martes, 21 de abril de 2015
EN LAS PARTES TRASERAS DE LAS GUAGUAS
En las partes traseras de las guaguas, a veces, se adueña de
nosotros, como en algunas, ya olvidadas, antiguas tardes sin deseo, un extraño
adormecimiento semejante a una agudeza, a un refinamiento que lo es más de la
capacidad para imbuirse de lo que Milton habría llamado la “belleza moral”
antes que de cualquier vulgar pasión por las gracias corporales, sean estas del
signo o de la intensidad que sean. Lo que se apodera de nosotros, a veces, en
las partes traseras de las guaguas, mientras un atardecer aminorado por todas
las gradaciones de un gris polvoriento, o incluso del polvo en su más sólida
presencia, es decir, como humo, como polución engastada en las fosas nasales,
como toxicidad propulsada por motores que arrancan, aceleran, frenan, se
detienen e inoculan directamente en los pulmones la malsana raíz de todos los
venenos; lo que se apodera de nosotros, protegidos por un tiempo en las partes
traseras de las guaguas, defendidos por los altos, rotundos ventanales que
nos brindan la contemplación de la promiscuidad del gentío es una especie de
sórdida desmesura de nuestra visión agazapada. O, dicho de un modo, si no más
claro, sí al menos más sensato: vemos, y no hay en esos momentos otra
posibilidad sino la de ver lo que transcurre a nuestro alrededor, alrededor de
esas carreras municipales de guaguas que circulan por los carriles bus de un
modo más sistemático, más fluido y menos rocambolesco que cuando nos trasladamos
en taxi, vemos a nuestro alrededor un reguilete de caras, caras que se suceden,
caras que se paran, que se miran, se asombran, se contraen y se disgregan, caras
que casi nunca se vuelven para mirarnos porque allá al fondo, en las partes
traseras de las guaguas, somos casi invisibles y porque esas caras están
entregadas al comercio casi siempre expansivo, aunque a veces discreto, con otras
caras que las solicitan, las buscan, les reclaman atención –aun cuando toda la atención
que esas caras prestan a otras caras está contaminada por la atención que
prestan a otras muchas caras distintas o a cualquier otro estímulo de los
millares que a esa hora del atardecer pueblan la vía principal por la que
circula la guagua en cuyas partes traseras, agazapados, viajamos. Reparamos
entonces en que los gruesos ventanales que nos separan del gentío impiden
también que escuchemos sus voces, que imaginamos estentóreas pero que con
frecuencia no hay ni siquiera necesidad de imaginar. Es en esos momentos, cuando los
individuos que se desenvuelven en el interior de la maraña hablan o gritan,
como es su costumbre de ciudadanos de un barrio popular de saludable o tensa
mezcla de culturas, cuando nuestra extraña atención paradójicamente superdotada
en esas precisas ocasiones y más comparable a un adormecimiento que nos
desprendiera por completo de lo que tendría que ser en condiciones normales
nuestra dispersa atención a esas caras efímeras que se van desplazando frente a
nosotros, es entonces, decíamos, cuando nuestra atención hipertrofiada nos regala
la visión de lo que no puede ya llamarse con el nombre de caras. Estamos aquí casi siempre cerca del milagro, un milagro que
suele producirse a la mitad de la carrera, cuando vamos atravesando la avenida cuyo
final o desembocadura en la rotonda aparece como nuestro destino y como la conclusión,
por tanto, de nuestro breve trayecto. Es en ese momento cuando, de pronto, las
caras se convierten en rostros. Y de cada uno de esos rostros se desprende una
verdad que es suya en ese preciso instante en que, contemplado por nosotros,
extraído de su, por decirlo así, abotargamiento y borradura, incluso, a veces,
por qué no decirlo, de su hosquedad o su inmundicia, el rostro se revela y se
dice. Somos entonces los Piero della Francesca de la Avenida de Bravo Murillo,
los Dreyer del barrio de Tetuán, los Francesca Woodman de la Glorieta de Cuatro
Caminos. Aislamos por un segundo los matices de una mueca, las ondulaciones
como de partitura de arrugas en una frente marchita, el brillo turbio de unos
ojos inclinados hacia el suelo, la tensa curvatura de una nariz que se cree aún
poseedora de un porte principesco. Cada rasgo se revela desde una hondura que
nos sorprende sobre todo al darnos cuenta de que coincide con su más adherente
superficie. Si, a pesar de los gruesos ventanales que nos separan de ellos,
pudiéramos extender la mano y rozar por un instante esos rostros cremosos, finos,
esterilizados, extáticos, no nos sorprendería sentir que apenas se distinguen
sus respectivas pieles, que todos los poros saben a lo mismo y desprenden el
mismo tibio calor de piel sorprendida en el preciso momento de desvanecerse y
transformarse en lo que toda piel recubre, es decir, en la más minuciosa y
recóndita nada. Porque ellos no nos ven, los vemos. Porque no asisten a nuestra
promiscuidad en las partes traseras de las guaguas, a las confabulaciones
metódicas con los viajeros que celebran sus aciertos en no se sabe qué ínfimos
premios de bingos o tómbolas benéficas, a las lecturas concentradas de libros
de poemas junto a libros de poemas –cada libro de poemas encajado en unas manos
distintas que serían incapaces de intercambiar sus palabras–, a las toses cancerosas
de viajeros que se pudren en las partes traseras de las guaguas sin que los
demás viajeros de las partes traseras de las guaguas sientan el más mínimo
reducto de asombro o de piedad, a todos esos devaneos de la promiscuidad en los
solitarios asientos de las partes traseras de las guaguas. Porque ellos están
fuera, en la realidad de lo que se deshace y se desmiente, y nosotros los
miramos desde dentro, desde la irrealidad de lo que se construye y se ceba sin
cesar: por eso los vemos y para eso existen. Los enfocamos, infalibles, y caen
víctimas de nuestras miradas impúdicas, presas de nuestras telarañas
codiciosas, sin que haya, sin embargo, el más mínimo asomo de deseo o
voluptuosidad en nosotros: no los miramos para poseerlos, sino que los poseemos
porque los miramos. No nos importa su antes o después, su pureza o su
insalubridad, su palidez o su tintura, su equilibrio o su inestabilidad, su recogimiento o su impudor: sólo nos importa ese instante de desnudez y de
asombro, la sensación de haber descubierto lo que nunca debió haber sido visto,
el preciso momento en que una cara cualquiera se convierte en un rostro marcado
para siempre por una mirada que lo sostuvo en su vulnerable fluir. Porque, en
las partes traseras de las guaguas, fluyen ellos y fluimos nosotros, unos a una
velocidad y otros a otra, unos en una mezcolanza distinta de la otra, pero es
tal la distancia que nos separa, tal el abismo que se abre a través de los
grandes ventanales de las guaguas, que hemos estado para siempre a punto de no
encontrarnos nunca. Saber esto es parte de ese casi milagro en que consiste
esta verdad poblada de inverosímiles sombras. Somos los lugartenientes de la
irrealidad. Sostenemos, desde las partes traseras de las guaguas, acorazados
contra todo deslumbramiento, impertérritos en la vanidad de lo que no es
fácilmente comprensible, las piezas cobradas de nuestra invisibilidad, de
nuestra pertinaz y recia desdicha. Porque si por algo descubrimos ahora, en algunas
de estas tardes de la fase final de nuestras vidas, tan lejanas ya de aquellas otras, casi olvidadas tardes sin deseo, en las partes traseras de
las guaguas, esa complicidad con unos rostros que no son los que esperábamos
haber tenido ante los ojos, unos rostros que no nos acompañan ni nos necesitan,
que no se vuelven hacia nosotros, que no nos dirigirían nunca la palabra, esos
rostros que solo permanecen un cuarto de segundo en la serenidad de un dibujo
que enseguida se deshace, a medida que la guagua circula, a medida que el
tiempo se desplaza y nosotros nos envolvemos en una y otra capa de fracturas
interpuestas, si por algo se deshace nuestro rostro en algún lugar muy lejos de
nosotros a la vez que cada uno de esos rostros de afuera sobrenada su propia
realidad para decirse y abrirse y confiarse a nosotros, es justamente porque un
día, o muchos días, en todo caso un día o muchos días que ya hemos casi olvidado, se
nos volcó la vida, se nos derrumbó la gracia, se nos desplomó el aire y se nos
desvanecieron, por así decirlo, todas las cosas. Entonces comenzó otra
historia, quizá no menos real que la anterior, una historia de paralizaciones
y almidonamientos, de perplejidades y renuncias, una historia sin fechas y sin
nombres, sin caras y sin paisajes, una historia que, sin embargo, nos compensa a
veces con la inseguridad de todo lo que hacemos y nos dota con extrañas capacidades
como esta de ver a través de los rostros. Eso es todo. Vemos a través de los
rostros porque no nos vemos ya a nosotros mismos. Nos hemos vaciado de todo lo
que nos constituía y nuestra transparencia nos permite volver transparentes a
todos aquellos con quienes nos cruzamos. Es verdad que esto ocurre sólo en
condiciones precisas y en lugares específicos como son, sobre todo al
atardecer, las partes traseras de las guaguas. Hay que permanecer, además,
relativamente quieto en el asiento, atento sin exageración, dejando que la
mirada se desplace por los alféizares sucios de los pisos, por los balcones acristalados, por los letreros
comerciales situados en los entresuelos, sobre todo por los de aquellos
negocios que dejaron de existir hace tiempo y, sin embargo, insisten de algún
modo en permanecer allí, como ocurre con
nosotros, con nuestros ojos vacíos, con las órbitas despobladas que son capaces
de ver lo que se esconde detrás de las paradas del aire.
sábado, 11 de abril de 2015
EL SUEÑO DEL PISO
El sueño del piso comienza con unos malabarismos en los que
participan una batidora de vaso, unas bolsas de la compra, un calefactor
eléctrico y las sombras de unas sábanas en la pared frente al balcón; es decir,
todo aquello que debe ser cambiado de sitio para que el sueño del piso sea
escrito —y comience— en medio de un equilibrio casi igual de frágil al que había
antes de que naciera. (El último elemento, las sombras de unas sábanas en una
pared frente a un balcón, se cuela casi siempre, recurrente, en sueños y
poemas, como si aprovechara cualquier resquicio de una retina pasmada para
incorporarse, sombra entre sombras, a la turbamulta de las imágenes.) El sueño
del piso comienza donde digo y comienza también en una cama destartalada cubierta
la noche del sueño por un edredón multicolor, una manta verde oliva y unas
sábanas de franela color salmón; debajo de toda esta mezcolanza de colores
duerme un cuerpo que en algún momento indeterminado de la noche sueña el sueño del
piso. El sueño del piso no significa otra cosa más que el deseo de incorporar
una luz remota, apenas dilucidada, indefinida y prodigiosa a la luz deshilachada,
pálida y pesarosa que se inscribe sin remedio, desde hace ya muchos meses, en
los sueños sin aventuras del cuerpo que sueña en la cama destartalada triplemente
cubierta; un deseo que, logrado o insatisfecho, conseguido una vez y frustrado
para siempre, mantiene, gracias al sueño del piso, su irradiación de desmesura.
El sueño del piso es un camposanto de tropelías, un carcaj de deslumbramientos,
una pasarela de tribulaciones y un agujero de infamias. En el sueño del piso el
individuo que sueña aparece transformado en el inquilino, huésped o visitante
de un piso situado en la undécima planta de un rascacielos rodeado por avenidas
sin terminar, plazas sin árboles, polideportivos sin estrenar y jardines
cenicientos. El sueño del piso corrige todo aquello que la vida ha soñado para
sí misma, lo compromete, lo rectifica, lo prostituye y lo pulveriza. No es solo
que el sueño del piso rectifique todo aquello que fuera de él, es decir, en los
intersticios entre un sueño y otro, se perfila como soñado desde la irrealidad
de lo vivido, sino que dentro de sí mismo, en su propio transcurso
deshilvanado, en sus arremetidas contra las mismas imágenes que va generando,
el sueño del piso se rectifica a sí mismo, es como un cuerpo mutante, quizá la
proyección atribulada de otro cuerpo mutante que sueña estar soñando en ese
instante —en esos instantes que otros instantes desdibujan— el sueño del piso.
El sueño del piso posee un recubrimiento impermeable a las filtraciones de
cualquier otro sueño: no hay ninguna posibilidad de que sus imágenes se
confundan con las de los otros muchos sueños soñados esa misma noche por el
individuo que yace sumergido en un mar de edredones, de mantas y de sábanas de
arena. El sueño del piso es un diamante que brilla en la soledad de la memoria
cuando el resto de los recuerdos, el resto de los sueños, ha sido borrado. En
este sueño, en el sueño del piso, hay, además del individuo cuyo modelo o
patrón constituye el durmiente que sueña, otro individuo, de sexo indefinido,
es decir, de sexo no pertinente, que lo acompaña a lo largo de todas las
habitaciones del piso —que, sin ser infinitas, son muy numerosas— en un viaje
que concluye con la expulsión del inquilino, huésped o visitante por medio de
un ascensor-tobogán, es decir, un ascensor que circula en un plano inclinado y
al aire libre a lo largo de uno de los costados del rascacielos y que deposita
a los viajeros directamente en el jardín arenoso que sirve de entrada. El sueño
del piso concluye aquí, con esta vertiginosa expulsión cuyos motivos no llegan
nunca a conocerse y cuya fuerza visionaria, sensorial y emocional arrasa con
casi todas las demás imágenes del sueño, es decir, con lo que había ocurrido en
cada una de las visitas a las habitaciones del piso. El sueño del piso es, por
tanto, una farsa que oculta su propio relato, una invención del vértigo para
desdibujar la fábula de un piso prodigioso cuya descripción habrá de contener una serie de elementos fácilmente imaginables por todo aquel que
haya habitado o visitado un piso de lujo en uno de esos rascacielos que
proliferan en nuestras grandes ciudades. El sueño del piso es un sueño de
expulsión y de retorno, una catarata de reverberaciones, un proceso de
oblicuidades y entretelas, un torrente de increíbles sensaciones, una verborrea
de desprendimientos y ocultaciones. Todo en el sueño del piso conduce a la
conclusión de que allá arriba, en la planta undécima del rascacielos, se estaba
mejor que aquí abajo, en el territorio del exilio y de la arena. Allá arriba
los horizontes eran amplios y cada ventanal daba a uno distinto; la luz que desprendía cada uno de los muebles incidía consoladora en las miradas insaciables; las
posturas eran siempre excitantes y generaban nuevas posturas aún más excitantes,
y así sucesivamente; el descubrimiento de cada habitación se producía tras
haber experimentado un éxtasis distinto a cualquier otro en la habitación que
se dejaba atrás, un éxtasis que no era ni sexual ni espiritual, ni intelectual
ni sensorial, ni carnal ni religioso, sino todo esto junto y a la vez. El sueño
del piso implica la idea de la gran separación, del perjuicio originario e inexplicable
que es otorgado aquel que pasa distraído de una habitación a otra sin la más
mínima conciencia de que va a ser expulsado de todas ellas, del piso y de su
divino o divina habitante, de todo lo que podía consolarlo y bendecirlo,
hechizarlo y maravillarlo, por medio de un vertiginoso ascensor-tobogán del que
no es posible escapar. El sueño del piso nos habla de la irrelevancia de todo
sueño y de la imposible erección de cualquier morada perdurable. Y justamente
por ello, porque el sueño del piso describe el derrumbe —o desmoronamiento— de
todo lo perseguido afanosa y esperanzadamente, nos concede, por su mera
existencia, una tregua en medio del desamparo: ha sido soñado y fuimos
inquilinos, huéspedes o visitantes de ese piso en el que no existía la
desgracia; el ascensor-tobogán nos expulsó de él, pero, mientras bajábamos
propulsados al encuentro de la nada, los ventanales, las lámparas, los armarios
y las mecedoras, y sobre todo el cuerpo fascinante que entre ellos se movía, brillaban
todavía por un instante en nuestra mente.
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