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sábado, 7 de noviembre de 2009

¿Vade retro, Stephen King?

El excelente personaje que ideó Umberto Eco, Salvatore de Monferrate, gritaba como un poseído por los patios de la abadía: ¡Penitenciágite! Una especie de ¡arrepentíos! en lenguaje indefinido dirigido a los pecadores del lugar, que al parecer abundaban. En el monasterio de la literatura también somos todos, en el fondo, unos pecadores: aunque nos empeñamos en comentar solo a los autores más insignes, y a establecer en nuestros blogs cánones de calidad con nombres y apellidos indiscutibles, también caemos de vez en cuando en la tentación de hurgar en la comercialidad y tantear el ambiente, a ver qué ocurre.

En cuestiones cinematográficas, aunque mi pasión sigan siendo los clásicos de toda la vida (Wilder, Ford, Hitchcock, Welles…) no suelo perderme una película de terror ni aunque esté dirigida principalmente a adolescentes con granos. Cada uno tiene sus debilidades. Y por estas bajas pasiones es que en poco tiempo ha coincidido, sin proponérmelo, el visionado de dos películas que me han elevado mis niveles de serotonina, lo cual mi médico me agradecerá sobremanera. La primera, que ya he revisitado no sé cuantas veces, es El Resplandor de Kubrick, un gran ejercicio de estilo de lo mejor y lo peor que fue capaz de ofrecer el director, pero al fin y al cabo una exquisita historia de terror psicológico. La otra lleva por título La niebla, de reciente producción y cuyos directores y actores he olvidado por completo, pero que también me pareció una digna muestra de cómo crear un ambiente de tensión en un espacio cerrado sometido a presiones externas. Una película, por cierto, que hubiera podido firmar sin rubor el amigo Night Shyamalan.

Si pongo en relación los dos largometrajes, tan dispares entre sí, es porque nacen de la mente y la narración del mismo autor, Stephen King. Sus novelas han sido llevadas a la pantalla grande o pequeña por docenas, con los más variados resultados, pero con el sello inconfundible de (déjenme usar el topicazo y entre comillas) “una historia que atrapa”. Esos chavales hoz en ristre asediando en los campos de maíz, la adolescente traumatizada con poderes mentales que incendia un gimnasio en una fiesta escolar, el coche que toma decisiones por su cuenta, el payaso asesino que sale de las alcantarillas… No sé si a alguien que le disguste el cine de terror puede entender algo de todo esto que digo, pero estas imágenes forman parte también de mi bagaje cultural, en su lado más pop, como también lo forman Tintín e incluso el extraterrestre de Spielberg, como nos ocurre a los que nos tocó asistir a su estreno cinematográfico con 10 años cumplidos.

La reacción fácil ante la cultura popular, en oposición a un elitismo que también cultivo con gran dedicación (y esfuerzo: he ahí la diferencia entre sentarse a comer palomitas y analizar una obra maestra sin distracciones de por medio) es considerarla como algo secundario, o de usar y tirar y, por tanto, que no merece ni un triste post. Pero, ¿es Stephen King, ya que hablamos de él, un caso estricto de producto comercial inservible? La modernilla revista Esquire, en su último número en versión original, reivindica al autor no como mero producto de masas (en equiparación al Big Mac y las patatas fritas), sino como “un autor que trasciende su género mediante la canalización de nuestros miedos culturales mejor que casi cualquier escritor estadounidense”. Ahí es nada.

La prosa de King es, a mi juicio, de una sencillez excesiva, con un vocabulario bastante limitado y sin construcciones sorprendentes. El lector medio no repara en cuestiones filológicas, y por tanto no advierte que la rapidez y agilidad en su lectura es equivalente al grado de simpleza con que se construye cada párrafo. Pero esto, a veces, también es un incordio para los que deseamos un texto elaborado, pues nos impide apreciar si hay vida más allá de la rudimentaria frase. En King la hay, porque existe un compromiso con el oficio y hay también lo que otros grandes escritores no han alcanzado jamás, o cuyas prosas adornadas no han sabido traslucir: me refiero a la atmósfera, a la creación de lugares y tiempos que cautivan y de personajes creíbles que piensan y actúan.

Establecer un baremo para clasificar los géneros y las distintas aproximaciones a la literatura según la pretensión del autor (según su voluntad de captar lectores y qué tipo de lectores) sigue siendo fundamental. Equiparar a Proust y a King porque los dos vienen encuadernados es una torpeza mayúscula. Quizá el estadounidense esté ahora flirteando con la posibilidad de meter un pie en el grupo de los grandes, según algún crítico generoso y según una concepción bastante laxa de lo que es cultura popular y lo que es arte. Pero yo prefiero insertarlo en otro grupo que no depende de parámetros estrictamente lingüísticos o de la originalidad y capacidad para romper estereotipos: él está codo con codo junto a los que logran la mímesis del lector con su propuesta de mundos paralelos, de los que tienen algo que contar y derrochan 1.000 páginas en ello si hace falta. Son los obreros de la escritura, que no relucen tanto como los arquitectos pero que son eficaces y no engañan.

Supongo que la traducción española de Under the dome está al caer: diez años de labor, según dicen, para 1.120 páginas. Si alguna vez me ven en una librería y caigo en la tentación, hagan como Salvatore y griten a mi espalda ¡Penitenciágite! antes de que ponga mis garras en el tomo.
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Se hace un llamado a los mecenas del blog para que hagan sus aportes en la hucha de la senda: 120 euros es el precio del despampanante contenedor con dos volúmenes de Historia de mi vida, de Giacomo Casanova. ¡Atalanta me lo está poniendo cada vez más difícil para hacer críticas constructivas!