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lunes, mayo 17, 2010

El daño oculto (Un viaje a la Alemania de posguerra junto a W H. Auden), James Stern

Trad. Ariel Dilon. Lengua de Trapo, Madrid, 2010. 464 pp. 24,80 €

Miguel Baquero

Por norma general, las novelas y películas sobre la Segunda Guerra Mundial suelen terminar con la imagen de las calles destrozadas de Berlín, el cadáver humeante del Fuhrer o la bandera roja izada en el tejado del Reichstag. Para el lector o el espectador, aquello supone el punto final y definitivo de la historia, la conclusión, el colofón del mayor conflicto bélico que ha vivido la Humanidad.
Pero el 8 de mayo de 1945, al día siguiente de la rendición del Ejército, la vida debía continuar en Alemania. El daño oculto es la crónica sobre ese tiempo de un escritor irlandés, James Stern, enrolado en esos días últimos de la Guerra, con la paz ya firmada, en el Ejército Estadounidense como “analista de bombardeos”. Su misión iba a consistir en trasladarse a la Alemania en ruinas y hacer encuestas entre la población para establecer el estado de su moral, la naturaleza de sus necesidades, el calado que la propaganda nazi había tenido en sus conciencias y establecer lo que había ocurrido exactamente durante esos seis años en que el Reich había permanecido aislado bajo un manto de fuego. Paralelamente a la persecución por los militares de los altos mandos del nacionalsocialismo, que buscaban huir o sustraerse de la justicia de los vencedores, y como paso previo a la desnazificación del país, estos “analistas de bombardeos” —personal civil aunque integrado en el Ejército— se dedicarán a hacer encuestas aleatorias entre la población a todo lo largo del país, entre todos los segmentos de población y entre una horquilla muy amplia de edades.
El daño oculto supone un testimonio de primera mano, directo, real y cierto, sobre la posguerra en Alemania, y en general en Europa occidental, antes de que comiencen a circular los tópicos, los mitos o las visiones deformadas que enseguida suelen acuñarse al término de una guerra. Podría decirse que Stern se encuentra con los edificios derruidos, todavía humeantes, y con carros llenos de gente sin hogar en las cunetas de las carreteras que le ofrecen una visión sin tergiversar.
Así, leemos testimonios sorprendentes, que hoy, influenciados por toda la literatura surgida en torno al conflicto, nos cuesta imaginar. Como el de la joven sirviente en una hospedería alemana que parece sentir una ligera decepción porque a ella ni la ascensión del nazismo ni la guerra la han cambiado, en absoluto, su forma de vida, y lleva quince años haciendo la misma labor, sin mayor novedad. Encontramos referencias, luego poco difundidas, a la resistencia que existió al nazismo en el interior del país, como la revuelta de los estudiantes de Munich en 1943, o la noticia de que algún dirigente nazi fue apedreado en algún pueblo, ya en plena guerra, por gente disconforme.
Nos quedamos algo estupefactos ante el modo cómo la gente opina que, pese a todo, el nacionalsocialismo no era mal sistema, y si perdieron la guerra fue porque los mandos engañaron y desobedecieron las órdenes del honrado y abstemio Adolf. Inolvidable esa enfermera de la Cruz Roja de la que, apenas rascando un poco, surge la fanática nazi que sostiene que fue Inglaterra quien desencadenó el conflicto. O ese otro personaje convencido de que a los judíos, según eran capturados, se les deportaba a América.
Por medio de los ojos de Stern, asistimos, sin embargo, a como el fantasma de la culpa y de la enormidad de la tragedia va alzándose ante los ojos de los alemanes, alimentado por cárteles que, en la zona de ocupación estadounidense, muestran fotos de campos de concentración bajo el lema: “¡Usted es culpable!”. En la zona soviética, sin embargo, no se cuelgan esos carteles, no se aviva ese sentimiento, pese a lo cual los vencidos tienen un miedo cerval tanto a los soviéticos como a los franceses… pero todo eso es nada comparado con los asesinatos que se producen por la posesión de una bicicleta.
A medio camino entre la novela y el reportaje, El daño oculto es un libro esencial para quien quiera explorar no sólo en el nacimiento y el desarrollo del nazismo, sobre lo cual hay una bibliografía extensísima, sino en otro aspecto no menos fundamental que es entender hasta qué punto la sevicia se abrió paso y consiguió alcanzar el corazón de una sociedad, y los rescoldos que dejó tras de sí.

viernes, agosto 21, 2009

La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche, Franz Overbeck

Trad. Iván de los Ríos. Errata Naturae, Madrid, 2009. 128 pp. 10.90 €

Rubén Castillo Gallego

Franz Overbeck (1837-1905), que fue amigo íntimo de Friedrich Nietzsche y docente en una universidad suiza, tuvo la inestimable idea de anotar algunas de sus reflexiones, remembranzas y anécdotas sobre el filósofo alemán. Y ahora el sello Errata Naturae, con la valiosa colaboración traductora del profesor Iván de los Ríos, nos ofrece a los lectores españoles un buen número de esas páginas (incluidas algunas que el pudoroso Carl Albrecht Bernoulli, discípulo de Overbeck, consideró prescindibles cuando editó el volumen en 1906). Con buen juicio dice el profesor De los Ríos que «Franz Overbeck escribe al margen de todo interés encomiástico, sin ínfulas filosóficas, y escribe para demostrarse a sí mismo que nunca comprendió plenamente a un hombre al que amó y veneró por encima de todas las cosas; escribe para comprender y para expiar la culpa de no haber comprendido; escribe para quedarse a solas con su amigo Friedrich Nietzsche, cuyas carencias nadie supo advertir con igual cautela» (p.14). De ahí que la obra alcance cotas de gran intensidad intelectual y emocional. Tras declarar su sumisión ante lo ciclópeo de la figura de FriedrichNietzsche fue un portento ante el que me incliné una y otra vez, y aun hoy no me arrepiento de haberlo hecho», p.25), el analista Overbeck se aproxima con lucidez y elegancia crítica a «un Nietzsche cuyo pensamiento no se ramifica, creciente, superando obstáculos, sino que avanza como una [...] corriente de lava» (p.39). Lentamente, respetuosamente, Franz Overbeck comenta diferentes aspectos sobre el antisemitismo de Nietzsche, sobre sus posturas ante la religión cristiana, sobre su aparente soledad («Nunca fue un auténtico solitario», p.43), sobre el controvertido tema de la muerte de Dios («Partiendo de mi relación habitual con Nietzsche sólo puedo decir lo siguiente: nunca tuve la impresión de que contara con una respuesta sobre la existencia o la inexistencia de Dios, pero ignoro si alguna vez pretendió decir algo al respecto», p.54) y sobre varios temas de indudable interés erudito, como las relaciones que la obra de Friedrich Nietzsche guarda con Proudhon, Rousseau, Pascal, Herder, Stirner o Erwin Rohde. Y llega a proporcionar datos muy minuciosos, como la anécdota de que fue el historiador y pensador Jakob Burkhardt (autor de la monumental Historia de la cultura griega) el primero en tener noticia clara de la locura de Nietzsche, a través de una carta de enero de 1889, donde el filósofo evidenciaba su desvarío... Este hombre, que fue un fiel amigo del filósofo de Basilea «hasta que todos perdimos a Nietzsche por culpa de la locura» (p.90), explica con viril emoción que no ha querido mercadear con su amistad, ni someterla a manipulaciones de ningún tipo, cuando tan fácil le hubiera resultado hacerlo («Su amistad ha sido demasiado importante para mí como para sentir el deseo de contaminarla con exaltaciones póstumas», p.102). En suma, Errata Naturae nos acaba de regalar un delicioso tomo con el que, sin la menor duda, mejoramos nuestro conocimiento del padre de Zaratustra. Y eso siempre hay que agradecerlo.

lunes, agosto 10, 2009

Cuando Kafka vino hacia mí, Hans-Gerd Koch (ed.)

Trad. Berta Vias Mahou. Acantilado, Barcelona, 2009. 288 pp. 20 €

Manuel Vilas

Hans-Gerd Koch ha reunido en el volumen titulado Cuando Kafka vino hacia mí, traducido por Berta Vias Mahou para la editorial Acantilado, diversos testimonios sobre Kafka de amigos, familiares, amantes, compañeros de trabajo, vecinos y conocidos. En primer lugar, he de decir que la traducción de Berta Vías es excelente; diría que más que excelente, porque la traducción de Vías se convierte en una prosa castellana fascinante, capaz de captar ese aroma tan espiritual como difuso que impregna los testimonios sobre Kafka. El libro de Koch es una especie de Nuevo Testamento sobre el autor de El Proceso. Como yo soy kafkiano acérrimo, el libro me ha entusiasmado. En estos textos que informan sobre la vida privada de Kafka se insiste en la tradicional imagen angelical del autor de la Carta al padre, imagen que inauguró en su día el magnífico libro sobre Kafka de Max Brod. Ya dijo Steiner que Kafka tenía la fuerza de los creadores de religiones, y este libro de Koch ofrece un variado ramillete de recuerdos biográficos donde late la impresión de que Kafka era un ser especialísimo, un ser humano de virtudes excepcionales, siempre original, siempre seductor y con un pie en lo sobrenatural, y siempre intensamente bondadoso. El texto de Milena Jesenská es, en ese sentido, muy hermoso y muy revelador.
La transformación de Kafka en una especie de Cristo no me parece casual. Su renuncia, ya voluntaria o involuntaria, a convertirse en un escritor profesional, dentro del contexto de su tiempo, le libró de las ambiciones ordinarias y lo elevó a categoría de mito fundacional de la literatura indie. Por otro lado, Kafka sigue siendo, junto con Joyce, el escritor más importante del siglo XX, y probablemente lo es porque sus novelas supieron encarnar las grandes y misteriosas y nuevas alienaciones que se cernían sobre el ser humano. El kafkiano profesional busca en la vida de Kafka indicios y soluciones a la oscuridad alegórica de las novelas de Kafka. En ese sentido, este libro es importante. Porque en este libro sale reforzado el judaísmo de Kafka, y estos testimonios recogidos por Koch avalan las interpretaciones judaizantes de la obra de Kafka, las que, en su día, avanzó Brod y que luego le fueron tan duramente censuradas. Todo cuanto vamos sabiendo de Kafka apunta con fuerza hacia el judaísmo, de modo que los exegetas madrugadores que se apresuraron a señalar ese entramado judío de la obra de Kafka van ganando sobre los exegetas que se han esforzado en secularizar a Kafka, aunque el resultado final es el mismo, y el resultado final es el que he dicho antes: Kafka como mito fundacional de la literatura del siglo XX y su literatura como la mayor representación literaria de la alienación contemporánea. Pero quiero pensar que quedan rincones menos santísimos en la vida de Kafka. Hay algo siempre peculiar en Kafka: sus tres grandes novelas (América, El castillo y El proceso) contienen un simbolismo autobiográfico muy complejo. Ese simbolismo hace que libros como este de Koch (o como los de Gustav Janouch y Max Brod) sean muy necesarios a la hora de tratar, o de negociar, o de sucumbir ante el misterio Kafka.

viernes, abril 10, 2009

Heridas causadas por tres rinocerontes, Fernando Sanmartín

Xordica, Zaragoza, 2008. 60 pp. 750 €

Juan Marqués

Repasando mis notas de lectura, compruebo que durante el año pasado leí algo más de cien nuevas obras de autores españoles publicadas durante el propio 2008. La más hermosa, limpia y emocionante de todas ellas se titula Heridas causadas por tres rinocerontes y la escribió Fernando Sanmartín. La descubrí en primavera con incredulidad, la releí inmediatamente después con emoción, y he vuelto a recorrerla otras dos veces desde entonces sin que la admiración y la gratitud hayan hecho otra cosa que aumentar.
Hay libros que uno no querría reseñar sino regalar masivamente, copiarlos con buena letra en cuadernos pequeños y dejarlos en los bancos de los parques o de las paradas de autobús, reproducirlos todo lo posible para que más gente pueda llegar hasta ellos y saborearlos. Son libros cuyos derechos debería comprar el Estado para imprimir millones de ejemplares y repartirlos por las casas como si fuese el listín telefónico, ya que su lectura aumentaría no ya el nivel cultural sino la calidad civil de las personas, la bondad y la comprensión de los ciudadanos, la atención popular por las cosas importantes. Sería bueno fundar un país donde sucedieran esas cosas, un lugar donde el poder supiese que hay textos que mejoran a quienes los leen, que producen personas más completas y libres. Yo, por mi parte, he regalado estas Heridas causadas por tres rinocerontes a todos los médicos que conozco, y estoy seguro de que nada de lo que pueda escribir aquí, por muy sincero y entusiasta que sea, sería tan eficaz para recomendarlo como copiar sin más dos o tres de sus mejores páginas.
Confieso que es un libro que ya me gustaba antes de leerlo, no tanto por intuición como por ilusión, por esperanza e incluso por sentido común. Cuando un poeta tan pudoroso y discreto como Fernando Sanmartín (y éste, sea lo que sea, es fundamentalmente el libro de un poeta) publica un breve cuaderno de los días en que su hijo luchaba contra la leucemia, es inmediatamente evidente que estamos ante un título que no se puede dejar escapar porque ha de tratarse de un libro importante, crudo, verdadero. Después las expectativas quedan completamente satisfechas al comprobar que todo está bien en él, desde la preciosa edición de Xordica (ilustrada por el niño que coprotagoniza el diario) hasta casi cada una de sus secciones, de sus páginas, de sus palabras.
En la página 20 de Hacia la tormenta (el anterior diario publicado por Sanmartín —Zaragoza, Xordica, 2005—) nacía Yorgos, el niño que ahora es casi siempre nombrado, sin más, «el niño enfermo», excepto en la dedicatoria, en el prólogo y en algunas pocas ocasiones más. Si ese prólogo no es un epílogo, como tal vez agradecerían ciertos lectores, es seguramente porque en él se nos explica que el niño superó felizmente la enfermedad y que está lleno de vida y futuro, aviso que en buena medida hace menos angustiosa la lectura de todo lo que sigue, sabedores desde el principio de que no va a terminar trágicamente.
Pero el libro es, con todo, estremecedor, y sabe expresar y compartir algo tan inefable y privado como el pánico a una pérdida que resultaría inconcebiblemente dolorosa. «Necesito que cese, en algunos momentos, la desesperación», declara en p. 23, y poco después se nos regala uno de los párrafos más exactos del libro, que he de citar completo: «El destino, la vida, nos corrige. Y lo hace sin delicadeza. Porque vivir es un capricho del destino, una cortesía. Yo quiero escribir contra el destino, quiero negarlo, impedir que siga devorándome. Pero lo único que hago es colorear una máquina de tren con Yorgos, compartir con él ese dibujo, hacer algo en común. Nos intercambiamos pinturas, nos fijamos en los contornos. Yo lo miro a él. Miro su rostro. Su cabeza sin pelo. Su ternura. Mis llagas» (p. 26). Inmediatamente antes de estas palabras se dice algo que, en mi opinión, sería más cierto si se le diera la vuelta: «Yorgos, dentro de dos meses, cumplirá cuatro años. Celebrará ese día, y todos sus cumpleaños futuros, como un amanecer», cuando sucede que en medio del miedo, la enfermedad y el dolor uno celebra cada amanecer como si fuese un cumpleaños.
Se dice también que «el silencio es la herramienta, lo único que hace no quedar mal» (p. 29) y se comprende que «no existen los disfraces si uno se ha desmoronado de verdad» (p. 36), aunque la primera parte ha terminado con una sublime declaración de esperanza: «Hay días en los que subo a un taxi para huir. Los semáforos lo impiden. Y lo impide el equipaje invisible que llevo siempre. Aunque, sobre todo, lo impide mi certeza de que la vida volverá a llenarse de almohadones» (p. 29)...
Estoy completamente convencido de que no puede haber literatura verdaderamente alta que no sea a la vez profundamente humilde. Heridas causadas por tres rinocerontes es, en ese sentido, una lección inolvidable sobre cómo poner la literatura al servicio de la vida, aun teniendo entre mano un tema tan delicado y tan susceptible de desembocar en lo lacrimógeno. Lo que consigue Sanmartín, sin embargo, es de una pulcritud perfecta:
«Le pongo al niño, en sus heridas, unas gotas de Betadine. Me mancho las manos, y el niño se ríe de mis dedos manchados. Y esa risa es un balneario» (p. 34).

lunes, febrero 02, 2009

Música blanca, Cristina Cerezales Laforet

Destino, Barcelona, 2009. 250 pp. 19€

Ignacio Sanz

Cuando yo estudiaba en la universidad de Madrid, allá por los años setenta, escuché en una de esas asambleas multitudinarias, creo que en la Facultad de Periodismo, que había tres obras que retrataban cabalmente la larga posguerra española, es decir la miseria moral de la época: Nada, La colmena y Tiempo de silencio.
El caso de Nada conmocionó el mundillo de las letras porque su autora, Carmen Laforet, era una muchacha desconocida de 23 años que se alzó con esta primera novela con el primer Premio Nadal. Aquella era una manera de prestigiar los premios. Ignoramos cómo se puede haber degradado tanto un premio que comenzó premiando a una desconocida. Pero esa es otra.
Laforet hizo correr ríos de tinta a su alrededor porque aunque siguió publicando sin apremios novelas y libros de relatos, su vida estuvo llena de inseguridades y contratiempos que, poco a poco, la fueron empujando hacia un aislamiento del mundo literario. Este aislamiento se acentúa a partir de los años setenta cuando empieza a tener problemas serios de comunicación que se convierten en una patología.
En este proceso patológico especialmente centra ahora su hija, la novelista Cristina Cerezales, este libro-testimonio que es Música blanca, una música silenciosa, como la propia Laforet, según descubrimos en una cita inicial de Baricco.
Uno descubre en estas páginas la vida torturada de una artista, sus problemas e inseguridades, sus miedos, también el cariño y la compresión de sus hijos que pronto se hacen cargo de la situación que atormenta a la madre. Para ello Cristina Cerezales se vale de cartas, fragmentos de novelas y, sobre todo, de los recuerdos.
El lector de este libro imagina lo difícil que tuvo que ser la vida para la artista que ha triunfado, una artista casada con Manuel Cerezales, periodista y crítico, con el que tuvo cinco hijos a los que, por encima de todo, trata de que su infancia sea un tesoro con larguísimas vacaciones en Arenas de San Pedro o a la orilla del mar. El lector descubre también los golpes terribles, las horas de soledad, alejamiento e incomprensión, la ruptura matrimonial, la presencia de una madrastra en la infancia de la autora que la empuja a salir de Canarias; y también el cariño de los cinco hijos hacia unos padres atormentados que sobrevuelan por encima de las miserias humanas. El escritor Ramón J. Sender, la celebrada autora de libros infantiles Elena Fortún o la profesora Consuelo Burell son algunos de los personajes célebres que salpican estas páginas. Pero la obra está escrita como una confesión íntima, como un dialogo sin estridencias entre una madre y una hija. De hecho, de entre todos los personajes que aparecen en estas páginas destaca Marta Orcajo, la cuidadora de la residencia en la que Carmen Laforet pasa los últimos años, que se ocupa de hacerle la vida más agradable; qué mujer, cómo se entiende con ella a la perfección y cómo es capaz de descubrir a través de una simple mirada qué es lo que la preocupa en cada momento.
Estamos ante un libro precioso, sencillo y conmovedor. Cristina Cerezales se asoma al abismo en el que naufraga su madre. Y lo hace sin dramatismo, desvelando el día a día de una existencia que, pese al brillo del éxito y del reconocimiento social, nos descubre sobre todo las carencias que nublan la vida, al tiempo que hace un retrato de una sociedad en la que no faltan tensiones.