Sofi Oksanen
Las vacas de Stalin
(traducción: Ursula Ojanen y Rafael García Anguita)
451 editores, Madrid. 2009. 474 páginas
Las vacas de Stalin
(traducción: Ursula Ojanen y Rafael García Anguita)
451 editores, Madrid. 2009. 474 páginas
LA FRONTERA REAL
Entre el hambre y la bulimia, entre el Este y el Oeste Europeo, entre Estonia y Finandia, entre los años 40 y los 80, son varios los opuestos puntos cardinales entre los cuales esta novela oscila, como un péndulo, llevándonos de un lado a otro con absoluta solvencia. Lo que ha logrado Sofi Oksanen es notable a nivel de estructura. Un alambricado árbol genealógico sostenido por un trípode: Sofía, la abuela que sobrevive al stalinismo en Estonia; Katariina, la madre que ha logrado salvarse de la ex URSS y huido hacia Finlandia, pero vive con un pie en ambos mundos; y Anna, la nieta, una chica finlandesa absolutamente adaptada al nuevo mundo pero que, aún así, arrastra el peso del pasado familiar estonio que debe ser negado para no ser discriminada.
Mientras que la abuela Sofía pasa hambre rodeada de las “vacas” de Stalin, es decir acosada por la policía soviética, viviendo entre mercados de alacenas vacías y repartiendo la comida entre sus familiares como migajas, la bulímica Anna vive en la holgada Finlandia comiendo todo, y más, repletándose de comida chatarra, para luego ir al baño y vomitarlo todo. Katariina, en cambio, es una pieza de engranaje entre los dos mundos. Ella es una mujer guapa, un sebo que atrae a los finlandeses que hacen competir la belleza de las mujeres estonias contra la frialdad de las de su país, y gracias a eso consigue rápidamente un amante y luego esposo. En Estonia se piensa que si una mujer tiene un finlandés al lado, lo tiene todo. Comida, dinero, posesiones materiales. Ha logrado salvarse del destino natural de las mujeres estonias en Finlandia, la prostitución. Lo que ha vivido en su país, las raíces que tiene Katariina con su pasado, son muy fuertes como para poder olvidarse de todo eso. Finlandia es reluciente y nuevo, es un lugar seguro, pero no es una Patria. Pero tampoco Estonia es ahora su patria. Un lugar donde la sociedad intenta aprovecharse de ella porque vive en Finlandia, porque se supone que tiene holgura económica, porque trae ropa importada. Cuando se le pierde un auto e intenta recuperarlo, la policía se burla de ella: ¿Acaso en Finlandia no abundan los autos de última generación? Katariina se siente traicionada por su país. Pero tampoco se siente acogida en un lugar donde debe ocultar todo el tiempo sus orígenes, donde ve cómo los finlandeses convierten a sus paisanas en prostitutas, donde su marido es un alcohólico que finalmente se pierde en Rusia con una nueva familia.
Anna también tiene una historia de amor. Ha conseguido a Hukka. Un hombre que la llama Gatita. Y ella quiere ser su Gatita. El amor hacia Hukka consigue que ella relegue, incluso, su bulimia. Parece que las cosas irán bien, pero luego surge la sombra entre los dos. Anna no sabe ni se atreve a contarle a Hukka su pasado en Tallín, su pasado en Estonia, la supervivencia de su madre y de su abuela, el temor a que no la consideren finlandesa. Y Hukka es un sujeto autosuficiente, cuya seguridad termina silenciando más a Anna. Al final, el único diálogo posible entre Anna y Hukka es en términos sexuales. ¿Qué te gusta? Le pregunta. ¿Por atrás o por adelante? ¿Finges los orgasmos? Anna no sabe contestar a las preguntas de Hukka. Tiene que salir a buscar las respuestas en otros hombres, en aventuras con extraños que la dejan sola, que la alejan de Hukka, a quien ni siquiera parece importarle demasiado los deslices de Anna. Lo único que le preocupa a él es si realmente las pastillas contra la bulimia le quitan a Anna el deseo sexual. Al final, Anna se está convirtiendo en lo que su madre nunca quiso para ella: la puta estonia de un finlandés. Incluso, en una de las últimas discusiones, Hukka quiere convencerla para que se disfrace de prostituta. ¿De qué país? le pregunta ella. “De cualquier país, solo quiero meterte dinero en el sostén” responde Hukka. “Ay, Hukka, tú no sabes que para resultar verosímil tendrías que darme panties o filtros de café o desodorantes. Entonces sí sería verosímil”. Una escena tremenda.
En el tratamiento psiquiátrico que lleva Anna para superar su bulimia, intentan hacerla sentir culpable por los niños africanos, por los supervivientes de la URSS. ¿No te da pena que mientras tu abuela lucha por un poco de comida, tú gastas todo lo que ganas en los supermercados y luego lo viertes todo en el inodoro? No, a Anna no le da pena. No la convencen así. Tampoco el amor de Hukka ahora es suficiente. Hukka es un hombre débil, pueril, inconsciente; no la puede salvar. La verdadera historia que conecta a la abuela Sofía con Anna no es la comida o la falta de comida. El nexo real son las vacas de Stalin. La sensación de servir a un Señor y Creador, a un ser Poderoso, a un Él. Un poder que se cierne sobre sus cabezas y los manipula. Un poder del que no se puede escapar salvo quedándose en el limbo, como Katariina. Stalin es ese Señor que rige el destino (y el hambre) de Sofía. La Bulimia es el Señor que rige la vida de Anna. Él le da lo que quiere, un cuerpo perfecto, una identidad de 45 o 50 kilos. La Bulimia es la patria de Anna. Nadie, ni la doliente madre ni la superviviente abuela, pueden siquiera ayudar a vencer a ese Dictador poderoso que la obliga a comer y vomitar. A ser la persona que Él quiere que sea. Solo cuando era la Gatita de Hukka pudo dejar al Señor, pero eso no duró demasiado. Entonces ¿cómo salvarse? ¿Cómo superar el sedimento que dejan todas las dictaduras, la idea de servir a un poder superior por más dañino y arbitrario que éste sea?
Hacia el final de la novela, Katariina y Anna viajan a Tallín. Ahí, mientras la madre lo pierde todo, descubre que no tiene un lugar en el mundo, Anna reconoce que la frontera real no es la que separa Estonia de Finlandia, el hambre de la bulimia, sino la que separa aquello en que ella se ha convertido (la bella muñeca sexual de 50 kilos) de sí misma, una mujer con un pasado familiar y un problema concreto. Para Anna sí hay redención. Solo tiene que aprender a hablar. A decir lo que siente, lo que cree, lo que quiere. A entrar en su propia vida y recuperar su identidad. Cuando conoce a un hombre y es capaz de decirle: “Mi madre nació en Estonia”, y de confesarle además “vomito cada día y vomitaré la comida que me prepares” y, sobre todo, de decirle: “No sé hacer el amor con los que amo y no amo a los que le hago el amor”, entonces Anna dejará de estar cruzando fronteras reales o imaginarias y dará por terminado su viaje. Podrá al fin amar e irse a la cama con la misma persona con que puede conversar. Habrá llegado a su destino. Estará en casa.