Rodrigo Fresán
El fondo del cielo
Mondadori, Barcelona. 2009. 272 páginas
CONSEGUIR UN PLANETA QUE NO EXISTE
El fondo del cielo
Mondadori, Barcelona. 2009. 272 páginas
CONSEGUIR UN PLANETA QUE NO EXISTE
De los epígrafes que abren el libro de Rodrigo Fresán, dos serán especialmente significativos después de terminada la lectura: “Uno no se puede ver a sí mismo fuera del Universo” de Kurt Vonnegut y “¡Oh, corramos a ver ese planeta!” de John Cheever. Justamente, las dos principales influencias durante la escritura de este libro según confiesa Fresán en su explicación-agradecimiento final. Entre la imposibilidad de verse a uno mismo fuera del Universo, y la necesidad imperiosa de ver un planeta distinto al nuestro, se forma esta novela que según el autor “quizá no sea la novela de amor más grande pero sí –seguro- la más larga” pues alcanza desde el estallido del Big Bang hasta el final de la Era de Las Cosas Extrañas, dentro de 7.590 millones de años.
Algunas películas blockbuster sobre colleges norteamericanos, series de TV como “The Big Bang Theory” o novelas como La maravillosa vida breve de Oscar Wao de Junot Díaz nos hablan de geeks que son, al mismo tiempo, nerds impresentables, sin capacidad para sociabilizar, desafortunados en el amor y con pizarras garabateadas, telescopios enormes y casas decoradas con posters y muñequitos de películas de sci-fi. Esa imagen estereotipada no nos permite entender que, detrás de estos personajes, existe una enorme capacidad para ser creativos y lograr representaciones de la realidad con una agudeza y lucidez inaudita. El idiota de la familia se convierte, de pronto, en el gran genio de su época. Esa imagen errónea impide descubrir en el Tarantino que antes de ser el cineasta que todos admiramos era un chiquillo rijoso llamado Quentin (terrible nombre para un chico, por cierto), sabidillo dependiente en una tienda de alquiler de películas, que se lleva a casa los viernes por la noche copias de policiales y thrillers serie B y algunas que otra cinta oculta de artes marciales que nadie ha pedido en meses. Haciendo una analogía, podemos decir que Rodrigo Fresán es el Quentin Tarantino de la ciencia ficción y su última novela El fondo del cielo, una espléndida Pulp Fiction en versión sci-fi.
Todos los buenos libros admiten varias lecturas. Algunos de esos libros, además, hacen coincidir varios niveles en él. Voluntariamente, Fresán ha querido hacer una novela de, con y sobre la ciencia ficción, donde diferentes dimensiones existen paralelamente. Evadir esa complejidad sería darle la espalda al logro mayor del libro, como es el conseguir que todas esas dimensiones tengan sentido y se engarcen con precisión en el argumento. Sin embargo, me permito desmontar la novela en dos obras distintas solo para poder reseñarla. Como si fueran dos versiones de la misma novela, o dos novelas enlazadas que luego, al terminar de leerlas, forman una sola obra espléndida sobre personajes que no pertenecen a ningún mundo escrita, al mismo tiempo, por Philip Dick o Kurt Vonnegut, por un lado, y John Cheever por otro.
En una de esas novelas, la escrita por Vonnegut digamos, una mujer hermosa y extraña recibe –a maneras de colores que estallan como cuadros de Mark Rothko- señales del último ser de un planeta que se extingue llamado Urkh 24 (o Aquel-lugar-donde-se-dejan-oír las-melodías-más-desconsoladas). Esa mujer tiene la misión de casarse con un personaje ridículo, hijo de un empresario millonario, llamado Jefferson Franklyn Darlingskill, para neutralizar una dimensión temporal en la que Jeff logrará vengarse de las risas de sus contemporáneos ante sus pésimos cuentos de ciencia ficción convirtiéndose en el Ser Supremo de una Secta que destruirá el planeta. Al casarse con él termina transformando a ese demonio maligno en un burgués empresario como su padre, con una casa elegante en Sad Songs y sin mayor peligro para la humanidad. Sin embargo, para cumplir con su misión la muchacha tiene que eliminar sus sentimientos, convertirse en un ser sin sensibilidad, para extinguir el amor que siente por los primos Isaac Goldman y Ezra Leventhal, que han crecido juntos fanatizados por la ciencia ficción, miembros fundadores de un grupo llamado Los Lejanos. Siguiendo las órdenes del último habitante de Urkh 24, ella tendrá que ser testigo del destino opuesto que sigue cada uno de los primos. Isaac quedará atrapado en este planeta, convertido en un escritor de ciencia ficción de mediano éxito, viviendo de las regalías que un maestro del género le dejó en testamento, envejeciendo como un personaje suburbano, rutinario, sin planetas ni viajes inter-espaciales. Encerrado en la humana dimensión espacial y temporal, Isaac podrá presenciar, sin poder explicarlo demasiado pero sospechando que hay algo que no entiende, las explosiones de las Torres Gemelas el 11-S y la lenta destrucción del planeta Tierra por sus propios habitantes. Mientras tanto, Ezra se ha convertido en un científico brillante y luego ha sido expulsado a otras dimensiones, convirtiéndose en un ser atemporal, un mutante que va destruyendo mundos, convertido en un típico malvado de ciencia ficción conocido como El Deshacedor, autor de un inverosímil Manual de Instrucciones de Destrucción Planetaria firmado como Arcano Rex de la Vía Láctea, y responsable, además, de todas las destrucciones de la historia de la humanidad, desde el primer estallido del Big Bang hasta las Torres Gemelas, pasando por la destrucción de Roma, la Segunda Guerra Mundial, etc., para deleite de los habitantes de Urkh 24 que tienen la utopía –finalmente sin éxito, atestiguando su fracaso unas naves oxidadas arrojadas en una colina- de viajar hasta el planeta Tierra y habitarlo. El único punto de contacto posterior a la infancia entre Isaac y Ezra ocurre en una escena importante (la gran escena, en realidad, a la que Isaac llama El Incidente) cuando una proyección de Ezra, una versión fosilizada en que se suman todos los tiempos, conversa con Isaac en uno de los pisos de las Torres Gemelas antes de que estallen y le enseña una vieja y borrosa fotografía en que ambos miran a la cámara algo asustados, y Ella, la chica rara, sonríe alegremente. El otro punto de contacto es una síntesis de esta historia, una novela llamada Evasión, que es un clásico de la sci-fi cuyo autor está en debate. Dicen que es de Isaac, dicen que Isaac firmó el libro de Ezra, pero al fin descubrimos que la autora es Ella inspirada por la voz que la usa como médium.
Hay que reconocer, sin embargo, que para que esta lectura triunfe a Fresán le ha faltado un recurso gramático. Magris comentaba en la conferencia con Vargas Llosa que Italo Svevo se quejaba de que no existiese en ninguna gramática del mundo un tiempo verbal que resuma, al mismo tiempo, el pasado, el presente y el futuro, como sucede en la vida real. No conozco novela que eche en falta esa carencia gramatical más que El fondo del cielo. Una novela breve ("Escribir largo es como leer, mientras que escribir corto es como escribir" dice Fresán a través de uno de sus personajes) pero que podría ser más breve aún. Una novela que podría estar formada por fotogramas del presente, pasado y futuro superpuestos, como imágenes expulsadas por una moviola. Una novela sin argumento, una composición atemporal y sin espacio. Donde el “futuro” no es un tema de ciencia ficción, y el “pasado” no es una excusa para escribir una novela de amor, sino dos lados de una moneda que se compone simultáneamente en el presente.
En la otra novela, la versión Cheever digamos, Isaac Goldman es un chico solitario cuyo padre se ha suicidado en un manicomio, preso de delirio místico-futurístico, y es enviado a vivir en casa de sus tíos junto a un muchacho igual de solitario que él, con una prótesis en la pierna, llamado Ezra Leventhal. La conexión entre ambos mediante los comics, las películas y las novelas de sci-fi es inmediata y así forman un grupo llamado Los Lejanos para discutir e intercambiar en garajes cuentos e informaciones con otros grupos de fans de la ciencia ficción. Y aunque ambos han llegado a la ciencia ficción, el camino que los condujo a ella es distinto: “Para Ezra, la ciencia ficción era un arma. Para mí, un escudo” dice Isaac. En otro capítulo se lee una explicación más precisa sobre esa diferencia: “Para Ezra, la ciencia ficción era un punto de fuga, una puerta abierta a un mundo mejor, una sombra a la que había que iluminar para despertarla y verla. Para Isaac, en cambio, la ciencia ficción era algo en lo que creer: la única manera que tenía de comprender su vida y el planeta donde su vida se había posado”. Por ello no resulta extraño el destino que tienen en la “primera” versión de la novela, que comenté en el párrafo anterior, ni tampoco el destino que tienen en la “segunda” versión, con Isaac convertido en guionista de una serie de TV sobre el espacio y un ser doméstico que no se mueve de su ciudad, y Ezra en un científico cada vez más sofisticado y nómade. En esta versión, el patético Jefferson Franklyn Darlingskill es solo un chiquillo millonario, desdeñado por los demás, con delirios de grandeza, que no sabe nada de ciencia ficción pero que desea fervientemente ser parte de un grupo. Los Lejanos lo aceptan como mascota, prácticamente, y se avergüenzan de él. Pero al mismo tiempo, no quieren alejarlo del grupo casi con lástima o quizá con alguna ambición oculta (siempre es bueno tener un amigo millonario cuando hay tantos comics que comprar). Entonces, aparece Ella, la chica rara, de una belleza desacostumbrada entre las mujeres fanáticas de la ciencia ficción, una belleza de otro mundo literalmente, quien además escribe un cuento estupendo sobre un habitante solitario en un planeta solitario sin nombre. Ambos se enamoran de Ella y Ella, desde luego, también se enamora de los dos porque Los Lejanos son una unidad imposible de desintegrar. Una unidad que es, además, un orden superior que recuerda a la película ícono de Los Lejanos, 2001: Odisea en el Espacio. Pero el triángulo amoroso se rompe por el ángulo menos esperado. Al final, la chica perfecta se casa con el “novio” perfecto para su familia, el millonario Jeff, mucho mejor partido que esos dos chicos judíos con familias disfuncionales. Como triste coloquio a este Tsunami sentimental que arrasa con los dos- o tres- chicos (como lo califica el mismo Fresán) está aquel día tristísimo en que los dos jóvenes enamorados de la misma mujer, unidos por la pena de saberla perdida e inalcanzable, construyen para ella un Planeta nevado, lleno de hombres –no muñecos- de nieve, un Planeta donde ella puede vivir lejos de sus parientes, de sus obligaciones, de los deberes sociales. Un Planeta donde ese triángulo amoroso tiene sentido y futuro, y no perece como una foto detenida en el pasado. Un Planeta de ciencia-ficción donde esos tres solitarios pueden salir del mundo, un lugar distinto insertado sobre un lugar real, un lugar secreto, escondido, un planeta dentro de otro planeta, con las salidas clausuradas por la nieve, inspirado quizá en “El Eternauta” de Oesterheld. Un Planeta que sea una evasión, como el título de la novela de culto que, se supone, escribió Ella. Un Planeta para Ella.
Sin embargo, ese Planeta imaginario no existe ni en la ciencia ni en la ficción. Ese planeta solo puede existir en el recuerdo. Por eso, no resulta extraño que siendo esta una novela de ciencia ficción en realidad hable obsesivamente del pasado. Y que la gran obsesión que une a todos los personajes (Isaac, Ezra, Ella, el extraterrestre náufrago, etc.) sea el de recordar. Esta novela se ha escrito para recordar a los protagonistas de un mundo que se ha destruido. O de un planeta que no existe.
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