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sábado, 5 de diciembre de 2009

Diarivela.

Con la resonancia de los pasos en el salón perdido, comienzo esta lectura de Troppo vero como una manía antigua. En sus páginas se detiene el autor a contar, sin más aspiraciones que la de alzarse en dador de verosimilitudes, esto y aquello, tal o cual palabra en el suceso más remoto que viene a convertirse en retal literario. Logra Trapiello su cometido porque su escritura brota limpia, clara, adecuada a la finalidad literaria. Esto sucede a menudo, sobre todo cuando el autor de marras se siente cómodo en esas diatribas contra el orden del mundo y sus razones; a favor de ciertas evidencias que sólo parecer reconocer él o cuando habla de literatura. En este último caso, se vale de la fórmula cervantina para bautizar la obra que estamos leyendo como diarivela. Eso son, entonces, estas páginas que navegan sin rumbo en estos días de incipiente invierno, un compendio titualdo diarivela. Una delicia, en cualquier caso, un sometimiento a la prosa desnuda.

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El origen está en el reconocimiento. Eso creo de un tiempo a esta parte, el origen de uno está en el reconocimiento, en la consciencia justa del estarse fugitivo. En esa condición de mudanza y transformación, ocurre la literatura de continuo. La ficción es ese cedazo que corroe la realidad, la oxida, mas la precipita a la apariencia. En esa apariencia se contienen los días, los métodos de supervivencia, las razones de amor, las sugestiones, el más remoto de los objetos. Cuando alguien comienza, sin embargo a escribir, pintar y, en menor medida, a leer, entonces va encontrándose con el olvido al que nos tiene sometidos la vida. Por eso somos sombras, deterioradas palabras impronunciables. Eso es el hombre, una palabra incognoscible. El arte es la medida del hombre, detrás de los hombre hay palabras o acciones.

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Las páginas de Ante la pintura, de Robert Walser, muestran una cuidada selección de pinturas. Ante ellas, el autor escribió un poema, en otras una breve prosa, en otras una glosa a la imagen. En todas, sin embargo, está la agudeza del visionario. Me sorprende que en algunas reflexiones se refiera a la música de las pinturas, igual que el escritor al que citaba ayer, Baudelaire. No es casual que los dos escritores hagan referencia a esa relación, mas yo me pregunto, ¿cómo acontece la música en una pintura? Y con esa pregunta me adentro en la noche, como una corchea pronunciada en la lengua de un demiurgo irónico.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Orquídea sobre fondo oscuro.

Hay plantas que nacen del desmayo del tiempo. Sus ramas, el verdear de sus formas por el espacio, recuerdan una melodía atrofiada que deshace la mirada. Hay plantas y árboles, lomas y torcales, sierras y delicados filamentos que previenen del insomnio de estar vivo. Con la lectura sucede algo parecido, ella azuza la conciencia para agraciarla, para dotarla de la incandescencia robada a los dioses menores del cotidiano suceder.
Cuando un lector comienza establecer los vínculos entre la letra impresa y el mundo imaginario y estético que surge en ese ejercicio, el hombre se despoja del mundo, como una planta que florece con sus pétalos blancos, libérrimos, acariciantes del silencio.
Quisiera que mis palabras fueran silenciosas, como el nacer de la naturaleza. Silenciosas pero imparables, tremendamente surgidas por su imperiosa obligación de ser escritas.
Es un accidente de la disposición del mundo la lectura. Cuando ella surge, el tiempo, los mares, el movimiento de los astros, acaso su música, quedan sumidos en la retina o en el oído de un ser que proclama, canina verbal, la turbadora instancia de la ficción.

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Hoy quiero confesar una manía, es la siguiente. Siempre que voy a una librería repito una acción. Consiste en leer el inicio de una obra de Elías Canetti. En él hay un niño que está leyendo. El libro comienza con la acción de un niño. Está leyendo. Nunca he continuado más allá de la primera página.
He leído ese pasaje tantas veces que ya forma parte de un recorrido sentimental. Incluso si el libro lo colocan en otro estante me siento desafectado y me voy iracundo del lugar.
Recuerdo unas palabras de Baudelaire en Críticas de Arte, “Del color”: “La armonía es la base de la teoría del color. La melodía es la unidad en el color, o el color en general”.
Cuando no encuentro la escritura en el diario, cuando soy incapaz de verbear los estímulos que me provocan y añaden a la especie; cuando todo brota gris y melancólico como la noche en tu garganta, cuando ya no eres más que un despojo inhabitado por la razón, pienso en esa unidad del color, en esa sucesiva marca y me veo reflejado en un espacio transparente en que nada se ha dicho y en que todo está por decir, en que sólo se atisba una erupción del silencio incandescente de un color que invade y proclama la existencia mortal de las palabras de un hombre, un hombre en grito inválido, en noche serena, en montes claros, sonorosos.

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Desaparecer. Desaparecer. Como la escritura a lápiz de Robert Walser. Como una escritura que configura la gramática de la desaparición. He ahí el tarareo de Gould, su garganta pretende reunir el sonido en él mismo. Walser quiso desaparecer a través de la escritura, paseando por la alameda de la caligrafía minúscula, a lápiz, en papeles pequeños, en retales que poco parecen tener entre sí alguna unión. Como señalaba Baudelaire, en el color hay una melodía que atraviesa la concepción del artista. Ella emigra, a través de la inteligencia, al acto creativo, a la forma artística. Walser quiso explorar el camino inverso: convertirse en escritura, llegar a sentir lo que padece un palabra aun sin escribirla. La desaparición es el arte de la escritura.

viernes, 6 de marzo de 2009

La baraja mojada en La mer.

La nociones con las que nos manejamos son tan toscas como un peñasco encima de una nuez. Esa fuerza que ejercita la gravedad sobre las rocas y las piedras, es la misma que la neblina que se cierne sobre nuestro entendimiento. ¡Qué necios fuimos desde el comienzo! Dovstoievsky dijo en una ocasión, “entre Cristo y la verdad, yo elegiría a Cristo”. En puridad, estaba eligiendo a los hombres por encima de la verdad, a cualquier hombre. Seríamos fanáticos si quisiéramos elevar a verdad las virtudes de la literatura.
Recuerdo otras afirmaciones de Fiodor cuando se refería a los hombres. "Vivir entre los hombres y no desfallecer, ése es el sentido de la vida”.
Mientras, suena La mer, de Claude Debussy. Llevaba años sin escuchar a Debussy con detenimiento. Y ahora me he encontrado, de la mano de un hombre, gracias Claude, con los efectos de la consumación de la verdad y de su muerte.

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Paul Valéry predica de la siguiente manera su noción del Tiempo: “Lo que llamamos Tiempo es una noción tan tosca y confusa como lo era la de fuerza antes de la dinámica”. Cuándo llegará la dinámica a la verdad es tarea imposible. Sólo a medio camino, en el desvelamiento de las intuiciones, se encuentra lo indecible. A todo esto debemos sumar, por lo tanto, que nos encontramos en ese estado en que confundimos la sensibilidad, la emoción y los deseos como un trinitaria conjunción de ungüentos para el alma. Mientras, suena La Mer, de Debussy, y ya el horizonte es acuático y pleno, oh mar, parece que luchas entre mis manos.

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Oh, qué intensa y gozosa emoción debió embargar a Robert Walser en sus paseos o escribiendo: “oh, qué intensa y hermosa emoción debió de embargar a Mozart mientras improvisaba al piano durante su visita a la corte de París".
Escribo estas líneas, las repito con variaciones y caigo en la cuenta de que mi caligrafía se hace cada vez más pequeña; que la palabra escribiendo casi es ilegible, un punto esa o, la aspiración a ser un micrograma.
Mencionaré un jardín y un juego de cartas. Un jardín en que los bancos están dispuestos de forma simétrica, dibujando en la arena que los sostiene pequeños círculos que parecen invitar a una conversación milenaria. Encima de la mesa, una baraja de cartas. Y se viene a mi mollera un verso de Cernuda, en que se identifica con una carta que ha perdido su baraja. Y en esas estoy yo, en ese sitio que no sé dónde se encuentra. Sólo atisbo un jardín concéntrico, repleto de sillas y de flores, jardines bien moldeados. Y una baraja de cartas que me incita a comenzar la partida. Quizás la partida comenzó y la perdí hace tiempo. Será mejor que baraje de nuevo y escoja otro palo. O simplemente nunca levante la que se acaba de caer de la baraja al suelo. La dejaré bocabajo, como un enigma, como un paseo que no conduce a ningún sitio.
Mientras, La Mer, de Debussy, ya ha trazado el infinito, ya cesa la lucha entre mis manos.

lunes, 7 de julio de 2008

HOY SÓLO QUIERO SER YO

Me traigo de la playa -junto a la brisa, las pisadas de las gaviotas y los cueros al descubierto- un par de libros. Seguí la costumbre de siempre, leer el primer párrafo o, en su caso, la primera secuencia. Pessoa nunca defrauda las expectativas que se proyectan cuando abrigo cualesquiera de sus libros, en todo caso las supera, las revuelve y enloquece.
Por su parte, he descubierto que Robert Walser ya practicaba un ejercicio muy similar a este de las bitácoras; así lo demuestra la publicación de un tercer volumen de escritos en prosa que evidencian que la genialidad no entiende de extensión, que la brillantez sólo es una sombra encubierta que hay que alumbrar no importa con cuántas palabras. Una bitácora desordenada, pero con la fuerza de las grandes obras.

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Dejé para el verano la lectura de dos o tres obras de filosofía porque pensaba que el apaciguamiento de los días sin clase, que las tribulaciones estivales me otorgarían muchas posibilidades en el tiempo. Nada más lejos. Cuando la cuestión es leer hay que hacerlo como si el mundo se fuera a terminar mañana, no se puede esperar el momento ni el espacio oportunos.
Antes al contrario, principié la lectura de la Metafísica de Aristóteles con la mirada puesta en el segundo volumen de Carlos Morla Lynch publicado en Renacimiento, España sufre, Madrid en guerra, con prólogo de Andrés Trapiello. Aristóteles desvencijando todos los andamiajes que socavan mi cabeza; Morla dejando al descubierto, con la franqueza de los testigos, la realidad de unos años decisivos.

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Una sorpresa mayúscula fue el libro de Robert Walser, Escrito a lápiz, Microgramos III (1925-1932), publicado en Siruela. Contiene este volumen giros extrañísimos, pero no por ellos menos hermosos y desconcertantes: “Mi pasado refulge en conjunto como un impoluto cubierto de plata. Su intangiblidad es casi inconcebible”. Qué espectáculo más grandioso son los libros de Walser, todavía recuerdo Jakob von Gunten sermoneando a los profesores o recriminando a sus compañeros todo tipo de comportamiento, qué ángulo inhabitado por escritores el que ofrece Walser.
Si uno observa la caligrafía con la que Walser escribió estas prosas en tantos folios, puede llegar a pensar que se trata de un escritor con paciencia flamenca; su prosa entonces sería como ese pincel finísimo que en Flandes penetraba hasta las costillas de los cristos.

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Gadir ha publicado un nuevo libro de Pessoa, Diarios: “El artista debe ser hermoso y elegante, porque quien admira la belleza no debe carecer de ella. Y, sin duda, causa un dolor terrible al artista no encontrar en sí mismo nada de lo que busca tan trabajosamente”. Con estas palabras de inicio, siente uno la tentación de abandonar la belleza de su prosa y de su pensamiento ya que debilita al máximo mis capacidades. Él crea belleza hablando de la belleza y con belleza; me conformo con contemplarla, en prospección etimológica.
Aunque hay un dato que me ofrece cierta esperanza, cierta sensación que solivianta mis paseos por estas páginas tan bien editadas. Resulta que el día dieciséis de marzo de 1906 Pessoa leía el Organon, de Aristóteles, y entre ese corpus cita expresamente la Lógica y la Metafísica, los libros que me acompañan en estos días junto al suyo. Cierta euforia repentina se apoderó de mí, incluso me llevó a sentimientos altivos. Una vez más él tenía mejores palabras para describir toda esta república de vanidades, escribió el veintiuno de noviembre de 1914: “Hoy, al tomar de una vez por todas la decisión de ser Yo y vivir a la altura de mí mismo, y, por esto, despreciar la idea de la llamada, de la plebeya socialización, del Interseccionismo, alcancé otra vez, súbitamente, al volver de mi viaje de impresiones por los otros, la posesión plena de mi Genio y mi Misión. Hoy sólo me quiero tal y como mi carácter innato quiere que sea.”