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viernes, 13 de marzo de 2015

Juana Molina: música argentina del Siglo XXI. Artistas más votados: #11


por Oscar Cuervo
Editor de los blogs Taller La Otra, Un largo y Uno cada día, conductor de La otra.-radio, docente.

Si tengo que pensar en las piezas más bellas de la música argentina del siglo que comienza, se me aparecen obras que son destilados de las grandes tradiciones populares del siglo anterior: el folk límpido, elegante y final de Cerati, la aspereza con que Liliana Herrero deconstruye la proyección folklórica modernista de los 60 y la repone en un contexto surcado por el rock y la nueva canción latinoamericana, las crónicas negras del Salmón, como exasperación resacosa del realismo urbano de Moris y Manal, la voz salvaje de Luciana Jury que trae ecos de todas las voces de todos los desiertos que lleva en su sangre… Pero si tengo que pensar en una forma cancionística (es un decir) que se afinque directamente en el siglo XXI, lo primero y lo segundo que se me ocurre es Juana Molina. Me explico: en un juego retro-prospectivo, yo podría pensarme en los 80 imaginándome canciones como las de El Salmón, Maldigo, Fuerza Natural o En desmesura, como prolongaciones posibles de la música popular argentina moderna. Obviamente, no podría imaginar las canciones mismas, pero sí la línea de puntos que ellas vendrían a ocupar en continuidad con aquel presente ya pasado. En cambio, no parece que la forma musical que cultiva Juana Molina a partir de su disco Segundo pudiera preverse en los años 80 (a menos que se prestara atención a un detalle muy lateral y anómalo de aquel entonces, sobre el que volveré).

En la canción juanina (¿o molina?) tal como queda delineada a partir de Segundo, hay una nueva sintaxis pop que se hizo posible por la mutación de las condiciones de producción de la música, una artesanía tecno-hogareña que prueba timbres inauditos, casi cómicos, en el galponcito del fondo de su casa y enuncia sus voces desde esa intimidad. Juana hace música como quien dibuja sola en su gabinete en las horas altas de la noche, sin pensar en “mi nuevo disco”; menos aún en “los Cuarenta Principales”, o “cuántas estrellas me pondrá la Rolling Stone”. Ella pensó desde hace mucho la música de otro modo, como si probara y anotara en un cuaderno variantes de comidas con los restos que hay esa vez  en la heladera e inventara manjares culinariamente incorrectos pero ricos.

A fines de los 90 era muy pronto para que alguien la entendiera y obviamente nadie la entendió.

Su máxima transacción con la época fue Rara, donde la época (en ese caso, Gustavo Santaolalla) y ella cederían cada una un poco para quedar ambas bastante disconformes. No importaba. Ahí estaba el aviso de lo que Juana haría después, aún encorsetado en un formato convencional. Igual, todos estaban esperando que volviera a hacer Juana y sus hermanas. (Lo que terminaría haciendo en sus canciones, sin que nadie se diera cuenta).

Decía que hubo una anomalía en aquellos 80 a la que era muy difícil augurarle una continuación posible. Me refiero a Eduardo Mateo. Por razones locas, o por carambolas de la historia familiar o social, Juana escuchó a Mateo, igual que algunos otros lo escucharon. Pero creo que nadie como ella vio en el uruguayo un río musical a seguir navegando. Ella sí. Tomó de él la repetición maníaca, las estructuras disparatadas, el error como principio metodológico, los espacios vacíos, todas cosas que provocaron admiración en algunos y horror en otros, sin que nadie se hiciera cargo de la posibilidad de seguir navegando por ahí. Ella sí.

Los últimos años de su vida, los menos comprendidos, Eduardo Mateo vivió obsesionado con las posibilidades maquínicas de una tecnología que a fines de los 80 era poco proclive para sus ocurrencias insensatas: su música se cuadratizó hasta el cuelgue y ese fue su último gesto radical, escuchando una posibilidad que por entonces nadie más oyó. Unos años después, Juana accede a la máquina de ritmos y a la loopera y entonces encuentra un soporte tecnológico que le permite continuar eso que había escuchado en él: la busca del error, su persistencia, la construcción, capa por capa, de una arquitectura del error, hasta que éste termine por mostrarse como el único camino correcto.

Eso se hace en soledad, como decíamos, en el fondo de la casa, indiferente para y frente al mundo. Así cambia la escena de la enunciación y cambia el tono y la textura del enunciado. El suave dadaísmo cotidiano, el disparate coloquial, los humores cambiantes de una chica difícil que anota maldades en su diario íntimo: así es como Juana piensa y así es como construye sus letras. Por eso, más que sus discos, sus actuaciones en vivo son representativas de su arte creativo, a pesar de que se parecen tan poco a un recital de rock o a una peña. Juana en escena recrea su taller de canciones del fondo de su casa.

Libros, herramientas, botones, carpetas
enteros los rollos de unas telas selectas
todo se acumula y no encuentra nada
el moho y el polvo con el tiempo no acaban.

Un día decide que todo se tira
pone todo en bolsos y lo deja en la esquina
de pronto se acuerda de aquella belleza
¿por qué tiré todo? No es mi naturaleza.

Uuuh...  essso…

Tanto santo dando, sí...
Tanto santo dando, sí...
Lo tenía hace tanto...
Lo tenía hace tanto...
Lo tenía hace tanto...
Lo tenía hace tanto...

"La rata", el tema más idiosincrático de su último disco, Wed 21, contiene una exposición de su programa creativo y de su visión del mundo. Su deformidad tímbrica y sus armonías sinuosas parecen fuera de orden para su tempo swingueado, marcado desde el principio por el loop del bajo, cruzado por abruptos silencios y descargas casi punks de la guitarra distorsionada. Insinuaciones nunca apaciguadas en géneros reconocibles, que se subordinan al decir de Juana, cercano al susurro, aunque amenazando con desembocar en el brote psicótico que no llega. Lo que queda es una canción del siglo XXI.

martes, 1 de abril de 2014

Juana Molina, Fernando Cabrera, aprendices de magos

por Willy Villalobos

Cuenta la leyenda que este verano tocaron el negro Rada, Jaime Ross y Fernando Cabrera en uno de esos megafestivales donde no terminás de ver a un artista que ya está subiendo el otro.

También cuenta la leyenda que hace unos cuantos años el Negro y Jaime se llevan como el orto, pero de eso no me voy a ocupar en esta crónica porque, la verdad, poco agrega.

Pero resulta que ese día, el día que tenían que tocar los tres, Rada y Ross, a quien los une o separa la figura de Mateo, no puedo con mi genio, se pusieron de acuerdo.

Resulta que tenían que decidir quién iba a cerrar el recital y era obvio que cualquiera de los tres tenía suficientes pergaminos y trayectoria para hacerlo. Pero a Jaime se le ocurrió sugerirle a Rada que el indicado para dar por terminado el concierto era Cabrera y el Negro estuvo de acuerdo inmediatamente.

“Donde toca Cabrerita ya no puede tocar nadie”, dijeron los dos a dúo.

¿Hay un elogio mayor que ese para Fernando Cabrera, uno de los más grandes compositores del Uruguay?

¿No es este un buen motivo para salir corriendo a buscar su música? Cabrera es un amigo imprescindible para entender ese loco mundo del que formamos parte y eso lo tienen bien claro sus compañeros de ruta.

La idea con la que escribo es esa. Tratar de transmitir lo importante que son estos grandes, me refiero a Fernando Cabrera y Juana Molina, para que todos los que se banquen la sensibilidad y la inteligencia que ellos transmiten puedan tener en su mochila esas canciones que sirven como bastones para caminar la vida.

Dije Juana Molina porque también voy a escribir algo de lo que vi y escuché en su misterioso recital del teatro Solís, un pequeño teatro Colon. Lo comparo para que se tenga en cuenta el marco en el que Juana, merecidamente… ¿tocó?, me parece que esa palabra es chiquita para describir la brujería con la que conquistó al público.

También está claro que donde toca Juana tampoco puede tocar nadie más.

Tendrían que ver la cara de asombro y felicidad de la gente saliendo del Solís para corroborarlo.

Más de mil kilómetros viajé para encontrarme con estos dos tesoros y doy gracias a mi espíritu inquieto por haberlo hecho.

La escritura va a ser desordenada, voy a mezclar los dos recitales porque pienso que estos dos grosos tienen mucho en común y logran llegar al mismo lugar usando métodos completamente diferentes.

El año pasado vi a Cabrera en Buenos Aires con su nueva banda: Herman Klang en teclados, Juan Pablo Chapital en guitarra, Ricardo Gómez en batería y Federico Righi en bajo.

A la salida del concierto se armó una discusión y el tema era si el quía era mejor sólo o en banda. Suele suceder cuando los artistas cambian la propuesta, como en este caso, que genera ciertas resistencias, ya que estaba asegurado que tocando sólo te rompía el bocho y que con la banda hay algo nuevo que distrae, que lo saca del centro de la escena. Debo reconocer que estaba equivocado, el tipo es impresionante, se presente como se presente. "Nosotros tocamos chiquito, el resto lo hace el maestro”, me decía Herman al finalizar el concierto en el espacio Guambia, un lugar donde en la época de los milicos se animaban a presentar a los impresentables para los que usan gorra.

De todas maneras al terminar el recital uno se queda con las ganas de escuchar más a la banda, porque cada vez que pelan, asombran.

Juana Molina, la maravillosa Juana, la Heidimetal Juana, creo que es un apodo que le viene perfecto, hizo magia en el Solís.

Acompañada por Odín Schuwartz en teclado, el tipo que tiene toda la jugada en la cabeza, y Diego López de Arcante en batería, haciendo justo lo que Juana necesita, y la rubia en el centro con teclado, pedales y con una guitarra eléctrica colgada que le da un aire rocanrolero que la hace más linda todavía.

”El cambio fundamental para mí de la guitarra eléctrica es que no se ve ni se oye. La tenés pegada al cuerpo y es como que se integra físicamente. Con la acústica hay un aire entre vos y la guitarra. En la eléctrica la tenés pegadita, hay algo que pasa ahí, es muy importante y lo descubrí ahora” -dice Juana para explicar el cambio de instrumento.

Aunque en el recital vuelve a tocar temas viejos con la acústica a pedido del público, que quiere escuchar temas de los primeros discos.

Tanto Cabrera como ella necesitan compañía para poder jugar a lo que mejor saben y no estar tan pendientes de la cosa.

Los dos presentaban disco nuevo, ella Wed 21 y él Viva la Patria.

Juana se ríe de sí misma, ridiculiza sus equivocaciones, conversa con el público, baila, agradece a sus músicos cuando la ayudan a recordar cómo sigue la película. Su manejo del escenario nos recuerda que el humor que tantos extrañan en su paso por la tele sigue intacto. Juana y sus hermanas siguen vivitas y coleando, pero están en otra cosa, cambiaron. Esta vez las hermanas son esos misteriosos sonidos que va grabando uno sobre otro hasta conseguir una orquesta que, si te entregás, te lleva a increíbles mundos de placer.

Había que bailar al ritmo de la magia que la bruja proponía desde el escenario. El Solís quedaba demasiado careta como para poder soportar sentados semejante propuesta.

Juana se supera, ya no hace eje en sus letras sino en la alquimia que los sonidos producen cuando se mezclan con frases que se repiten. “Es un Mantra”, me dice la rubia que me acompañó a verla. Para mí es brujería de la buena.

Ella y Cabrera tienen mucho en común. Los dos son algo así como discípulos de uno de los más grandes músicos del mundo, Eduardo Mateo. Los dos son muy exigentes con el público porque necesitan que los que los vayan a ver estén a la altura de su sensibilidad.

Cabrera te va llevando de a poco, como un boxeador que te va tocando con la izquierda, te va tanteando, hasta que luego de describir una situación totalmente cotidiana te emboca un derechazo, una verdad, que te deja en la lona, emocionado. “Estoy regando el tiempo con tu recuerdo/ y entre los dedos con el agua vas vos”. O “Te atrapó la noche/ la oscuridad traga y no convida”, dos de los tantos knock-outs de Cabrerita.

Juana hace lo mismo, arma una orquesta invisible y cuando menos te lo imaginás, ya estás navegando por donde ella quiere, volando con las aves de su imaginación.

Hablando de reconocimiento, también sabemos que ninguno de los dos es profeta en su tierra, aunque el caso de Cabrera es todavía más incomprensible. Estamos tan acostumbrados al maltrato que cuando aparecen los aliados no sabemos reconocerlos.

Hay quienes dicen que Fernando canta mal, que desafina... ¡que canta como una oveja! Son los mismos que cuando el tipo empieza a triunfar en Buenos Aires se les ocurre prestarle atención.

Y es gracioso porque se fijan en que los argentinos le presten atención a Cabrera, a pesar de que “todos los argentinos son unos chorros”, a pesar del “tuerto y la vieja”, a pesar del pedido de ayuda a los EEUU que hizo el futuro presidente del Uruguay pensando que Néstor los iba a… ¡invadir! Y, como si esto fuera poco, hace un par de semanas , el ministro de economía de Mujica dijo que Argentina era un país imprevisible, justo en medio de un intento desestabilizador,  y el candidato a presidente por el Partido Blanco, Lacalle Pou, lacayito, una especie de Macri de bolsillo, dice que Cristina es una mujer desequilibrada.

Estos giles que no se dan cuenta de los tesoros que tienen en la esquina de su casa, necesitan que los porteños los tomemos como propios para empezar a valorarlos.

Pero todo esto supongo que a Cabrera lo tiene sin cuidado. Para él “detenerse es morir” y si bien nosotros sabemos que, “se quema aquel que quiera su corazón”, da gusto acercarse, pase lo que pase.

Juana y Cabrera son de los que no encajan, aprendices de magos, imprescindibles para todos los que no quieren que nadie se ponga en su lugar, que nadie les mida el corazón.