Querido lector, como habrá disfrutado el "aitacho" viendo desde el cielo la emocionante procesión de La Dolorosa el viernes (como nos deleitaron los portadores bailándola aprovechando el buen tiempo) y la de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, sin corrrer el riesgo de que cientos de mocés, como manda la tradición, le metieran sus palmas en los ojuelos. Ya metidos en plena Semana Santa voy a aprovechar para explicarte una tradición que quizá no conozcas bien, pero que Ignacio Baleztena se encargó de estudiar, conferenciar y publicar en 1932. Para poneros en situación hay que ver el momento histórico. En 1932 estaban prohibidas por la II republica muchas muestras de culto público y mucho más participar a autoridades en actos religiosos. Pues bien, mi padre no podía quedarse tan tranquilo, así que acercándose el Jueves Santo, día en que el Ayuntamiento tenía que cumplir la promesa y voto de las Cinco Llagas, cosa que estaba prohibida, él programó una conferencia en el Círculo Carlista precisamente narrando la historia y avatares de dicho acto. Y posteriormente lo publico en un libretico que reproduzco a continuación:
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Libreto con la conferencia dada en el Círculo Carlista por Ignacio Baleztena sobre "La insignia de las Cinco Llagas" en 1932 |
"LA INSIGNIA DE LAS CINCO LLAGAS
Conferencia que Premín de Iruña dio en el Círculo Carlista de Pamplona
El 18 de marzo de 1932
Ya comprendo, queridos y pacientes amigos, que el ocupar yo una tribuna desde la que ilustres y competentísimos oradores han deleitado el espíritu de sus oyentes al desarrollar interesantes temas de gran actualidad todos ellos, constituye un acto de osadía, rayana ya en la frescura.
Mi papel en estos momentos, y perdonar la taurina comparación, se parece a la de esos inconscientes espontáneos que saltan al ruedo cuando en él están actuando los primeros ases de la baraja taurómaca.
Naturalmente, los pobrecillos no hacen otra cosa que poner en relieve su pluscuamsupina ignorancia en el divino arte. Una cosa buena tienen sin embargo estos pobres aspirantes a peleles; y es que su faena suele ser muy corta; así también será la mía, pues os prometo y alegraos de la noticia; voy a ser breve.
Quiera Dios, y en El y en vuestra benevolencia confío, que mi salida al final de la faena, no sea parecida a la de los susodichos espontáneos. O a la enfermería en brazos de monosabios y agarrapatas, o a la delega conducido a empujón limpio por los agentes de la autoridad. De lo primero creo librarme, pues por desastrosa que sea mi actuación, se me figura que no llegareis a la agresión personal y que las sillas y veladores permanecerán en sus puestos, sin ser lanzados contra el cutis de éste vuestro amigo y servidor que estrecha vuestras manos; y en cuanto a lo segundo espero, que esta mi inocente charla, no dará lugar a la actuación del digno representante de la autoridad gubernativa.
No quiero que la ley de la defensa de la República, que al igual que la espada de Damocles, pende sobre nuestras cabezas, caiga sobre la mía, que aunque modestita e insignificante me hace mucha falta, no tengo otra de repuesto y me sería muy difícil poderla sustituir, aunque yo lo deseara, por otra de mayor cacumen.
Voy a hablar, de cosas viejas de nuestra querida Iruña.
Ya me parece que oigo decir a muchos. – Sí, sí, buenos están los tiempos para historias- Pero qué queréis, en esta nuestra gran familia jaimista, todos estamos obligados a hacer algo, a lucir nuestras habilidades, al servicio de la Causa. Aquel que sepa mover curriños para entretener honestamente a los hijos de los socios en veladas que les aparten de otros espectáculos poco recomendables, debe hacerlo. Quienes tengan aptitudes y agilidad para formar comparsas de espatadanzaris, que amenicen nuestras giras y mítines carlistas, su deber es organizarlas…, los que sirvan para dirigir su elocuente palabra en actos de propaganda, que mitineen, los escritores, que poñoleen… Yo sólo se historias del Viejo Pamplona, y de ese mi pobre saber, os voy a relatar un episodio que quiera Dios no lo olviden nunca los buenos pamploneses.
Debe pasar entre nosotros, como en aquel monasterio del que nos habla la historia. Sucedió, que un pobre acróbata de feria que recorría los pueblos luciendo sus habilidades, al llegar a una villa donde se celebraban las fiestas patronales, fue a la función religiosa, y al oír el sermón que dirigía a los fieles un elocuente orador sagrado, sintió que la divina gracia llamaba a las puertas de su corazón; el pobre titiritero las abrió de par en par, y no tuvo desde entonces más pensamiento que abandonar el mundo, e ingresar en el primer convento en el que quisieran admitirle como al último de los hermanicos.
Y así sucedió. Entró en un Monasterio en el que santos y sabios varones dedicaban todas sus energías y las dotes que les otorgó la Providencia, al mayor servicio del Señor. Unos, escribían obras de filosofía, de moral…, otros, pintaban sorprendentes cuadros e iluminaban con maravillosas miniaturas códices y libros, aquellos, preparaban sus sermones, en una palabra, todos estaban ocupados en grandes y piadosas obras.
Nuestro hermanico, el pobre, se sentía cada vez más pequeño, más insignificante, pero queriendo hacer él algo en obsequio de Dios y su Santísima Madre, se fue un día a la iglesia del convento, a la hora que se hallaba solitaria, y arrodillándose ante una milagrosa imagen de Nuestra Señora, le dijo con toda ingenuidad.
-Madre mía; yo no se nada. No se escribir, ni pintar, ni echar sermones; mis padres solo me enseñaron a hacer volatines y dar volteretas, y eso creo que lo hago bastante bien; ¿me permitirás Virgencica mía, que te dedique todos los días una sesión de mis habilidades.
Y el pobre leguito, remangándose el hábito, empezó como un desesperado a hacer cabriolas, contorsiones y saltos mortales, hasta caer derrengado; y vio entonces con gran sorpresa, que la sagrada imagen premiaba su labor con una dulce sonrisa.
No espero como el lego de los volatines, ver dibujarse en vuestros semblantes sonrisas de satisfacción, pero como termine mi charla sin que ninguna boca se abra para modelar un bostezo de aburrimiento, me daré por muy satisfecho y bien pagado.
Y ahora amigos carísimos, haced trabajar vuestra imaginación y trasladaos con ella a los tiempos en que nuestra ciudad era, no la capital de una provincia de tercera categoría, sino la Muy Noble y Muy Leal Ciudad, cabeza del Ilustrísimo Reyno de Navarra. Y en los que, la gloriosísima España, habiéndose apoderado del rey de los astros, lo llevaba sujeto al extremo de su cetro, como un sereno que cuelga un farol en la punta de su chuzo, y le obligaba a iluminar a todas horas sus vastos dominios, para ver en qué lugar por recóndito que fuera, no se había aun plantado el santo signo de nuestra redención. Ese signo que hoy se ve menospreciado, perseguido y arrancado de los templos de la enseñanza, de la justicia y beneficencia, y del que sólo se acuerdan para pretender utilizarlo como motivo de atracción de turistas desocupados, paseándolo por las calles rodeados de soldados armados de hojalata, nazarenos de pega y judíos…, de corazón desgraciadamente muchos de ellos, como si se tratara de una falla, una comparsa de gigantes o una estudiantina.
Transportémonos, pues, como digo, a aquellos tiempos y veamos las tristes hazañas que en nuestra patria realizó Ruedamundo.
¿Qién era Rodamundo?
No era como su nombre parece indicar, un rey visigodo o longobardo de esos que se dedicaban al dulce esport de cometer las mayores majaderías y atropellos. Nuestro Rodamundo era, un falipote o navío mercante de inofensivo aspecto al parecer; pero sonríanse ustedes de las apariencias. Este barquito iba a producir en España más muertes y calamidades que cuantas llevaron a cabo los submarinos de Von Tirpitz durante la guerra mundial.
Este navío, era mandado por el capitán Gerente, de nación gallego. A fines de octubre de 1597, se hallaba anclado en el puerto de Dunquerque, ciudad perteneciente entonces a Flandes, ocupado por los españoles. En este puerto se había declarado la peste bubónica, y los industriales de telas, industria que continua la base de la riqueza del país, ofrecían sus géneros a precios baratísimos, ante el temor de que muy pronto se cerraría el puerto y quedaría prohibida la entrada y salida de barcos dedicados a este comercio.
Nuestro capitán pudo adquirir a muy bajo precio un buen cargamento de telas, y se apresuró a levar anclas, antes de que las medidas sanitarias se lo prohibiesen. En el camino se encontró con otro barco español, mandado por Bartolomé de San Johan, vecino de Castro, que también llevaba cargamento de telas adquiridas en Calais, ciudad en la que también había hecho su aparición la peste, aunque no con tanta intensidad como en Dunquerque.
Los dos capitanes se dirigieron a España, abordando en Santander el primero y en Castro el otro. Ambos se dieron prisa en vender su cargamento, pues temían, y no sin razón, que había de prohibirse la venta de toda clase de mercaderías procedentes de los puertos infestados.
En Santander se desarrolló al punto una mortífera peste, que según crónicas de la época, casi despobló la ciudad; y en Castro, también hubo muchos atacados, aunque con menos gravedad que en Santander.
De allí pasó a las Montañas de Castilla la Vieja, Asturias, Galicia, y habiendo cejado por algún tiempo, volvió a reproducirse en Burgos, Valladolid, Sevilla, todo Portugal. Madrid y las principales poblaciones de ambas Castillas.
Por los últimos días del mes de julio de 1597, se declaró la peste en San Sebastián y Fuenterrabía, a causa de unas telas vendidas por unos marineros que vinieron de Castro. Pasó luego a Bilbao, se extendió más tarde por la Universidad de Oñate, y de allí nos vino a Navarra, principiando por Estella.
Hemos visto como la codicia de unos capitanes de barco, fue la causa de la entrada de la peste bubónica en España. La galantería, más o menos interesada de unos guardas de Estella, hizo que la enfermedad se nos metiese en Navarra.
Un cantar español, que es como para echar por tierra la proverbial galantería de nuestra patria, dice:
Una mujer fue la causa
de nuestra perdición primera.
No hay perdición en el mundo
que de mujeres no venga.
Yo no estoy conforme, ni mucho menos, con este cantar, pero hay que confesar, que en el caso que nos ocupa, la mujer fue quien nos trajo, oculto entre los pliegues de sus ropas, al mortífero microbio de la peste.
Ya dejamos dicho, cómo vino el germen de la enfermedad a España en las telas de Flandes. Como las mujeres de aquel entonces llevaban tanta tela en sus faldas, vasquiñas y refajos, daban albergue en ellos a millones y quinquillones de microbios y al arrastrar sus largas faldas por el suelo, dejaban en él el germen de la enfermedad.
Hoy día, con la moda de las faldas cortas, ha desaparecido este peligro; pues contadísimo número de microbios puede alojarse en un vestido moderno de mujer, en cuya confección entra menos tela que en un pañuelo de esos que asoman sus perfumadas puntas por los bolsillos de los pollos peras.
El día de mañana, ¡chi lo sa!; pues si Mr. Paquin o cualquier modisto de París, lanza a la calle otra vez la moda de las faldas largas, mangas y cuellos de poderosa largura, ya tenemos al devoto sexo más obediente y sumiso a las órdenes de Paquin, que lo que hasta ahora ha estado a consejos y mandatos de obispos y padres espirituales.
La peste en Estella.-
Veamos cómo y de qué manera entró y se desarrolló la peste en Estella..."
Y para no prolongar en demasía esta entrada, mañana si Dios quiere, seguiremos con la narración de como se expandió la peste por Navarra y que tiene que ver todo esto con las Cinco Llagas.