Recuerdo que aquel encuentro entre poetas italianos y españoles contemporáneos se celebró en la Facultad de Filología, en Sevilla, y que acudí movido por las dádivas del acto. En un pequeño cartel en que se anunciaban los nombres de los poetas participantes, también se indicaba que a los veinte primeros que realizaran la inscripción se les regalaría un libro. El encuentro era gratuito, y por lo tanto entendí que el libro se sumaba a esa gratuidad. Así fue finalmente. Acudí raudo a las oficinas donde Rosi atiende con efectividad espartana y pude elegir entre los libros que se regalaban porque había sido el primero en inscribirme.
Julia Uceda (rescatada ahora del exilio y del olvido, de la poesía y la narrativa), Ungaretti, algún que otro profesor con aspiraciones líricas que se coló como se cuela la morralla en la pesca de arrastre, y Francisco Brines. En la estantería había varios volúmenes de cada uno de estos escritores. A Julia Uceda aún no la conocía, a pesar de que en la lectura poética sobresalieron muchos de sus versos. A los profesores egotistas y pretenciosos no pensaba darles más tiempo que el de sus clases (aburridas y tristes, pardas y frías, como el recuerdo de Machado), así que opté por el libro de Francisco Brines, un desconocido por aquellos tiempos. Es cierto, igualmente, que de Brines sólo existía un volumen ya que era un libro voluminoso, su Poesía Completa (1960-1997), Barcelona, Tusquets, 1997.
Siempre he pensado que aquel encuentro sólo pude tenerlo yo, ya que el volumen era único. De la misma manera que estaba obligado moralmente a asistir a su lectura poética. Estaba prevista por la tarde de un jueves que se hacía agua a fuerza de las lluvias de entonces. Brines jamás apareció por la Facultad, no vino a leer algunos de sus poemas por los motivos personales que, albricias, nunca sabré.
Aquella ausencia contenía, sin embargo, una poética, la del silencio y el encuentro en soledad. Desde entonces entendí aquel refugio del destino como dádiva de un buen poeta con un lector pretencioso. Desde entonces he guardado el libro con un cuidado especial, dejándolo reposar como si lo que me tuviera que decir todavía no hubiera llegado, no hubiera sido escrito.
Ahora que tengo el volumen abierto sobre la mesa en la que escribo y leo y me precipito en estos recuerdos, abro una página al azar y la emoción es muy parecida a la entonces, a la de aquel jueves lluvioso y caótico en que descubrí que la poesía ofrece lo evidente de las almas bajo el tamiz de lo infinito y eterno.
Julia Uceda (rescatada ahora del exilio y del olvido, de la poesía y la narrativa), Ungaretti, algún que otro profesor con aspiraciones líricas que se coló como se cuela la morralla en la pesca de arrastre, y Francisco Brines. En la estantería había varios volúmenes de cada uno de estos escritores. A Julia Uceda aún no la conocía, a pesar de que en la lectura poética sobresalieron muchos de sus versos. A los profesores egotistas y pretenciosos no pensaba darles más tiempo que el de sus clases (aburridas y tristes, pardas y frías, como el recuerdo de Machado), así que opté por el libro de Francisco Brines, un desconocido por aquellos tiempos. Es cierto, igualmente, que de Brines sólo existía un volumen ya que era un libro voluminoso, su Poesía Completa (1960-1997), Barcelona, Tusquets, 1997.
Siempre he pensado que aquel encuentro sólo pude tenerlo yo, ya que el volumen era único. De la misma manera que estaba obligado moralmente a asistir a su lectura poética. Estaba prevista por la tarde de un jueves que se hacía agua a fuerza de las lluvias de entonces. Brines jamás apareció por la Facultad, no vino a leer algunos de sus poemas por los motivos personales que, albricias, nunca sabré.
Aquella ausencia contenía, sin embargo, una poética, la del silencio y el encuentro en soledad. Desde entonces entendí aquel refugio del destino como dádiva de un buen poeta con un lector pretencioso. Desde entonces he guardado el libro con un cuidado especial, dejándolo reposar como si lo que me tuviera que decir todavía no hubiera llegado, no hubiera sido escrito.
Ahora que tengo el volumen abierto sobre la mesa en la que escribo y leo y me precipito en estos recuerdos, abro una página al azar y la emoción es muy parecida a la entonces, a la de aquel jueves lluvioso y caótico en que descubrí que la poesía ofrece lo evidente de las almas bajo el tamiz de lo infinito y eterno.
"El olvido es el más grande de los misterios,
pues estando hecho de realidad su naturaleza es carecer de ella;
alcanza en su contradicción
aquello que unifica a su origen, y él en vano desea.
Mas el olvido no es la nada. Perdura su significación:
es Inocencia, también Serenidad;
lo que una vez tuvimos, el Bien mayor y más perecedero,
y aquello que tras su pérdida anhelamos
y es la compensación de los vencidos.
Hay una misma relación que se refleja en un espejo turbio:
cuando deseamos la nada, estamos inventando el olvido.
Mas esto no es dable contemplar
en el borroso espejo de la vida.
Y hablo desde la carne de la carne.
“Identificación en un espejo”, Francisco Brines.
pues estando hecho de realidad su naturaleza es carecer de ella;
alcanza en su contradicción
aquello que unifica a su origen, y él en vano desea.
Mas el olvido no es la nada. Perdura su significación:
es Inocencia, también Serenidad;
lo que una vez tuvimos, el Bien mayor y más perecedero,
y aquello que tras su pérdida anhelamos
y es la compensación de los vencidos.
Hay una misma relación que se refleja en un espejo turbio:
cuando deseamos la nada, estamos inventando el olvido.
Mas esto no es dable contemplar
en el borroso espejo de la vida.
Y hablo desde la carne de la carne.
“Identificación en un espejo”, Francisco Brines.