martes, 15 de abril de 2014

La luna roja

Foto: Mary Kobrak
Nada lo anunciaba por la tarde.

Las actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad. Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas engomadas, flores o vituallas.

Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores.

Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos.

En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a descuidados paseantes, y el cielo, más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos.

Nada lo anunciaba.

Por la noche fueron iluminados los rascacielos.

La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas sombrías de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos.

Los hombres timoratos pensaban: “¡Qué bien estamos defendidos!”, y miraban con agradecimiento las enfundadas armas mortíferas; en cambio, los turistas que paseaban hacían detener a sus choferes, y con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los luminosos nombres de remotas empresas. Estos centelleaban en interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya expansión económica representaban dichas filiales, cuyo nombre era menester deletrear en la proximidad de las nubes. Tan altos estaban.

Desde las terrazas elevadas, al punto que desde allí parecía que se podían tocar las estrellas con la mano, el viento desprendía franjas de músicas, “blues” oblicuamente recortados por la dirección de la racha de aire. Focos de porcelana iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de costosas vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los camareros, danzaban los desocupados elegantes de la ciudad, hombres y mujeres jóvenes, elásticos por la práctica de los deportes e indiferentes por el conocimiento de los placeres. Algunos parecían carniceros enfundados en un “smoking”, sonreían insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo, parecían burlarse de algo que con un golpe de sus puños podían destruir.

Los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de sus vegueros o deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un estado de cafres y mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas de petróleo.

Desde alturas inferiores, en calles más turbias y profundas que canales, circulaban los techos de automóviles y tranvías, y en los parajes excesivamente iluminados, una microscópica multitud husmeaba el placer barato, entrando y saliendo por los portalones de los “dancings” económicos, que como la boca de altos hornos vomitaban atmósferas incandescentes.

Hacia arriba, en oblicuas direcciones, la estructura de los rascacielos despegaba sobre cielos verdosos o amarillentos, relieves de cubos, sobrepuestos de mayor a menor. Estas pirámides de cemento desaparecían al apagarse el resplandor de invisibles letreros luminosos; luego aparecían nuevamente como “super dreadnoughts”, poniendo una perpendicular y tumultuosa amenaza de combate marítimo al encenderse lívidamente entre las tinieblas. Fue entonces cuando ocurrió el suceso extraño.

El primer violín de la orquesta Jardín Aéreo Imperius iba a colocar en su atril la partitura del “Danubio Azul”, cuando un camarero le alcanzó un sobre. El músico, rápidamente, lo rasgó y leyó la esquela; entonces, mirando por sobre los lentes a sus camaradas, depositó el instrumento sobre el piano, le alcanzó la carta al clarinetista, y como si tuviera mucha prisa descendió por la escalerilla que permitía subir al paramento, buscó con la mirada la salida del jardín y desapareció por la escalera de servicio, después de tratar de poner inútilmente en marcha el ascensor.

Las manos de varios bailarines y sus acompañantes se paralizaron en los vasos que llevaban a los labios para beber, al observar la insólita e irrespetuosa conducta de este hombre. Mas, antes de que los concurrentes se sobrepusieran de su sorpresa, el ejemplo fue seguido por sus compañeros, pues se les vio uno a uno abandonar el palco, muy serios y ligeramente pálidos.

Es necesario observar que a pesar de la prisa con que ejecutaban estos actos, los actuantes revelaron cierta meticulosidad. El que más se destacó fue el violoncelista que encerró su instrumento en la caja.  Producían la impresión de querer significar que declinaban una responsabilidad y se “lavaban las manos”. Tal dijo después un testigo. Y si hubieran sido ellos solos.

Los siguieron los camareros. El público, mudo de asombro, sin atreverse a pronunciar palabra (los camareros de estos parajes eran sumamente robustos) les vio quitarse los fracs de servicio y arrojarlos despectivamente sobre las mesas. El capataz de servicio dudaba, mas al observar que el cajero, sin cuidarse de cerrar la caja, abandonaba su alto asiento, sumamente inquieto se incorporó a los fugitivos.

Algunos quisieron utilizar el ascensor. No funcionaba.

Súbitamente se apagaron los focos. En las tinieblas, junto a las mesas de mármol, los hombres y mujeres que hasta hacía unos instantes se debatían entre las argucias de sus pensamientos y el deleite de sus sentidos, comprendieron que no debían esperar. Ocurría algo que rebalsaba la capacidad expresiva de las palabras, y entonces, con cierto orden medroso, tratando de aminorar la confusión de la fuga, comenzaron a descender silenciosamente por las escaleras de mármol.

El edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De vez en cuando, alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes triángulos irregulares.

No se registró ningún accidente.

A veces, un anciano fatigado o una bailarina amedrentada se dejaba caer en el borde de un escalón, y permanecía allí sentada, con la cabeza abandonada entre las manos, sin que nadie la pisoteara. La multitud, como si adivinara su presencia encogida en la pestaña de mármol, describía una curva junto a la sombra inmóvil.

El vigilante del edificio, durante dos segundos, encendió su linterna eléctrica, y la rueda de luz blanca permitió ver que hombres y mujeres, tomados indistintamente de los brazos, descendían cuidadosamente. El que iba junto al muro llevaba la mano apoyada en el pasamanos. Al llegar a la calle, los primeros fugitivos aspiraron afanosamente largas bocanadas de aire fresco. No era visible una sola lámpara encendida en ninguna dirección.

Alguien raspó una cerilla en una cortina metálica, y entonces descubrieron en los umbrales de ciertas casas antiguas, criaturas sentadas pensativamente. Estas, con una seriedad impropia de su edad, levantaban los ojos hacia los mayores que los iluminaban, pero no preguntaron nada.

De las puertas de los otros rascacielos también se desprendía una multitud silenciosa.

Una señora de edad quiso atravesar la calle, y tropezó con un automóvil abandonado; más allá, algunos ebrios, aterrorizados, se refugiaron en un coche de tranvía cuyos conductores habían huido, y entonces muchos, transitoriamente desalentados, se dejaron caer en los cordones de granito que delimitaban la calzada.

Las criaturas inmóviles, con los pies recogidos junto al zócalo de los umbrales, escuchaban en silencio las rápidas pisadas de las sombras que pasaban en tropel.

En pocos minutos los habitantes de la ciudad estuvieron en la calle.

De un punto a otro en la distancia, los focos fosforescentes de linternas eléctricas se movían con irregularidad de luciérnagas. Un curioso resuelto intentó iluminar la calle con una lámpara de petróleo,
y tras de la pantalla de vidrio sonrosado se apagó tres veces la llama. Sin zumbidos, soplaba un viento frío y cargado de tensiones voltaicas. La multitud espesaba a medida que transcurría el tiempo.

Las sombras de baja estatura, numerosísimas, avanzaban en el interior de otras sombras menos densas y altísimas de la noche, con cierto automatismo que hacía comprender que muchos acababan de dejar los lechos y conservaban aún la incoherencia motora de los semidormidos.

Otros, en cambio, se inquietaban por la suerte de su existencia, y calladamente marchaban al encuentro del destino, que adivinaban erguido como un terrible centinela, tras de aquella cortina de humo y de silencio.

De fachada a fachada, el ancho de todas las calles trazadas de este a oeste se ocupaba de multitud. Esta, en la oscuridad, ponía una capa más densa y oscura que avanzaba lentamente, semejante a un monstruo cuyas partículas están ligadas por el jadeo de su propia respiración.

De pronto un hombre sintió que le tiraban de una manga insistentemente. Balbuceó preguntas al que así le asía, mas como no le contestaban, encendió un fósforo y descubrió el achatado y velludo rostro de un mono grande que con ojos medrosos parecía interrogarlo acerca de lo que sucedía. El desconocido, de un empellón, apartó la bestia de sí, y muchos que estaban próximos a él repararon que los animales estaban en libertad.

Otro identificó varios tigres confundidos en la multitud por las rayas amarillas que a veces fosforecían entre las piernas de los fugitivos, pero las bestias estaban tan extraordinariamente inquietas que, al querer aplastar el vientre contra el suelo, para denotar sumisión, obstaculizaban la marcha, y fue menester expulsarlas a puntapiés. Las fieras echaron a correr, y como si se hubiera pasado una consigna, ocuparon la vanguardia de la multitud.

Adelantábanse con la cola entre las zarpas y las orejas pegadas a la piel del cráneo. En su elástico avance volvían la cabeza sobre el cuello, y se distinguían sus enormes ojos fosforescentes, como bolas de cristal amarillo. A pesar de que los tigres caminaban lentamente, los perros, para mantenerse a la par de ellos, tenían que mover apresuradamente las patas.

Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo.

Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera.

No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.

Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin.

Los hierros y las cornisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitriales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio.

A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.

De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero.

La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.

En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.

Del tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había desprendido el elefante, que con trote suave corría hacia la playa, escoltado por dos potros. Estos, con las crines al viento y los belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del paquidermo, parecían cuchichearle un secreto.

En cambio, los hipopótamos a la cabeza de la vanguardia, buceaban fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los golpes en vacío de sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los muros avanzaba de mala gana.

El silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable. Un hombre trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de altoparlante, aulló congestionado:

—Amigos, ¡qué pasa, amigos! Yo no sé hablar, es cierto, no sé hablar, pero pongámonos de acuerdo.

Desfilaban sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente con el velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre.

Inconscientemente todos se llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No podían ya quedar dudas.

En una distancia empalizada de fuego y tinieblas, más movediza que un océano de petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la metálica estructura de una grúa.

Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra, escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo, cruzó la atmósfera con un cilindro de acero.

Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la multitud estalló en un grito de espanto:

—¡No queremos la guerra! ¡No..., no..., no!...

Comprendían esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y que nadie se salvaría.

ROBERTO ARLT

martes, 1 de abril de 2014

Juana Molina, Fernando Cabrera, aprendices de magos

por Willy Villalobos

Cuenta la leyenda que este verano tocaron el negro Rada, Jaime Ross y Fernando Cabrera en uno de esos megafestivales donde no terminás de ver a un artista que ya está subiendo el otro.

También cuenta la leyenda que hace unos cuantos años el Negro y Jaime se llevan como el orto, pero de eso no me voy a ocupar en esta crónica porque, la verdad, poco agrega.

Pero resulta que ese día, el día que tenían que tocar los tres, Rada y Ross, a quien los une o separa la figura de Mateo, no puedo con mi genio, se pusieron de acuerdo.

Resulta que tenían que decidir quién iba a cerrar el recital y era obvio que cualquiera de los tres tenía suficientes pergaminos y trayectoria para hacerlo. Pero a Jaime se le ocurrió sugerirle a Rada que el indicado para dar por terminado el concierto era Cabrera y el Negro estuvo de acuerdo inmediatamente.

“Donde toca Cabrerita ya no puede tocar nadie”, dijeron los dos a dúo.

¿Hay un elogio mayor que ese para Fernando Cabrera, uno de los más grandes compositores del Uruguay?

¿No es este un buen motivo para salir corriendo a buscar su música? Cabrera es un amigo imprescindible para entender ese loco mundo del que formamos parte y eso lo tienen bien claro sus compañeros de ruta.

La idea con la que escribo es esa. Tratar de transmitir lo importante que son estos grandes, me refiero a Fernando Cabrera y Juana Molina, para que todos los que se banquen la sensibilidad y la inteligencia que ellos transmiten puedan tener en su mochila esas canciones que sirven como bastones para caminar la vida.

Dije Juana Molina porque también voy a escribir algo de lo que vi y escuché en su misterioso recital del teatro Solís, un pequeño teatro Colon. Lo comparo para que se tenga en cuenta el marco en el que Juana, merecidamente… ¿tocó?, me parece que esa palabra es chiquita para describir la brujería con la que conquistó al público.

También está claro que donde toca Juana tampoco puede tocar nadie más.

Tendrían que ver la cara de asombro y felicidad de la gente saliendo del Solís para corroborarlo.

Más de mil kilómetros viajé para encontrarme con estos dos tesoros y doy gracias a mi espíritu inquieto por haberlo hecho.

La escritura va a ser desordenada, voy a mezclar los dos recitales porque pienso que estos dos grosos tienen mucho en común y logran llegar al mismo lugar usando métodos completamente diferentes.

El año pasado vi a Cabrera en Buenos Aires con su nueva banda: Herman Klang en teclados, Juan Pablo Chapital en guitarra, Ricardo Gómez en batería y Federico Righi en bajo.

A la salida del concierto se armó una discusión y el tema era si el quía era mejor sólo o en banda. Suele suceder cuando los artistas cambian la propuesta, como en este caso, que genera ciertas resistencias, ya que estaba asegurado que tocando sólo te rompía el bocho y que con la banda hay algo nuevo que distrae, que lo saca del centro de la escena. Debo reconocer que estaba equivocado, el tipo es impresionante, se presente como se presente. "Nosotros tocamos chiquito, el resto lo hace el maestro”, me decía Herman al finalizar el concierto en el espacio Guambia, un lugar donde en la época de los milicos se animaban a presentar a los impresentables para los que usan gorra.

De todas maneras al terminar el recital uno se queda con las ganas de escuchar más a la banda, porque cada vez que pelan, asombran.

Juana Molina, la maravillosa Juana, la Heidimetal Juana, creo que es un apodo que le viene perfecto, hizo magia en el Solís.

Acompañada por Odín Schuwartz en teclado, el tipo que tiene toda la jugada en la cabeza, y Diego López de Arcante en batería, haciendo justo lo que Juana necesita, y la rubia en el centro con teclado, pedales y con una guitarra eléctrica colgada que le da un aire rocanrolero que la hace más linda todavía.

”El cambio fundamental para mí de la guitarra eléctrica es que no se ve ni se oye. La tenés pegada al cuerpo y es como que se integra físicamente. Con la acústica hay un aire entre vos y la guitarra. En la eléctrica la tenés pegadita, hay algo que pasa ahí, es muy importante y lo descubrí ahora” -dice Juana para explicar el cambio de instrumento.

Aunque en el recital vuelve a tocar temas viejos con la acústica a pedido del público, que quiere escuchar temas de los primeros discos.

Tanto Cabrera como ella necesitan compañía para poder jugar a lo que mejor saben y no estar tan pendientes de la cosa.

Los dos presentaban disco nuevo, ella Wed 21 y él Viva la Patria.

Juana se ríe de sí misma, ridiculiza sus equivocaciones, conversa con el público, baila, agradece a sus músicos cuando la ayudan a recordar cómo sigue la película. Su manejo del escenario nos recuerda que el humor que tantos extrañan en su paso por la tele sigue intacto. Juana y sus hermanas siguen vivitas y coleando, pero están en otra cosa, cambiaron. Esta vez las hermanas son esos misteriosos sonidos que va grabando uno sobre otro hasta conseguir una orquesta que, si te entregás, te lleva a increíbles mundos de placer.

Había que bailar al ritmo de la magia que la bruja proponía desde el escenario. El Solís quedaba demasiado careta como para poder soportar sentados semejante propuesta.

Juana se supera, ya no hace eje en sus letras sino en la alquimia que los sonidos producen cuando se mezclan con frases que se repiten. “Es un Mantra”, me dice la rubia que me acompañó a verla. Para mí es brujería de la buena.

Ella y Cabrera tienen mucho en común. Los dos son algo así como discípulos de uno de los más grandes músicos del mundo, Eduardo Mateo. Los dos son muy exigentes con el público porque necesitan que los que los vayan a ver estén a la altura de su sensibilidad.

Cabrera te va llevando de a poco, como un boxeador que te va tocando con la izquierda, te va tanteando, hasta que luego de describir una situación totalmente cotidiana te emboca un derechazo, una verdad, que te deja en la lona, emocionado. “Estoy regando el tiempo con tu recuerdo/ y entre los dedos con el agua vas vos”. O “Te atrapó la noche/ la oscuridad traga y no convida”, dos de los tantos knock-outs de Cabrerita.

Juana hace lo mismo, arma una orquesta invisible y cuando menos te lo imaginás, ya estás navegando por donde ella quiere, volando con las aves de su imaginación.

Hablando de reconocimiento, también sabemos que ninguno de los dos es profeta en su tierra, aunque el caso de Cabrera es todavía más incomprensible. Estamos tan acostumbrados al maltrato que cuando aparecen los aliados no sabemos reconocerlos.

Hay quienes dicen que Fernando canta mal, que desafina... ¡que canta como una oveja! Son los mismos que cuando el tipo empieza a triunfar en Buenos Aires se les ocurre prestarle atención.

Y es gracioso porque se fijan en que los argentinos le presten atención a Cabrera, a pesar de que “todos los argentinos son unos chorros”, a pesar del “tuerto y la vieja”, a pesar del pedido de ayuda a los EEUU que hizo el futuro presidente del Uruguay pensando que Néstor los iba a… ¡invadir! Y, como si esto fuera poco, hace un par de semanas , el ministro de economía de Mujica dijo que Argentina era un país imprevisible, justo en medio de un intento desestabilizador,  y el candidato a presidente por el Partido Blanco, Lacalle Pou, lacayito, una especie de Macri de bolsillo, dice que Cristina es una mujer desequilibrada.

Estos giles que no se dan cuenta de los tesoros que tienen en la esquina de su casa, necesitan que los porteños los tomemos como propios para empezar a valorarlos.

Pero todo esto supongo que a Cabrera lo tiene sin cuidado. Para él “detenerse es morir” y si bien nosotros sabemos que, “se quema aquel que quiera su corazón”, da gusto acercarse, pase lo que pase.

Juana y Cabrera son de los que no encajan, aprendices de magos, imprescindibles para todos los que no quieren que nadie se ponga en su lugar, que nadie les mida el corazón.