por Lidia Ferrari
Algunas enseñanzas trae vivir lejos de la propia patria, anidar en suelos extraños y, piano, piano ir entrando en una forma de vida diferente de la conocida. Vivir “afuera” después de casi toda la vida vivir “adentro” hizo que mi mirada tomara, a veces, pocas, esa distancia que dicen, te permite ver mejor ciertas cosas, pues el árbol ahora está lejos y el bosque se ve más claro.
Aunque no creo que sea la distancia la que te hace ver diferente, sino vivir dentro de otra lógica de lo cotidiano, dentro de otros parámetros, esos a los que una se resiste a entrar, a admitir, a vivir con ellos. Pero es más fuerte que nuestra lealtad a la patria, se te mete la forma de vida de todos, precisamente porque te están rodeando. Te resistís un tiempo, pero tarde o temprano la vida ajena se te mete dentro, piano, piano.
Imposible evitar que el clima te cale de frío en los huesos, cuando estás habituado a vivir en un clima tibio y apacible. Imposible evitar que poco a poco dejes de tomar mate, cuando el mate para vos era una cosa social, algo que tomabas con los demás, y aquí, sin piedad, estás sola para tomar mate. No hay más remedio: abrigarte para salir al frío, y encerrarte en los largos inviernos, pues a las 4 de la tarde ya es de noche. Empezás a entender que sea tan importante el refugio y la calefacción. Empezás a entender las calles desiertas, aunque no a quererlas. Las ciudades parecen fantasmas, cuando uno sabe que hay muchos y están adentro. Porque hablo de ciudades de cierta dimensión, que a ciertas horas, largas horas, y no sólo las nocturnas, parecen ciudades deshabitadas. Hay otras, pequeñas, que sí son ciudades fantasmas, donde viven algunos pocos viejos, ya sea porque los jóvenes se han ido a las grandes ciudades, ya sea por la escasa tasa de natalidad.
Entonces, piano, piano, llegás a saber cuánto debés abrigarte para salir y, piano, piano, se te hace carne que no querés salir con ese frío. Piano, piano, preferís quedarte en casa en esos largos inviernos y, piano, piano, se te va adormeciendo las ganas de salir, de retozar, de vivir afuera con ímpetu porteño. Y cuando te vas quedando un poco más adentro, también te vas sosegando, algo así como si se te durmieran algunos nervios ansiosos de vida febril y agitada.
Con el mate pasa lo mismo. Buscas compañeros para tomar mate, tratás de convertir a la religión del mate a tu compañero, te resignás a tomar sola el mate cotidiano, pero, piano, piano los compañeros para tomar mate van raleando, no porque desistan sino porque no existen; te das cuenta de que tus dotes de predicadora no son tales, y sabés, en lo más hondo de tu corazón, que no querés tomar mate a solas. Sabés que el mate es compañía, es charla, es encuentro. Por lo tanto, piano, piano, vas dejando el mate para esas ocasiones donde encontrás la justa compañía. Pero esas ocasiones son pocas. Y allí haces el descubrimiento. Cuando empezaste a tomar el mate muy de vez en cuando sucedió que, la primera vez, no dormiste en toda la noche. Supusiste que fue la charla febril con tu compañera de mateada, una charla apasionada y fuerte, como son las conversaciones argentinas, que te dejó tan estimulada como para revivir la vida insomne porteña. Cuando a la segunda y la tercera vez te pasa lo mismo, te das cuenta de otra cosa. Te das cuenta de que el mate te excita, te altera, te despierta, pero no sólo del sueño, sino que te altera el ritmo cardíaco, te deja en un estado de agitación. Ahí te das cuenta que el mate es un excitante, que tiene efectos sobre el sistema nervioso además de sobre la conversación, y que cuando el cuerpo se desacostumbra hace escuchar sus efectos. No sólo estimula la conversación, sino que excita los nervios. Ahí te das cuenta de que ya no estás en tus pagos y, aunque te resistas, no hay nada que hacer, lo que te pasa con el mate es el signo de que la vida agitada, palpitante que siempre amaste, se ha ido, piano, piano, convirtiendo en una vida apacible, tranquila. No es que te disguste, pero está claro que el mate no te cae bien en esta nueva vida.
Entonces entre el mate que tuviste que dejar, y el frío que te seda en los inviernos, tu argentinidad, es decir tu vida porteña vertiginosa, sólo florece en la lectura, en la escritura, en la ansiedad de saber lo que pasa allá. Porque de ninguna manera tus genes han devenido en papas fritas o tus ganas se han adormecido, ellas se ocupan de aquello que puede encender tu pensamiento y tu conversación, más allá del mate y del frío europeo.
Y he aquí que has llegado a una conclusión luego de haberte hecho la siguiente pregunta:
¿Cómo es posible que en estos poco más de diez años de crecimiento económico en la Argentina, de recuperación de una democracia desgajada, en estos tiempos que tanta gente que antes no salía de vacaciones ahora viaja a Europa, bastante gente que conozco que se ha comprado casa gracias al crédito, gracias a obtener mejor salario, cómo es posible que haya tanta inquietud en Argentina? La pregunta se extiende a esas personas que por primera vez tienen un auto, o aquellos que lo cambiaron a un 0 KM, aquellas personas que ahora pueden pasear y divertirse, los docentes que ganan mejor que antes o la cantidad de gente que ha accedido a una jubilación. Me pregunto cómo puede haber tanto malestar, cuando la gente llena los restaurantes, los teatros, los cines. ¿Cómo puede ser que se enojen tanto cuando basta ver la cantidad de espectáculos de artistas internacionales que visitan Argentina, porque tienen un público que ya no tienen en Europa? Los números dicen que bajó la tasa de desocupación. El 2001 quedó atrás en muy poco tiempo. Si bien no todo se ha solucionado (¿eso existe?), la gente en general está mejor. Los ricos también parece que han ganado con este acceso de tanta gente al consumo. Del 2001, lugar del abismo y de la angustia, parece que se ha pasado a un escenario de progreso, mejoramiento de la calidad de vida, acceso a la educación y la salud mejoradas, es decir, esos índices que para los organismos internacionales son irrefutables pruebas de mejores condiciones de vida.
La pregunta me taladra el cerebro varias veces por día. Parece que muchos también se hacen esas preguntas. Una de las respuestas compartida ha sido la de la insistencia mediática por hacer sentir a la gente mal, que la hace olvidar de su propia situación real. Sin duda, los medios de comunicación en todo el mundo están haciendo perder la tranquilidad a la gente. Me consta que eso sucede, al menos en otros países. Parece, eso dicen, que cuando los gobiernos de ciertos países no les gustan a ciertos grupos concentrados de la riqueza, parece, que se lanzan a preocupar y agitar a los pueblos. Eso dicen, y me parece una respuesta plausible.
Pero, en estos días, piano, piano, cuando me he convencido de este cambio que piano, piano, se hizo claro en mi vida, debido a los efectos del clima y a mi falta de mate, he llegado a la conclusión de que los argentinos no podemos estar tranquilos por dos razones, que ahora descubro estructurales. El clima en el que vivimos nos inclina a estar siempre afuera, a tener una vida social intensa, a poner las emociones a flor de piel, a encontrarnos con los otros, y acostumbrarnos a expresarnos, ya sea lo bueno, ya sea lo malo. De alguna manera estamos habituados a estar inquietos. No existe un tórrido invierno que nos haga replegarnos a una vida serena en el interior de nuestras casas, no existe el clima que te obliga a quedarte tranquilo. Porque aquí, en Europa, hay una alternancia de ánimos y una fijación al clima notorios, pues la gente se desespera por salir apenas aparece el sol y se entibia el aire, y se repliega cuando llega el invierno. Salir y andar; replegarse y dormir, en una alternancia infinita. Como los osos, que se sostienen en una vida donde la tranquilidad aparece inexorablemente. No se han encontrado osos que se nieguen al invierno y se planteen mudarse a los trópicos para corretear por el bosque. Los tipos se agitan en los veranos y duermen en los inviernos. Los argentinos no conocemos esa alternancia. La de agitarnos cuando las cosas van mal y quedarnos tranquilos cuando tenemos el pan asegurado.
No hemos aprendido a adecuarnos a los tiempos, y a quedarnos tranquilos cuando tenemos un gobierno que se ocupa de las cosas, a quedarnos tranquilos cuando ahora tenemos un sueldo que nos asegura llegar a fin de mes, aunque no sea el gobierno que más nos guste.
Pero esta razón, de estar tan alejados de los osos, se junta con la del mate. No es casual que nuestra adicción social sea el mate. Al descubrir estos efectos de la yerba en mí, pienso que los argentinos somos ansiosos, protestones, rebeldes, muchas veces con causa, pero tantas sin causa o por las dudas, excitados noctámbulos y buscadores de problemas, también por causa del mate. El mate nos ha llevado a sentir que podemos ir más allá de nuestros límites. Somos osos rebeldes al invierno, que protestan a la naturaleza, en lugar de aprovisionarnos en el verano para prepararnos a un buen descanso en invierno. ¿Por qué no aprender de los osos, aunque no nos lo exija nuestro clima, por qué no aplicarnos a regular nuestro metabolismo? Quiero decir, cuando nos toca la primavera, aprender a disfrutarla.