Por Oscar Cuervo
“No debáis a nadie nada, sino el amarse unos a otros; porque el que ama a su prójimo ha cumplido la ley”.
La célebre frase que Pablo de Tarso escribió en su Espístola a los Romanos (13:8) constituye un intento excepcional por repensar el concepto judaico de Ley a la luz del Amor según es entendido en la fe cristiana de los Evangelios.
Nunca debe olvidarse que estos textos, decisivos para la consolidación del cristianismo, eran cartas que Pablo dirigía a sus compañeros, con una finalidad eminentemente práctica y organizativa, al calor de disputas que hoy llamaríamos políticas entre las primeras comunidades cristianas.
Pablo usaba la palabra como instrumento de acción en el mundo y produjo una enorme revolución en el pensamiento antiguo, tanto entre los judíos como entre los griegos.
Pablo había sido fariseo, un celoso guardián de la Ley mosaica. Para los fariseos el respeto cotidiano, escrupuloso y microscópico del sistema de leyes religiosas/comunitarias constituía el eje de la existencia. Pablo, que se llamaba antes de su conversión Saulo, lo fue hasta tal punto que su celo lo llevó a perseguir cristianos. Mientras cabalgaba rumbo a Damasco en su misión de perseguidor, un resplandor del cielo que sólo él vio lo volteó del caballo y lo encegueció. Escuchó una voz que le decía Saulo, Saulo, por qué me persigues. Interpretó que era el propio Cristo el que le hablaba así. Después de su conversión describió esa voz como un abortivo. La radicalidad de esa experiencia convirtió a Saulo en Pablo, de defensor de la Ley en predicador del amor hacia el prójimo: de todo prójimo, hasta del enemigo. El sentido de la Ley se había alterado para él de forma extrema e irreversible. Ya no podría ser la persecución de los otros sino el amor hacia ellos la misión de su vida.
Pablo había sido fariseo, un celoso guardián de la Ley mosaica. Para los fariseos el respeto cotidiano, escrupuloso y microscópico del sistema de leyes religiosas/comunitarias constituía el eje de la existencia. Pablo, que se llamaba antes de su conversión Saulo, lo fue hasta tal punto que su celo lo llevó a perseguir cristianos. Mientras cabalgaba rumbo a Damasco en su misión de perseguidor, un resplandor del cielo que sólo él vio lo volteó del caballo y lo encegueció. Escuchó una voz que le decía Saulo, Saulo, por qué me persigues. Interpretó que era el propio Cristo el que le hablaba así. Después de su conversión describió esa voz como un abortivo. La radicalidad de esa experiencia convirtió a Saulo en Pablo, de defensor de la Ley en predicador del amor hacia el prójimo: de todo prójimo, hasta del enemigo. El sentido de la Ley se había alterado para él de forma extrema e irreversible. Ya no podría ser la persecución de los otros sino el amor hacia ellos la misión de su vida.
Su acción política y sus epístolas con directivas de acción concreta fueron, según él mismo escribe, escándalo para los judíos y necedad para los griegos. Intentaban resolver la muy fuerte tensión que se produce entre la obediencia a la Ley en términos judeo-farisaicos y el mandato del Amor predicado por Cristo.
Pablo no pudo prever que esas palabras, de una vitalidad tan urgente, se volverían históricamente perdurables, menos aún que su pensamiento se cristalizara en una institución dogmática.
Un fragmento del libro Soren Kierkegaard, Una introducción. Escuchar una voz (Editorial Editorial Quadrata, Buenos Aires, 2010):
El amor al prójimo
“Supongamos entonces que un escritor religioso ha
considerado profundamente esta ilusión, la Cristiandad, y ha resuelto atacarla
con todo el poder a su disposición (con la ayuda de Dios, quede bien sentado),
¿qué tiene que hacer, pues? Ante todo no impacientarse. Si se impacienta,
arremeterá contra ella y no logrará nada. Un ataque directo sólo contribuye a
fortalecer a una persona en su ilusión, y al mismo tiempo la amarga. Pocas
cosas requieren un trato tan cuidadoso como una ilusión, si es que uno quiere
disiparla. Si algo obliga a la futura presa a oponer su voluntad, todo está
perdido. Y esto es lo que logra un ataque directo, y además implica la
presunción de requerir a un hombre que haga a otra persona, o en su presencia, una
concesión que puede hacer mucho más provechosamente a él mismo en privado. Eso
es lo que logra el método indirecto, el cual, amando y sirviendo la verdad, lo
arregla todo dialectalmente para la futura presa, y luego se retira tímidamente
(porque el amor es siempre tímido), para no presenciar el reconocimiento que
hace él a sí mismo a solas ante Dios que ha vivido hasta entonces en una
ilusión.”
La extensión de la cita está justificada porque en este párrafo se
muestra, como pocas veces, la articulación que hace Kierkegaard entre su misión
de escritor en relación con los lectores, el método de la comunicación
indirecta, su noción del rol del escritor en una comunidad, su concepción de la
verdad como algo que concierne a cada uno en particular y, notablemente, su
apuesta a una praxis de amor al prójimo. ¿Podemos hablar entonces de una
politica kierkegaardiana? Preferimos dejar en suspenso esta cuestión, siempre
que logremos remarcar el carácter profundamente práctico y transformador con
que Kierkegaard lleva a cabo su tarea. El no ha aspirado simplemente a
“describir el mundo”, sino a transformar a cada hombre que pueda leer su
escritura. No transformar “la realidad”, sino de hacer que la experiencia de la
lectura de sus obras no pueda dejar al hombre indemne. Y, como queda dicho, lo
pensó como una tarea amorosa.
En Las obras del amor, que como dijimos Kierkegaard
firmó con su propio nombre, desarrolla un extenso tratado en consideración del
mandato cristiano de amar al prójimo, ese ya citado mandamiento principal: “Ama
al prójimo como a ti mismo”. Una de las frases más repetidas y menos
comprendidas en estos dos mil años de civilización occidental y cristiana -lo
que nuestro autor denominó la cristiandad- es desplegada a través de
centenares de páginas en las que Kierkegaard se detiene a analizar
magistralmente cada mínimo matiz de la expresión: el amor, el prójimo, el sí
mismo, el hacer del amor a sí mismo una medida para amar al prójimo y,
recíprocamente, el de amarse a sí mismo no con amor egoísta, sino como se ama a
un prójimo. El exquisito análisis del amor y la pregunta por las obras del amor
-es decir: por la dimensión práctica que implica, por “los frutos” por los
cuales se reconoce al amor- desafían las nociones tradicionales asentadas a lo
largo de siglos, lo que el sentido común terminó por cristalizar como una idea
banal del amor predicado por Cristo en los Evangelios. Lo que hace Kierkegaard
en este monumental tratado es de-construir, desmontar el discurso
amoroso tradicional, hacerlo estallar en sus numerosas y problemáticas
connotaciones, volver a leer el texto de base en el que esas palabras han sido
dichas, tratando de recuperar la experiencia que, bien comprendida, sólo puede
dar lugar a la perplejidad. Para eso hay que estar advertidos de los posibles
desvíos e incomprensiones que el mandato del amor al prójimo ha sufrido en
siglos de rutina eclesiástica y moralismo exterior. Amar al prójimo, nos
recuerda Kierkegaard que dice el Evangelio, no es simplemente amar al
semejante, no es amar a los nuestros porque son nuestros, es decir, porque nos
pertenecen. Amar al prójimo no es amar a una persona por sus excelencias, por
sus virtudes o por el bien que nos hace, porque si la amamos de esa manera, la
amamos en función de un interés egoísta. Amar al prójimo no es preferir a uno
por determinadas cualidades, las que nos convienen; eso es tan sólo amor de
preferencia y ese amor de preferencia, fundado en el egoísmo, frecuentemente se
convierte en odio ni bien el prójimo deja de satisfacer nuestras conveniencias.
El amor al prójimo, a diferencia del amor de preferencia, no se
determina por el objeto amado, es decir, porque este objeto de nuestro amor sea
de una determinada manera; al prójimo se lo ama por amor:
“El
simple amor se determina por su objeto, la amistad se determina por su objeto,
sólo el amor al prójimo se determina por el amor mismo. La razón de esto radica
en el hecho de que el prójimo es cada hombre, absolutamente cada hombre, de
suerte que todas las diferencias quedan eliminadas del objeto y por eso
cabalmente es reconocido este amor en cuanto su objeto no admite ninguna
determinación aproximativa por parte de las diferencias, o dicho con otras
palabras: que este amor solamente se reconoce por el amor. ¿No es esta la más
alta perfección? Pues cuando el amor puede y tiene que reconocerse por alguna
otra cosa distinta, entonces esta otra cosa representa en la misma relación
como una sospecha contra el amor, como si este no fuese lo suficientemente
abarcador, y en consecuencia, no hubiese infinito en el sentido de la
eternidad; esa otra cosa representa para el amor mismo una cierta
predisposición enfermiza. Y, consiguientemente, en esa sospecha habita
escondida la angustia que hace que el amor y la amistad dependan de su objeto,
la angustia capaz de encender los celos, la angustia capaz de llevarnos hasta
la desesperación”.
En
este pasaje resuena la inquietud que produce el amor estético, tal como ha sido
planteado en La repeteción, es decir, el amor acechado por el hastío,
que puede derivar tan fácilmente en rutina y finalmente en odio cuando el
objeto amado, por las razones que fueran, ya no nos satisface. La clave para
que exista el amor al prójimo parece consistir en romper con el amor de
preferencia. El amor de preferencia es un vínculo entre un amante y su objeto
amado. Esa relación establece un circuito que lo único que hace es alimentar un
egoísmo recíproco: nos amamos en tanto nos satisfacemos mutuamente. Es una
relación entre dos, y por lo tanto es una relación especular, de reflejo, en el
cual uno busca anclar el amor en el otro y, por eso, su amor depende del otro,
y el amor del otro depende de uno. Un amor
regido por el amado, que espera que el amado dicte la ley del amor, es amor
de finitud, es decir, un amor condicional e infinitamente insatisfecho: por
ello enciende la angustia, los celos y, en definitiva, la desesperación.
¿Cómo
se rompe este circuito de la preferencia y la desesperación? La salida se halla en la presencia de un
tercero que sea Otro, un des-semejante que viene a romper con este juego de
espejos. Este tercero es el amor mismo. Además del amante y del amado está el
amor. La relación del amante y el amado se ancla en el amor. Ese amor en Las
obras del amor -y en la fe cristiana- se llama Dios. A la pregunta por
quién es el Jesucristo de Kierkegaard no podemos responder con una fórmula
especulativa ni con un aserto teórico: la apertura que plantea Las obras del
amor es de índole práctica: Jesucristo es el amor, el tercero que quiebra
el juego especular entre dos amantes que tan sólo se prefieren (hasta que dejan
de preferirse). Jesucristo es el prójimo, el hombre insignificante, al que has
de amar no porque sea especial, sino porque simplemente es; es decir:
por amor.
El amor al prójimo
no es amor al semejante, porque no se asienta en una identificación. La
identificación es el amor propio, es el mecanismo por el cual cada sujeto busca
el reconocimiento del otro; el yo que necesita del otro para reconocerse a sí
mismo, que se ve a sí mismo en el espejo del otro. Esta búsqueda del reflejo de
un reflejo (de dos reflejos recíprocos) desencadena una inquietud infinita que
deriva fácilmente en odio. Lo que puede romper con ese encierro es una tercera
persona, que es Otra, es decir: que no es semejante a los amantes. El mandato
cristiano de amor al prójimo, de amar al prójimo como a ti mismo, ha venido a
romper con el más habitual amor al semejante. Así es como se plantea en el
Evangelio. Cuando Cristo manda: ama al prójimo como a ti mismo está
citando un pasaje del Antiguo Testamento. Se puede leer:
“No andéis
difamando entre los tuyos; no demandés contra la vida de tu prójimo. Yo Yaveh.
No odiés en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te
cargues por pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor contra los
hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
En ese pasaje, el
Antiguo Testamento parece referirse a una relación de proximidad: “los tuyos”,
“tu hermano”, “los hijos de tu pueblo”. Amar al semejante, al amigo, al
hermano, al que es como yo, en suma. ¿Esto implica que la necesidad de amor se
agota en los “míos”, los cercanos, los próximos? Se trataría entonces de un
amor de preferencia, prefiero a mi hermano antes que a un desconocido, prefiero
al hijo de mi pueblo antes que al extraño, a mi amigo antes que a mi enemigo.
Así el prójimo sería alguien a quien tengo que amar por su cercanía y por su
semejanza conmigo.
Pero unos renglones
más abajo en el mismo texto se dice:
“Cuando un
forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no lo molestéis. Al forastero
que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo
amarás como a ti mismo, pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de
Egipto”.
Ahora se trata de
amar al forastero como a uno de los tuyos. Uno podría entender que esa
obligación radica en que el forastero ahora “reside junto a vosotros”, es
decir, que se ha vuelto un vecino y que, en razón de esa vecindad, ahora está
cerca y por eso se lo debe amar. Sin embargo, el motivo que alega Yaveh es que
“forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”. Es decir: que la razón
para amarlo no sería exactamente la cercanía en que se encuentra el forastero,
sino el hecho de que forasteros somos, o al menos podríamos ser, todos.
Pero en el Nuevo
Testamento estas relaciones de proximidad y lejanía se complican de una manera
inaudita. Hasta podríamos decir: se alteran. Jesús vuelve sobre esas antiguas
palabras pero trastorna los significados lineales de proximidad y lejanía,
introduce la ajenidad entre los que se encuentran cerca, la extrañeza entre los
conocidos, la discordia entre los parientes y el amor entre los enemigos.
¿Niega de esta manera lo que decían las escrituras antiguas? Más bien diría que
hace estallar, mediante el uso de paradojas, el sentido habitual de estas
palabras:
“No penséis que he
venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he
venido a enfrentar el hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera
con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él”.
El cercano, el
hermano, el próximo se han vuelto de pronto enemigos. Pero hay un pasaje que
constituye la ruptura más radical con el
amor de preferencia:
“Habéis oído que se
dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a
vuestros enemigos y rogad por los que os persigan para que seais hijos de
vuestro Padre celestial. Que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover
sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa
vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más
que a vuestros hermanos, qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo los
gentiles?”.
La piedra de toque
de cualquier amor fundado en las ventajas comparativas del objeto amado o el
bien que el amado pueda hacernos está en el mandato de amar al enemigo, es
decir, a aquel cuya presencia no me representa ninguna ventaja interesada,
aquel a quien puedo amar porque es mi prójimo, aunque sea mi enemigo. En esta
figura del enemigo amado está cifrado de un modo diverso el problema ya
planteado en Ejercitación del cristianismo: ¿Por qué razones habría que
haber amado a Jesús? ¿Porque era elocuente, porque hacía milagros? Anticlimacus
dice que Cristo es el incógnito, el hombre insignificante, que no tiene ningún
atributo exterior por el cual fuera reconocido como el amor. Y sin embargo
Cristo, este prójimo, es el amor. No hay manera de reconocerlo sino
amándolo. No se trata de ningún reconocimiento, por el cual “yo me doy cuenta
de lo que tú eres y entonces te amo”. El acto de amor invierte esta condición:
el amor hay que ponerlo antes. Si lo amas, entonces ahí aparece el prójimo. El
amor en cierta forma precede al amante y al amado.
El análisis de la
experiencia amorosa encuentra en Las obras del amor una sutileza y una
profundidad que no se pueden suplir mediante una breve síntesis. Pero se hace
evidente que esta problemática es un punto de confluencia de toda la obra
kierkegaardiana. No es que este libro resuelva todos los dilemas que en el
resto de la obra de Kierkegaard quedan como asuntos pendientes, porque el amor
al prójimo no alcanzaría la densidad que presenta aquí si no fuera porque en
las llamadas obras estéticas el autor ha explorado el callejón sin salida de la
angustia ante la nada, la finitud, el enamoramiento, el tedio, las reglas
comunitarias, el egoísmo, la desesperación y la percepción del sinsentido de la
existencia. No es para anular esta problemática de la finitud que se apela a
una sencilla fórmula del amor. La obra kierkegaardiana despliega todo el
repertorio de los motivos por los cuales hay que desesperarse y deja en manos
del lector la posibilidad de encontrar una puerta que estará abierta sólo para
él o que se cerrará para siempre.
(Kierkegaard, una introducción. Escuchar un a voz, cap. 6, fragmento)