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Con tu sonrisa a la deriva


Con la armadura puesta, para aguantar los golpes y la espada empuñada, para defenderte de la locura, me presenté en aquella familiar prisión de pijamas azules y batas blancas. Había pasado mucho tiempo, pero aquellas rejas descascarilladas seguían escondiendo el infierno de la mente.

Mírate, siendo mujer

Mírate, siendo mujer. Luchando cada día por defender algo que es tuyo, mientras la mitad de la población espera de ti una mamada. Pero no te importa, porque en realidad ese es tu único deseo y sacrificas tu vida por aparecer deseable en las redes sociales, la portada de una revista o en la oficina.

Me gustan las mujeres


Me gustan las mujeres que ríen lujuriosamente, con la boca abierta y sin temores. Las que son capaces de subirse a unos tacones y gobernar el mundo o calzarse unas deportivas y correr para salvarlo.

Esto no es un volver

Fíjate qué cosas, casi ni recordaba dónde había puesto las llaves de este sitio pero al final, después de mucho buscar, han aparecido en un viejo baúl lleno de polvo y recuerdos.

Mi Tierra

Campo hermoso de dulcísimos perfumes a mujer de azahar. Dónde la arena se funde con el infinito del mar. Aguas cristalinas que sortean la historia, de una tierra que ha hecho derramar más lágrimas de nostalgia que sangre de matar.

Inexistente Estacionalidad


No sé cuántos inviernos han pasado desde que te fuiste. Desde que nos fuimos.

Ella

Ella me está rondando. No se atreve a acercarse, pero no se marcha. Me vigila, me persigue, está atenta a cada uno de mis pasos. Pero no me mira a los ojos. No sé exactamente qué quiere de mí. No sé si es a mí a quien desea o sólo pretende recordarme que existe. Pero sigilosa aparece a cada instante, en que yo intento olvidarla.

Llámame guarra

Sí, llámame guarra porque no he cambiado las sábanas desde la última vez que tu sudor pasó por aquí y me recreo en tus huellas que no me dejan dormir. Llámame guarra porque disfrazo mis manos de ti, porque te busco dentro de mí y porque ya no quiero sin ti. Llámame guarra si busco lo único que tienes de “tipo duro” para jugar. Si necesito tu saliva para empezar, si enloquezco cuando pecas de la primera delicia capital. Llámame guarra si no puedo controlar el grito y la convulsión que provocas al amar, si balbuceo sin apenas respirar. Llámame guarra si con cada una de tus embestidas se me escapa un: -no pares jamás-. Llámame guarra si te toco y siento que ya estoy en mi hogar. Llámame. Llámame guarra si no dejo tu vicio reposar, si te bebo sin preguntar. Llámame guarra si mis silencios callan que nunca te dejaré de amar.

Conclusión sin defunción

Poco a poco mi cuerpo se va adaptando al susto. La doctora dice que pasarán meses para que vuelva a ser “la misma” de antes. Yo, en cambio, no creo que vuelva a serlo jamás. Quién quiere serlo.

Hace mucho que no estoy enfadada con la vida y aunque estoy condenada a ser una hija de puta por ser la deshijada de quien soy, la clase me ha ayudado a relajarme. A entender que es mejor la indiferencia que la venganza y que si la felicidad de los demás es a costa de la mía propia, terminaré siendo una desdichada.

Quizá sea la madurez ó quizá que mis ojos han visto demasiadas cosas, aunque siempre soy la última en ver mi fortuna.

La vida me ha dado una nueva oportunidad, y me ha llenado las manos de amor para vivirla. Parece que es verdad eso de que al final "lo que das, es lo que recibes".

El amor según el sexo

Ella dibuja en su mente la siguiente escena:
Sábado por la mañana en una casa de campo al sur de Italia. El sol acompañado de un dulce aire primaveral entra por una entreabierta ventana haciendo bailar a unas bordadas y sinuosas cortinas de seda marfil. Él se despierta y busca con sus manos el cuerpo desnudo de su amada, aún dormida. Recorre sus caderas bajo las blancas sábanas de hilo, sube por su cintura, acaricia suavemente uno de sus pechos y llega hasta el hombro derecho, retira con sumo cuidado el cabello y besa su cuello susurrando: -Estás tan hermosa dormida-. Ella abre levemente sus ojos y recibe el primer beso del día, con la calidez que sólo el verdadero amor es capaz de hacer sentir. Justo después de esto un precioso niño rubio, de no más de tres años, entra sin llamar pidiendo el desayuno, le invitan a entrar en la cama mientras los tres bromean sobre quién lo preparará.

Él dibuja en su mente la siguiente escena:
Ella desnuda a cuatro patas gritando como posesa: -Fóllame, cabrón-.

De pronto vas y tienes un buen día

Y te levantas por la mañana, y desayunas una tostada con miel y virutas de ginseng con un zumo de mandarina y un café con leche.
Y te das una ducha con gel de coco, y te recreas con el agua caliente y te secas con las toallas que aún huelen a recién lavadas y te vistes y te peinas, y te miras al espejo y te enamoras de ti.
Y sales a la calle y cruzas con el muñeco del semáforo en rojo y te encuentras con ese alguien que te despierta un no se qué y te saluda y te da dos besos con sabor a poco y te vas y sonríes.
Y llegas a tu trabajo y te dan los buenos días, te recuerdan la reunión de la una y que ha llamado un tal Sr. Martín que espera impaciente tu llamada. Y le llamas, y te dice exactamente lo que hacía meses esperabas oír de su viva voz. Y te paseas por la oficina con un café descafetado que te sabe a gloria.
Y comes con dos de tus mejores amigos, con uno de tus vinos preferidos en el restaurante donde trabaja ese camarero que siempre te saluda sonriente y te ofrece la mesa junto a la ventana. Y te excedes en el postre, pero no pasa nada. Te tomas el tercer café del día mientras disfrutas las últimas anécdotas de tus ligeramente embriagados compañeros de mesa. Y se van y te vas, con la sensación de fortuna de tenerlos.
Y llega la tarde y la noche y te miras al espejo y te encuentras contigo.

El Altísimo Precio de la Libertad



Siempre es lo mismo, una y otra vez el corazón se relaja y se dilata para recibir su dulcísima y sincerísima sonrisa de eterno niño a mis ojos protectores, para pocos segundos después, días para algunos, encogerse y casi estrangularse con la angustia de perder durante siglos, semanas para otros, la alegría de su mal despertar y la ternura de su torpeza con todo lo ajeno a su entorno.

El camino de regreso, sola y libre, se hace infinito y lleno de dudas que me obligan a plantearme el precio de mi libertad: la soledad.


Dolores

Cómo duele tu ausencia, tu desgana y tu apatía. Cómo duele la sinceridad vaga a falta de mentiras despiadadas. Cómo duele verte escapar mientras ocupas tu lado de la cama. Como duelen los ojos cerrados, los suspiros desenamorados, el ánimo desanimado y la ilusión desilusionada. Cómo duele la soga imaginaria que trazan tus alas. Cómo duele el amor por contrato y la devoción al (re)trato. Cómo duele, amor mío, que no te duela.

Diagnóstico de poetisa

Le costaba reconocerse a sí misma que estaba más nerviosa de lo habitual, aunque habitualmente estaba nerviosa, pero ésta era una sensación diferente. No eran nervios de gritar y pegar un golpe en la mesa, eran más bien de los que recorren el cuerpo haciéndote temblar de pánico.

-Pase, por favor- le sugirió la mujer de recepción. Frase que repitió en su mente tantas veces como le fue posible hasta el momento en el que, por fin, estuvo sentada frente al hombre que iba a decidir su futuro. Una sonrisa por parte de éste sirvió para relajar el ambiente, aunque no para disminuir el pánico de la expectante y angustiada interlocutora.

Tan sólo unos minutos después, ella salía por la doble puerta de aquel despacho orientado al sur y con vistas al mar, en el que no había pronunciado ni una sola palabra. Demasiada información para alguien que necesita media hora para decidir el menú en un restaurante de comida rápida. Algo menos le costó darse la vuelta y con la mirada fija en los ojos de aquel hombre pronunciar su sentencia: -No es el cáncer lo que va ha matarme. Yo, voy a morir de amor-.

Que os den por el culo

Tenía dieciocho años cuando paseando por una céntrica calle de Madrid le confesé a mi madre que no pensaba añadir a nadie más a mi lista de personas queridas, porque querer era muy duro y desgastaba demasiado.

Afortunadamente no cumplí mi palabra, y eso me ha servido para comprender que estaba equivocada, que estaba confundiendo el querer con pretender la felicidad de las personas a las que quería. Y esto visto así no suena mal, el problema es cuando alguna de estas personas decide tomar un camino que con toda seguridad tiene un mal final y te obliga a presenciar como hunde y destroza su vida, sin que te permita hacer más que convertirte en la victima de sus necesidades.

Pues bien, mi tiempo como espectadora ha terminado. Cada uno es libre de tomar las decisiones oportunas al igual que yo también lo soy y he decidido que os den por culo. A ti que te gusta tanto ponerte hasta arriba de cocaína y eres capaz de vender hasta a tu madre, que te den. A ti que has destrozado tu vida porque el trabajo no es para ti mientras te burlabas de quien luchaba, que te den también. A ti que has hecho de tu vida una maleta que me has colgado sin permiso, que te den muchísimo por el culo.

Que os den a todos los que fingiendo tener muy buenas intenciones hacéis del amor una enfermedad mortal.

La piel del piano



Sus manos daban vida a un viejo piano cada tarde en un tugurio a las afueras de la ciudad.

Me gustaba ir a verle siempre que mis obligaciones de anacoreta me lo permitían. Jugaba a seguir con la mirada cada movimiento de sus dedos. Nunca lo conseguí, eran demasiado rápidos para mi mirada cansada.

No tenía las típicas manos de pianista, sus dedos eran demasiado cortos para serlo, pero eso no le restaba elegancia en absoluto. Su piel era blanca y delicada, casi podía verse como la sangre fluía por el interior de sus marcadas venas verdes. -¡Tengo sangre azul!- decía, cada vez que alguien hacía alusión a lo siniestro de aquellas ramificaciones que recorrían sus manos transportando mucho más que sangre, llevando en ellas la pasión que derrochaba sobre la maltrecha dentadura de aquel Bechstein.

Sus manos eran su historia. Tenía una cicatriz que se asemejaba a un violín en el dedo corazón de la mano izquierda, entre la primera y la segunda falange, que se hizo un día mientras reparaba una pata de su piano, aunque él nunca reconoció el verdadero origen, afirmando con solemnidad que su cicatriz fue fruto de un desamor con una violinista que tocaba en la Orquesta Sinfónica de Madison, y que tras descubrir que ella le engañaba con un guitarrista que tocaba en el metro, decidió marcarse para recordar que las violinistas no eran de fiar.

Su vida giraba en torno a sus manos. Acariciar los objetos era su forma de darles valor. De hacerlos suyos. Reconozco que a veces sentía celos de la dedicación que ponía en todo lo que tocaba, era como si nunca dejara de tocar el piano, como si tuviera la necesidad vital de revivir lo inerte. Aunque esta era mi salvación porque cada noche daba vida a mi piel en una cama, a las afueras del mundo.

Huellas

Descalza entre la dulcísima penumbra de tu sueño, salvando el insalvable obstáculo de tu devoradora mirada, huyo de la cadena perpetúa de tu piel.

Cuento con el agotamiento de Ares tras la conquista y sorteo el silencio de la noche con un sigilo más propio de un huidizo asesino que de una Afrodita recién bañada en espuma.

Finalmente lo consigo y escapo de las fauces de tus garras que nublan y anulan mi razón, convirtiéndome en el frágil resultado de tus deseos.

Lejos, escondida y aterrada te rezo día y noche para que no encuentres mis huellas.