Sí, mis tres retoños han entrado de pleno en esa fascinante etapa del desarrollo humano. Pero aquí no quiero hablar de las visicitudes adolescentes sino de la consecuencia que tuvo para mí encontrarme, así de la noche a la mañana, con una cama familiar de tres metros y medio toda para mi marido y para mí, con puertas cerradas a lo largo del pasillo de la casa, con silencio en el salón, con suelos limpios de juguetes, con ausencias cada vez más largas ("¡Mamaaaa!, que me quedo esta tarde con los amigos", "¡Mamaaaaaa!, que duermo en casa de fulanito, no me esperes", "¡Mamaaaaa, que no como/ceno en casa"...).
Yo, que llevaba cosa de doce años en contacto casi continuo con uno, dos o tres niños, días y noches, fiestas y laborables. Yo, que oía la palabra "mamaaaaa" unas cien veces al día. Yo, que me agobiaba pensando que no tenía espacio, que ellos lo ocupaban todo, física y emocionalmente. Yo.... me quedaba sola.
Y adopte un perro.
Sí, sí. En lugar de disfrutar de mi nueva y reconquistada independencia, sentí vértigo de no ser necesitada continuamente y así, de un impulso casi loco e irresponsable, adopte a Erica.
Erica llegó a Suiza desde Polonia gracias a la organización Home 4 dogs. La habían encontrado viviendo en una jaula sucia y húmeda junto a una enorme San Bernardo que casi ni se podía mover. La protectora que colabora con la organización en ese país llevó a ambas al refugio y las ofreció en adopción. La compañera de Erica se fue a Alemania y Erica se vino a Suiza, conmigo.
Fue amor a primera vista. Para mí, obvio. Ella estaba tan aterrorizada que al principio no se sentía capaz de enamorarse de nadie. Fueron varios días de paciencia, cariño, dulzura, buena alimentación (obviamente, no croquetas), paseos en libertad (pude llevarla sin correa ya la segunda semana de estar conmigo), perritos amables alrededor y muchas, muchas, muchas caricias. Finalmente Erica relajó el cuerpo y el alma, hizo músculo en sus patitas atrofiadas por la falta de ejercicio, sacó a relucir su ladrido penetramuros y se enamoró locamente de mí. Formamos la diada perfecta, la vida nos sonreía, y si bien su relación con mi marido no era, ni es, perfecta, (tiene la ambición de que él no se mueva libremente por la casa sin su permiso, so pena de recibir una tanda de ladridos) sus escasos 5 kilos de peso le quitan importancia, y hasta hacen entrañable, a esa necesidad de tener el control de todo lo que le rodea.
Y así estábamos: Mi marido tranquilo, como siempre, de los chicos alguno estrenando adolescencia y otros ya bien instaurados, con novias y demás menesteres, yo menopaúsica y Erica cuidando de todos e intentando que en la casa, y ya puestos, en todo el vecindario, hubiera un mínimo de orden, quietud y tranquilidad. Y estábamos bien, en serio. Erica no supuso un gran cambio en la dinámica familiar, más allá de los 3 paseos al día que siempre daba conmigo (mi marido ya me dijo desde el principio que el no quería perros y no haría nada de nada) por sitios bien hermosos, sin correa, para que las dos disfrutáramos de este precioso entorno en el que habitamos.
Pero, evidentemente, a esta vida venimos a crecer y si todo va bien aquí no crece nadie ¿no? Así que, como en esas películas en las que en el inicio ves a los protagonistas felices y sin complicaciones, e intuyes que para que haya un buen argumento el asunto tiene que petar por algún sitio y complicárseles la vida hasta niveles insospechables...
Nos llegó Dumbo
Y como de Dumbo, de su tremendo efecto en nuestras vidas y de todo el enorme aprendizaje que ha venido asociado a su intensísima y potetente personalidad hay mucho que contar, cierro aquí este primer artículo sobre los nuevos integrantes de la familia y mañana, desde el principio y tranquilamente, os explico más.
Porque hay mucho, pero que mucho, que explicar.