Si puedo elegir, para desplazarme escojo siempre el tren. Me gusta el ferrocarril. Esos caminos de hierro que se bifurcan una y otra vez hacia ninguna parte. Ese paisaje que se escapa como si se tratara de un antiguo cinemascope. Las estaciones, los tinglados, esos vagones de mercancías desvencijados, presos del olvido. Todo eso me gusta, pero lo mejor del tren es la gente, es el contacto, el tempo que permite la conversación, el cotilleo, la chafardería, la lectura furtiva, la amistad efímera, lo cotidiano.
Ya iba de vuelta. Debía de ser por la primavera -¿la verdad?, no me acuerdo muy bien-. Era un viaje de trabajo, de trámite, que empecé sólo, sin compañía. Parada a parada el vagón se iba llenando de personas anónimas, de risas adolescentes, de días de trabajo, de caras felices, pero también de pesadumbre. Yo ojeaba escondido detrás de las hojas del periódico –viejo truco de voiyeur-.
En una estación cualquiera se subió una multitud, trabajadores de la construcción en su mayoría, que habían finalizado su jornada en la obra, algunos todavía con el polvo enganchado en sus ropas. Tres de ellos ocuparon los asientos contiguos al mío. Los dos primeros cayeron presos de Morfeo cuando todavía el tren no había cerrado sus puertas. El tercero quedó apostado frente a mí, intentado colocar sus extremidades sin rozar con las mías. No lo consiguió. Era grande, era musculoso, fornido, enorme, mastodóntico diría yo. Cabeceaba una y otra vez, pidiendo disculpas por haber perturbado mi rincón de lectura.
Las conversaciones cruzadas, los saludos espontáneos y el tintineo de los teléfonos móviles atravesaban el vagón de un lado a otro, haciendo inviable cualquier concentración. El viaje se había convertido en una clase de idiomas, en una reunión de la ONU, en una convención de la Alianza de Civilizaciones. Yo seguía allí escondido, detrás de las páginas de Internacional.
Mi compañero de viaje, apostado frente a mí, seguía buscando el espacio necesario para aposentarse definitivamente entre mis piernas y el cuerpo dormido de su amigo, que inerte había usurpado parte de su asiento. Al fin lo consiguió. Cerré el diario y caí en la vida contemplativa. Él, haciendo un esfuerzo sobrehumano, de una diminuta bolsa, como si se tratara de la chistera de un mago, sacó un refresco y un bocadillo. En perfecto castellano, y antes de saborear suculento manjar, me pidió disculpas y preguntó si me molestaba. No, contesté.
Esa fue la chispa, el detonante, como si nos conociéramos de toda la vida empezamos a conversar, del tiempo, del tren, de las pequeñas cosas. Su tez clara, su cabello rubio y su acento delataban su procedencia eslava. ¿Ruso?, ucraniano pensé. Me dijo que era de Georgia, no sin antes añadir "¿seguro que no sabes donde está mi país?". Tuve suerte, le hablé de su país: de Shevardnadze, ministro de Gorvachov, que había sido presidente electo de Georgia; del Mar Negro que baña sus costas; del Caúcaso; de su historia como república ex-soviética; del comunismo; de la violencia religiosa que azota aquellas tierras... saqué petróleo de los mas profundo de mi memoria. Se veía entusiasmado. Me dijo que no hacía mucho que estaba por aquí, que en su país no había trabajo, no había futuro, que no había nada. Que se ganaba la vida, de momento, en la construcción. Que era un trabajo duro pero que no se podía quejar.
Hablamos de la crisis, de la incertidumbre, del miedo al mañana. Era instruido, listo, sagaz diría yo, y su hablar claro y pausado convirtió el viaje en una tertulia, en una reflexión permanente. Habló mucho y yo escuché encantado. Me dió varias lecciones magistrales sobre la vida. Era licenciado en... También era campeón de Kárate, y había representado a su país en un par de Olimpiadas. De ahí su cuerpo fornido y atlético. Hablamos del Kárate y aprobé por los pelos. Me habló de la añoranza, de la familia, de como educar a los hijos, de sus sueños, y descubrí lo mucho que teníamos en común. Me enseñó una foto donde aparecían su hija, su mujer y su madre, en un paisaje rural, bucólico, olvidado por el mundo. Estaba demasido lejos de su vida. Se emocionó, se le saltaban las lágrimas. Aguanté el tipo como pude.
El tren seguía impasible su recorrido sin reparar en las historias de sus viajeros. En una parada cualquiera, él y sus tres compañeros, descendieron del tren y continuaron su camino. Antes de marchar me dio la mano en señal de amistad y pronunció un lacónico "¡suerte!". Retomé mi lectura, ojeando las páginas de economía.
Llegué a casa y, antes de quitarme la chaqueta, abracé a mi hija, a todos los míos. Sin saber por qué cogí el teléfono y llamé a mi madre para preguntar cómo iba todo. Sigo viajando en tren siempre que puedo. Sigo escondido detrás de mi diario buscando historias de cada día.
Algún día sé que en una parada cualquiera se subirá una señora con su nieta en brazos y, detrás, él con su mujer de la mano... Si sigo por aquí ya os lo contaré.
© Xavier Blanco 2011.