Ahora que hace 200 años del nacimiento de medio mundo (Charles Darwin, Edgar Allan Poe, Abraham Lincoln, Mariano José de Larra, Gógol…) también he tenido mi pequeño espacio de recuperación de la memoria. Lo he llenado con el primero de la lista, muy influido por la lectura que un año atrás realicé del libro de Dawkins y alarmado por la ingente cantidad de individuos que todavía osan, sin sonrojo, poner en tela de juicio lo que la ciencia expone y ratifica durante años de investigación.
Creo que aprovecharé mis últimos días barceloneses para comprar uno de esos libros siempre postergados, que pasan por ser inevitables en cualquier biblioteca informada, pero que hasta llegar a los bicentenarios u otros fastos no encontramos la excusa propicia para dar el paso. Acaba de reeditarse El origen de las especies en una edición cuidada y no dejaré pasar el momento para completar mi estantería dedicada a la divulgación científica. Fue Umberto Eco quien, en un artículo que no conservo, propuso una lista de libros divulgativos que todo ser humano debería leer, no sólo para saber más, sino para regocijarse ante la capacidad de algunos científicos por exponer con claridad ideas complejas. La obra de Darwin estaba en la lista.
Mi interés particular por el evolucionismo se relaciona con mi convivencia, durante la mayor parte del año, con una sociedad profundamente religiosa y que basa su fe en un principio inmutable de creación divina. Diez meses al año teniendo como interlocutores a personas con estas ideas le influyen a uno, claro está, pero no para relajar mis convicciones sino para reafirmar la necesidad de difundir el papel que la ciencia tiene hoy en día. Es una cruzada laica pero nada furibunda. No niego que la lectura de Dawkins casi me obliga a predicar por las plazas la buena nueva de que Dios no existe, pero al final acabé por centrar el problema en un hecho básico: el convencimiento a través de la negación es un muro de granito, así que afronto el tema desde la necesidad de difundir verdades que basan su razón en la ciencia, en los experimentos, en la deducción demostrable.
Al caminar por pueblos y calles centroamericanas hay una imagen recurrente, y es la de una persona con un libro bajo el brazo o bien agarrado del lomo. La acotación necesaria, antes de que nadie considere la fortuna de tener un gran pueblo lector, es que ese libro siempre es el mismo. De hecho es El Libro. No es necesario acercarse y ver la cinta ineludible que pende de alguna página interior, para recuperar el versículo, y sus tapas casi siempre azules. Ante esta unanimidad, el resto de obras quedan relegadas a la diversión y entretenimiento meramente intelectuales, ya sea una novela o un ensayo sobre genética: el saber sólo puede estar en un libro, y el resto se usa para matar el tiempo (quien tenga dinero y capacidad de comprensión lectora).
Es por ello que toda teoría no demostrable físicamente y ante las narices de uno pasa a ser un relato de evasión. He escuchado y leído en foros de la región o en conversaciones privadas verdaderas alucinaciones sobre el acelerador de partículas o cualquier invento que todavía esté en proceso. Habrá sido igual en todas las épocas, con la diferencia de que ahora hay elementos mucho más al alcance para contrastar cualquier opinión de café. Me huelo que esta vorágine anticientífica se relaciona con las ventas millonarias de novelas que exponen las más desvariadas conspiraciones terrenales, todo un éxito en esta década. Y supongo que el cambio de milenio influyó decisivamente para que triunfe cualquier teoría del fin del mundo y de la especie.
Por lo tanto aquí estoy, a punto de entrar en la sección de ensayo de una librería, para entender no sólo la base de la teoría de Darwin, sino para intentar explicarla mejor a los demás. Como ocurre con los eternos contadores de cuentos, también es necesario aprender teorías para irlas esparciendo con claridad, sin necesidad de debates estériles que conducen a posturas intransigentes. Frente a la moda de los buses con frase, me apunto a la corriente de la digestión pausada, la mecedora de mimbre y el atardecer, y una voz que dice mientras se balancea arriba y abajo: ven y siéntate, quiero contarte una historia que comenzó hace muchos años...
La clase de griego, por Han Kang
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