jueves, 31 de octubre de 2013

El Amor es el cumplimiento de la Ley

Por Oscar Cuervo

“No debáis a nadie nada, sino el amarse unos a otros; porque el que ama a su prójimo ha cumplido la ley”. 

La célebre frase que Pablo de Tarso escribió en su Espístola a los Romanos (13:8) constituye un intento excepcional por repensar el concepto judaico de Ley a la luz del Amor según es entendido en la fe cristiana de los Evangelios.

Nunca debe olvidarse que estos textos, decisivos para la consolidación del cristianismo, eran cartas que Pablo dirigía a sus compañeros, con una finalidad eminentemente práctica y organizativa, al calor de disputas que hoy llamaríamos políticas entre las primeras comunidades cristianas. 

Pablo usaba la palabra como instrumento de acción en el mundo y produjo una enorme revolución en el pensamiento antiguo, tanto entre los judíos como entre los griegos.

Pablo había sido fariseo, un celoso guardián de la Ley mosaica. Para los fariseos el respeto cotidiano, escrupuloso y microscópico del sistema de leyes religiosas/comunitarias constituía el eje de la existencia. Pablo, que se llamaba antes de su conversión Saulo, lo fue hasta tal punto que su celo lo llevó a perseguir cristianos. Mientras cabalgaba rumbo a Damasco en su misión de perseguidor, un resplandor del cielo que sólo él vio lo volteó del caballo y lo encegueció. Escuchó una voz que le decía Saulo, Saulo, por qué me persiguesInterpretó que era el propio Cristo el que le hablaba así. Después de su conversión describió esa voz como un abortivo. La radicalidad de esa experiencia convirtió a Saulo en Pablo, de defensor de la Ley en predicador del amor hacia el prójimo: de todo prójimo, hasta del enemigo. El sentido de la Ley se había alterado para él de forma extrema e irreversible. Ya no podría ser la persecución de los otros sino el amor hacia ellos la misión de su vida.

Su acción política y sus epístolas con directivas de acción concreta fueron, según él mismo escribe, escándalo para los judíos y necedad para los griegos. Intentaban resolver la muy fuerte tensión que se produce entre la obediencia a la Ley en términos judeo-farisaicos y el mandato del Amor predicado por Cristo. 

Pablo no pudo prever que esas palabras, de una vitalidad tan urgente, se volverían históricamente perdurables, menos aún que su pensamiento se cristalizara en una institución dogmática. 

Soren Kierkegaard en su libro fundamental, Las obras del Amor, hace un esfuerzo inédito en el pensamiento contemporáneo por comprender el sentido de estas palabras, engañosamente sencillas. Y esto le sirve para ajustar cuentas contra los olvidos fundamentales tanto de la filosofía sistemática como del cristianismo oficial.

Un fragmento del libro Soren Kierkegaard, Una introducción. Escuchar una voz (Editorial Editorial Quadrata, Buenos Aires, 2010):

El amor al prójimo

“Supongamos entonces que un escritor religioso ha considerado profundamente esta ilusión, la Cristiandad, y ha resuelto atacarla con todo el poder a su disposición (con la ayuda de Dios, quede bien sentado), ¿qué tiene que hacer, pues? Ante todo no impacientarse. Si se impacienta, arremeterá contra ella y no logrará nada. Un ataque directo sólo contribuye a fortalecer a una persona en su ilusión, y al mismo tiempo la amarga. Pocas cosas requieren un trato tan cuidadoso como una ilusión, si es que uno quiere disiparla. Si algo obliga a la futura presa a oponer su voluntad, todo está perdido. Y esto es lo que logra un ataque directo, y además implica la presunción de requerir a un hombre que haga a otra persona, o en su presencia, una concesión que puede hacer mucho más provechosamente a él mismo en privado. Eso es lo que logra el método indirecto, el cual, amando y sirviendo la verdad, lo arregla todo dialectalmente para la futura presa, y luego se retira tímidamente (porque el amor es siempre tímido), para no presenciar el reconocimiento que hace él a sí mismo a solas ante Dios que ha vivido hasta entonces en una ilusión.”

La extensión de la cita está justificada porque en este párrafo se muestra, como pocas veces, la articulación que hace Kierkegaard entre su misión de escritor en relación con los lectores, el método de la comunicación indirecta, su noción del rol del escritor en una comunidad, su concepción de la verdad como algo que concierne a cada uno en particular y, notablemente, su apuesta a una praxis de amor al prójimo. ¿Podemos hablar entonces de una politica kierkegaardiana? Preferimos dejar en suspenso esta cuestión, siempre que logremos remarcar el carácter profundamente práctico y transformador con que Kierkegaard lleva a cabo su tarea. El no ha aspirado simplemente a “describir el mundo”, sino a transformar a cada hombre que pueda leer su escritura. No transformar “la realidad”, sino de hacer que la experiencia de la lectura de sus obras no pueda dejar al hombre indemne. Y, como queda dicho, lo pensó como una tarea amorosa.

En Las obras del amor, que como dijimos Kierkegaard firmó con su propio nombre, desarrolla un extenso tratado en consideración del mandato cristiano de amar al prójimo, ese ya citado mandamiento principal: “Ama al prójimo como a ti mismo”. Una de las frases más repetidas y menos comprendidas en estos dos mil años de civilización occidental y cristiana -lo que nuestro autor denominó la cristiandad- es desplegada a través de centenares de páginas en las que Kierkegaard se detiene a analizar magistralmente cada mínimo matiz de la expresión: el amor, el prójimo, el sí mismo, el hacer del amor a sí mismo una medida para amar al prójimo y, recíprocamente, el de amarse a sí mismo no con amor egoísta, sino como se ama a un prójimo. El exquisito análisis del amor y la pregunta por las obras del amor -es decir: por la dimensión práctica que implica, por “los frutos” por los cuales se reconoce al amor- desafían las nociones tradicionales asentadas a lo largo de siglos, lo que el sentido común terminó por cristalizar como una idea banal del amor predicado por Cristo en los Evangelios. Lo que hace Kierkegaard en este monumental tratado es de-construir, desmontar el discurso amoroso tradicional, hacerlo estallar en sus numerosas y problemáticas connotaciones, volver a leer el texto de base en el que esas palabras han sido dichas, tratando de recuperar la experiencia que, bien comprendida, sólo puede dar lugar a la perplejidad. Para eso hay que estar advertidos de los posibles desvíos e incomprensiones que el mandato del amor al prójimo ha sufrido en siglos de rutina eclesiástica y moralismo exterior. Amar al prójimo, nos recuerda Kierkegaard que dice el Evangelio, no es simplemente amar al semejante, no es amar a los nuestros porque son nuestros, es decir, porque nos pertenecen. Amar al prójimo no es amar a una persona por sus excelencias, por sus virtudes o por el bien que nos hace, porque si la amamos de esa manera, la amamos en función de un interés egoísta. Amar al prójimo no es preferir a uno por determinadas cualidades, las que nos convienen; eso es tan sólo amor de preferencia y ese amor de preferencia, fundado en el egoísmo, frecuentemente se convierte en odio ni bien el prójimo deja de satisfacer nuestras conveniencias.

El amor al prójimo, a diferencia del amor de preferencia, no se determina por el objeto amado, es decir, porque este objeto de nuestro amor sea de una determinada manera; al prójimo se lo ama por amor:

El simple amor se determina por su objeto, la amistad se determina por su objeto, sólo el amor al prójimo se determina por el amor mismo. La razón de esto radica en el hecho de que el prójimo es cada hombre, absolutamente cada hombre, de suerte que todas las diferencias quedan eliminadas del objeto y por eso cabalmente es reconocido este amor en cuanto su objeto no admite ninguna determinación aproximativa por parte de las diferencias, o dicho con otras palabras: que este amor solamente se reconoce por el amor. ¿No es esta la más alta perfección? Pues cuando el amor puede y tiene que reconocerse por alguna otra cosa distinta, entonces esta otra cosa representa en la misma relación como una sospecha contra el amor, como si este no fuese lo suficientemente abarcador, y en consecuencia, no hubiese infinito en el sentido de la eternidad; esa otra cosa representa para el amor mismo una cierta predisposición enfermiza. Y, consiguientemente, en esa sospecha habita escondida la angustia que hace que el amor y la amistad dependan de su objeto, la angustia capaz de encender los celos, la angustia capaz de llevarnos hasta la desesperación”.

En este pasaje resuena la inquietud que produce el amor estético, tal como ha sido planteado en La repeteción, es decir, el amor acechado por el hastío, que puede derivar tan fácilmente en rutina y finalmente en odio cuando el objeto amado, por las razones que fueran, ya no nos satisface. La clave para que exista el amor al prójimo parece consistir en romper con el amor de preferencia. El amor de preferencia es un vínculo entre un amante y su objeto amado. Esa relación establece un circuito que lo único que hace es alimentar un egoísmo recíproco: nos amamos en tanto nos satisfacemos mutuamente. Es una relación entre dos, y por lo tanto es una relación especular, de reflejo, en el cual uno busca anclar el amor en el otro y, por eso, su amor depende del otro, y el amor del otro depende de uno. Un amor regido por el amado, que espera que el amado dicte la ley del amor, es amor de finitud, es decir, un amor condicional e infinitamente insatisfecho: por ello enciende la angustia, los celos y, en definitiva, la desesperación.

¿Cómo se rompe este circuito de la preferencia y la desesperación?  La salida se halla en la presencia de un tercero que sea Otro, un des-semejante que viene a romper con este juego de espejos. Este tercero es el amor mismo. Además del amante y del amado está el amor. La relación del amante y el amado se ancla en el amor. Ese amor en Las obras del amor -y en la fe cristiana- se llama Dios. A la pregunta por quién es el Jesucristo de Kierkegaard no podemos responder con una fórmula especulativa ni con un aserto teórico: la apertura que plantea Las obras del amor es de índole práctica: Jesucristo es el amor, el tercero que quiebra el juego especular entre dos amantes que tan sólo se prefieren (hasta que dejan de preferirse). Jesucristo es el prójimo, el hombre insignificante, al que has de amar no porque sea especial, sino porque simplemente es; es decir: por amor.

El amor al prójimo no es amor al semejante, porque no se asienta en una identificación. La identificación es el amor propio, es el mecanismo por el cual cada sujeto busca el reconocimiento del otro; el yo que necesita del otro para reconocerse a sí mismo, que se ve a sí mismo en el espejo del otro. Esta búsqueda del reflejo de un reflejo (de dos reflejos recíprocos) desencadena una inquietud infinita que deriva fácilmente en odio. Lo que puede romper con ese encierro es una tercera persona, que es Otra, es decir: que no es semejante a los amantes. El mandato cristiano de amor al prójimo, de amar al prójimo como a ti mismo, ha venido a romper con el más habitual amor al semejante. Así es como se plantea en el Evangelio. Cuando Cristo manda: ama al prójimo como a ti mismo está citando un pasaje del Antiguo Testamento. Se puede leer:

“No andéis difamando entre los tuyos; no demandés contra la vida de tu prójimo. Yo Yaveh. No odiés en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te cargues por pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

En ese pasaje, el Antiguo Testamento parece referirse a una relación de proximidad: “los tuyos”, “tu hermano”, “los hijos de tu pueblo”. Amar al semejante, al amigo, al hermano, al que es como yo, en suma. ¿Esto implica que la necesidad de amor se agota en los “míos”, los cercanos, los próximos? Se trataría entonces de un amor de preferencia, prefiero a mi hermano antes que a un desconocido, prefiero al hijo de mi pueblo antes que al extraño, a mi amigo antes que a mi enemigo. Así el prójimo sería alguien a quien tengo que amar por su cercanía y por su semejanza conmigo.

Pero unos renglones más abajo en el mismo texto se dice:

“Cuando un forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no lo molestéis. Al forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo, pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”.

Ahora se trata de amar al forastero como a uno de los tuyos. Uno podría entender que esa obligación radica en que el forastero ahora “reside junto a vosotros”, es decir, que se ha vuelto un vecino y que, en razón de esa vecindad, ahora está cerca y por eso se lo debe amar. Sin embargo, el motivo que alega Yaveh es que “forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”. Es decir: que la razón para amarlo no sería exactamente la cercanía en que se encuentra el forastero, sino el hecho de que forasteros somos, o al menos podríamos ser, todos.

Pero en el Nuevo Testamento estas relaciones de proximidad y lejanía se complican de una manera inaudita. Hasta podríamos decir: se alteran. Jesús vuelve sobre esas antiguas palabras pero trastorna los significados lineales de proximidad y lejanía, introduce la ajenidad entre los que se encuentran cerca, la extrañeza entre los conocidos, la discordia entre los parientes y el amor entre los enemigos. ¿Niega de esta manera lo que decían las escrituras antiguas? Más bien diría que hace estallar, mediante el uso de paradojas, el sentido habitual de estas palabras:

“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar el hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él”.

El cercano, el hermano, el próximo se han vuelto de pronto enemigos. Pero hay un pasaje que constituye la ruptura más radical  con el amor de preferencia:

“Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan para que seais hijos de vuestro Padre celestial. Que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo los gentiles?”.

La piedra de toque de cualquier amor fundado en las ventajas comparativas del objeto amado o el bien que el amado pueda hacernos está en el mandato de amar al enemigo, es decir, a aquel cuya presencia no me representa ninguna ventaja interesada, aquel a quien puedo amar porque es mi prójimo, aunque sea mi enemigo. En esta figura del enemigo amado está cifrado de un modo diverso el problema ya planteado en Ejercitación del cristianismo: ¿Por qué razones habría que haber amado a Jesús? ¿Porque era elocuente, porque hacía milagros? Anticlimacus dice que Cristo es el incógnito, el hombre insignificante, que no tiene ningún atributo exterior por el cual fuera reconocido como el amor. Y sin embargo Cristo, este prójimo, es el amor. No hay manera de reconocerlo sino amándolo. No se trata de ningún reconocimiento, por el cual “yo me doy cuenta de lo que tú eres y entonces te amo”. El acto de amor invierte esta condición: el amor hay que ponerlo antes. Si lo amas, entonces ahí aparece el prójimo. El amor en cierta forma precede al amante y al amado.

El análisis de la experiencia amorosa encuentra en Las obras del amor una sutileza y una profundidad que no se pueden suplir mediante una breve síntesis. Pero se hace evidente que esta problemática es un punto de confluencia de toda la obra kierkegaardiana. No es que este libro resuelva todos los dilemas que en el resto de la obra de Kierkegaard quedan como asuntos pendientes, porque el amor al prójimo no alcanzaría la densidad que presenta aquí si no fuera porque en las llamadas obras estéticas el autor ha explorado el callejón sin salida de la angustia ante la nada, la finitud, el enamoramiento, el tedio, las reglas comunitarias, el egoísmo, la desesperación y la percepción del sinsentido de la existencia. No es para anular esta problemática de la finitud que se apela a una sencilla fórmula del amor. La obra kierkegaardiana despliega todo el repertorio de los motivos por los cuales hay que desesperarse y deja en manos del lector la posibilidad de encontrar una puerta que estará abierta sólo para él o que se cerrará para siempre.

(Kierkegaard, una introducción. Escuchar un a voz, cap. 6, fragmento)

sábado, 26 de octubre de 2013

Por qué soy kirchnerista

Mi nombre es Juan Sebastián Soriano. Mi DNI es 28062691. Tengo 33 años, vivo en Santos Lugares, donde nací.

Soy el referente de Vatayón Militante, esa agrupación con la que Clarín se ensañó para decir que éramos los más malos, titulando un montón de veces que nosotros sacábamos presos para actos kirchneristas, cosa que se comprobó absolutamente falsa.
Pero no es de lo que quiero hablar.
Quiero hablar de otra cosa, quiero contarles a todos y a todas por qué carajo soy kirchnerista.

Soy kirchnerista porque sé que todos los bebitos y bebitas que nacen ahora, tienen por derecho, una Asignación Universal por Hijo, que no es otra cosa más que guita, plata, para que puedan comer y beber. Y también sé, aunque muchos digan que no es así, lo sé, que para que le den esa guita a la madre, tienen que presentar obligatoriamente los certificados de vacunación y de estudio.
Las vacunas son gratis. Ir a la escuela también.
Podría decirte un montón de otras cosas de por qué soy kirchnerista y por qué defiendo a este proyecto a largo plazo. Podría contarte que este gobierno es el que tiene la decisión de dar créditos, préstamos, nada de regalar, a las personas que quieran y puedan tener su casa propia. Y eso no es joda. Porque para que una persona pueda tener su casa propia, hay mucha gente que trabaja en la construcción, en las inmobiliarias, haciendo laburos de pintura, electricidad, carpintería, techos, suelos, paredes. Estamos hablando de casi doscientas cincuenta mil casas que se están construyendo.

Esto no es joda.
Podría decirte, hermano o hermana, que soy kirchnerista y soy como vos. Igual a vos.
Me gustan las películas que mirás: a mí también me gusta Tarantino, y escucho a Los Ramones. Me encantan los Redondos, Almafuerte. También me gusta mucho Daft Punk.
Y me encanta que un gobierno diga con exactitud lo que va a hacer y que luego lo haga.
Ya sé lo que me vas a decir: que en la política roban.
Te voy a contestar una cosa por la que muchos compañeros me van a querer matar: puede ser que roben. Puede ser que en la política en general, se robe.
Yo de hecho, conozco a muchos en la política que son hijos de puta, porque otro nombre no tienen, que me parece que roban.
Tipos y tipas que se acercan a la política para poder tener un mejor auto. Un mejor negocio. O que la policía no les toque el culo. Que no quieren hacer las cosas mejores para el pueblo.
Y sé que no conozco ni a la mitad de estos hijos de puta.

Pero también conozco a muchas madres y padres, familias enteras a las que les cambió la vida el kirchnerismo, y es por esto que te estoy contando: la Asignación Universal por Hijo. No sé de quién fue la idea, puede haber sido de Carrió, de Pino Solanas, de Kirchner, de cualquiera. Pero la fuerza política que dijo: “Podemos y tenemos que hacerlo”, fue ésta, el Frente Para la Victoria, muchas personas a las que les gusta la política, y que hacen lo que hacen porque no duermen pensando en esto.

Mi vieja, hablando de madres, es jubilada docente, fue directora de un jardín de infantes en el barrio durante cuarenta años, y el año pasado se fue a Estados Unidos por primera vez, con su jubilación. Es kirchnerista, y no lo era, pero tiene dos aumentos anuales en su jubilación.
Yo hago política. Abiertamente. Milito. Vamos con mi agrupación a los barrios a tratar de acercar el Estado al pueblo. Escuchamos a la gente. Vemos qué está mal. Les contamos qué pueden hacer para estar mejor. Nos enojamos. Nos ponemos tristes. Celebramos y nos ponemos felices con pequeñas victorias, también. Y lo hacemos muchos, mucho tiempo, cuando podemos, como podemos, porque queremos y porque podemos.


Y yo me muero por este proyecto porque me muero si un nene o una nena está mal. Me muero un poco cuando veo que hay pobres o villas o asentamientos y no llegamos. Me muero cada día cuando veo que una nena nace mal, vive mal y va a estar mal. Me muero cuando la urgencia le gana a la vida y me duele la cara al hablar de kirchnerismo, saberme militante y saber que no puedo llegar a todos lados. Me muero todos los días porque sé que lo que hacemos desde el peronismo, nunca alcanza del todo. Me muero como vos por no poder hacerlo. Pero te aseguro que doy la vida por esto. Doy la vida por mejorar todo. No estoy usando un eufemismo: yo sé lo que es no poder dormir, no comer, dormir en el suelo, sentirte golpeado, vapuleado, castigado, por querer hacer algo en nombre de un proyecto.

No milito por Cristina.
Milito a Cristina, porque Cristina representa lo mejor posible en mucho tiempo, por los niños y las niñas de mi país, a los que amo con los ojos cerrados y los abrazo haciendo cuando puedo hacer, y eso es todo el tiempo.

Podrás preguntarme a qué me dedico. Y te lo cuento: laburo para este Gobierno, y eso me llena de orgullo.
Mi cargo tiene que ver con la creatividad, porque laburé muchos años de creativo publicitario y también de guionista. En publicidad podría estar cobrando cerca de diez mil pesos: cuando me retiré había ganado muchos premios. Muchos de verdad.
Como guionista de televisión, podría estar ganando cerca de veinte lucas, no es joda, de verdad, eso paga la televisión en Argentina. ¿Sabías que somos el cuarto productor mundial de material audiovisual? Esto no es joda, esto es un hecho, está chequeado.

Yo elegí un día dedicarme a la política. Mandé muchos mails. Muchos de verdad. Traté de buscar a alguien que me abra una puerta. Traté de entrar y de mostrar qué es lo que sé hacer, y que de puta casualidad, es lo que me gusta. Y lo conseguí.
A fuerza de mucho laburo, de bancarme mucho tiempo sin nada para comer, literalmente. La computadora que tengo en mi casa me la regaló una compañera. La heladera también. Había gente que me traía a mi casa bolsas con comida, y de eso no me olvido más, porque fue durante el kirchnerismo que decidí apostar todo a esto, toda mi vida, todo mi tiempo, toda mi pasión, todo mi nervio, todos mis sueños y todos mis despertares. Literalmente, otra vez. Ahora gano siete mil pesos y medio. No es un sueldo altísimo, pero sé que es mejor que el de muchísimos y muchísimas en este país. Mi cargo es Asesor Conceptual de Eventos, para Jefatura de Gabinete, y sé que puede sonar a sarasa total pero no lo es: hago eventos, desde el planeamiento estratégico y político, pasando por la estética hasta llegar a su consumación final. Pueden ser charlas, conciertos, muestras y cosas que tienen siempre que ver con la cuestión cultural. También relacionadas a la comunicación, y eso, es muy parecido a hacer publicidad, pero en lugar de vender un desodorante, trato de contarle a todo el mundo qué es lo que yo creo que es mejor para todos y todas, y todos y todas los y las que van a nacer mañana.
Te digo todo esto para que no me digas que hablo porque me pagan: así no trabajara para el Estado, haría lo mismo que hago ahora, pelearía por lo mismo y militaría igual.
Esto no es para todo el mundo. Esto de militar. Esto de tratar de hacer las cosas. Esto de morirse todos los días por ver que no llegás a nada. Seguiría dando la vida por un Gobierno que me dice que la Patria es el Otro, tratando de contarle a todo el mundo un sentimiento muy fuerte, muy intenso, que consiste en comprender que si el de al lado mío está bien, yo voy a estar mejor. Porque eso pasa de sentimiento, a realidad.
Y esto es, en verdad, el peronismo.
El peronismo es uno sólo y no es un adjetivo. El peronismo es un modo de vivir, y por más que Menem te haya dicho que era peronista, Menem trabajaba por y para Estados Unidos y las empresas de allá.
Este gobierno, este movimiento suramericano en verdad, el kirchnerismo, es el que le dijo que no a Estados Unidos cuando quiso hacer un tratado de libre comercio, que era que cualquiera pueda ofertar cualquier cosa en toda América: si eso pasaba, la oferta de los países más poderosos nos iban a romper al medio e íbamos a perder todo.
Pero Néstor, Chávez, Lula, todos se pararon de manos.
Esa, querido compañero de vida, es una gran diferencia con el tipo que vino ahora a decirte que es como el kirchnerismo pero bueno, blanco y humilde: Massa, ese que dice que no pelea, que es sanito y que quiere trabajar con vos, hablaba todo el tiempo con la Embajada de Estados Unidos cuando era Jefe de Gabinete de este gobierno. Le contaba cosas que él creía malas de este gobierno, como si Estados Unidos fuera la policía del mundo. Eso no es traicionar a tu jefe. Eso es traicionar a la gente. Y no es que a Estados Unidos le denunciaba que alguien robaba, eh. No. Les contaba cosas de cómo funciona este país, de qué queríamos hacer y qué terminamos haciendo.

A mí también, te cuento, me enoja cuando veo cosas horribles. A mí no me gusta el Papa, y mucha gente se enojó dentro del kirchnerismo conmigo. Pero igual no me gusta. A mí no me gusta que ningún funcionario gane cuarenta lucas al mes, me parece obsceno y horrible. Y lo que ganan eso son todos los funcionarios de todos los partidos políticos, no solamente nosotros. Tampoco me gusta que en la esquina de mi casa haya un pozo, que se inunden los lugares que se inundan, sean en Belgrano o en la palangana, en La Matanza. Me da asco que todo eso pase. No me gusta ni de lejos la idea de bajar la edad de imputabilidad y también me da mucha bronca cuando la guita se gasta en cosas que podrían hacerse con menos guita. Tampoco me gusta que el Jefe del Ejército sea un tipo que al menos desde lejos, estuvo durante el Proceso. No me gusta y me resulta injustificable.
¿Y sabés qué? Yo digo esto, aun laburando en Jefatura de Gabinete, y sé concretamente que nadie me va ni a apretar las bolas, ni a echar, ni a decir nada de nada, porque en este país, cualquiera puede decir cualquier cosa, cualquiera puede ofender, difamar, mentir, decir las cosas más absurdas, también lo bueno y la libertad es tal, que nadie toma represalias. NUNCA. A mí jamás me dijo nadie que diga algo que no quiero decir. Jamás. Y todo lo que digo acá, sobre las cosas que no me gustan, las digo en cualquier lado, las digo en el momento oportuno, las digo a veces con malas palabras, y a veces me arrepiento del tono pero nunca de lo que digo.
Y lo que digo que me gusta no lo digo porque alguien me pague por decirlo.
Pero esto también es democracia.
Y esta democracia está fuertísima, porque hay un gobierno que teniendo a gran parte del poder económico en contra, trabajó, hizo fuerza y supo que el pueblo, en su enorme mayoría, elegía seguir haciendo como lo hacemos todos los días.
Quiero decirte, nada más y nada menos, querida amiga, querido amigo, que yo soy el kirchnerismo.
Yo, que soy un pibe normal, o ya no tan pibe.
Yo, que miro las películas que vos mirás.
Yo, que escucho las bandas que a vos te gustan.
Yo, que trabajo, milito y vivo para vos y para todo el mundo: los que nos quieren y los que no nos quieren.
Yo, que soy igual a un montón que nos votan y a otro montón que no nos votan.
¿Por qué te creés que soy kirchnerista? ¿Estoy loco?

Te pido que me des pelota, nada más.
Preguntame lo que quieras y tené en cuenta que si te pido que vuelvas a elegir a este gobierno, es por algo.
Estoy de tu lado.
Y yo me muero porque todos estemos mejor, durante muchos años más.


* NOTA DEL EDITOR DE UN LARGO:


Este es un texto que Hank Soriano me dio a leer la otra noche y le pedí para publicarlo en este blog. Fue originalmente publicado acá

Me interesa no porque suscriba cada palabra que dice. No hace falta estar de acuerdo en todo. Lo que me interesa en realidad es su decisión de mostrar desde dónde habla, cómo milita, para qué vive y de qué vive. El valor está en darle carnadura a la posición militante. Porque se habla demasiado de militancia hoy en día y muchas veces se usa la palabra como si todos entendieran lo mismo. Y para colmo hay un intento, desde la derecha y también desde esa posición desclasada del resentimiento, el reviente y el lumpenaje burgués, de demonizar la militancia, de connotarla de las peores cosas que se puedan atribuir a una vida. Desde los programas de televisión cualunquistas y desde blogs arrepentidos o chantajistas y desde los call centers hay un intento de burlarse de la militancia, de ridiculizarla, de asociarla a la violencia, la corrupción, la irreflexión, la impostura o la obsecuencia.

Está clarísimo que lo que más molesta del kirchnerismo no son las cosas que se hacen más o menos mal, o que Cristina hable mucho, o que tenga mucho dinero o que tenga un tono de directora de escuela al hablar. La revulsión que el kirchnerismo despierta no se basa en sus límites, sus componentes criticables, su reformismo tímido o su tendencia a achancharse: límites, cosas criticables y achanchamiento han tenido todos los gobiernos. Lo insoportable del kirchnerismo, como época, como marca, como recuperación, no son sus limites sino su proyección: es la militancia.

El kirchnerismo no inventó la militancia pero la recuperó para la época. La noción de que hay tareas que se comparten, peleas que dar, ideas por las que apasionarse, la certeza de que si no hacés política alguien hace tu política, es decir: te la arrebata. Hay tipos que no soportan tener que asumir su posición política, que quisieran despertarse un día y ver que la vuelta de la militancia fue un mal sueño y que en realidad cada uno está en su pequeña vidita de consumos y su melacolía cómoda y su egoísmo obstinado y paranoico. Hay tipos y tipas que no soportan que en este momento haya grupos que se juntan a militar;  desean que la militancia vuelva a salir de la escena, que se recluya en un costado enojado e irrelevante, que pretenda todo y haga nada. Si la militancia renunciara a llegar al poder y volviera a ser una posición sencilla y testimonial, estos tipos reventados suspirarían aliviados.

Lo bueno del texto de Hank es que muestra con franqueza dónde está: quién es, quién era, qué pretende ser, cuánto le falta. No la "idea" de la militancia, sino la práctica cotidiana de un militante. Alguien que no necesita idealizar el proyecto que apoya, que es capaz de contarle los huesos a ese perro flaco. Que se da cuenta de que en el kirchnerismo hay problemas pero no usa eso como excusa para apartarse o hacer una mueca de cancherismo.

Se da cuenta de que hay problemas y eso lo lleva a implicarse, a meterse en lugares más incómodos. Ese anhelo de incomodidad es una grieta por donde la luz entra.



Y mientras la grieta exista no habrá descanso ni calma.

martes, 22 de octubre de 2013

Interrupción

por Paulo Manterola 

Hubo un campo una vez, hace años, prodigiosamente extenso, fascinante –acabado en su más mínimo detalle, casi de forma superflua–, a un lado de alguna estación de trenes. Nunca supe cómo llegué hasta ahí con exactitud. Recuerdo haber tomado el tren hacia el condado de York, aunque no recuerdo a dónde me dirigía realmente. En esa época, las estaciones no eran tan elegantes como lo son ahora. Todavía ni siquiera había letreros que indicaran a dónde se llegaba. Apenas si funcionaban con regularidad y sin dificultades los trenes. De todas formas, me quedé dormido. Tal era mi desconcierto al despertar que tuve que bajar en algún otro lugar que nunca pude averiguar cuál era o dónde quedaba. No había señalizaciones. Luego de caminar un largo rato, me encontré con aquella gloriosa y colmada nada. Entonces, todo perdió importancia. Me abandoné allí. Lo poco que alcanzo a evocar está impregnado en mi memoria de un modo muy abstracto, impreciso. Incluso en su momento así lo sentí también.

Es probable que tal vez aquello no lo haya más que soñado.

Pero entonces, hubo un campo. Una vez. Y una niña.

Parecía no tener fin, aquel paisaje. La línea del horizonte, que descansaba sobre el suave filo de algunas pequeñas colinas no muy pronunciadas, se encontraba tan alejada entre toda esa verde inmensidad, que no pude atreverme a calcular su distancia siquiera. No había más. Ni árboles ni senderos u otra cosa alrededor. Era nada más que una perfecta y armoniosa continuidad de colores vivos y resplandecientes.
Simplemente quise recorrerlo, con un paso tranquilo aunque excitado, esperando que más allá de éste, si hubiera algo acaso, fuera nada más que el fin del mundo.

El cielo estaba nublado, completamente, anticipando una lluvia que nunca iba a caer, con una opacidad traslúcida.

No había día ni noche. Era imposible adivinar.

La brisa, fresca y constante, traía consigo un rocío que no llegaba a mojar.

Luego, en la lejanía, la vi a esta niña.

Me paralizó, en un principio, sentir que me arrebataban de repente de aquella soberbia soledad, aunque finalmente entré en la cuenta de que no era una casualidad que ella hubiera aparecido ahí, en ese preciso momento, y que el intruso, en realidad, era yo.

Su figura, escuálida y ostentosa, sustraía la atención de cualquier otra cosa.

Estaba lejos y abstraída en sí misma. No hubiera notado mi presencia. De todas formas, por miedo tal vez a que aquella majestuosa figuración de repente se viniera abajo o se interrumpiera, decidí sentarme en el pasto y nada más observarla.

Lo primero que me llamó la atención fue que llevaba puestas en los pies unas pequeñas medias de toalla a rayas, de muchos colores, pero no tenía calzado alguno. Vestía una pollera floreada corta, que le cubría hasta la mitad de los muslos, y, arriba, una remera color crema algo verdoso, ajustada a su delgada figura. Su pelo, largo y abundante, era castaño claro excepto por algunos reflejos dorados. Estaba revuelto, desarreglado.

Me acerqué un poco más, aunque seguía lo suficientemente alejado.

No quería invadirla en esa serena apatía que suscitaba.

De repente, se detuvo y se sentó cruzando las piernas a sus costados, con las rodillas apoyadas sobre los tobillos opuestos. Después de jugar un poco con sus cabellos, sacó un pequeño libro del bolsillo de adelante de su pollera. Era un libro extraño, a juzgar desde lejos. No tenía tapa ni reverso. Ella iba dando vuelta las páginas al azar, para atrás o para adelante, perdida en dicha tarea.

Desde donde estaba, no podía alcanzar a ver el contenido de las hojas que iba pasando, una y otra vez, incansable. Sin embargo, había algo inquietante allí.

Noté que en sus manos tenía alguna clase de dibujos o manchas. Tal vez se los hubiera hecho ella misma. Pero luego vi que desaparecían o se escurrían hacia otro punto, irregulares, inconstantes; y no estaban sólo en sus manos. Todos aquellos extraños símbolos se iban esparciendo por toda su piel por momentos y se desvanecían en un abrir y cerrar de ojos, y luego volvían a aparecer. En sus muslos, su rostro, su pecho. Ninguno guardaba una forma definida realmente, resultaban incomprensibles. Parecían tener vida propia.

Era aterrador en cierto aspecto, pero a su vez fascinante.

Ella parecía no notar o sentir estos cambios, o tal vez ya se habría acostumbrado.

No sé cuánto tiempo habré pasado allí dicho día. Pero sentí la necesidad de irme en ese instante. Me sentía consternado, aturdido. Y realmente no recuerdo cómo salí de ese lugar, pero me desperté en el vagón de un tren que se dirigía hacia mi casa, en el condado de Wellingborough –sobre la calle Oxford–, sin saber cómo había llegado hasta ahí.

Todavía tenía la sensación de haber estado en ese lugar.

Y me sentía algo estático en realidad, profundamente tocado por todo aquello.

No volví a encontrar nunca más tal sitio.

Busqué por todos lados. Recorrí incansable cada centímetro de tierra. Fue inútil.

Sólo volví en sueños. Esta vez, absolutamente seguro de que eso fueron.

Pasó un tiempo hasta que me di por vencido de volver a encontrar ese lugar en el medio de la nada misma. Visité durante varias semanas todos los campos de aquel condado al que me dirigí ese día, para fracasar una y otra vez en todos mis intentos.

Volví a encontrarme con aquel paisaje, un día como cualquier otro en que me encontraba recostado en el sillón de mi casa, releyendo algunos libros olvidados.

Como es natural, tanto en la vida como en los sueños, todo continuaba prácticamente igual, pero en realidad no. Y como es natural, también en la vida como en los sueños, todo estaba en el lugar en que debía estar.

Empecé a caminar, con los pies descalzos, por el verde forraje del lugar, meditando cada paso, con cautela, tratando de no agitar con mis movimientos la serenidad que fluía en el aire. Volví a embriagarme de esa suave brisa que corría. Casi había olvidado aquella sensación de ingravidez que nuevamente me arrebataba. No muy lejos de donde estaba, pude advertir un lago que antes no había notado y detuve mi andar. Unos cuantos chicos jugaban y se molestaban alrededor de éste y alguno que otro se zambullía dentro.

Me quedé observando una vez más, sentado, manteniendo cierta distancia.

Mientras los chicos seguían con sus tonteras, a unos cuantos metros, mis ojos se encontraron de pronto con aquella niña que había visto aquella primera vez.

No parecía querer prestarle atención a sus juegos.

Estaba vestida con las mismas ropas. Tal vez tenía el pelo un poco más revuelto de lo que recordaba, y algo más claro. Se encontraba sentada en la misma posición, con las piernas cruzadas hacia sus costados, leyendo siempre ese mismo libro, compenetrada, yendo de una página a otra, más atrás o más adelante, de forma arbitraria. No lograba entenderlo.


Las manchas también seguían presentes en toda su piel, continuamente cambiantes, caprichosas. Me alteraba nada más verlas.

Me resultaba difícil, ciertamente, comprender todo aquello.

A ella no parecía interesarle lo que pasara a su alrededor. No levantaba la mirada. Ni siquiera daba signos de notar la presencia de esos chicos o de sus travesuras. Luego, uno de ellos se le acercó y comenzó a hablarle. Ella lo miró y le sonrió amablemente, pero le hizo un ademán negativo con su cabeza. Mientras el chico continuaba hablándole, las manchas comenzaron a animarse, multiplicándose a cada momento. El chico se sorprendió, pero trató de disimularlo. Cada vez más fuertes y vivas, las manchas se concentraron en su rostro. El chico calló por un momento, extrañado. Le señaló el rostro. Ella no sabía qué era lo que éste le indicaba. No entendía qué era lo que le decía. Trató de quitarse algo de la cara que no sabía qué era. Restregaba sus dedos por toda su frente, por sus labios, su nariz, pero eso sólo excitaba la convulsión de aquellas manchas.

El chico salió corriendo hacia el lago, donde estaban los demás, y les contó aquel extraño acontecimiento, ese mágico espanto.

Ella no sabía bien qué había sucedido, de modo que reanudó su lectura.

Poco a poco, se fueron acercando a ella algunos otros chicos, curiosos, a observarla. La niña no podía entender qué era lo que querían. Ellos secreteaban entre uno y otro y se empujaban. Estaban algo amedrentados. Ella comenzó a sentirse incómoda. Cerró el libro y los desafió con sus ojos, molesta.

Las manchas comenzaron a alborotarse más y más.

Los chicos se rieron y se burlaron de ella hasta que finalmente salió corriendo, sin poder contener un llanto que me resultó desolador.

Me desperté, sin más.

Me di cuenta que había estado durmiendo durante dos días.

Tenía hambre, mucha. Pero más que nada, sueño.

Unas semanas después, estando recostado en mi cama una noche cualquiera, volví a encontrarme en ese campo. El cielo había cambiado, estaba completamente oscuro.

Me sentía algo desconcertado, perturbado.

Había un laúd a mi lado, sobre el pasto, y podía intuir una especie de melodía sonando en algún lado, dentro de mi cabeza también.

No me atreví a tocar el instrumento. No sé por qué estaba ahí. Nunca he tocado un instrumento musical en mi vida y, menos aún, un laúd.

La serenidad que impregnaba el aire, esa levedad, había desaparecido.

Ella estaba cerca, más cerca de lo que alguna vez había estado, aunque no parecía dar cuenta de mi presencia. Teníamos el lago a nuestros pies. Ella en un extremo y yo en el otro. Iba caminando animadamente hasta cierto punto, ladeando la orilla, daba la vuelta y volvía hasta dónde había comenzado, una y otra vez, mirándose los pies, como jugando. Se detenía cada tanto y descansaba su cuerpo sobre sus rodillas, acercando su rostro al agua, para ver su reflejo. Pero cada vez que lo hacía, el agua a su alrededor ennegrecía.

Esto le provocaba disgusto y su andar se tornaba cada vez más nervioso.

Yo me senté en la orilla y bajé mis pies desnudos para remojarlos en el algo. Traté de fingir que yo tampoco la notaba a ella.


En un momento, desapareció. Comencé a buscarla en la oscuridad, a mis costados.

No había nadie a mi alrededor.

Finalmente, la sentí a mis espaldas. Y me di vuelta.

Tenía un rostro precioso, gruesos labios rosados y unos pequeños ojos verdes, tristes, asombrosos. Pero esas manchas eran horrorosas. Comenzaron a amontonarse en sus pómulos, en la frente, dentro de sus ojos. Las formas me inquietaban, aunque no podía comprenderlas en absoluto. Había en ellas algo desconcertante.

El sobresalto me despertó a la mitad de la noche y ya no pude volver a cerrar los ojos, durante varios días, sin que volvieran a mi memoria aquellas manchas.

No tuve más sueños en un largo tiempo.

Seguí buscando aquel extraño lugar, sin embargo. Sin éxito, claro.

El último sueño fue el más curioso e insólito de todos.

Lo tuve hace apenas unos días.

Ella había crecido, mucho. Era ya una muchacha grande. Sus ropas no habían cambiado sin embargo. Seguía llevando una pollera floreada y una remera exactamente del mismo color, según recuerdo, aunque ahora la figura que marcaba era la de una mujer. Andaba descalza y su pelo estaba aún más claro, siempre revuelto. Las manchas seguían allí, en toda su piel, vivas, latiendo, agitándose.

Tenía un bebé en sus brazos.

El libro estaba tirado a un costado, cerrado.

El lugar ahora se encontraba repleto de arbustos que nunca antes había visto. Estaba oscuro, más todavía que la última vez, y caía una llovizna insistente y pesada.

Yo me encontré recostado sobre la hierba, desnudo, algo confundido. Estábamos no demasiado lejos el uno del otro, aunque resultaba difícil ver algo a la distancia. El pequeño comenzó a llorar. El lago estaba profundo, a causa del aguacero.

Ella comenzó a mecerlo, pero el pequeño no parecía querer calmarse y continuaba su llanto. Luego, ella descubrió uno de sus pechos y trató de acercar la boca del bebé a éste. Pero no había nada adentro de ella, y lo sabía.

Me sentí violentamente excitado al ver esto, por alguna razón.

En qué estás pensando, me dije a mí mismo. Te vas a ir al infierno, seguí repitiendo.

No podía apartar la mirada.

El bebé puso el pezón de ella entero en su boca y comenzó a morderlo. No cabían dudas de que a ella esto le dolía, pero no lo rechazó.

Las manchas comenzaron a agitarse y se concentraron en ese pecho.

El pequeño apartó la boca del pezón y comenzó a escupir sangre. Tosía. Ya no lloraba. Y luego, pausadamente, comenzó a dejar de respirar.

Ella se desarmó en gemidos y llanto, con el chico aún en brazos, por un largo rato.

Creo que hubiera querido hacer lo mismo, pero no pude.

Todavía me encontraba paralizado y excitado por toda la situación.

Se calmó un poco y, mientras seguía sollozando apenas, dejó al bebé sobre el pasto y se recostó a su lado. La lluvia comenzó a caer con más fuerza hasta convertirse en una tormenta. Por momentos, el cielo resplandecía y palpitaba con algún relámpago para luego volver a una oscuridad absoluta y aciaga.
Yo me acerqué a ella y me recosté también a su lado, con mi cuerpo pegado al suyo. Le hice unas caricias en el pelo mojado, pensando que dormía, pero se levantó con sobresalto al advertir mi presencia. La sujeté enérgicamente desde atrás y comencé a frotarle los brazos con mis manos. Traté de calmarla. Nada más quería consolarla y abrigarla.

Me miró los brazos y las manos. Éstos estaban repletos de manchas como las que tenía ella, convulsionándose, apareciendo y desapareciendo agitados. Yo no lograba comprender.

Se dio vuelta y sus ojos se detuvieron en los míos.

Ver ese rostro una vez más fue algo glorioso. Las manchas se alborotaban en su rostro, pero ya no me perturbaban. A ella no le perturbaba el mío tampoco. No eran simplemente las manchas. Alzó su mano izquierda y, con los dedos, levantó uno de mis párpados que estaba adormecido, dejando ambos ojos en perfecta simetría. Por ese instante, por alguna razón que no pude comprender. Y me sonrió.

No dijo una palabra, pero creo que pude intuir sus pensamientos.

Por primera vez, ella había notado las manchas que afloraban y latían en su piel, en todas las partes de su cuerpo. No estaba asustada.

Las seguía con sus dedos, como jugando.

Pensó que tal vez podía lavarlas. Se levantó y fue caminando hacia el lago. Se metió dentro de este hasta desaparecer por completo.

Esperé un largo rato a que volviera a salir, pero era inútil. Lo sabía.

El bebé aún yacía a mi lado, sin vida.

Me recosté en la hierba, desnudo, excitado, y esperé a que la oscuridad me tragara.

Me desperté en el vagón de un tren. Era de día.


No tengo la más mínima idea de hacia dónde iba aquel tren. No quise averiguarlo tampoco. Por la ventana, pude ver un paisaje desierto que se me parecía al que ya conocía, al que hace un rato había dejado atrás en mi sueño. Pero este tenía el suelo arenoso, devastado. Todos los árboles estaban muertos. Había una depresión, a lo lejos, en la tierra cuarteada, seca. No tenía intenciones de averiguar si estaba cerca de York o no, o dónde estaba siquiera. Realmente, no tenía interés en saber adónde se dirigía el tren.

Seguía sonando dentro de mi cabeza aquella melodía que había escuchado en el otro sueño, en otra vida, antes o después. Me toqué el rostro, con un profundo terror a descubrir que había sufrido algún tipo de parálisis facial. Miré por la ventana una vez más, buscándola.

No, no te hagas grandes ideas, me dije.

No van a suceder.

Volví a recostarme y me dormí.

martes, 15 de octubre de 2013

El caso Díaz

por Andrés Mombrú Ruggiero *

Un viejo chiste anticomunista narraba el diálogo entre dos amigos, uno de ellos comunista y el otro que lo interrogaba sobre qué actitud asumiría cuando llegara el comunismo. –Dime, cuando venga el comunismo, si tuvieras dos vacas, ¿me darías una? –Por supuesto hombre, yo soy comunista. – Y si tuvieras dos chanchos, ¿me darías uno? – No podría ser de otro modo, porque yo soy comunista. – Y si tuvieras dos gallinas, ¿me darías una? – Ah no, eso sí que no, de ningún modo. – ¡Pero, cómo! Me darías una vaca, un chancho y no me darías una mísera gallina. ¿Por qué? – Es que gallinas tengo.

Declarar la tolerancia, el respeto por las diferencias, el reconocimiento a los demás y su derecho a pensar y sentir diferente, a tener otras convicciones y plantearse otros modos de estar en el mundo, a querer compartir un espacio bajo el sol, es algo que tiene buena prensa, pero suele plantearse de una manera cuando se trata de declamar principios de modo abstracto y de otra cuando se ponen en juego intereses concretos.

Desde nuestro punto de vista las situaciones de escasez material pueden generar conflictos cruentos cuando lo que lo que se encuentra en juego es la supervivencia. Estas situaciones suelen producir violencia y destrucción, "más allá de las necesidades racionales". La lucha por la justicia no se puede separar de la lucha por la abundancia y por la distribución de la riqueza.

En el campo de los bienes materiales, su condición de limitados, obliga a un justo equilibrio en su distribución. En el caso de bienes no materiales, y por ende ilimitados, como la curiosidad, el pensamiento, el conocimiento, el deseo de saber, la disposición a investigar, no deberían producir enfrentamientos y luchas cruentas; son tan inagotables que hay para todos y por los siglos de los siglos. Sin embargo, no son estos bienes en sí mismos los que pueden generar conflictos innecesarios, pero sí el significado que cobran para quienes los persiguen y el tipo de deseos que se esconden detrás. No todos quieren las mismas cosas del mismo modo y por los mismos motivos. Esos bienes inagotables también son objeto de disputa y en muchas oportunidades más cruentas que las que concitan los bienes materiales. Es verdad que detrás de las disputas que ponen en juego el prestigio, la reputación, el reconocimiento social, se encuentran intereses más concretos, tales como el dinero y el poder, pero cuántas veces los deseos de fama, popularidad, gloria, son antepuestos a aquellos.

Entendemos que uno de los bienes más valiosos al que toda persona pueda aspirar es el respeto. En una sociedad en donde las personas se encuentran en extremo devaluadas, el respeto es un bien muy escaso. Respetar no es solamente cumplir con los mandatos de cortesía de la sociedad, sino considerar al otro en su condición de ser irreductible, y necesario en su irreductibilidad, para que sea posible la reciprocidad del reconocimiento y del ser.

La dialéctica vincular en relación al mundo y a los otros puede estar orientada por la lógica de la voluntad de poder ser con los otros y/o por la lógica de la voluntad del poder como dominio. Las expresiones declamatorias, permiten visualizar, en los discursos más rudimentarios, cuándo se trata de palabras vacías que no se condicen con "los hechos"; en cambio, cuando el discurso se hace más sofisticado, se hace mucho más difícil descubrir el engaño. Si queremos tener un panorama más completo, es necesario entonces analizar no sólo las ideas, sino también las prácticas.

Esther Díaz es una mujer. Por supuesto que es una epistemóloga, filósofa y pensadora. Es importante tener en cuenta que esta circunstancia, la de ser mujer, no es un dato menor en nuestra sociedad, que bajo ciertas apariencias igualadoras sigue manteniendo una estructura patriarcal. Pero además ella es una mujer que piensa por cuenta propia, lo cual agrava su situación, la hace todavía más delicada (a la situación y a ella); es que se trata de una mujer que piensa por cuenta propia en un ámbito en el cual el lugar de las mujeres se encuentra reservado, como en el hogar, a la educación de los chicos. En el ámbito de la filosofía y de la epistemología se ve con buenos ojos que una mujer pueda ser una excelente profesora; que tenga pretensiones de pensadora y de filósofa sigue considerándose una insolencia. Si además, esa insolente por su condición, pretende insolentarse también cuestionado los sagrados principios de la ciencia, de la filosofía y la epistemología, así como la autoridad venerable de sus prohombres, colma todos los límites. Y si encima de todo no cumple con la estética profesoral clásica de sobriedad monacal y se muestra bella y sensual, hay quienes creen que habría que pensar en la hoguera.

Hoy se ven más mujeres como ella, pero hace varias décadas, cuando su nombre y sus ideas comenzaron a resonar en los claustros académicos, era una pionera. Junto con sus originales peinados y sus clases cálidas y entusiastas llegó también un aire fresco a los oscuros y mohosos claustros.

Esther Díaz se doctoró en filosofía en 1991, en 1994 tenía la segunda categorización como investigadora y la categoría más alta en 2004. Es fácil consultar su muy prolífica trayectoria como investigadora, como formadora de investigadores, como conferencista y su participación en congresos y seminarios de máximo nivel nacional e internacional, así como los premios que se le han otorgado y la enorme cantidad de artículos y libros que ha publicado. No invocamos falazmente el principio de autoridad, queremos dar cuenta de que estamos hablando de una persona que, por sus méritos y trayectoria, merece un trato respetuoso. Su obra tiene una doble dimensión. Por un lado, como docente que se sabe responsable de comunicar todos aquellos contenidos disciplinares que hacen a una formación académica de calidad. Por otro, como innovadora capaz de reflexionar críticamente y de realizar aportes significativos en las disciplinas que cultiva.

Frontal en su modo de ser y de encarar los problemas, rigurosa en sus conceptos, puede ser una muy dura contrincante, pero también profundamente sensible y contenedora a la hora de asistir a quienes la requieren. Esther Díaz es una de esas personas que en el plano académico uno pude querer tener como amiga o como contrincante. Como amiga por lo que se puede aprender de ella y como contrincante, por la misma razón.

En 1985, a tres años de la recuperación de la democracia, el daño inferido por la dictadura a las instituciones universitarias se presentaba como un problema a solucionar. La Universidad de Buenos Aires adoptó, entre otras medidas, el principio del ingreso irrestricto. Para dar contención al aluvión de jóvenes, y no tan jóvenes, que después de la larga noche se encontraban ávidos de las "luces del conocimiento", era necesario implementar una forma de ingreso que diera lugar a todos y no hiciera colapsar a las distintas facultades. Fue así que surgió el Ciclo Básico Común, (CBC) un ciclo universitario de pregrado. Su propuesta era incentivar el pensamiento crítico y contribuir a la formación ética, cívica y democrática, así como promover una formación interdisciplinaria. No se constituía como una unidad académica independiente, como cualquier facultad, sino que dependía directamente del Consejo Superior, y por lo tanto, su autonomía se veía condicionada por las internas entre los distintos decanos. El plan consistía en seis materias. Dos específicas del área disciplinar, dos específicas de la carrera que seguiría el alumno en el grado, y dos comunes para todos. De las dos comunes, una era Sociedad y Estado, ésta tenía el propósito de dar a los jóvenes elementos de juicio que permitieran respaldar a la naciente democracia. La otra era Introducción al Pensamiento Científico, (IPC) pensada para promover el pensamiento crítico interdisciplinario y para consolidar metodologías de aprendizaje.

Esther Díaz obtuvo un cargo como titular de IPC. La mayoría de los titulares de esa materia habían sido discípulos de Klimovsky, como él mismo lo expresa en Mis diversas existencias (p.193). El programa que Díaz había propuesto cumplía con los contenidos mínimos establecidos por el Ministerio de Educación para la materia, presentaba un panorama de las corrientes epistemológicas más representativas y además agregaba un contenido adicional sobre corrientes no ortodoxas.

A pesar de que sus discípulos tenían casi todas las cátedras del CBC, Klimovsky siempre se mostró como opositor al mismo, además de tener un conato personal con el Rector Francisco Delich.

Por mi parte, acostumbrado como estaba ya a las materias cero, a cómo ahorraban tiempo y no creaban mayores problemas, vi con bastante poca simpatía la implementación del CBC, factor que también contribuyó a ensanchar el distanciamiento con Delich, quien advertía con molestia que yo no comulgaba con su manera de pensar. El punto culminante de esta situación ocurrió cuando hubo que votar en el Consejo Superior el proyecto de Delich. Todos los decanos y algunos delegados de los graduados apoyaron la iniciativa, salvo la delegación estudiantil, que le hizo otras consideraciones, y yo. Esto significó una especie de ruptura definitiva, que seguramente suscitó en Delich la obsesión de que yo desapareciera como decano de Exactas, cosa que casi se produce en ese momento. (Klimovsky, 2008, p. 196)

Las materias cero, eran unos cursos breves que se habían implementado en la Facultad de Ciencias Exactas, eran una especie de preparación que daba la facultad para sus exámenes de ingreso. Surgió a instancias de Klimovsky y éste tuvo la pretensión de que se extendiera a toda la Universidad de Buenos Aires. Se trataba para él de una solución política intermedia entre el ingreso irrestricto al que se oponía y el examen de ingreso con el que simpatizaba. Una vez institucionalizado el CBC y desde su rol como decano de dicha facultad, Klimovsky trató por todos los medios de generar, a través de sus discípulos, la mayoría de los cuales también eran miembros del SADAF, (Sociedad Argentina de Análisis Filosófico), sociedad que él dirigía, que por lo menos IPC se convirtiera lo más posible en el modelo que él tenía para Exactas.

Klimovsky afirmaba que el CBC no resolvería los problemas que se suponía venía a resolver, pero todavía hoy, cuando se hace referencia en cursos de grado de las distintas facultades, sobre temas como la revolución copérnico-galileana, los conflictos y factores que determinaron el advenimiento de la ciencia experimental moderna, y otros aspectos epistemológicos relevantes, los estudiantes que cursaron IPC en aquellas cátedras quedan desconcertados, y cuando se les pregunta, ¿qué estudiaron en IPC?, responden "lógica", revelando la pobreza de aquella propuesta.

En los cursos de Esther Díaz también se daba lógica. A nadie se le ocurría que los alumnos pudieran comprender algunas de las propuestas epistemológicas más relevantes y al mismo tiempo ignoraran los elementos más básicos de lógica. Lo que en verdad fastidiaba a Klimovsky y a sus discípulos era que, además, se hablara de Feyerabend, de Foucault, de Bachelard, de Althusser, de Piaget. Autores que junto con Kuhn y Lakatos aparecen en su obra Las desventuras del conocimiento científico (1997) bajo el título: "Epistemologías alternativas”. Lo que no debe leerse como las controversias con las posturas ortodoxas, sino, del modo en que se alude explícitamente en Epistemología y Psicoanálisis Tomo I -y que citáramos- a: "pequeñas 'escuelas epistemológicas' en manos de aventureros intelectuales” (p. 169). Menos le gustaba que se hablara de Nietzsche, quien pensaba en una gaya ciencia y no como Klimovsky en una ciencia "seria".

Sin duda, para Klimovsky Esther Díaz representaba un peligro y un mal ejemplo para sus discípulos. Esa mujer podía seducirlos y llevarlos por el mal camino de los aventureros intelectuales, al tiempo que negar la epistemología seria, verdadera y objetiva. Podía ser capaz de corromper a la juventud, además de enseñarle a algunas de sus discípulas a vestirse como mujeres.

Díaz era la manzana podrida que había que quitar del cajón. El momento en que las naves tornaran de Delos sería el propicio para su fin. Y las naves tornaron con un concurso por el cargo de titular de IPC y un proyecto de investigación. Puede parecer exagerado comparar la situación de Díaz con el proceso a Sócrates, pero lo que aquí está en juego no son las figuras grandes o pequeñas de estas tragedias, sino la reiteración de los "crímenes contra la filosofía”.

En un reportaje realizado por la revista La otra, Díaz realiza algunas declaraciones que extraeremos y alternaremos con otras realizadas con motivo de éste trabajo:

Con el grupo de docentes con el que trabajo hemos soportado todo tipo de presiones. Cuando recién comenzábamos, Gregorio Klimovsky era decano de la facultad de Ciencias Exactas y, por ende, su voz tenía mucho peso sobre una estructura académica precaria como el CBC. Bien, Klimovsky me hizo llegar advertencias para que revisara mi programa, porque no se podía enseñar epistemología criticando a la ciencia. Yo defendí mi programa diciendo que damos todo lo que daría un neopositivista y además un plus. Y como existe libertad de cátedra en Argentina, nadie puede objetarme que yo incluya una visión alternativa de la epistemología. Con este discurso pude zafar los años que estuvo este señor como decano de Exactas. Unos años después, tuve que defender mi cátedra en un concurso y me tocó ¡¡¡otra vez!!! Klimovsky, ahora de jurado. Y este señor prefirió dejar un cargo desierto, alegando que la profesora Esther Díaz no estaba en condiciones ni intelectuales ni pedagógicas de estar al frente de una cátedra, a pesar de que hacía 10 años que yo estaba a cargo de la cátedra. Pero tuve la suerte de que cometieran un error increíble. Yo había presentado un proyecto de investigación con un colega. Ahora, miren lo que pasó: este colega con el que yo presento la investigación obtiene su cargo en el concurso. Pero en el fundamento para dejarme fuera del orden de méritos del concurso era que mi proyecto de investigación era confuso y sin un objetivo claro. Y al colega que hizo la misma investigación conmigo, presentada con las mismas palabras, le dieron el cargo porque ¡su investigación era "excelente y correspondía perfectamente a los objetivos de la materia"! Los jurados, Klimovsky, un sociólogo llamado Fishermann y una metodóloga que se llamaba Ruth Sautú, ni siquiera se tomaron el trabajo de leer los antecedentes, porque si los hubieran leído se tendrían que haber dado cuenta de que ambos proyectos eran uno y el mismo, y que nosotros así lo explicitábamos. Por supuesto yo impugné el concurso, pero pasé un año hasta con fantasías de suicidio, porque era mi muerte profesional, ese dictamen que me había dado una de las personas más prestigiosas de la Argentina. Yo iba al CBC y era como si entrara un leproso de la Edad Media, la gente me eludía, porque si Klimovsky había dicho eso de mí... "por algo será", como solíamos decir los argentinos. Esto tuvo un final feliz para mí, porque el concurso fue anulado. (Revista La otra, de julio de 2004)

Esther Díaz había sido hostigada por el maestro y sus discípulos para que desistiera de sus herejías epistemológicas.

Esas advertencias me las hizo llegar a través de profesores de su entorno, que en ese momento eran compañeros míos en el CBC, y me decían cosas como: "Klimovsky no ve con buenos ojos que enseñes pensamiento científico criticando a la ciencia" o "El Decano de Exactas está enojadísimo porque se enteró que vos das Nietzsche en Pensamiento Científico" y cosas por el estilo. En una conversación oral puedo dar nombre y apellido de esas personas, pero me niego a ponerlo por escrito porque ya no quiero más pleitos con esos mediocres mandaderos del imperialismo epistemológico, al menos desde lo que de mí depende. De todos modos ellos siguen hostigando y tachando a mis discípulos en varias de las agencias de investigación y en los concursos. El relato de varios damnificados es que se los expulsa en estos términos: "Usted no puede acceder a ese cargo porque se nota que sigue la orientación de Esther Díaz y aquí se hace filosofía en serio". Incluso actualmente cuando personas de la orientación anglosajona evalúan desde la CONEAU los posgrados que dirijo, insisten en las descalificaciones, y si mantengo –hasta ahora- la acreditación de esa institución es porque sus autoridades, con encomiable criterio, no se quedaron con la evaluación sesgada y ladina de mis pares neo-positivistas y, obviando sus negativos informes, le otorgaron la acreditación a esos posgrados. (Díaz, declaración personal)

Continuamos con el reportaje de Cuervo en la revista La otra.

Cuervo: El final feliz es un acto fallido por parte de estos jurados, porque imaginemos que hubieran encontrado una manera más inteligente de dejarla afuera...

Esther Díaz: Cosas así hicieron en toda la Argentina. Dejaron afuera a la gente que pensaba diferente de ellos. A estos señores les pasó como a los militares: ya venían cebados de tanto imponer el poder sin una verdad que lo acompañe. Y como decía Foucault, no hay poder que no tenga relación con la verdad, así como no hay verdad que no tenga relación con el poder. Entonces, ellos creyeron que con el poder solo era suficiente, y cometieron esa desprolijidad que hizo que el Consejo Superior de la UBA, por primera vez desde el advenimiento de la democracia, declarara ese concurso disuelto y acusara al jurado de sospechoso de arbitrariedad contra mi persona.

Cuervo: ¿Después de eso tuvo más problemas en la UBA?

Esther Díaz: La última estocada fuerte fue después de que se hicieron los nuevos concursos, a fines de 2003. Por supuesto, ya no pudieron poner a Klimovsky en el jurado, pero ponen a sus amigos, porque esa corriente epistemológica sigue siendo hegemónica. Pero a esta altura, mi curriculum es de tal volumen y mi capacidad para luchar es tan grande, que entonces no pudieron dejarme afuera. Pero le puedo asegurar que yo tuve que hacer un curriculum 4 veces más grande (hablando como un almacenero) que cualquiera de los otros que obtuvieron el cargo. Porque eran mis enemigos los que me evaluaban. Me dieron el cargo, pero no fue todavía tan fácil. Tan pronto como me lo dieron, once de los doce profesores que quedaron como titulares de IPC, por supuesto neopositivistas, presionaron para desmembrar al grupo de docentes a mi cargo, alegando que mi cátedra tenía demasiados docentes. Es verdad, somos la cátedra de IPC más grande... ¿por qué será? Porque hemos consolidado un grupo de investigación que nos dio un arraigo y nos hizo tomar conciencia de que ocupamos un lugar alternativo en la epistemología argentina. Una vez más, la posición de los profesores de mi cátedra fue tan firme que logramos evitar el desmembramiento.

Cuervo: Usted habló de la libertad de cátedra. Ahora, por todo lo que dijo, parece que fuera muy precaria; porque, en todo caso, usted como titular puede defender su visión crítica, pero esa libertad de cátedra no existe para los estudiantes que por azar van a caer en alguna de las once cátedras positivistas, o a lo mejor en las dos que tienen una visión distinta. Y la libertad de cátedra tampoco existe para los centenares de docentes auxiliares, que están al frente de las aulas todos los días.

Esther Díaz: Tal cual, porque si algún profesor de mi cátedra no se sintiera cómodo con la postura teórica que sostenemos, tendría para elegir once cátedras neopositivistas. En cambio, si profesores de esas cátedras quisieran pasarse a mi cátedra (cosa que ha pasado), no podrán, con la excusa de que esta cátedra es muy grande: "vos no podés seguir acumulando profesores". Ellos no dicen la palabra que una puede leer tranquilamente, no dicen "no podés seguir acumulando poder". Acumular profe-sores y acumular alumnos significa acumular poder. Para ellos, "poder" es una mala palabra, para mí no, porque yo lo considero como una instancia positiva, mientras no sea mero dominio. (Revista La otra, de julio de 2004)

Entendemos que el relato habla por sí mismo. Estos testimonios pueden ser contrastados empíricamente con los dictámenes y los escritos que documentan todo el proceso y se encuentran en los archivos del CBC.

Gregorio Klimovsky fue una figura relevante para ciertas concepciones de la epistemología. Podríamos decir que esa relevancia es el fruto de haber servido al poder. De alguna manera esto es cierto, su visión epistemológica condice con la visión heredada, que da sustento a una ciencia que se descompromete de toda implicancia ética y abre el campo a todo tipo de aplicación instrumental, frente a las cuales no puede mantener su autonomía. Como hemos visto Klimovsky separa la investigación de la responsabilidad como persona y ciudadano.

Otro yo, de las diversas existencias de Klimovsky, sin duda demostró ser probo y consecuente frente a la barbarie de las varias dictaduras que imperaron en la Argentina en los últimos 60 años. Su participación en la lucha por los derechos humanos y en la CONADEP revelan en él un compromiso con una lógica de la voluntad de poder ser con los otros. Es imposible establecer los motivos que lo condujeron a tomar esos compromisos, por ello no pondremos en cuestión su honestidad al hacerlo.

Hemos dicho que las dos lógicas de la voluntad atraviesan a todas las personas y se visualiza en sus ideas y sus prácticas. Las ideas y las prácticas de Klimovsky son contradictorias en términos éticos. Fue capaz de comprometer su seguridad personal frente a dictaduras sangrientas, pero no tuvo reparo en querer destruir, por los métodos más espurios, a una mujer que cuestionaba sus ideas y su poder. A la que, en lugar de enfrentar en el campo en que un caballero de la ciencia debe hacerlo, en el de las ideas, en el de la polémica severa y respetuosa; antes que considerarla un contrincante valioso para confrontar, reflexionar, revisar, modificar, crear, se abroqueló en su dogma epistemológico y prefirió sacarse de encima, en un gesto pávido, no a la profesora Esther Díaz, sino a la perturbadora representante de las ideas que comenzaban a resquebrajar el dogmatismo epistemológico de casi un siglo que él personificaba.

Si bien Díaz, como ella lo declara, estuvo al borde del suicidio, a causa de la depresión que estos sucesos le provocaron, sacó de este desgraciado encuentro un gran provecho que la fortaleció en su dignidad como persona, que la mostró como capaz de pensar por cuenta propia sin la tutela de otro. Paradójicamente, uno de los mayores mandatos del pensamiento ilustrado y de la racionalidad que Klimovsky declamaba defender. ¿Qué dice hoy Esther Díaz?

¡Gracias Klimovsky por haberme humillado, maltratado y haber intentado borrarme de la epistemología argentina! Porque si usted me hubiera otorgado ese cargo (que de todos modos obtuve en otro concurso) yo lo hubiera respetado por haber reconocido a una estudiosa de la epistemología a pesar de que no comulgaba con su postulados teóricos, y nunca me hubiera atrevido a deconstruir las relaciones de poder que se escondían detrás de su dogmatismo epistemológico. En cambio, al haber mostrado usted su corrupción académica, logró que mis alas crecieran y que no tuviera miedo de expresar mis ideas y de denunciar los turbios manejos de quienes se postulan dueños de la epistemología, sin advertir, en el mejor de los casos, que están sirviendo a los intereses hegemónicos del mercado científico, y sabiendo, en el peor de los casos, que están al servicio de un corporativismo que no admite competencias. (Díaz, declaración personal)

El otro yo del Dr. Klimovsky no había comprendido que compartiendo las gallinas había más posibilidades de que las gallinas se reprodujeran. No podemos ni estamos en condición de analizar los motivos psicológicos profundos, el modo en que se conjugaban en Klimovsky los deseos, los conocimientos, los saberes, los miedos, las convicciones. Pero es seguro que sus concepciones epistemológicas no lo ayudaron a vislumbrar la posibilidad de una epistemología ampliada, de una integración de los saberes, de los conocimientos, de alcanzar una sapiencia capaz de extender la lógica de la voluntad de poder ser con los otros por encima de la lógica de la voluntad del poder como dominio allí donde en campos como la epistemología es tan necesario como posible.

* Fragmento de Philia y Sophía para una metacrítica de la epistemología, tesis doctoral de Andrés Mombrú Ruggiero.