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martes, octubre 28, 2014

La calavera del sultán Makawa, Rudolf Frank

Trad. Miguel Jiménez Bravo. Ediciones del Viento, A Coruña, 2014. 336 pp. 18,95 €

Ángeles Prieto Barba

Con motivo del Centenario de inicio de la Primera Guerra Mundial, Ediciones del Viento ha tenido el acierto de publicar esta novela antibelicista. Una delicia narrativa que recoge con detalle todas las lacras de la guerra de modo convincente, en variados escenarios y con distinto armamento, a través de los ojos de un jovencito. No un niño cualquiera, sino un muchacho avispado y milagroso, dueño de una profunda carga simbólica, que nos sirve de espectador, testigo y acompañante especial en este recorrido por los campos de batalla germanos.
No por casualidad nuestro protagonista, Jan Kubitzki, es polaco, aunque de habla germana para poder entenderse con los soldados. Pues sin lugar a dudas, el país víctima por excelencia de la Gran Guerra fue Polonia, estado que perdió todo su territorio por la acción bélica de alemanes, rusos y austriacos. Devastación con la que se inicia el libro, pues el punto de partida de la narración será este joven como único superviviente, junto a su perro Flox, de un bombardeo que devasta todo un pueblo. Por otra parte, otro eje singular y brillante de la novela se encuentra en su mismo título, La calavera del sultán Makawa, cuyo mensaje se nos irá desvelando a lo largo de la misma para que podamos entenderlo. Primero como metáfora, pues después como cruda realidad.
En las primeras páginas captamos ya que nos encontrarnos ante una novela muy inteligente, escrita con ese magisterio de los relatos cortos que conlleva no dejar ni un hilo suelto. Así ocurrirá. Pero también muy veraz, demasiado. Y es que fue escrita muchos años después, y no en el pleno fragor de la batalla, por un soldado alemán que se presentó voluntario a esa Guerra que todos presentían corta, pero que se alargó mucho más de lo necesario, circunstancia que deja su peso en la novela. Por ello, cuestionar no sólo la acción bélica, sino a uno mismo metido en ella haciendo balance, otorga a esta novela verdadera altura moral, además de estética. La identificación del autor con las ingenuas reflexiones del personaje testigo, Jan Kubitzki, será también inevitable porque Rudolf Frank además de alemán, era judío. Y esta novela, publicada en 1931, le acarrearía no pocos problemas dos años después de ponerla en circulación con el ascenso nazi al poder, circunstancia por la que le retiraron el pasaporte, revocaron su título de doctor de leyes y le obligarían a iniciar un largo exilio en Suiza donde permanecería hasta su muerte.
Tras conocer al personaje de Jan Kubitzki, una no puede menos que recordar a Oskar Mazerath, el niño del Tambor de Hojalata (1959) del premio Nobel Günter Grass, en el que sin duda está inspirado. Ya que la personalidad, el mensaje y el propósito de ambas narraciones son similares, no podemos pasar sus coincidencias por alto. La denuncia en esta novela de la sinrazón, la locura, el absurdo y los tintes macabros que caracterizaron a la Primera Guerra sirvieron también para condenar a la Segunda. Pero mucho más a sus impulsores. En mi opinión, La calavera del sultán Makawa es una obra maestra que puede quedar sepultada por el trasiego de libros conmemorativos que hemos tenido este año. De ahí que haya querido realizar esta advertencia para que de ninguna manera se la pierdan.

martes, octubre 29, 2013

1913, Un año hace cien años, Florian Illies

Trad. María José Díez y Paula Aguiriano. Salamandra, Barcelona, 2013. 316 pp. 19 €

Ángeles Prieto Barba

Uno de los planteamientos históricos más manidos del terrible siglo XX radica en si podía haberse evitado la Primera Guerra Mundial, cuya consecuencia más evidente hubiera sido ahorrarnos la Segunda. Y la respuesta es sí. En 1910 se publicó el ensayo del británico Norman Angell, La gran ilusión, de enorme repercusión en toda Europa, defendiendo la tesis de que las condiciones económicas del mercado, ya entonces globalizado y boyante, impedirían cualquier enfrentamiento bélico futuro, desquiciado y ruinoso. Como es evidente, el autor se equivocó porque el auge de los nacionalismos, la competencia colonialista y la carrera de armamentos terminarían por imponerse. Circunstancias que bien podrían haber sido solventadas por gobernantes menos fatuos, más capaces y con menos fe en el raudo fin de un conflicto que duraría cuatro años y cuatro meses, llevándose por delante a unos 20 millones de personas, entre civiles y militares. Al menos, eso se desprende de la lectura de un gran clásico sobre la materia, libro que recomiendo junto al poético y reciente 14 de Echenoz, titulado Los cañones de agosto, de la periodista norteamericana Barbara Tuchman.
Pues bien, este libro del alemán Florian Illies que analiza las vísperas de la hecatombe, responde a la ecuación simple de dividir 1913 en sus doce meses respectivos, fijando toda nuestra atención en las vivencias de las grandes personalidades artísticas del momento siguiendo el calendario. Figuras inolvidables pertenecientes al mundo del libro, la música o la pintura, en los que constatamos con humor que se hallaban en su mayoría presas de serios problemas psicológicos, cuando no psiquiátricos. Es sorprendente la nómina de esquizoides, paranoicos, adictos irredentos y neuróticos que podemos encontrar en estas páginas del momento, como si todos hubieran contraído una enfermedad del siglo difícilmente erradicable. Lo cual nos lleva a vislumbrar con cierta premonición la tragedia en ciernes que cambiaría estas vidas por completo, fueran o no al frente. Por eso nos hallamos ante un libro de elaboración y estructura aparentemente fácil, pero muy inteligente y de penetrante análisis.
De hecho, 1913 se cierra con un acontecimiento político y artístico fuera de lo común, como fue el robo y posterior recuperación de La Gioconda de Da Vinci en una protesta de signo nacionalista, convirtiéndose así en el cuadro más famoso del mundo. Meses antes de estallar la guerra, este retrato de sonrisa misteriosa adquiere un claro simbolismo. Como representativos son también todos los personajes que desfilan por el libro, siguiendo la estela novelística coral de John Dos Passos, imitada por la Colmena de Cela, en la que unos más que otros dan solidez al texto por gozar de más presencia, mayores zozobras y protagonismo, como Kafka, tan frágil y tan representativo. Pero están ahí también en posición de firmes Picasso, Thomas Mann, Rainer María Rilke, Bertolt Brecht, Georg Trakl, Ernst Jünger, Gertrude Stein, Oskar Kokoschka, Robert Musil, Albert Einstein, Sigmund Freud rompiendo por completo las relaciones con su discípulo Jung, o esa Camille Claudel que ingresa en el manicomio para no salir nunca. Vidas devastadas en su mayoría por trágicas historias amorosas marcadas por la homosexual reprimida, el incesto, la poligamia desordenada o la impotencia que nos transmiten una nítida imagen de malestar individual y social. Cien años después, con crisis en los mercados y sin una gran guerra en el horizonte, no estamos mejor, lo cual nos hará reflexionar. Para ello, léanla.

jueves, octubre 06, 2011

Nada hay donde la palabra quiebra, Stefan George

Ed. y Trad. Carmen Gómez García. Trotta, Madrid, 2011. 240 pp. 16 €

José Luis Gómez Toré

A pesar de la casi absoluta falta de traducciones en español, el poeta alemán Stefan George (1868-1933) es uno de los nombres fundamentales de la lírica centroeuropea, cuya influencia se dejó sentir en escritores de la talla de Hugo von Hoffmansthal y Rainer María Rilke. Su huella llega incluso hasta el joven Paul Celan, por más que a la postre la deriva de este último supone un cuestionamiento profundo del esteticismo fin-de-siècle, en cuya estela se mueve George. Se trata de una influencia que, en muchos casos, no solo fue la de una obra sino también la de un personaje, que creó en torno a sí un famoso Círculo de admiradores y discípulos, que veían en las enseñanzas del maestro algo más que una estética. Alentaba en ellos la convicción de que en torno al poeta estaba resurgiendo esa “Alemania secreta” heredada del Romanticismo y del Idealismo que prometía una resurrección espiritual de la nación germana. El propio George alentó estas ideas, convencido de la necesidad de que el arte sustituyera a la religión y creador él mismo de una suerte de culto estético en torno a su adorado Maximin, muerto a temprana edad. Recogiendo la influencia de Hölderlin (de hecho, Hellingrath, figura clave en la recuperación del gran poeta, pertenecía al Círculo) y de Nietzsche, de quien hace una interpretación harto personal, George revela hasta qué punto el esteticismo fue, en sus figuras más relevantes, bastante más que pura ornamentación formal. George se mueve en esa extraña tensión, consubstancial a buena parte del arte moderno, entre la autonomía de la obra y su voluntad de convertirse en agente transformador de lo real. Si bien la ideología estética del poeta y buena parte de sus motivos e imágenes se enmarcan en la órbita del Simbolismo, hay que reconocer su capacidad para crear un lenguaje propio, con una decidida voluntad de extrañamiento frente a la lengua común (es de destacar la labor de la traductora, que se enfrenta a una obra tan difícil de verter en una lengua ajena, y a la que quizá quepa reprochar tan solo su empeño, comprensible por otra parte dada la importancia del procedimiento en George, en mantener la rima, que en ocasiones resulta forzada).
Uno de los méritos de esta antología es el haber optado por incluir no sólo composiciones poéticas, sino también textos en prosa (incluso algunos documentos de interés que ayudan a situar al autor en el contexto cultural, social e incluso político de su época). En sus declaraciones estéticas, George nos revela la aparente paradoja de un arte que no desdeña la etiqueta de formalista y que al mismo tiempo quiere ser un camino ascético de superación personal “pues arte no es dolor y no es voluptuosidad sino triunfo sobre el primero y transfiguración de la segunda”. Es muy posible que nos puedan parecer ingenuas algunas declaraciones y que acabemos por deplorar la deriva nacionalista y conservadora de un programa supuestamente apolítico, que no evitó la ambigüedad frente a la barbarie nazi (por más que dos de los hermanos Stauffenberg, pertenecientes al Círculo, participaran en uno de los más sonoros intentos de matar a Hitler). Con todo, lo cierto es que obras como la de George nos obligan a repensar cuánto de auténticamente humano se juega en aventuras tachadas apresuradamente de esteticismo decadente y cuánto de ese fecundo fin de siglo, puente entre dos épocas, sigue vivo en las preguntas de la lírica de nuestra época.

viernes, enero 07, 2011

Poemas y prosas de juventud, Paul Celan. Edición de Barbara Wiedemann

Trad. José Luis Reina Palazón (en colaboración con Iona Zlotescu). Trotta, Madrid, 2010. 248 pp. 20 €

José Luis Gómez Toré

Adentrarse en la prehistoria literaria de un escritor, en especial en el caso de un poeta, a menudo produce la extraña sensación de estar leyendo a otro autor, por más que algunos temas o imágenes ya anuncien la madurez literaria de esa voz. En cierta medida, ocurre así con Celan, creador de una de las obras más personales y arriesgadas del siglo XX: los primeros textos aquí recogidos están muy lejos de lo que será su apuesta por una escritura cuya radicalidad la convierte en un episodio imprescindible de la lírica contemporánea. Con todo, a diferencia de lo que ocurre con frecuencia en este tipo de recopilaciones, encontramos un buen puñado de poemas (sin contar con los que, con correcciones acabarán integrando Amapola y memoria) que se leen como algo más que ejercicios de estilo gracias a la riqueza de sus imágenes (una riqueza que será uno de los principales atractivos de su escritura de madurez) y a su honda capacidad de sugerencia.
La lectura de este libro muestra a las claras el peso que deja en la escritura celaniana la herencia simbolista. Ello no implica relegar a un segundo término el campo que abren las vanguardias, en especial el surrealismo (con el que su escritura, sin embargo, nunca llegó a confundirse). Con todo, conviene no olvidar que las vanguardias poéticas se nutren en buena medida de los presupuestos simbolistas, que a la vez combaten. Así, la poética celaniana, a la vez que trasciende el horizonte concreto de las vanguardias históricas, dinamita el simbolismo desde dentro, extremando no sólo sus procedimientos sino también su puesta en crisis de los referentes, lo que a la postre se consolida en una obra que radicaliza hasta borrar su rastro los caminos abiertos por los autores simbolistas y románticos.
El contraste entre la obra juvenil y la escritura posterior nos permite asomarnos a una serie de elecciones que abundan en la misma dirección: me refiero al abandono de la rima, todavía muy presente en estos textos juveniles, y el progresivo alejamiento de un cierto esteticismo, para asomarse a una aventura de la palabra en la que la belleza no es algo dado, sino un elemento tan perturbador como huidizo, y en el que se rechaza toda promesa fácil de armonía y de reconciliación. No menos significativo resulta el abandono del bilingüismo (un pequeño porcentaje de estos textos, en especial los pertenecientes a la prosa poética, fueron escritos originariamente en rumano). Se trata de un hecho nada anecdótico en un poeta, conocedor y traductor por otra parte de un buen número de lenguas, que acabará declarando la imposibilidad de escribir en otra lengua que no sea la materna. Conviene no olvidar que en alemán, como en castellano, la lengua, Sprache, lleva la huella de la madre, Mutter: Muttersprache, frente a la patria, Vaterland, marcada como en castellano por el nombre del padre; como también es preciso recordar que esta lengua en concreto es aquella que compartían su madre y los asesinos nazis de su madre, el vehículo lingüístico de la gran tradición poética de la que bebe Celan y también el idioma de la barbarie, la lengua de Hitler. Así la lengua materna acabará siendo al mismo tiempo territorio propio y tierra de nadie, en un poeta que somete al alemán a una tensión interna tal que supone una puesta en cuestión constante tanto del sujeto enunciador como de la propia textura de la enunciación, como si el solo hecho de hablar, y en concreto de hablar alemán, nos volviera culpables.
Los lectores de Celan están de enhorabuena con la aparición de este libro. No obstante, no quisiera dejar de señalar dos objeciones que tienen que ver, respectivamente, con la concepción global del volumen y con la traducción: la primera carencia, que cabe achacar a la edición original alemana pero que bien podría haber sido solventada por los editores españoles, es la parquedad del estudio y de las notas que acompañan al texto. Son muchas las razones que pueden llevar a un lector a acercarse a un libro como éste, pero rara vez es el mero placer del texto al tratarse de una obra todavía en camino hacia su propia voz. Por ello, se echa en falta un estudio más detenido de la trayectoria literaria y personal del autor y de las circunstancias concretas de escritura. Respecto a la traducción, creo que resulta un riesgo innecesario el mantenimiento de la rima en las versiones españolas, teniendo en cuenta la distancia fonética y semántica que existe entre el alemán y el castellano. Cuando se trata de lenguas tan alejadas entre sí, empeñarse en mantener la rima suele implicar o bien forzar más allá de lo legítimo la literalidad del texto o bien caer en rimas pobres, cuando no en meros ripios. Desgraciadamente, en las traducciones con rima de este volumen hay ejemplos de una y otra cosa. Celan merece más respeto, por más que muchos de estos textos constituyan tan sólo un débil vislumbre de la extraordinaria obra posterior.

miércoles, octubre 13, 2010

Correspondencia. Vol III (Enero 1875- diciembre 1879), Friedrich Nietzsche

Trad. Andrés Rubio. Trotta, Madrid, 2010. 483 pp. 35 €

Ángeles Escudero

En la idea que titula esta reseña sobre el volumen de correspondencia que nos ocupa, reside quizás la máxima originalidad y al mismo tiempo la tesis más revolucionaria de Friedrich Nietzsche. El azar como parte indisoluble de la vida, la casualidad frente a la causalidad, demasiado atrevimiento para las mentes acostumbradas a la seguridad del orden y a la certeza de una finalidad que rige, y decide en ocasiones, sobre nuestro destino.
Al asumir el eterno retorno tocaba los cimientos mismos de una cultura, la occidental, que necesita tener un horizonte al que tender, un fin que dé sentido a la existencia de un ser, el humano que, a fuerza de complicarlo todo, ha olvidado que quizás la explicación de la vida sea más sencilla de lo que nos empeñamos en suponer, aunque no por ello más fácil de asimilar. No sólo niega que la historia sea lineal, considerándola cíclica, sino que lo más valiente es cómo nos despoja de subterfugios de redención, cómo deshace ante nuestra perpleja mirada los espejismos que nos parecen reales, y nos deja a solas con lo que somos, seres humanos, sea eso mucho o poco. Como diría Sartre, «No somos libres de dejar de ser libres. No todo el mundo puede comprender y aceptar esta certeza existencial de un carácter tan radical».
Si hacemos una analogía con Darwin, caeremos en la cuenta de que lo que más irritó a la comunidad científica de la época que le tocó vivir a este naturalista inglés, no fue que determinase que tenemos un origen común con otros seres vivos, sino que eliminase de la creación la idea de un finalismo teleológico al postular su teoría de la selección natural.
Es en este sentido de no seguir esta línea en la que todo tiene un objetivo preestablecido, una explicación que adquiere su auténtico significado dentro de un orden superior o global, en el que se puede señalar que más que su crítica furibunda a la sociedad cristiano burguesa, más que la crítica a una moral que él bautizó como moral de siervos, más que sus ataques a la metafísica inmovilista, más que su transmutación de los valores; lo que realmente provocó la repulsa de su pensamiento, fue esta consideración del destino, de lo inesperado e impredecible como parte de la vida. En definitiva, una negación de la necesidad, o más exactamente, como una falta de orden, de estructura, de forma, e incluso de razón. En palabras de Zaratrusta, profeta del eterno retorno, «un poco de sabiduría es posible; pero yo he encontrado en las cosas esta certeza feliz: prefieren bailar sobre los pies del azar».
La cuidada edición que nos ocupa, está traducida por Andrés Rubio, autor también de las notas y de la introducción, nos acercará a las ideas y a la figura de Nietszche de una forma muy particular. Estas cartas captan en forma de daguerrotipo, en blanco y negro o en sepia, el interior de nuestro filósofo, sus sentimientos y aflicciones, sus deseos más íntimos, su alegría efímera y su pesar constante, fruto de sus circunstancias particulares de falta de salud.
Las cartas que componen este tercer volumen pertenecen al período que va desde enero de 1875, a diciembre de 1879. Para él es una época marcada por cambios de todo tipo: estado de salud, amistades, costumbres, estatus y lugar de residencia. Se convierte en una especie de nómada, porque si bien el período en el que se enmarca este volumen se concentra en Basilea, lugar donde residió la mayor parte del tiempo ejerciendo como profesor de filología clásica en su universidad. Con motivo de las vacaciones o de las frecuentes bajas por enfermedad, o a causa de los tratamientos que recibió en diferentes lugares, aparecen en las cartas referencias a localidades de Suiza, Alemania e Italia. Como por ejemplo: Baden-Baden, Basilea, Berna, Génova, Ginebra, Leipzig, Lucerna, Lugano, Sorrento, Zúrich, etc. Estas circunstancias terminarán por influir en su pensamiento que evolucionará hacia otros territorios inexplorados hasta ese momento.
Lo más significativo va a ser la constatación de la muerte del filólogo (acudiendo a la misma terminología que él utiliza al anunciar “la muerte de dios”) y el nacimiento del Nietzsche filósofo. Pasará, entonces, del concepto a la metáfora y al aforismo, dejando un tanto al margen el estudio del origen de las palabras, la genealogía de los términos, y asumiendo problemas de tipo más universal. Aún así, su amplia formación lingüística y filológica influye, en general, en su forma de abordar las cuestiones, y es poco probable que se abstrajese de sus orígenes de forma absoluta.
Entre la nutrida correspondencia podemos encontrar las cartas a Paul Ree, al que se puede considerar, en palabras del prologuista, como su primera amistad filosófica. Los Wagner, Richard y su mujer Cosima, con los que también establece relación epistolar, no ocultaron su aversión, teñida de racismo para muchos, por la amistad nacida entre Nietzsche y este filósofo de origen judío. Las cartas manifiestan una admiración recíproca que se romperá de forma abrupta por una cuestión personal que no fue otra que la pugna entre ambos por el amor de Lou Andreas Salomé (¿humano, demasiado humano?).
Este volumen de correspondencia parece venir a echar por tierra uno de los prejuicios más extendidos sobre Friedrich. Me refiero a las acusaciones de misoginia de que es objeto. Aunque, en este sentido, he de decir que, para algunos esto viene determinado por la influencia perniciosa de la figura de su hermana Elisabeth (según muchos culpable del mayor embuste político del que fue objeto), así como el desengaño, antes referido, por Lou Von Salomé, mujer inteligente y autosuficiente, de la que permaneció enamorado a pesar de su posterior (este episodio vital es posterior a la época que nos ocupa en este volumen, ya que la conocerá en Roma). Pero, en muchas de las cartas encontramos atisbos de cariño y consideración hacia el género femenino en general y hacia su hermana, madre y amigas, en particular. Por ejemplo, comenta a su amigo Erwin Rohde que su hermana le lee libros cuando él, por sus frecuentes problemas de salud no puede aplicar la vista.
«En las horas de descanso para los ojos, mi hermana me lee casi siempre a Walter Scott, al que gustosamente llamamos, junto con Schopenhauer, “el inmortal»
La explicación a esa aparente contradicción puede residir, quizás, en que algunos de los conflictos a los que se aluden frecuentemente viesen la luz con posterioridad porque parece evidente que hay bastantes sombras en esta relación familiar. De hecho, Simon Critcheley señala en su obra El libro de los filósofos muertos, que gran culpa de las tergiversaciones sobre la figura de Nietzsche, haciéndolo parecer como paradigma y baluarte de un pensamiento totalitarista, así como de las especulaciones sobre la locura el filósofo, serían alimentados por su hermana Elisabeth. Critcheley señala como relevante su papel en la manipulación y distorsión de la obra de Nietzsche y en la ocultación de su historial médico.
Sobre su estado de salud, así como de las causas que lo provocaron, habría mucho que decir. En este orden de cosas, cabe mencionar que su situación anímica queda patente en las cartas que componen este volumen. De hecho, el propio Nietzsche hace muchas alusiones a su enfermedad: «Ayer me quedé postrado en cama con fuertes dolores de cabeza y tarde y noche atormentado por fuertes vómitos» (A Erwin Rohde en Bayreuth). La causa de todos estos males parece que fueron debidos a una enfermedad degenerativa en el cerebro. Aunque los médicos a los que frecuentemente acudía, determinaron en ocasiones otro origen. Él mismo en una carta a su madre y hermana les habla de cómo el doctor Wiel le diagnostica un catarro estomacal crónico con dilatación de estómago. Pero hay muchas más versiones. Su hermana Elisabeth insistió en que la locura en la que terminará por caer Nietzsche, era debido al agotamiento mental derivado de un exceso de trabajo intelectual. Nunca aceptó que el hundimiento de su hermano fuese consecuencia de la infección sifilítica que había contraído, cuando era estudiante, en un burdel de Colonia en 1865 y por la que recibió tratamiento en Leipzig en 1867. Por cierto que Critcheley en el libro antes citado, cuenta la peculiar versión de el en un tiempo amigo y admirado compositor, Wagner. Mantenía la peculiar tesis de que la enfermedad del filósofo tenía como causa un exceso de masturbación, y no conforme con esto comunicó al medico de Nietzsche su diagnóstico.
Con posterioridad a los médicos referidos en este volumen, el filósofo es entregado a los cuidados de Otto Biswansger. Extraordinariamente diligente, este médico estudiará la obra de Nietzsche para poder entender mejor a su paciente. Con una dosis de diplomacia importante, le diagnosticará una parálisis progresiva, según, Critcheley ocultando aspectos bastante más escabrosos. Explica este autor la posibilidad de que Friedrich fuese coprófago, esto es, propenso a comerse sus propias heces y a beberse su orina. Quizás por todo esto, su hermana Elisabeth encargase robar el historial médico de su hermano. El contenido del mismo sólo llegó a conocerse tras la muerte de ésta en 1935. La circunstancia de que el propio Hitler acudiese a su funeral, puede servirnos como dato biográfico para comprender sus ideas y obsesiones antisemitas. En este sentido recordar que ella y su marido intentaron fundar una colonia de arios en Paraguay llamada Nueva Germania. El marido de Elisabeth se suicidó y la colonia se hundió económicamente.
Un aspecto peculiar que llama la atención en estas cartas, es la narración de algunos episodios muy cotidianos e, incluso en ocasiones, escatológicos. Por ejemplo: «¿Cómo van las cosas del amor?» Le pregunta a su amigo Carl von Gersdorff. Estando en un balneario escribe a su familia narrando de esta forma su rutina diaria: «Cada mañana una lavativa autoadministrada (perdón por empezar con ello, ¡pero con este placer comienza ahora el día! Contenido agua fría)» además de intimidad, se deja entrever un sutil sentido del humor.
Otro aspecto muy importante de su trayectoria filosófica y vital que queda reflejado en su correspondencia, serían las decepciones sufridas con Wagner y Schopenhauer, y esto tanto en el plano intelectual como en el personal. Con el primero compartirá la admiración por el segundo (aunque Nietzsche sufriese una fuerte desilusión con él que le llevó a repudiarlo, pese a las coincidencias filosóficas como que ambos reconocieran el carácter trágico y cruel de la vida) y, por supuesto el amor por la música. De Wagner, compositor y escritor sobre temas musicales, admiraba la revolución musical y cultural que representó su obra, según Andrés Rubio como el soporte erudito-filológico que le faltaba. No sólo fueron amigos, sino que la influencia que ejercieron el uno sobre el otro fue muy importante. Después se producirá el alejamiento por el nuevo desengaño que sufre tras el estreno de Parsifal. Tanto Schopenhauer como Wagner fueron desmitificados por él que, tal y como cuestionó las verdades que hasta entonces tenía por auténticos axiomas en El ocaso de los ídolos, los hizo caer de su pedestal como estatuas de piedra. Pero algún rescoldo debió quedar, en lo emocional al menos, con los consideró sus educadores, ya que al anuncio de la muerte del compositor, reaccionó con una fuerte recaída de su enfermedad. Andrés Rubio señala que escribió una carta de condolencia para Cosima Wagner, a la que nunca dejó de adorar, que no se conserva.
Igual que la fotografía es capaz de captar un instante inmortalizando el tiempo, de otra forma imposible de aprehender, estas cartas nos ayudarán a entender un poco esta personalidad imposible, como algunos le definieron, nos acercarán a este filósofo incomprendido y adelantado a su época, como él mismo, con una intuición prodigiosa supo ver.

miércoles, octubre 06, 2010

La Judith de Shimoda, Bertolt Brecht

Trad. Carlos Fortea. Alianza, Madrid, 2010. 198 pp. 17,50 €

Juan Pablo Heras

El incierto rumbo de su exilio lleva a Bertolt Brecht a refugiarse en Finlandia en 1940. Allí, surge un proyecto de colaboración con la escritora Hella Wuolijoki, que propone a Brecht diversos textos susceptibles de transformarse en proyectos escénicos. Es éste el origen de la conocida obra El señor Puntila y su criado Matti, por ejemplo. En un momento dado, Wuolijoki le entrega a Brecht un volumen que contiene tres obras del dramaturgo contemporáneo japonés Yamamoto Yuzo traducidas al inglés. La que despierta la atención de Brecht es Tragedia de una mujer. La historia de la extranjera Okichi, que dramatiza la vida de una heroína popular a medio camino entre la historia y la leyenda. Brecht asiste fascinado a las tortuosas vicisitudes de una geisha que, tras detener los ímpetus bélicos de uno de los primeros cónsules de Estados Unidos en Japón a mediados del siglo XIX, y salvar así a su pueblo de una invasión, es repudiada en vida como “puta de los americanos” y honrada a su muerte en canciones y relatos: existe hoy, todavía, un templo en su honor en Shimoda, y no dejan de escribirse novelas al gusto actual que la retratan, como El pabellón de las lágrimas, de Rei Kimura.
Esta singular peripecia hace las delicias de Brecht, que ve en Okichi una nueva Judith lo suficientemente exótica como para hacer evidentes las (in)evitables contradicciones que caracterizan al modo en que los pueblos y los estados olvidan a sus héroes nacionales para homenajear después a imágenes deformadas. Brecht reescribe la pieza de Yamamoto Yuzo, resumiendo al máximo el acto heroico de Okichi y amplificando las difíciles circunstancias de su vida posterior, sencillamente porque siempre se había preguntado qué fue de Judith después de matar a Holofernes. Brecht añade además una escena memorable hacia el final y, sobre todo, una serie de interpolaciones en las que un grupo de personajes, japoneses y anglosajones, que representan tanto al público como a los productores de la obra, apostillan una serie de interpretaciones de carácter político (en el sentido más amplio de la palabra) que contrarrestan la irresistible tendencia de Yamamoto hacia el melodrama. Se trata, evidentemente, del famoso “efecto V” propugnado por Brecht, de un ejercicio de distanciamiento en la más pura esencia de su “teatro épico”. Es decir, un “efecto V” tan preciso, tan de libro, que termina por resultar un tanto tosco. Pero eso también tiene una explicación.
Si La Judith de Shimoda ha permanecido inédita hasta 2006 (en español, hasta 2010) es, en primer lugar, porque durante mucho tiempo ha sido considerada como un proyecto inacabado, como unos apuntes de trabajo de un texto que Brecht nunca terminó. Y eso era rigurosamente cierto en lo que se refiere a la versión en alemán. Hasta que el crítico Hans Peter Neureuter descubrió, en un inédito manuscrito de Hella Wuolijoki, una traducción al finés de una versión más acabada. Es difícil saber dónde acaba el trabajo de Brecht y dónde empieza el de Wuolijoki, y es a esas endiabladas cuestiones ecdóticas a lo que se dedica el valioso posfacio de Neureuter que también se incluye en la edición de Alianza. Los argumentos a favor de que estamos ante una auténtica obra de Brecht son convincentes, aunque pesa la evidencia de que buena parte del texto que se nos presenta es —agárrense, que vienen curvas— la traducción al español de la traducción al alemán de la traducción al finés de la traducción al alemán de la traducción al inglés de un original japonés. Y es de suponer que algo habremos perdido (o ganado) por el camino.
Además de estas primicias eruditas para estudiosos y otros fans del interminable Bertolt Brecht, La Judith de Shimoda nos introduce sobre todo a un personaje interesantísimo, uno de aquellos que son pura golosina para actrices ambiciosas: Okichi, una mujer que rechaza avanti la lettre las injusticias asociadas a su condición femenina y que, a su pesar, sufre las consecuencias de ser a la vez héroe y maldita, como un mendigo pisoteado que observara perplejo su propia estatua en un panteón de hombres ilustres.

miércoles, julio 21, 2010

Los voladores, Peter Stamm

Trad. José Aníbal Campos. Acantilado, Barcelona, 2010. 176 pp. 16 €

Guillermo Busutil

Hace tiempo que los escritores interpretan el lenguaje como un escarpelo. Esa herramienta que utilizan los carpinteros para limpiar y raspar las piezas de labor. También podríamos hablar de la palabra bisturí, que hace referencia a ese instrumento quirúrgico con el que se hacen incisiones en tejidos blandos. Los dos términos funcionan como sinónimos. Pero si los aplicamos a gran parte de la literatura actual resulta que el escarpelo sirve para pulir el lenguaje, para construir los rasgos de la psicología de los personajes, y que el bisturí permite, en cambio, diseccionar las vidas que se narran y a las que se les practica una autopsia. Da igual que sea una vida viva, en presente, o que se trate de una vida muerta, en pasado y a veces también en presente. La cuestión es que ambos instrumentos, el escarpelo y el bisturí, requieren de quién los usa que esté dotado para la precisión, la capacidad de construir un adjetivo invisible mediante el corte higiénico, letal a veces, de una palabra que no tiene correspondencia, que ha de ser exacta. Es necesario abrir la historia sin anestesia, sin que sangre, sin que huela a cadáver maquillado.
Uno de los maestros en utilizar el escarpelo y el bisturí con magia literaria fue Peter Handke. Otro escritor, al que se le nota el pulso firme y delicado de Handke, al igual que el minimalismo de Richard Ford, es Peter Stamm (Winterthur, 1963). Un hábil narrador en la novela y en el cuento que ya sorprendió con excelentes libros como Lluvia de Hielo, Paisaje aproximado y En jardines ajenos. Ahora lo hace con los doce nuevos relatos de Los voladores, publicados por Acantilado. Un libro exquisito, de un lenguaje de tiralíneas, escueto, frío, como un escarpelo, con el que Peter Stamm moldea la madera nudosa de sus personajes imperfectos (una educadora de guardería que íntima con un joven vecino al que convierte en objeto de su deseo; una madre que ama el dibujo y que trata de escapar de una matrimonio condenado a un probable y futuro fracaso y de una vida para la que no está hecha; dos chicas unidas por la dependencia emocional de una iniciación sexual...). Ese lenguaje con el que disecciona cada uno de estos espléndidos relatos es cortante, igual que un bisturí. Stamm lo utiliza para separar la piel de los huesos y mostrar al lector la indiferencia, la falta de objetivos, la soledad, la infidelidad, las vidas ordinarias de los héroes grises, en inmóvil fuga, en pensativo desencanto que aparecen en las habitaciones y en los paisajes, de cuentos como "La expectativa", "Cuerpos extraños", "Tres Hermanas", "Los voladores", "La carta" o "A los campos hay que acudir, que se parecen mucho, bastante, a los paisajes de Hoper".
Peter Stam escribe en uno de ellos «la frialdad de la mirada es una premisa. Si pretendes ver con claridad no puedes vibrar con lo que ves. De otro modo no es posible meterse en un paisaje o en una persona». En su caso es cierto y también un acierto. Stamm consigue mostrar las vidas sin aditivos, una realidad sin maquillaje y unas emociones desnutridas que conmueven al lector, que le hacen pensar que también el vacío es un espacio vital. Puede que el lector encuentre estas cualidades algo desoladoras. Nada más lejos de la realidad. Del aire interior que desprenden estas historias. Porque cada una de ellas, porque todas, rezuman una poesía existencialista, una pincelada de seda que consigue restarle drama a las pequeñas tragedias, a las mentiras aceptadas por inercia. Uno termina la lectura y piensa en lo que ha sentido. Siente en lo que ha pensado. Tal vez regrese más adelante a una nueva lectura de lo que ha dejado atrás. De lo que le ha provocado dentro. Estas son las cualidades de Peter Stamm. Además del regalo de ese lenguaje suyo. Un bisturí que nos desnuda; un escarpelo que pule la soledad, la extrañeza, el fracaso de las relaciones humanas.

lunes, mayo 17, 2010

El daño oculto (Un viaje a la Alemania de posguerra junto a W H. Auden), James Stern

Trad. Ariel Dilon. Lengua de Trapo, Madrid, 2010. 464 pp. 24,80 €

Miguel Baquero

Por norma general, las novelas y películas sobre la Segunda Guerra Mundial suelen terminar con la imagen de las calles destrozadas de Berlín, el cadáver humeante del Fuhrer o la bandera roja izada en el tejado del Reichstag. Para el lector o el espectador, aquello supone el punto final y definitivo de la historia, la conclusión, el colofón del mayor conflicto bélico que ha vivido la Humanidad.
Pero el 8 de mayo de 1945, al día siguiente de la rendición del Ejército, la vida debía continuar en Alemania. El daño oculto es la crónica sobre ese tiempo de un escritor irlandés, James Stern, enrolado en esos días últimos de la Guerra, con la paz ya firmada, en el Ejército Estadounidense como “analista de bombardeos”. Su misión iba a consistir en trasladarse a la Alemania en ruinas y hacer encuestas entre la población para establecer el estado de su moral, la naturaleza de sus necesidades, el calado que la propaganda nazi había tenido en sus conciencias y establecer lo que había ocurrido exactamente durante esos seis años en que el Reich había permanecido aislado bajo un manto de fuego. Paralelamente a la persecución por los militares de los altos mandos del nacionalsocialismo, que buscaban huir o sustraerse de la justicia de los vencedores, y como paso previo a la desnazificación del país, estos “analistas de bombardeos” —personal civil aunque integrado en el Ejército— se dedicarán a hacer encuestas aleatorias entre la población a todo lo largo del país, entre todos los segmentos de población y entre una horquilla muy amplia de edades.
El daño oculto supone un testimonio de primera mano, directo, real y cierto, sobre la posguerra en Alemania, y en general en Europa occidental, antes de que comiencen a circular los tópicos, los mitos o las visiones deformadas que enseguida suelen acuñarse al término de una guerra. Podría decirse que Stern se encuentra con los edificios derruidos, todavía humeantes, y con carros llenos de gente sin hogar en las cunetas de las carreteras que le ofrecen una visión sin tergiversar.
Así, leemos testimonios sorprendentes, que hoy, influenciados por toda la literatura surgida en torno al conflicto, nos cuesta imaginar. Como el de la joven sirviente en una hospedería alemana que parece sentir una ligera decepción porque a ella ni la ascensión del nazismo ni la guerra la han cambiado, en absoluto, su forma de vida, y lleva quince años haciendo la misma labor, sin mayor novedad. Encontramos referencias, luego poco difundidas, a la resistencia que existió al nazismo en el interior del país, como la revuelta de los estudiantes de Munich en 1943, o la noticia de que algún dirigente nazi fue apedreado en algún pueblo, ya en plena guerra, por gente disconforme.
Nos quedamos algo estupefactos ante el modo cómo la gente opina que, pese a todo, el nacionalsocialismo no era mal sistema, y si perdieron la guerra fue porque los mandos engañaron y desobedecieron las órdenes del honrado y abstemio Adolf. Inolvidable esa enfermera de la Cruz Roja de la que, apenas rascando un poco, surge la fanática nazi que sostiene que fue Inglaterra quien desencadenó el conflicto. O ese otro personaje convencido de que a los judíos, según eran capturados, se les deportaba a América.
Por medio de los ojos de Stern, asistimos, sin embargo, a como el fantasma de la culpa y de la enormidad de la tragedia va alzándose ante los ojos de los alemanes, alimentado por cárteles que, en la zona de ocupación estadounidense, muestran fotos de campos de concentración bajo el lema: “¡Usted es culpable!”. En la zona soviética, sin embargo, no se cuelgan esos carteles, no se aviva ese sentimiento, pese a lo cual los vencidos tienen un miedo cerval tanto a los soviéticos como a los franceses… pero todo eso es nada comparado con los asesinatos que se producen por la posesión de una bicicleta.
A medio camino entre la novela y el reportaje, El daño oculto es un libro esencial para quien quiera explorar no sólo en el nacimiento y el desarrollo del nazismo, sobre lo cual hay una bibliografía extensísima, sino en otro aspecto no menos fundamental que es entender hasta qué punto la sevicia se abrió paso y consiguió alcanzar el corazón de una sociedad, y los rescoldos que dejó tras de sí.

martes, mayo 11, 2010

Conquista de lo inútil, Werner Herzog

Trad. Ariel Magnus. Blackie Books, Barcelona, 2010. 328 pp. 24 €

José Morella

Muchos nos pasamos la vida queriendo escribir, leyendo a otros para inspirarnos o imitarles, buscando trucos y consejos, corrigiendo nuestros propios textos... Esforzándonos mucho, en definitiva. Pero no Werner Herzog. Él, que usó la escritura como simple medio para dejar constancia de las dificultades del rodaje de Fitzcarraldo, escribe con un talento congénito. Sin esfuerzo. No se nubla con grandes aspiraciones literarias. Se limita a mostrar, a hacer fotos con palabras. Recoge lo que ve, lo que ocurre, lo que le dicen, como cuando un indígena le pregunta, por ejemplo, si el hecho de ser filmado puede destruir a una persona. Simples datos que son transformados por la densidad de la selva amazónica, derretidos por el calor atemporal del lugar, y que a veces devienen preocupaciones o recuerdos o transcripciones de pesadillas o sueños. La visión constante del proceso natural de depredación de los animales de la selva le hace pensar en la muerte, y recuerda, por ejemplo, un episodio de su infancia en el que un amigo suyo se electrocutó. La narración de este episodio real guarda una profundidad poética que cualquier escritor profesional querría para sí. Más: en la selva nadie lleva reloj. El tiempo se adensa y se difumina, se pudre. El mecanismo del reloj también; pero Herzog no lo dice plagiando de forma barata el realismo mágico tan en boga en los ochenta: el reloj se le para de verdad, y simplemente lo dice. En la selva peruana pasan cosas que nos resultan increíbles —aunque el universo extraño seguramente sea el nuestro— y Herzog sólo las transcribe con la mayor fidelidad que puede.
Que la selva es el personaje del libro es evidente desde la primera página, y si se ha visto la película esto resulta mucho más comprensible: en ella te das perfecta cuenta de que los indígenas quieren matar a Kinski de verdad, de que el barco de verdad está a punto de zozobrar con todos los tripulantes, y de que cuando hacen pasar el barco por encima de una montaña mediante poleas y cuerdas hay accidentes reales. Herzog se convierte en Fitzcarraldo. El sueño de construir una ópera en el Amazonas es tan loco y tan absurdo como el de filmar la película Fitzcarraldo. Para hablar del sueño de un loco, Herzog necesita llevarlo a cabo, repetirlo. No filma la historia de que un barco cruce una montaña: la cruza de veras, filmándolo.
Las dificultades con las que se enfrentó fueron impresionantes: Kinski era un egocéntrico que le gritaba a todo el mundo y montaba en cólera tres veces al día, y había que hacer maravillas para que el equilibrio de todo el equipo no se fuera al garete. Las autoridades peruanas eran hostiles. La prensa de Lima les acusaba de cosas inverosímiles e inexplicables. Los grupos indígenas trataban de utilizarlos contra el gobierno. Jason Robards, el actor que iba a ser Fitzcarraldo antes de que llegara Kinski, era un tipo lleno de miedo y desconfianza, muy temeroso de la selva e incapaz de hacer ese papel. Y luego estaba la naturaleza: las heridas, los mosquitos, la malaria, la lentitud, las dificultades técnicas... A veces parece que la única finalidad de la película es mostrar al mundo la infinita soledad de su autor: «Por un momento se apoderó de mí la sensación de que mi trabajo, mi visión, me destruirían, y durante un instante me permití una mirada sobre mí mismo que de otra forma, por instinto, por principio, por una cuestión de supervivencia, no consentiría jamás; una mirada nacida de la curiosidad más bien material sobre si mi visión no me habría destruido ya. Me tranquilizó saber que aún respiraba.»
El éxito de Herzog se basa, me parece, en la paradoja de saber filmarse a sí mismo fracasando. Ese estar constantemente al borde del fracaso se huele en sus películas, y acompañarlo por ese filo de precipicio se convierte para el espectador en una experiencia poética en sí misma. El fracaso se palpa en la sala. Otra cosa que me resulta irresistible es la honestidad de su voz. Me parece dueño de una sinceridad inquebrantable, algo que él tiene a su pesar, sin tener conscientemente nada que ver con ello. Yo le oigo y me lo creo. Las experiencias que me cuenta se revisten de una consistencia poética por el hecho mismo de que las cuente él. Tiene un ojo clínico para la vida. La observa, la conoce, y rara vez se equivoca. A Kinski, por ejemplo, le conoce tan bien que sabe predecir el día exacto en que enfermará. Cuando empieza la fase del rodaje en la que Kinski tiene menos peso en el guión, su egocentrismo no puede soportarlo y enferma para que todo el mundo tenga que cuidarlo, justo como Herzog había escrito que sucedería. Esa capacidad para entender a la gente y al mundo supura durante todo el libro. En la soledad de la naturaleza, en momentos en los que parece que el proyecto no vaya a avanzar nunca, Herzog tiene visiones muy nítidas, alejadas de toda mistificación: «La vida en el mar debe ser el más puro infierno, un infierno de peligro constante e inmediato, que no se acaba, a tal punto insoportable que, durante la evolución, algunas especies —el hombre incluido— se arrastraron, huyeron a algunos témpanos de tierra firme, que después serían los continentes». En otro momento, observando a los animales y su comportamiento en la selva, dice: «Si muriera, no haría más que morir». Herzog se reconoce como un animal más, y le da carácter poético a la muerte a fuerza de no mistificarla, de verla llana y objetivamente como lo que es.

viernes, febrero 12, 2010

Vivir sin poesía, Peter Handke

Edición bilingüe. Trad. y prólogo: Sandra Santana. Bartleby, Madrid, 2009. 547 pp. 24 €

José Manuel de la Huerga

La voz del austriaco Peter Handke se empasta con la vida. No sé dónde están los límites entre vivir la vida y leerla, si es que los hay. Ambos actos son complementarios y su deterioro o su plenitud equivalen a lo mismo. Cuando se lee a Peter Handke se atisba la intención de nuestro poeta Antonio Gamoneda al marcar diferencias entre Poesía y Literatura. Para el leonés la literatura es artificio, oficio, ficción… y la Poesía es una manera de estar en el mundo, intuir sus coordenadas, siempre en precario. No es un género, no es arte, es una forma radical de entender la vida. Poesía es Federico García Lorca, pero también Franz Kafka.
Con Peter Handke me ocurre algo parecido. Basta que se quiera escaquear del compromiso dogmático de la partición en géneros de la literatura, para que a este que escribe le empiece a gustar la música de su discurso. Basta que negara a la editora su poesía, que dijera que él no escribe poesía, que titulara su obra Vivir sin poesía, para que concitara más simpatías.
Lo de Peter Handke es más que una pose. Oído en tierra, está atento a la vida y en paralelo a sus novelas, sus obras de teatro, su cine, sus anotaciones de diario o su compromiso político hasta el conflicto, desarrolla su labor poética, o sea, de creación en el sentido más vasto del término. Baste señalar que su segunda entrega en esta poesía completa, El fin del deambular, se desarrolla entre 1977 y 2005. Su obra, vamos a decir, en verso, está siempre abierta y en paralelo discurre con el resto de actos de comprensión de la vida.
Leí por primera vez a Handke por los noventa, cuando Eustaquio Barjau nos dio una inmejorable traducción del capital Poema a la duración. El texto me imantó, a pesar de que había partes oscuras, de comprensión ambigua. Pero aquella voz del cuidado, de análisis delicado de la realidad, del amor a las pequeñas cosas y la contemplación gozosa de su estela en el mundo, que es la duración del hombre en la vida, me conmovió. Era un poema de largo aliento que me obligaba a volver sobre él, y donde como en otro lugar más de la duración, este lector encontraba ese murmullo de agua que es la delicia de un buen poema que reflexiona.
Ahora, veinte años después, Bartleby publica su poesía completa, en excelente traducción de Sandra Santana, y por si fuera poco, con una introducción exigente y luminosa que sitúa la poesía de Handke en el eje central de su quehacer: desentrañar los mecanismos, ya sean lingüísticos, pseudosentimentales o filosóficos, que construyen el paso de un hombre solo por el mundo.
Abre el libro su primer poemario cuyo título remite a las traiciones del lenguaje a la verdad y a la vida: El mundo interior del mundo exterior del mundo interior. Ese bucle mareante nos permite meter siquiera la uña en la interpretación de la realidad, no ya como un plano simple, sino como una superficie rugosa, compleja, donde la superficie sonora del lenguaje oculta un territorio interior/exterior, falso, que debe ser desmontado. «Con la palabra yo comenzaron las dificultades.» «MI lo utiliza el comisario para el asesinato que está esclareciendo, pero no para el asesinato en sí mismo;/ lo utiliza el preso para su celda,/ pero no para toda la prisión.» Desenmascarar las falacias del lenguaje: primera estación en el viaje.
La misma exigencia de despojamiento del lenguaje que sostenía la primera entrega se mantendrá en El fin del deambular, pero focalizando su interés y hundiendo el escalpelo en los actos de la vida. La magistral superposición de momentos memorables narrativos configuran una radical manera de mirarle a los ojos a la vida, a pesar de la soledad o del desamor, donde el paisaje funciona como interpelador de un estado de ánimo siempre esquivo. Los poemas de El fin del deambular son haikús, tankas brevísimos, apenas esbozo de un estado de ánimo proyectado sobre la vida que se intenta, una vez más, poner en tela de juicio, en exigente tensión extrema: «Con fuerza soplaba el viento en el viento,/ El cielo azuleaba en el cielo, / Aparecía el sol en el sol,/ El mar arreciaba el mar.»
Pero la que es, sin duda, la pieza capital de este libro es el Poema a la duración. Qué sé yo las veces que he podido leerlo. Déjenme que trascriba sus primeros versos, emocionantes como el comienzo de una hermosa sinfonía: «Hace tiempo que quiero escribir sobre la duración, /pero no un ensayo, ni una escena ni una historia:/la duración insta a escribir un poema. /Quiero preguntarme con un poema,/recordar con un poema,/afirmar y conservar con un poema/ lo que es la duración.» Y partir de ahí superponiendo magistralmente situaciones narrativas, lugares y paseos, personas y recuerdos, a fogonazos, matizando, negando, regresando, esquivando, afirmando, Peter Handke termina definiendo ese estado sublime, casi místico que el filósofo Henri Bergson había intentado definir, pero del que se le escapaban datos y que sólo a través de superposiciones, aproximaciones seríamos capaces de entender. Curiosamente, Handke, a partir del lenguaje religioso, muy poético, por aquello del religare, que es volver a unir, unir lo separado, define duración: la sensación de plenitud del hombre en el mundo, por encima del tiempo, más allá de la denotación/convención de presente, pasado y futuro, más allá de la historia oficial, surcado de memoria, de los que le precedieron, los que vendrán después, los gestos humildes, sencillos, anónimos, los lugares donde la mente se serena y deja escuchar ese balbuceo primordial acompasado con la vida y el mundo… Lean el poema, es sublime. Les aseguro que es una experiencia de la que saldrán de manera diferente a como entraron. Al final la emoción embarga, qué curioso, este poeta que utilizaba el lenguaje para abrir en canal nuestras falacias, termina apelando al sentimiento, a las lágrimas de la duración, que son las de la felicidad, tras tener amarrada en el poema esa rara avis que es la duración. Cuando terminó el texto seguramente Handke sabía que había escrito algo grande, por lo que valía la pena llevar cuarenta años dando sobre el mismo yunque.
El siguiente libro, y último, Vivir sin poesía, contiene cuatro poemas también de largo aliento, aunque de menor vuelo filosófico. La percepción de la realidad en los momentos de la negación, en el duermevela, en las etapas abúlicas de la vida, donde curiosamente puede esconderse el sentido, un verdadero sentido.
La poesía de Handke no defrauda, ni siquiera comparada con el narrador o con el dietaristas ni con el guionista de hermosas películas como Cielo sobre Berlín, en compañía de su amigo Wim Wenders. Su poesía no es complementaria, es matriz, es esencia de su comprensión del mundo y diálogo con los otros tipos de creaciones de igual a igual.