por Oscar Cuervo
Si tengo que pensar en las piezas más bellas de la música argentina del siglo que comienza, se me aparecen obras que son destilados de las grandes tradiciones populares del siglo anterior: el folk límpido, elegante y final de Cerati, la aspereza con que Liliana Herrero deconstruye la proyección folklórica modernista de los 60 y la repone en un contexto surcado por el rock y la nueva canción latinoamericana, las crónicas negras del Salmón, como exasperación resacosa del realismo urbano de Moris y Manal, la voz salvaje de Luciana Jury que trae ecos de todas las voces de todos los desiertos que lleva en su sangre… Pero si tengo que pensar en una forma cancionística (es un decir) que se afinque directamente en el siglo XXI, lo primero y lo segundo que se me ocurre es Juana Molina. Me explico: en un juego retro-prospectivo, yo podría pensarme en los 80 imaginándome canciones como las de El Salmón, Maldigo, Fuerza Natural o En desmesura, como prolongaciones posibles de la música popular argentina moderna. Obviamente, no podría imaginar las canciones mismas, pero sí la línea de puntos que ellas vendrían a ocupar en continuidad con aquel presente ya pasado. En cambio, no parece que la forma musical que cultiva Juana Molina a partir de su disco Segundo pudiera preverse en los años 80 (a menos que se prestara atención a un detalle muy lateral y anómalo de aquel entonces, sobre el que volveré).
En la canción juanina (¿o molina?) tal como queda delineada a partir de Segundo, hay una nueva sintaxis pop que se hizo posible por la mutación de las condiciones de producción de la música, una artesanía tecno-hogareña que prueba timbres inauditos, casi cómicos, en el galponcito del fondo de su casa y enuncia sus voces desde esa intimidad. Juana hace música como quien dibuja sola en su gabinete en las horas altas de la noche, sin pensar en “mi nuevo disco”; menos aún en “los Cuarenta Principales”, o “cuántas estrellas me pondrá la Rolling Stone”. Ella pensó desde hace mucho la música de otro modo, como si probara y anotara en un cuaderno variantes de comidas con los restos que hay esa vez en la heladera e inventara manjares culinariamente incorrectos pero ricos.
A fines de los 90 era muy pronto para que alguien la entendiera y obviamente nadie la entendió.
Su máxima transacción con la época fue Rara, donde la época (en ese caso, Gustavo Santaolalla) y ella cederían cada una un poco para quedar ambas bastante disconformes. No importaba. Ahí estaba el aviso de lo que Juana haría después, aún encorsetado en un formato convencional. Igual, todos estaban esperando que volviera a hacer Juana y sus hermanas. (Lo que terminaría haciendo en sus canciones, sin que nadie se diera cuenta).
Decía que hubo una anomalía en aquellos 80 a la que era muy difícil augurarle una continuación posible. Me refiero a Eduardo Mateo. Por razones locas, o por carambolas de la historia familiar o social, Juana escuchó a Mateo, igual que algunos otros lo escucharon. Pero creo que nadie como ella vio en el uruguayo un río musical a seguir navegando. Ella sí. Tomó de él la repetición maníaca, las estructuras disparatadas, el error como principio metodológico, los espacios vacíos, todas cosas que provocaron admiración en algunos y horror en otros, sin que nadie se hiciera cargo de la posibilidad de seguir navegando por ahí. Ella sí.
Los últimos años de su vida, los menos comprendidos, Eduardo Mateo vivió obsesionado con las posibilidades maquínicas de una tecnología que a fines de los 80 era poco proclive para sus ocurrencias insensatas: su música se cuadratizó hasta el cuelgue y ese fue su último gesto radical, escuchando una posibilidad que por entonces nadie más oyó. Unos años después, Juana accede a la máquina de ritmos y a la loopera y entonces encuentra un soporte tecnológico que le permite continuar eso que había escuchado en él: la busca del error, su persistencia, la construcción, capa por capa, de una arquitectura del error, hasta que éste termine por mostrarse como el único camino correcto.
Eso se hace en soledad, como decíamos, en el fondo de la casa, indiferente para y frente al mundo. Así cambia la escena de la enunciación y cambia el tono y la textura del enunciado. El suave dadaísmo cotidiano, el disparate coloquial, los humores cambiantes de una chica difícil que anota maldades en su diario íntimo: así es como Juana piensa y así es como construye sus letras. Por eso, más que sus discos, sus actuaciones en vivo son representativas de su arte creativo, a pesar de que se parecen tan poco a un recital de rock o a una peña. Juana en escena recrea su taller de canciones del fondo de su casa.
Libros, herramientas, botones, carpetas
enteros los rollos de unas telas selectas
todo se acumula y no encuentra nada
el moho y el polvo con el tiempo no acaban.
Un día decide que todo se tira
pone todo en bolsos y lo deja en la esquina
de pronto se acuerda de aquella belleza
¿por qué tiré todo? No es mi naturaleza.
Uuuh... essso…
Tanto santo dando, sí...
Tanto santo dando, sí...
Lo tenía hace tanto...
Lo tenía hace tanto...
Lo tenía hace tanto...
Lo tenía hace tanto...
"La rata", el tema más idiosincrático de su último disco, Wed 21, contiene una exposición de su programa creativo y de su visión del mundo. Su deformidad tímbrica y sus armonías sinuosas parecen fuera de orden para su tempo swingueado, marcado desde el principio por el loop del bajo, cruzado por abruptos silencios y descargas casi punks de la guitarra distorsionada. Insinuaciones nunca apaciguadas en géneros reconocibles, que se subordinan al decir de Juana, cercano al susurro, aunque amenazando con desembocar en el brote psicótico que no llega. Lo que queda es una canción del siglo XXI.