Hace unos días, al salir a comprar cerca de las dos de la tarde, me crucé con cuatro adolescentes, dos chicas y dos chicos. Probablemente regresaban de su instituto porque iban vestidos de uniforme, llevaban mochilas y utensilios escolares. El joven más alto del grupo cogió una piedra que había sobre el césped de un jardín de la calle y se la lanzó a un gato. El pedrusco pasó cerca del cachorro, que parecía dormitar sobre la hierba, pero por fortuna no le impactó.
Entonces paré, me di la vuelta y le dije al chico:
- ¿Qué haces tirándole una piedra al gato?
El quinceañero se volvió a su vez; mirándome serio respondió:
- Pues si el gato fuera tuyo, entendería que me lo dijeras.
- Y si te tirasen a ti la piedra ¿qué pasaría?
El adolescente seguía inmutable, dispuesto a continuar el trayecto junto a sus compañeros.
- Yo sabría defenderme, no como él.
Entonces, mientras reanudaban su camino los cuatro jóvenes, añadí:
- Pues tú mismo has dado con la respuesta.
Yo me alejé en sentido contrario también.
Las razones para recordar este encuentro son que, aunque a regañadientes, tanto el chico como yo dialogamos. Es un buen síntoma a pesar del motivo de la conversación.
También me dio esperanza que ninguno de los dos nos faltásemos al respeto, nos escuchásemos y no llegáramos a insultarnos.
Además, lo que más me tranquilizó es que el chico tenía mala puntería.
Pablo Vázquez
PD: Mi madre está empeñada en que todo lo que escribo es autobiográfico
Lo cierto es que llevaría razón en este caso.