestro/a tendría que garantizar una proporción mucho más alta de docentes universitarios con experiencia directa en el aula, quizá por medio de la figura del profesor asociado o de créditos específicos más allá de las prácticas en centros: jornadas acreditadas, cursillos, etc. En los Grados que conducen a la Secundaria y Bachiller, se necesitarían ramas específicas para la docencia, también impartidas en mayor o menor medida por docentes en activo de ese nivel educativo.

Máster de Infantil, Primaria o Secundaria
Quizá el Máster de Secundaria debería extenderse también a la Primaria y a la Infantil, reconducido en una especie de MIR educativo, en la línea de lo expuesto por Marina, o por otros colegas como Boris Mir. Sería la oportunidad de ver si los conocimientos académicos garantizan un desempeño profesional óptimo. Ese Máster-MIR debería ser riguroso, no un mero trámite en el que invertir un dinero con el convencimiento de que todos lo aprueban. Para ello, los docentes universitarios y los tutores en los centros deberían tener un reconocimiento adecuado a su labor, no como ocurre actualmente con el ridículo Prácticum, sin reducción horaria, sin reconocimiento académico, sin apenas valor, más allá de la satisfacción personal de enseñar a los nuevos docentes.

Acceso a la carrera docente y oposiciones
Para la docencia sería preciso haber superado no solo la carrera, sino también el MIR docente. Tal vez sería preciso algo similar al carnet de colegiado de algunos oficios, un documento que garantice que se han superado los estándares académicos y profesionales que requiere la docencia. Esta certificación sería exigida tanto en los centros públicos como en los concertados (si, según parece, van a seguir formando parte del presupuesto público). 
Para las oposiciones, se habrían de revisar los criterios de selección de los tribunales y de la valoración de méritos, así como los temarios y los propios criterios de evaluación de las pruebas de oposición, ya que todo el entramado teórico-práctico de las oposiciones está anclado en el modelo de escuela de los años 70, privilegiando las capacidades memorísticas sobre la capacidad docente, y obviando la innovación pedagógica en las propuestas de programación didáctica.
Una vez superada la oposición, no sería necesario el año de prácticas para aquellos que ya han superado el MIR educativo.

Organización de los centros
Antes de evaluar a los docentes, habría que evaluar bien la situación de los centros, tanto en su contexto socioeconómico como en su funcionamiento organizativo. Es un hecho que existen guetos educativos, centros en los que se acumula alumnado en situación marginal, procedente de entornos desfavorecidos, que requieren una intervención especial y soluciones alternativas. También es de todos conocido que hay centros mal organizados, con equipos directivos sin liderazgo, con plantillas inestables, con carencias de recursos o equipamiento insalvables. Es difícil hallar soluciones para ello, porque en muchos casos son situaciones consentidas desde niveles superiores de la administración, con una visión resignada de la educación en la que es necesario perpetuar la existencia de "centros malos" para que los "centros buenos" salgan adelante. Una auditoría externa podría ser parte de la solución, pero al equilibrio solo se llegaría, bajo mi punto de vista, suprimiendo los centros concertados y garantizando la transparencia en el reparto del alumnado y de los recursos.
Por supuesto, en el nivel interno, sería preciso promover la autonomía de centro, facilitando los equipos de trabajo interdisciplinares y la innovación pedagógica, como eje para la formación de proyectos educativos estables, con profesionales implicados a largo plazo en el desarrollo eficaz de los mismos.

Formación permanente
La actualización didáctica y académica del profesorado debería ser una exigencia más allá del interés personal o económico actual. En esa línea, las áreas de formación permanente deberían ejercer una tutela efectiva de las necesidades de los centros y de sus profesionales. Esa formación sería obligatoria y habría de ocupar parte de la jornada laboral docente. Además, la formación recibida tendría que hacerse efectiva a lo largo del tiempo, bien mediante la supervisión de los asesores de formación o bien mediante las memorias de resultados dentro del propio centro.
Los encargados de la formación permanente habrían de ser, esencialmente, docentes en activo que acrediten la capacitación para impartir esa formación, aunque es posible contar con profesionales de otros ámbitos si los contenidos así lo requieren. Para facilitar esa formación a los tutores, se facilitarían licencias de formación o reducciones de jornada específicas, lo que generaría una especie de "bolsa de horas" para que esos docentes en activo puedan tutelar cursos tanto en la formación permanente del profesorado como en otros ámbitos: máster, grados, etc. El acceso a estas licencias y el desempeño de las asesorías de formación debería seguir los criterios de mérito y transparencia adecuados.

Inspección educativa
Desde luego, no sé cómo funcionará la inspección en otros lugares, pero si en mi contexto tuviese que encargar a alguien la mejora de la educación, la inspección estaría en el último lugar de la lista de convocados. Una inspección altamente burocratizada, poco cercana, ausente cuando se la necesita, con una presencia percibida como sancionadora y no como colaboradora, sin formación didáctica más allá de cuestiones de legislación... Siento tener que describirla así, porque me consta que no todos los que están en ese cuerpo son iguales, pero en mi recorrido como formador del profesorado por muchos centros de distintos niveles, la imagen que acabo de esbozar aparece repetida demasiadas veces en boca de docentes lo suficientemente distintos como para ser considerados parciales.
Si la inspección educativa tuviera que ser "educativa" de verdad, necesitaría, en primer lugar, formación y actualización en metodologías del siglo XXI para al menos mostrarse sensible ante los retos de los docentes de hoy. También debería pasar unos cursos de inmersión en aulas reales, de contextos y niveles diversos, con profes de todos los colores, para no ser víctimas del amiguismo que aqueja a esos docentes que siempre quieren quedar bien ante el superior. Por último, el acceso a la inspección debería ser tan transparente como el acceso a la carrera docente o la formación de equipos directivos, para no convertir este cuerpo en el "premio" a servicios prestados, y no especialmente en el ámbito educativo.

Profesorado
Además de todo lo ya mencionado acerca de su formación inicial o de la formación permanente, el cuerpo docente necesita un escalafón en el que confiar, una estructura que garantice que los niveles superiores tienen mayor formación, mayor reconocimiento y también mayor responsabilidad. La carrera docente es una exigencia cada vez más necesaria, si de verdad queremos promover la mejora educativa. Pero es muy importante que, dadas las características del oficio, el ascenso en el escalafón no debería ser una huida de la realidad del aula, sino un mero cambio de perspectiva. El nuevo profesorado, con unos estándares claros de actuación docente, sabría qué es lo que se exige de él y debería actuar en consecuencia. A partir de esos estándares (que tendrían en cuenta el contexto educativo del centro) podría y debería ser evaluado por alguien cualificado. Ahí está de nuevo el problema: solo alguien especialmente formado y conocedor del contexto puede medir el rendimiento de un docente en el aula. No sirve de nada confiarlo a un auditor externo o a alguien que vio un aula por última vez cuando no existía internet.

Familias
Hemos vivido todo este tiempo de democracia pensando que, si cambiábamos la Escuela, la sociedad iba a cambiar al mismo ritmo. La escolarización obligatoria hasta los 16, decían, garantizará una igualdad de oportunidades para todos los chavales. Pero olvidaban esos teóricos que los chavales tienen familias y contextos sociales muy complejos que pueden echar abajo en un minuto lo que la escuela necesita años para construir. Sin una cohesión social y familiar acorde, la Escuela está muy limitada y los progresos son lentos y frágiles. Los recursos educativos deberían también incidir en las familias, en los barrios, en actuaciones concretas que faciliten que los estudiantes vengan a las aulas a aprender por propia voluntad, no obligados por la administración. En este sentido, alargar la escolarización hasta los 18 es otra muestra del sinsentido político, otra aplicación errónea del consabido "café para todos" que tanto mal ha hecho a nuestro sistema educativo.

Administración
En último lugar, las administraciones educativas necesitan un cambio profundo. Las consejerías y los ministerios deberían tener equipos técnicos-docentes que se ocupasen de las cuestiones referidas a su ámbito, sin injerencias políticas, sin medidas antieducativas, sin experimentos electoralistas o comerciales. En un plano superior, el político, está claro que se necesita un pacto de estado que establezca las líneas prioritarias para reducir el fracaso y el abandono escolar, las actuales bestias negras del sistema. Desde luego, quienes no viven a diario estos males difícilmente son sensibles ante el drama que supone a medio o largo plazo que cada año abandone nuestras aulas sin titulación alguna uno de cada cuatro alumnos. Quizá también habría que plantear cursos de inmersión en el aula para políticos.

***
Así que este es el panorama, estos son los cimientos de nuestra Escuela, una escuela con demasiada aluminosis y demasiado polvo, una escuela todavía muy gris para libros tan blancos como el que sueña José Antonio Marina.


Crédito de la imagen: 'Gessi'

12 octubre 2012

A los cuatro vientos


Los centros educativos de secundaria de esta comunidad han recibido esta semana los resultados de las pruebas diagnósticas realizadas hace unos meses a los alumnos de 2º de ESO. Personalmente, los datos numéricos carecen para mí de cualquier valor -no creo que necesite decir por qué-, pero resulta revelador que seguimos fallando, dentro del área de comunicación, en la expresión escrita, la destreza que mayor atención metodológica requiere por parte del profesorado. Con los resultados viene, de regalo, la exigencia de elaborar un Plan de Mejora. Comenté en su día la trampa que supone esto de los planes de mejora; de hecho, a finales del curso pasado presentamos uno muy completo al que no han hecho el menor caso, para variar. Reducir recursos materiales y humanos con una mano y reclamar mejoras con la otra es habitual ya en nuestra administración educativa, por lo que no deberíamos hacer demasiado caso a estos tirones de orejas de cara a la galería. Pero lo que resulta preocupante es que el discurso culpabilizador de los gestores educativos haya calado entre el profesorado sin atisbos de crítica. Ante la renuncia a realizar proyectos o a asumir nuevas responsabilidades profesionales, se dice muy a menudo que los docentes queremos trabajar lo mínimo. Es otra de esas falacias que, a fuerza de repetirse, acabará considerándose cierta. Los docentes, muchos docentes, estamos ya trabajando lo máximo, y si ha descendido la calidad de nuestro trabajo es precisamente por eso, porque trabajamos más, no porque trabajemos menos. Pongan ustedes a Ferrán Adrià, por ejemplo, a preparar de lunes a viernes croquetas en la cantina de una fábrica y díganle luego que no saben igual que cuando las deconstruía en el Bulli. Claro que hay profes que han aprovechado estos tiempos de desánimo para bajar el ritmo, pero me atrevería a decir que son los mismos que leían el periódico en clase o quienes se perpetuaban por los siglos de los siglos con las mismas fotocopias (por cierto, no sé cómo habrán logrado algunos hacer menos de lo que hacían...). El resto de profesionales que conozco trabajan ahora más que nunca, con una diversidad inasumible en grupos más numerosos que nunca y con unas condiciones que apenas garantizan llegar al viernes con vida. Como para exigir croquetas deconstruidas...
A pesar de ello, el discurso oficialista sigue transmitiendo que trabajamos poco y mal. ¿Qué podemos hacer para salir de esta batalla entre lo que piensa la sociedad y lo que realmente se vive en nuestras aulas? Para mí, la clave reside en lo dicho arriba: convencer a los ciudadanos de este país de que el descenso de la calidad educativa se debe a que trabajamos más y en peores condiciones. Y esto solo se puede conseguir con técnicas de agitprop, es decir, haciendo visible nuestro trabajo, difundiendo experiencias, contando siempre que podamos lo que hacemos en el aula. Ese fue el espíritu que impulsó el nacimiento de la blogosfera educativa y las redes sociales de docentes. Sin embargo, basta con acudir a un congreso, a unas jornadas, a unos cursillos, para encontrarte con decenas de colegas que te cuentan experiencias que llevan a sus aulas pero que no se atreven a contar en público por miedo a resultar banales o de poco interés. Hay que romper con esos temores y con esos silencios, hay que conseguir que las familias conozcan de primera mano que sus hijos e hijas aprenden y trabajan en clase, que el colegio y el instituto no son guarderías ni almacenes de niños. Si conseguimos esa propaganda positiva, quienes se atrevan a demonizarnos como colectivo tendrán que desmentir también nuestros logros públicos. Esos logros nunca van a conseguirse redactando Planes de Mejora irreales que nadie leerá, sino trabajando más y mejor, en el aula, con el alumnado, con las familas, con los compañeros... sin olvidarse luego de contarlo a los cuatro vientos.

Crédito de la imagen: 'Megaphon