Atardece . El rojo se derrama sobre los campos y le da a la casa y a el árbol un rutilante color encarnado. Manuel se ha parado un instante en un escollo del camino .En un gesto lento saca un pulcro pañuelo del bolsillo de su adusto traje negro y se seca las nimias gotas de sudor que surcan su frente. Allí quieto , se alegra de sentir ese súbito silencio cayendo sobre sus hombros como un velo.Todo está quieto,en calma,ni una mínima brisa, congelado el paisaje como en una fotografía, solo alterado por el runrún de las cigalas , los grillos y el zumbido de algún insecto cruzando raudo por su oído.Presencia la escena desde lejos, el caserón de su infancia y el árbol, guardián de secretos, mentiras, amoríos y refriegas fraternales repletas de los celos y las competencias por los primeros besos imberbes de la adolescencia .
Aquel maravilloso árbol, observador y testigo, erguido contra los elementos, hermoso por su entereza, sólido, vigoroso, inmenso protagonista de la vida de los endebles humanos que correteaban entre sus raíces.Su tronco rugoso , áspero y grosero,fué durante décadas apoyo de los recreos de los niños,de sus escondites, de los numerosos corazones labrados en su madera. El mismo árbol protector y refugio, que atrapaba la brisa fresca del verano y la convertía en la sombra apacible que te acunaba en la siesta.
Manuel retoma sus pasos, lentos y cortos, pasos de octogenario, y con cada golpe de gravilla en la suela de sus zapatos se arremolinan en su cabeza los recuerdos de su dulce infancia. Recuerda a su madre peinándolo para ir al colegio, a su padre sujetándole por los hombros mientras le habla del abuelo, a su hermano Luis antes de marcharse a la guerra, sonriendo mientras mordisqueaba una ramita de olivo, con aquella sonrisa de medio lado tan suya, recuerda sobre todo a Rosa, frágil y pequeña, mirándolo con sus hermosos y enormes ojos negros, desproporcionados en aquella carita tan pequeña. Rosa, su recuerdo más mimado, más profundo e intenso, lo guarda en la cajita de su corazón cansado, y lo tantea con sus arrugados y torcidos dedos de abuelo como quien acaricia una talismán, buscando el sortilegio , el encantamiento que le devuelva su presencia, su cálido cuerpo, su pelo, sus manos, su risa como el agua, todos aquellos primeros besos que se dieron con el permiso del árbol, y los últimos que les negaron en aquella fría y aséptica habitación de hospital.
Ya llegó Manuel al pie de la casa y el árbol, se sienta en el banco de piedra que aún sigue allí indemne al tiempo, y observa sin prisa todo lo lejos que le permite la presbicia alojada en el azul de sus ojos. Y ahí se queda, respirando despacio, al abrigo de ese ronroneo cálido de su memoria.