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Lo reconozco: no tengo ni la más minúscula idea de zombies, más allá de los que te encuentras en el metro a las siete de la mañana.
Y no me gusta la literatura fantástica. Recuerdo que un amigo me dijo hace tiempo que estaba bien para evadirse y me quedé algo perpleja ante la posibilidad real (antes era sólo una sospecha) de que la literatura pudiese tener ese fin ¿leer no es entonces un acto de autoconocimiento y análisis de la realidad? Tal proceso es lo menos parecido a una evasión que conozco (o no, dirá Joss en su papel de abogado del diablo) Te aprieta a la silla, te aferra a páginas que te abofetean como les viene en gana, que te explotan la realidad entre las manos.
¿quién puede tener el poder de evadirse de la misma literatura?
Me quedé desconcertada unos días, después de aquella afirmación. Aún así, seguí pensando que la lectura es y debe ser egoístamente cercana. Leemos porque nos jode el hecho de que nunca podremos conocerlo todo, ni a todos, ni estar en todas las épocas y contextos a la vez, y se convierte así en la única manera de ser todopoderosos, de tener el universo entero a mano (a nuestros pies, si somos afortunados) Y es que leemos por impotencia, por sadomasoquismo, porque nos gustan los placeres difíciles, las parafilias, el desamor de las letras, su tira y afloja que nos deja perplejos en una esquina. Punto. Hedonismo bizarro y sucio, a veces tan doloroso como cuando damos con ese texto bastardo que nos arranca las entrañas, ese que subrayamos y hacemos nuestro. Pero no, no es nuestro, y ahí comienza la agonía: creemos en la aparente certeza de que los otros inventan mejor que nosotros, escriben mejor y desentrañan atisbos de la realidad y de lo onírico mejor que nosotros. Y a veces con un maldito haiku los cabrones.
¿cuántas veces habré sentido que no llego ni a acercarme a ese estado superior por muchas libretas llenas de grafías cargadas de contenido, en ocasiones sumamente incomprensibles, en las que haya volcado mi desazón? ¿cuántas veces se me apilaban los libros interrogándome cuándo, cuándo iba a ser capaz de acabar con todos ellos? Llegar a comprender y hacer mía esta impotencia de no poderlo leer todo se me hacía densa y - si me permitís- paroxista. Sea como fuere, siempre leía sin tiempo, siempre me quedaba todo por leer, como os ocurre a vosotros. Porque los libros nos miran y nos esperan, y en un momento dado nos escogen. Tened muy claro esto, nos escogen ellos, ni siquiera nos permiten elegir nuestro método destructivo, nuestro látigo favorito o camisa de fuerza a medida.
Por eso, yo no leía para evadirme, leía porque no sé hacer otra cosa, porque no encontraba la fórmula que me desligase de ella ni método mejor para responder a lo que ocurre, dentro y fuera de mi abismo. Y, al día de hoy, puedo decir que jamás encontré en ámbito alguno un vehículo para la evasión. Ni en la música, ni en la comida, ni en la ciudad, tan meada de recuerdos...pero mucho menos en los libros, y menos aún en la literatura fantástica. A mí no quiso escogerme. No fue capaz ni de darme una oportunidad, jamás me quiso. Tal vez me odió y esa era su forma de castigarme. Poneos en mi lugar por un momento cuando os digo, casi llorando, con toda la rabia e impotencia que he podido acumular en este tiempo invertebrado, que la literatura fantástica fue mi gran piedra en el zapato.
Porque tengo un cerebro inútil para entender todo lo que ocurra en otros mundos no apegados a la lógica. Y, de igual forma, me veo incapaz de escribir algo con tintes fantásticos, de modo que confío en que seáis pacientes conmigo en la explicación de todo esto, que sí ha ocurrido, ergo no debiera ser fantástico, pero que escapa tan descaradamente a mi raciocinio que aún ahora, cuando ya se ha convertido en un hecho irrelevante, me deja perturbada.
Espero que podáis llegar a interiorizar hasta qué punto me atormenta todo esto, aún hoy, cuando definitivamente he dejado de leer por las circunstancias.
Sólo las canciones de Parade sabrían explicarlo bien.
Juan Carlos me metía prisa porque si no nos bajábamos en la parada Tlatelolco de la línea 3 (la verde) tendríamos que caminar demasiado (y sabía que yo no iba a estar muy por la labor) El metro era un criadero de agorafobias y por más que intentase apresurarme hacia la puerta (con la agonía de quien se siente cercada por gas sarín), miles de brazos me atascaban entre una barra y el sobaco de un señor. Me sentía mareada y el aire estaba tan cargado como cuando respiras en una máscara por la alergia. Sentía mis órganos internos aplastados, me hacía pis y veneraba a un dios menor para que me teletransportase a algún otro lugar.
Pero al final conseguimos salir.
- Se ha doblado un poco.
Lo que se había doblado era la identidad corporativa que íbamos a presentar. En Tlatelolco se extendían edificios enormes, no sé si me pierdo más entre sus calles o intentándolo pronunciar. La Tla especialmente. Sólo un mexicano puede decir todas las letras de, por ejemplo, Nestlé, sin inmutarse ni babear. En esos edificios interminables, como decía, están los departamentos, y a uno de ellos nos dirigíamos con ayuda del mapa que me había apuntado con Pilot verde en la mano y que ya estaba medio borrado.
- Unidad Habitacional Nonoalco Tla..tlaaatelolco, por aquí es...¡jaja! mira, hay una calle que se llama Lerdo.
Por fin llegamos al citado departamento, nueve pisos hacia arriba, todo sacado de una malla matemática de las que se usan para generar texturas en los videojuegos. Toque rústico y chicharrones.
- Qué onda, we.
- ¿por qué habéis tardado tanto? Esto se enfría, come.
- Parece asqueroso.
- Pues está bueno...
Juan Carlos estaba encantado con la preparación de aquellos chicharrones (también llamados"cueritos") de la mano de Zitaima. A mí me parecían imposibles de ingerir sin tirarlos encima de todos los tejidos a un perímetro de dos metros. Por no hablar de que Crohn se manifestaba nada más mirarlos.
- ¿no tienes algo más...menos?
- Si te refieres a soya, ya te dije que aquí no comerías nada con eso, no me seas fresa,we.
- Soja, ¡soja! ¡no me seas yanki tú! Y no es por fresa, ¿cuándo te vas a enterar, we?
- ¡ay! ¡Ya cállate y come, we!
Pedí un vaso de agua. Me miró como quien mira una cagada de gorrión, susurró que era una desagradecida y yo la miré que gesto de "¿qué?" y encogiendo los hombros. Apretó un botón de un bidón gigante, mientras me contaba la historia de que se lo traían en un camión y que valía muy barato, que el agua del grifo no era potable, que no se me ocurriese jamás. Yo pensé que seguramente el agua no potable no me haría más daño que aquellos chicharrones y Juan Carlos me preguntó si se podía comer el mío. Estaba tan incómoda con los chicharrones en la mano que ni me acordé de poner gesto de rencor.
- Bueno, el concepto que hemos querido desarrollar en el planteamiento de la marca consigue aunar...
La ex de Zitaima se estaba aburriendo. Yo susurraba a Juan Carlos que con esas manos no tocase nada del material (bastante había costado ya que lo imprimiesen respetando el sangrado) y que el laminado no era a prueba de bombas. Dieron las nueve y la verdad es que a mí me estaba entrando también algo de sopor. Tenía hambre, pero me negaba a comer eso. Poca adaptación al medio la mía.
Decidimos dejarlo un rato y nos fuimos a dar una vuelta. Otra vez al metro, otra vez a envolverme en ordas de humanos en racimo meneándose para un lado y para otro, esa ciudad era un puto caos. Morelia me gusta, Colima me gusta, Guanajuato, donde establecí mi hogar, me gusta, Aguascalientes me gusta, Guadalajara, Monterrey, incluso Coahuila con sus nuevos puentes me gustaba más que vivir en medio de ese Aleph, que me aturdía y me dejaba con menos actividad neuronal que un cojín.
Línea 2 (la azul) Parada Allende, dirección calle de Motolínia, entre Francisco I. Madero y 16 de septiembre, en pleno centro histórico. Esa zona está llena de locales antiguos que últimamente se habían puesto de moda. Había varias cantinas, seguro que podría encontrar algo que comer que no me sentase mal. Y al final del corredor, bueno, más bien al final de una especie de calle cerrada, de las más bonitas del centro que yo recuerde junto con Regina (que también me gustaba bastante) estaba el Pasagüero, uno de mis sitios favoritos. Recién remodelado, con abundantes conciertos en vivo. Chido. El escenario es pequeñito, una especie de isla, y se accede a él después de recorrer un pasillo y unas mesas a cada lado en las que -esto es lo que no me gusta- te miran de arriba a abajo y me atrevería a decir que con demasiada superioridad, como si fuese disfrazada de luchador mexicano fan de Arale.
No es algo nuevo, eso de que algún gesto específico activase una especie de click en el cerebro de los lobotomizados. Ya escribí una vez que se decía que el Gobierno de los Estados Unidos había lobotomizado personas al azar hasta bien pasada la Guerra Fría, que un día cualquiera recibían en su correo un ejemplar de "El Guardián entre el Centeno" (ejemplar bastante polémico en aquellos años) y, al leer la primera línea mataban a alguien en concreto. Algunas fuentes aseguran que a mano de uno de estos lobotomizados murió Kennedy. Pero los zombies son otra historia. Los zombies tenían que estar muertos previamente, así que no me dio tiempo a procesar toda esa información y buscarle un sentido para cuando Juan Carlos me dio el primer zarpazo.
En el metro sonaron los primeros compases de aquella versión de "A Taste of Honey" interpretada por The Hollies. La reconocí en seguida, porque me encantaba aquella actuación en directo para la BBCFour en 1969, con esas pajaritas y esos trajes en su mayoría blancos. Mi hermano lo solía poner a toda hostia los domingos por la mañana, cuando mi padre descansaba y apuraba el motor de la última Lambretta que compramos, y el barrio entero olía a suavizante y pan con aceite. Lo escuchaba y Juan Carlos me arrancaba una sonrisa, pero literalmente, mientras metamorfoseaba a verde moco y babeaba algo grumoso. Todos se parecían mucho a los zombies de Thriller, incluso había uno que podría jurar que era el mismísimo Michael Jackson. Y yo estaba ahí, atrapada en el metro, con más agorafobia que nunca.
Lo estás bordando, Chá.
Lo último que recuerdo es ver como a la ex de Zitaima se le caía la nariz. Y cómo ella misma me arrancaba algo de mi propia piel, que, automáticamente, dejó la suavidad que la caracterizaba para adquirir el color de Robbie Williams en RockDj. Antes de que me comiesen entera (pobre aquel que le tocase el aparato digestivo) me dio tiempo a pensar algunas teorías:
Descarté la de los chicharrones por obvia. Aunque yo no los hubiese comido, seguro que en ese metro había alguien más que no los había probado recientemente. Sé por Negrete, que come como cuatro humanos y es experto en gastronomía a su manera, que la dieta mexicana es más amplia. De hecho, lo que más me maravilló al llegar es la pasmosa variedad de fruta que hay en los mercados (por tanto, aunque los chicharrones no dejen de ser un alimento muy común, no todos en ese metro lo habrían comido hoy) Pero hasta donde alcanzaba mi mirada antes de que alguien me arrancase los ojos, todos eran zombies. Así que ese argumento no se sontenia por ningún lado.
Después pensé en que aquella versión de Los Hollies poseía un sonido magnético, psicodélico y tal vez con un efecto hechizante, al más puro estilo Ulises. Pero ni ellos eran una sirenas precisamente (y no lo podrían ser jamás ni en mi lógica ni con esos trajes) ni yo estaba atada a un mástil, a pesar de que lo que quedaba de mí seguía encasquetado entre un sobaco y un palo de alguna aleación de metal con fondo naranja.
Y luego me sugerí que el combo de medicamentos que tomo para el Crohn me podían haber convertido de algún modo en inmune. Las altas dosis de corticoides, la mesalazina (aunque sólo fuera por los excipientes, ¡qué sé yo!)...recordé que en el último censo oficial había un sólo afectado por la enfermedad de Crohn en el D.F.(aunque cierto es que el último censo era ya de hace algunos años) y encima se había ido a vivir a Málaga. Sería mucha casualidad que estuviese allí para poder comprobarlo.
Y ya no me dio tiempo a pensar más. Exhalé mi último aliento mientras Zitaima me arrancaba el corazón, no sé si a modo de venganza, no sé si por hambre, mientras repetía "¿tienes soya para sazonar?" con la boca llena de un trozo de mi páncreas y riéndose a carcajada limpia. Hubiese preferido encontrar una explicación convincente antes de morir, y, ya puestos, que al menos Juan Carlos se mantuviese humano conmigo, y utilizar esa música (que a mi me parecía realmente exquisita) de fondo para un final con frases al estilo Casablanca, pero con un toque de Comando Zeta:
- Mmm..zombies.
- Buah, ya no saben qué inventar.
Y morir como si nada.
Pero ya veis que una cosa es la literatura fantástica y otra bien distinta la realidad, y en esta realidad que eligió mi destino (y mi biblioteca), no puedo evadirme de una muerte que, creedme, me resultó de lo más vergonzosa. Ya no por el hecho inverosímil de verme desgarrada y devorada lentamente por las personas a las que quiero, en un entorno extenuante como es un metro (y que tanto me ha visto palidecer estos años atrás entre quejas cada vez que me he visto obligada a usarlo), ya no por estar alejada de casa, cosa que nadie quiere para su momento final, ya no por estar en esa ciudad que no me dio ni la oportunidad ni el tiempo de amarla, no.
Es más porque en mi cerebro lógico, la última voluntad que hubiese rogado es tener una mísera oportunidad de que alguien, aunque sea yo misma, me regale una explicación.
Merecía al menos eso. Hasta el ser más miserable merece al menos eso.
Y me atormentará ya eternamente, aunque ahora sea un hecho irrelevante, como dije al principio, haber gastado los veintisiete años de mi vida en todo menos en enseñar a este cerebro mío inútil a aprender a evadirse, a hacer las cosas por placer y no por empecinamiento sadomasoquista, y que sólo aprendiese el pobre imbécil cuando ya era tarde.
Y aún así, sé que no debería quejarme: siempre deseé morir con una buena banda sonora de fondo. Y un buen recuerdo, como el que da el olor a suavizante y pan con aceite.
Antes era sólo una sospecha, ahora creo que la literatura nació para tomarnos el pelo.
**dedicado a roboprimo Eva Nasarre, un zombie como otro cualquiera. A Chorrojumo, por la Coca-Cola japonesa, al padre de mis hijos, por el Universo, a la Resistencia contra los lagartos, pero más a Diana, a todas las palabras que empiezan por la letra M, a Z. por ser real y no un señor calvo y con bigote, por ser capaz de beberse un batido de chocolate y luego una cerveza Rosita, y, sobre todo, por México.
Y a los zombies del metro, claro está, que viven y dejan un bonito cadáver.
Ahora que me estoy obsesionando con los zombies, como suele ocurrir cuando descubro algo de lo que no sé absolutamente nada, pude descubrir que mis pasiones pueden unirse.
**Teorías de la lectura pertenecen a reflexiones personales en torno a la obra de Bloom, Henry James, Borges, Ana Gallego y yo misma, valga la redundancia.