por Paulo Manterola
- No
creo que pueda hacer esto, dijo ella.
Estaba nerviosa y
él lo sabía, pero no le prestó mucha atención. De hecho, tampoco la escuchó la
segunda vez que se lo dijo: estaba pensando en otra cosa.
Esos ojitos
verdes, pícaros. Lo perdían.
- Bajá
antes de que me arrepienta, le había dicho hacía unas horas cuando él levantó
el audífono del portero de su casa. Era gracioso, un poco: tenía que admitirlo.
Pero ni siquiera eso le molestaba. Estaba contento, excitado. Le gustaba este
juego que tenían. Lo llenaba de deseo, de ansiedad; lo hacía sentir vivo,
realmente vivo. Lo exaltaba, lo cegaba, todo ese teatro. Y aunque no era algo
que a él en realidad lo entretuviera, con ella era diferente: sentía que lo
reinventaban a cada momento, lo resignificaban. Le gustaba cómo ella lo besaba,
como si no supiera besar todavía, como si intentara poner todos los besos en
uno solo, con voracidad. Le gustaba cómo lo tocaba, cómo lo recorría, con ansias
y fascinación. Y cómo lo frenaba también, porque eso era parte del juego, y a
él le encantaba. Cada vez que lo frenaba, él la aprisionaba y la empujaba
contra sí, la envolvía con sus brazos, le hacía sentir cada centímetro de su
cuerpo pegado al de ella, y se perdían una vez más el uno en el otro. Y a ella
también le encantaba, pero lo frenaba porque estaba mal. Y sí, él lo sabía
también: estaba mal.
―
Hace un par de noches tuve un sueño bastante curioso, ¿sabés? ―interrumpió él,
de repente, mientras ella le daba una pitada a su cigarrillo.
Era
tan chica. Y tan atrevida. El mundo era suyo, con todo lo que había en él. O
debería serlo, si así lo quisiera. Lo miró sorprendida. ¿A qué viene eso?,
pensó. ¿No me escuchó?
Él
se sonrió. Casi podía intuirla. Y antes de que ella pudiera decir algo, él
volvió a arrancar, serenamente, pausado, con este tren de pensamientos que lo apuraba.
―
Ya no recuerdo mucho, la verdad, pero tengo una imagen impregnada en la memoria:
había arañas, tarántulas creo, saliendo por debajo de mi cama, trepando, sobre
la cama, sobre mi almohada. Eran de un tamaño imposible, más grandes que mis
manos; y, si mal no recuerdo, tenían más de ocho patas, diez quizás, no sé. Yo
no estaba acostado ahí, no sé dónde estaba realmente, pero las veía. Y estaba aterrado.
―
¿Las mataste? ―preguntó ella, olvidándose de lo que había dicho hace unos
minutos. Él la divertía, no podía negarlo. Su manera de hablar, el tono de su
voz, la seducía. Le resultaba inexplicable, y se lo reprochaba: sos demasiado
grande para mí, le dijo alguna vez.
―
La verdad que no me acuerdo qué hice, o si hice algo. Me desperté pensando que
todavía estaban ahí, con una horrenda sensación de espanto.
Hizo
una pausa mientras ella lo miraba, atenta, examinándolo. Luego, ella bebió un
sorbo de su botella de vodka; él prendió un cigarrillo, apuró un trago largo del
vino que estaba mezclado con cola en su vaso y retomó.
―
Simbólicamente, el sueño es más que interesante, ¿no te parece? Yo les tengo
fobia a las arañas. Según Freud, las arañas son la representación de una madre
peligrosa, oralmente devoradora y castradora. ¡Pareciera como si se hubieran
conocido con mi vieja! ―se sonrió, con cinismo y algo de angustia y desesperación―.
Lo cierto es que lo que el sueño simboliza, como yo lo interpreto, es que siento
una amenaza; es decir, la cama, de alguna forma, es la cuna, lo es así para cualquier
persona: es el lugar donde nos sentimos contenidos una vez que salimos del seno
materno. Hay algo que está invadiendo, apropiándose, de ese lugar donde me
siento seguro, que yo lo codifico en la figura de estos bichos. Yo pierdo ese
lugar en mi sueño, estoy fuera de este. Y pierdo también todo lo que ese lugar
significa: descanso, tranquilidad, sosiego. Ahora que lo pienso, incluso, es el
lugar donde yo ejerzo mi sexualidad. Es decir, perdí mi sexualidad, mi deseo.
Ella
no dejaba de mirarlo más que para beber. Estaba fascinada. No sabía muy bien
qué decir. Estudiaba psicología, aunque tuvo que dejarlo; leía mucho: adoraba a
Cortazar, le aburría Borges, le encantaba Pizarnik, la condesa sangrienta; hubiera
querido decir que entendía a Lacan, pero no, y también le costaba un poco seguirlo
a este hombre que la miraba enamorado, aunque él no quisiera que se le note. No
podía, en realidad. No se lo podía permitir. Y sus propios pensamientos iban
más rápido de lo que él podía hacer para atraparlos.
―
La pregunta es: qué o quién son las arañas, ¿no? ―volvió a decir él, reanudando
esta especie de monólogo. La psicología barata dice que las arañas traen
prosperidad ―y soltó una risa―, aunque dice también que las tarántulas
representan un mal augurio con respecto a la salud o el placer o una decepción
muy grande, ocasionada por un ser querido ―se rió otra vez, aunque era más una
mueca nerviosa que otra cosa―. En algún punto se relacionan. Pero, más allá de
todo esto, hay algo más curioso todavía en torno a las fobias ―hizo una pausa,
tomó de su vaso y siguió dibujando círculos de humo mientras jugaba con sus
manos―: se dice que los fóbicos poseen una psiquis particularmente tenaz, ya
que viven tratando de conciliar lo inconciliable de la relación de su psiquis
con el mundo, hasta el agotamiento, una y otra vez, incansablemente. Esta
tenacidad surge de la posición en la que se sitúa a sí mismo el fóbico, frente
al mundo y frente a los demás: una posición de desigualdad, de injusticia. Y
así vive haciendo malabares para mantener el equilibrio entre su mundo interno
y el mundo externo.
―
El fóbico ama la vida ―replicó ella, con una sonrisa, recitando―, pero teme
perderse en aquello que debe aportarle satisfacción, que lo transforma en un
objeto: el objeto de satisfacción; y teme, por otro lado, el rechazo de ese
mismo objeto, que lo exiliaría de sí mismo. Algo así me parece que dice, ¿no?
―
¡Claro! ¡Es terrible, una locura! ―dijo él mientras se frotaba la nuca.
Ella
lo desarmaba cada vez que decía algo. Realmente era maravilloso. No sabía bien
si lo que más lo excitaba eran las cosas que decía u observar cómo se movían
sus labios mientras hablaba. A ella le encantaba demostrar que sabía, que era
inteligente, que era capaz, que era muchas cosas más que un simple complejo de
inferioridad. Y a él le encantaba escucharla y verla hablar, mirarle las manos,
cómo se encendían esos ojos verdes.
―
¿Quién fue el que dijo eso? Ya no me acuerdo ―preguntó él, divertido. Pero ella
ya se había levantado de su silla.
―
Paso al baño ―le dijo sonriendo.
En
la última hora, había ido al baño tres veces. La verdad es que ella le había
dicho que ya no se drogaba, pero era bastante obvio que sí. Y él no era el tipo
de persona a la que le gustara poner en jaque al otro, no le divertía eso; no
le importaba mucho que se drogara, aunque no sabía bien si esto se debía a que
en realidad no le importaba ella. De todas formas, le hubiera gustado que ella
no tuviera problemas en hacerlo delante de él.
El
listado de canciones de la computadora arrojó al aire los primeros acordes de
un tema de Luis Alberto Spinetta. A ella le gustaba mucho; a él, también.
Era
un tema lento, delicado, exquisito. Así que cuando ella salió del baño y
apareció en la sala de estar, él la tomó de la mano y la pegó a su cuerpo. No
me digas que querés hacerme bailar este tema, le dijo ella. Y empezaron a
moverse alrededor de la sala. Con una mano, la tomaba de la cintura y con la
otra le hacía mimos en el cuello. No se acordaba cómo se llamaba la canción, ni
su letra; ni siquiera podía recordar haberla escuchado alguna vez. Pero no
importaba nada de eso: lo único que le importaba era sentirla a ella. Eso era
lo que a él lo cautivaba de ella. Siempre que la tenía delante de él, tenía un
deseo, una necesidad inapelable de sentirla, de devorarla a besos, de
asfixiarla de placer, de deshacer su cuerpo, centímetro a centímetro, con un
vehemente erotismo, y caer, caer él también, perderse en su piel. Sin poder
contenerse más, comenzó a besarla. Era algo hermoso. Y quería más. No quería
saciarse nunca de ella, aunque le llevara el resto de su vida.
La
recostó en el piso mientras seguían besándose y se sentó sobre la pelvis de ella
con delicadeza. Ella recorría, con las manos, su espalda y su cabeza. Para qué
hacen eso las mujeres, se preguntaba. ¿Realmente creen que nos excita? Tal vez
lo hagan para excitarse ellas mismas. Lentamente fue levantando su blusa hasta
dejarle descubiertos los pechos, se los acarició sutilmente, apenas rozándolos,
y se los comenzó a besar con fervor y devoción hasta que ella lo detuvo. Puso
una mano en la cabeza de él y lo echó para atrás.
―
No puedo hacerle esto a mi novio.
Él
no sabía bien qué decir a eso. En realidad, sí sabía: podía decir muchas cosas,
pero no quería ponerse a discutir, ni mucho menos tratar de convencerla de
nada.
Ella
estaba ahí, recostada debajo de él y él simplemente no sabía qué era lo que
ella quería que le dijera: ya, en este punto, no podía intuirlo. No me gusta
incluir a terceros en conversaciones donde no pueden hablar, le dijo solamente.
Pero está incluido inevitablemente, dijo ella. Sos vos la que lo está incluyendo,
la apuró: Estás acá porque así lo querés.
No
está bien esto, le dijo ella.
Él
no sabía si sentía menos decepción que impotencia.
El
juego ya había alcanzado un punto de no retorno, según lo entendía él. Un punto
en el que las decisiones eran más que simples. Necesitaba la satisfacción, el
premio, la exultación, aunque fuera nada más que para después comenzar otra vez
aquel juego.
―
Está bien lo que te hace sentir bien. Y esto, se siente perfecto, la verdad.
―
Él hizo mucho por mí. ¿Te gustaría que te lo hicieran a vos?
Él
se rió. No, no le gustaría, pero se lo habían hecho de todas formas, y por
nada.
―
Te estás metiendo en un terreno pantanoso ―le dijo.
―
¿Por qué? ―replicó ella, con los codos apoyados sobre el piso y las manos en la
cintura, desafiante, con un tono provocador. Él respiró hondo y soltó un
suspiro.
―
Estoy pasando por un momento en que me cuesta creer en las personas. De hecho,
no te creo a vos. Me cuesta creer que te gusto. Por un lado, si tuviera que
adivinar, diría que te encanto, y que te cuesta tanto disimularlo; pero también
pienso que te estás divirtiendo, que estás probando hasta dónde podés llegar: hasta
dónde te deja tu conciencia divertirte y jugar. Y creo que acabás de encontrar
el límite, por ahora, por hoy. Y no sé si es tu conciencia la que no te deja:
tenés miedo, estás inhibida, te sentís nerviosa. No sé por qué, pero estás
cohibida.
Sin
moverse un centímetro, tomó de la mesa los paquetes de cigarrillos de ambos y
puso el cenicero sobre el suelo. Prendió un cigarrillo y continuó:
―
Perdí la fe en las personas: no existen los actos desinteresados, nadie te
recompensa las buenas acciones. Nadie ve al otro ni las cosas que el otro hace
por ellos, a menos que se lo eche en cara. Y eso hace justamente que cualquier
acto bondadoso y desinteresado pierda su significado. ¡Es terrible! No es que
yo sea un mal tipo o ya no tenga buenas intenciones, si no que simplemente ya
no creo que a alguien le importe: me estoy adaptando.
―
No sos un mal tipo ―le dijo ella con dulzura y algo de tristeza― ¿Realmente te
creés todo lo que acabás de decir? Vos no podés ser un mal tipo.
―
No me conocés ―le replicó él, molesto, y prendió otro cigarrillo.
―
Yo me conozco a mí. Yo sé reconocer a las personas y sé que vos no sos malo.
― Y si te digo
que preferiría violarte antes que hacerte el amor. ¿Qué dice eso de mí? Si te
digo que en lo más profundo de mi ser, no me importa absolutamente nada, que no
creo (no me importa) que nadie sea especial, ni importante, ni hermoso, ni
bueno. Sé que tengo que tratarte mal para que me trates bien. Sé que tengo que
dejar de hablarte para que me hables y después decirte algo lindo, y después no
decirte nada. Y vos te acercás sola. Es muy simple y, sin embargo, es un juego
que me agota demasiado. Estoy harto de todo eso, de estas estrategias y de lo
obtusa que es la gente. ¿Qué te dice eso? Nadie ve al otro, parecen animalitos:
no pueden verse a sí mismos; se pierden en el ruido, se pasan la vida llenando
espacios en blanco con lo que sea. Y no me interesa para nada lo que pensás, si
tengo que decirte la verdad. No me interesa ni siquiera lo que pienso yo.
―
No te creo, la verdad ―contestó ella, algo asustada.
Él
se echó a reír, de repente. Se quedó pensando unos segundos, mientras se
empezaba a perder de vuelta en esos ojos.
―
Tranquila, me estoy divirtiendo con vos un poco. Perdón.
Ella
no sabía muy bien qué decir. No dijo nada. Estaba bastante nerviosa.
Él
la abrazó, la besó en la frente y la ayudó a pararse.
―
Juguemos a algo, ¿te parece? ―le dijo con un toco pícaro.
Ella
se relajó, un poco. A ver, le respondió tratando de seguirle el juego.
Él
abrió los brazos hacia sus costados, con la cabeza en alto y cerró los ojos.
―
Pensá que soy un muñeco ―y se sonrió―. Desvestime, vestime, tocame, como
quieras. Hacé lo que quieras. Soy un objeto, para tu satisfacción.
Ella
se rió. A ver, dijo. Le levantó la remera y empezó a acariciarle el torso,
después los brazos. Esos bracitos, dijo. Le acarició el cuello.
Él
bajó la cabeza y clavó sus ojos en los de ella. Lo besó.
―
No puedo. No puedo hacer esto.
Se
dio vuelta y comenzó a caminar hacia la mesa. Él la agarró por detrás, empujó
su espalda contra su pecho y le empezó a besar el cuello. Le encantaba, lo
excitaba tremendamente, ver cómo ella disfrutaba de eso que él hacía.
―
¿Podés mirarme a los ojos y decirme que no querés esto?
―
No, corazón, no es así ―le dijo ella mientras se ponía de cara frente a él.
Y
esas palabras. Tal vez fueron las palabras, cómo las utilizó, el orden en que las
puso, el tono, el gesto que hizo al decirlas, la insolencia, el hecho de que
ella fuera diez años más chica que él, el cansancio, el agotamiento. Lo
descolocaron.
―
Vamos ―le dijo, serio.
Él
estaba exasperado, furioso. Sabía que era mejor no decir nada, pero su rostro
lo decía todo por él. Ella lo miraba con tristeza, arrepentimiento quizás. Él no
lo sabía, no le importaba. Bajaron por el ascensor sin decirse una palabra, le
abrió la puerta del edificio y la cerró de un golpe, una vez cruzada. Ella
estaba casi a punto de largarse a llorar. A él ya no le importaba.
Sí
le importaba en realidad. No quería que le importara. Ella estaba jugando con
él: no se merecía nada. Él nunca había tratado a nadie de esa forma.
Generalmente, siempre tenía una actitud apática ensayada para la gente que no
le caía bien o a la que él no le caía bien, pero nunca antes se había puesto
furioso con nadie. Y esos ojitos, pícaros, divertidos, lo volvían loco. Esos
ojos habían mirado directamente en su alma sin que él pudiera hacer nada para
evitarlo, y dejarían su huella, que quedaría esta para siempre ahí. No le
hubiera molestado para nada ver esos ojitos al despertarse al día siguiente. No,
le habría encantado. Sentir el calor de su cuerpo desnudo. Llevarle el desayuno
a la cama. Ese pelo prendido fuego, como su corazón inquieto, enmarcando esa
carita pálida. Esa alma llena de vida, insegura, curiosa.
Estaba
perdidamente enamorado de ella, la amaba, de a ratos. Luego, no esperaba nada. No
se le aceleraba el pulso, su corazón no se sobresaltaba, no le hacía falta. Pero
lo prendía fuego por dentro nada más que verla. Y no quería cambiarla en absoluto,
ni siquiera el hecho de que tuviera novio. La quería tal cual era. Era un
chiste que no le hacía gracia a nadie. Lo que le había costado hacerse a la
idea de seguir adelante con todo aquello. Era un momento extraño en su vida, lo
sabía; pero, más que cualquier otra cosa, la atracción que sentía hacia ella
era más fuerte que toda la intransigencia de cualquiera de sus principios. Era
una cuestión de magnetismo o química, física, o fuerzas de cohesión, lo que
fuera. La deseaba, como no había deseado nada en el mundo. La fantaseaba. Y
ella lo fantaseaba a él también, podía darse cuenta. Y por eso, justamente, imaginó
que no podía ser posible. Las fantasías no están hechas de la misma materia que
los deseos; si no, dejarían de serlo. Las fantasías no pertenecen al mundo que
tocamos, miramos y degustamos, al que vivimos sujetados, no: pertenecen a un
mundo mucho más mágico, donde nacen las ideas, la locura. Algún día se reiría
de esto; ella también, quizás. Tal vez ese deseo que se profesaban el uno al
otro era mucho mejor como una fantasía que la realidad misma: la fantasía más
hermosa que alguna vez habían tenido.
Tal
vez lo sabían, y en realidad no querían perderla.
Salió
al balcón a fumar un cigarrillo. Ella no iba a volver sobre sus pasos. Hoy no,
por lo menos. En el aire sonaba una vez más la voz quebradiza de Spinetta. Miró
hacia la casa de la esquina de enfrente que habitaba una pareja de ancianos.
Todo estaba en silencio.
El
viejo se parecía mucho a él, incluso se arreglaba la barba del mismo modo. Su
esposa era rubia y se notaba que en algún momento había sido muy hermosa. A él
le gustaban las mujeres rubias y hermosas también. Pensó en Borges, en el otro.
Pensó en lo gracioso que sería si ese viejo que vivía frente a su departamento
fuera él dentro de unos treinta años. Tenía casi las mismas mañas también,
podría ser. Se preguntó qué haría dentro de esos treinta años, si frente a su
casa se mudara un hombre joven muy parecido a él. Se preguntó si a esa edad
tendría todavía las ganas o el coraje de cruzarse y decirle al chico que no se
preocupe, que tenga paciencia, que las cosas iban a salir exactamente como él
las había planeado. Todo iba a resolverse, lo único que tenía que hacer era
seguir siendo fiel a sí mismo y los ojos abiertos, siempre. Nunca bajar los
brazos, siempre ir por más. No abusar de nada ni de nadie. Nada más que eso, ni
más ni menos. Buen consejo, pensó. Pero creo que sería mejor descubrirlo por mi
propia cuenta. Por eso el viejo este nunca me dirigió la palabra, él sabe.
Pero
qué plan tenía, de todos modos. ¿Quién era aquella señora rubia? ¿Ya la había
conocido, o cuánto tiempo faltaría para conocerla? ¿Sería feliz? ¿Qué recuerdo
tendría de esta noche, de esta chica, la princesita de los ojos de mar?
Unas
semanas después, le mandó un mensaje de texto al celular. Ella nunca lo
contestó. Unos días más tarde, pasó a verlo por su trabajo y empezaron de
vuelta con ese juego de deseo e histeria. Ese juego que lo hacía sentir tan gloriosamente
vivo, más que cualquier otra cosa.
No
volvió a soñar con arañas, hasta ahora.