Olor a hinojo borracho de rocío, campos de heno segados, golondrinas y vencejos desafiando lo adverso de un clima norteño en el mes de agosto, alguna amapola desperdigada entre ocres y tierras resecas y mi pie izquierdo palpitando un dolor profundo y enraizado que sólo consigo paliar canturreando viejos éxitos de los 80. Después de dos años de enamoramiento, el idilio continúa...
Así vivo yo esto del "Camino de Santiago". Un viaje iniciático, sin duda, hacia los sentidos más primarios, hacia aquello que nos conecta a la tierra, eso tan ancestral que todavía persiste vital en las entrañas, por mucho que nos empeñemos en enterrarlo. Un pulso sin mediadores hacia la esencia del "yo" más descuidado, nuestro animal.
He colocado mis posaderas
sobre un banco en medio de la plaza desértica de un recóndito pueblo de la provincia de Burgos. Me masajeo el pie izquierdo, con intensidad obsesiva, mientras un gatito atigrado juguetea con el correaje de mi mochila y me mira curioso, con cierta expectación.
Desde mi forzado reposo veo a la gente asomando por la cuesta, expresiones diversas retratan sus rostros ...entusiasmo, fuerza, resistencia, dolor, desafío, arrepentimiento y en todas ellas subyace la eterna reflexión del caminante... ¿porqué? quiero decir... ¿Cuál es la razón verdadera que esconde esta deriva? En mi caso es el encuentro conmigo mismo, lo tengo claro. No es ni la fe recalcitrante, ni el deseo de
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y carencias harto cultivadas a lo largo de todo el año y de esos escasos momentos
de calma y de paz interior.
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