Tu no sabes por qué.
Pero un día te levantas y en tu cabeza va naciendo una historia. Según pasan los minutos se va haciendo grande, cambiando y derivándose en cosas antes impensadas.
Tu no sabes por qué.
Dicen que la inspiración no existe, por eso no sé por qué a mi me nacen las historias sin que yo haga nada por quererlas ni por evitarlas, en un perpetuo “sin-queriendo”.
Y Carlos, mi Jefe de Estudios, me explica, porque es letrado (¿el profesor de letras es letrado? Si no lo es, merece serlo) que una narración necesita coherencia.
Pero a mi las historias me nacen incoherentes muchas veces. Y absurdas. Porque mi pensamiento va por libre y hay etapas en que fluye más rápido que otras:
Ayer, desayunando, pensaba yo en la ministra Sinde y en apropiar su apellido a su trabajo: ella no quiere que los internautas nos bajemos cosas de internet Sinde-jar el pago al intelectual correspondiente; y, seguía mi cabeza sinde-mora; sinde-recho; sinde-tenerse; y un largo etc, hasta llegar a Sin-de es lo contrario de Con-de. Y Conde es mi primo segundo Alfredo ( si fuera sin de, sería Alfre-o)(entonces, Patricia, la de la sexta, debería llamarse Padricia o Madricia.)...
Mi primer profesor de lengua me decía “escribe como hablas, como piensas”. Que se pongan de acuerdo los letrados ¿escribo como pienso o he de ser coherente?
Bueno, supongo que mi profesor no imaginaba que mi pensamiento pudiera viajar por libre.
Y, entonces, tengo miedo. No sé si debo de tratar de dominarlo un poco para que no se convierta en algo que, algún día, se vuelva contra mi. Como esos adolescentes consentidos, cuyos padres preguntan luego “¿ahora qué hago?” Porque, si hay amor, caricias y compañía (no esporádicos sino pacientes y permanentes), el más díscolo de los adolescentes vuelve a la cotidianeidad. Pero ¿cómo hacer que el pensamiento regrese a la cotidianeidad después de la anarquía y el libertinaje?. Supongo que acudiendo al psiquiatra. Y, eso es lo que me da miedo. Porque los psiquiatras, habituados a pensamientos locos teniendo que participar y comprenderlos ¿no estarán ya contagiados?. Porque , aunque los expertos lo nieguen, yo sé que la locura es un virus. La prueba la tenemos en el comportamiento de las masas en situaciones extremas (léase guerras, pandemias, accidentes masivos) ¿por qué tan pocas personas mantiene la cabeza en su sitio? Porque la locura es contagiosa.
Bien, no sé cómo he llegado hasta aquí. Os lo dije al principio: uno no sabe por qué.
Lo que sé es que esta mañana me nació una historia llamada “la mantita de las siestas” y me senté para contárosla. Pero, las derivaciones de mi pensamiento son más fuertes que yo y he llegado a “La locura es contagiosa”.
Y, empiezo:
Eran cuatro hermanas, asociadas en dos mayores y dos pequeñas. Pero, eso no era cierto. En realidad eran tres mayores y una pequeña (eso tampoco era cierto, realmente, eran cuatro mayores).
Tenían una madre. Mayor. Eso sí que era cierto.
La madre vivía sola; cerca de las pequeñas, pegada a la pequeña. Pero, sin saber cómo, fue dejándose ir, no comiendo, no viviendo.
Fue entonces cuando la mayor de las pequeñas recurrió a la pequeña de las mayores. Porque la pequeña de las mayores, viuda, trabajadora y seria era, para la mayor de las pequeñas, la seguridad absoluta: la certeza de que la anciana madre estaría atendida, querida, cuidada y mimada.
Y, allá se fue, muy a su pesar, la verdaderamente mayor. Muy a su pesar porque había sido siempre independiente y se vio mermada por culpa de su cuerpo. Pero su mente seguía siendo ferozmente independiente.
En este “ a su pesar” pasaron dos meses, durante los cuales, la pequeña de las mayores dio todo lo que la mayor de las pequeñas sabía que daría.
Y, para que la cuidadora fiel pudiera salir un tiempo cada día, la mayor de las mayores acompañaba a su madre por las tardes. Conversación y compañía...
La anciana cada tarde fue desgranando recuerdos de su vida.
Recuerdos de la cabeza- anciana que nada tenían que ver con los recuerdos que su cabeza-niña había atesorado sobre la infancia...Porque no es posible asociar el recuerdo de un amoroso padre al de un marido; no es lo mismo una abuela que una madre; no es lo mismo una tía que una cuñada, ni un tío que un hermano...Porque nuestra cabeza mantiene (aunque no inalterables, porque los acomoda y los transforma) los recuerdos de papa, de la abuela, la tía Maruja y el tío Pepiño, tal como fueron para nosotros mismos. Y, nuestra hermana nunca será la hija de nuestra madre ( como para Abel mi hermana no era “mi hermanita” como yo le decía sino “mi mamá”, como él repetía tercamente sin entender que podía ser las dos cosas).
Y, cada recuerdo que la anciana contaba, se convirtió en un sufrimiento. La mayor de las mayores tejía, mientras escuchaba, una manta de vivos colores, intentando ensordecer un poco, para mantener incólumes y limpios sus hermosos recuerdos. Dos meses de tejer, tercamente, preservando lo suyo de todo mal, entre colores.
Cada color correspondía a una persona, que la anciana mencionaba a todos. Cada color era el recuerdo de la madre, que la mayor de las mayores pretendía dejar allí para que no dejaran huella en su memoria. Pero, supongo, en cada color también había un poquito de sus recuerdos de niña, como un grito:”¡qué no me roben la infancia!”
Y quizá en el verde estaban los ladrillos refractarios: aquellos que en los años cincuenta, en aquella enorme casa sin calefacción, se calentaban en el horno de la cocina económica, y, envueltos en papel de periódico, se ponían en las camas, entre las sábanas, para calentarlas. Unas camas con colchones de lana y mantas pesadísimas.
(Y la cultura del colchón de lana y mantas pesadísimas dio paso al látex y al plumón de ganso. Y el ladrillo dio paso a la calefacción...Y, aquel orinal que dormía bajo la cama, para evitar un larguísimo paseo hasta un lavabo situado en una esquina lejana de la casa, desapareció para siempre tragado (Dios sea alabado) por los baños cercanos a las habitaciones y el poder recorrer la casa descalzo y desnudo, porque aquel frío, aquel orinal son cosa del recuerdo).
Y el rosa estaba allí, en aquella esquina de la cocina, en la que esperaba, con su tapa, la olla del agua. Cada día, en aquellos años cincuenta, Gena o Manola o Genara (y más tarde Sara, Dorinda o Josefa), la llenaban en el pozo y la traían sobre la cabeza. También estaba allí el tarro. Un tarro de cuarto de litro, con un asa que cada uno de sus hermanos metía en la olla, bebía , tiraba el agua restante por el fregadero y dejaba nuevamente en su sitio.
No sé quien son el rojo y el azul. No sé qué esconden.
(También yo, la que os cuenta la historia, tengo miedo de perder los recuerdos, de que alguien me los cambie. Por eso, desde siempre, los escribo.).
En dos meses, el cuerpo de la anciana recuperó su independencia y se volvió a vivir sola, pegada a la pequeña de las pequeñas.
La mayor de las mayores siempre regalaba a sus hermanas pequeñas un riquísimo chocolate. Pero en esta ocasión, envió además, para la mayor de las pequeñas la mantita tejida durante esos dos meses “para las siestas”- le dijo. Porque ésta, “sin- queriendo” (sin quererlo, pero sin evitarlo), en su sofá preferido, después de comer, se echaba por encima una mantita y se dejaba ir.
¡Qué contenta quedó! Era preciosa, viva, acariciadora.
El primer día, fue un acontecimiento. Como su vida tenía pocas novedades y aquello lo era, había que aprovecharlo. Y, en lugar de una siestas sin-queriendo, casi no comió, pensando en dejarse mecer por el sueño.
Se despertó sobresaltada. En el sueño se mezclaban los recuerdos de su madre y su hermana con lo suyos propios.
Creyó que había sido una casualidad.
Al día siguiente sucedió lo mismo y de repente sus recuerdo se borraban y solo prevalecían los de su madre.
La mantita era preciosa.
La mayor de las pequeñas no volvió a dormir la siesta.