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viernes, mayo 13, 2016

Solo con invitación: Hombres felices, Felipe R. Navarro


Páginas de Espuma. Madrid, 2016. 120 pp. 14,00 €

Eduardo Cruz Acillona

Confesaba Borges en una ocasión haber cometido «el peor pecado que uno puede cometer: no he sido feliz». Sin embargo, Leon Tolstoi afirmaba que sólo hay una manera de ser feliz: «vivir para los demás». En ese sentido, deberíamos concluir que Borges sí debió ser una persona feliz pues vivió y, sobre todo, escribió para los demás. Y sin embargo…
Raro es el filósofo, el pensador, el escritor que no haya reflexionado alguna vez sobre la naturaleza de la felicidad, su alcance, su duración o la fórmula secreta para conseguirla. Hasta el más pesimista de los grandes pensadores de la Historia, el filósofo alemán Schopenhauer, escribió el famoso tratado El arte de ser feliz. También esa reflexión se cuela por entre los relatos que componen el nuevo libro de Felipe R. Navarro, Hombres felices.
Lejos de ser, ni parecer, un libro de autoayuda, no es este tampoco un catálogo completo de los diferentes modos en los que la felicidad se nos manifiesta, ni mucho menos. Es más, por sus páginas desfilan personajes a los que no se les atisba ni un simple bosquejo de felicidad. Al menos, en el instante en que son retratados por la mirada del autor.
Como cuadros de Edward Hopper (uno de ellos protagoniza, precisamente, uno de los relatos, “El modelo”), Felipe R. Navarro se detiene en un instante de la vida de sus protagonistas. Los observa, ve cómo actúan, como interactúan con su entorno y nos lo cuenta. Son pequeñas escenas dentro de una gran historia que es la vida de cada uno de ellos. Son intrahistorias que merecen la pena ser destacadas y contadas. En algunas hay felicidad. En otras, se intuye que en el algún momento la hubo. Hay un hombre que no es feliz porque le visitan fantasmas sin sábana blanca (“Soy el lugar”). Hay un hombre que es feliz empujando una gran piedra ladera abajo (“Orígenes del turismo”). Hay un hombre que no es feliz en medio de un montón de gente que festeja una celebración (“Apuntes para una celebración”). Hay un hombre que es feliz jugando al fútbol con su hijo (“Amarillo limón”). Hay, también, otros hombres cuya felicidad siempre tiene un pero, una esquina oscura que empaña la alegre vistosidad de la imagen. Así es la vida. Y de su relatividad se alimenta Felipe R. Navarro para desplegar ante nosotros una colección de sugerentes excusas para mirarnos a nosotros mismos y descubrir esas pequeñas intrahistorias que tenemos guardadas y que son las que realmente merecen la pena. Quizás no podamos ser los narradores de nuestro propio destino, pero sí tenemos el poder de contarnos una y otra vez esos momentos que conformaron una sensación muy cercana a la imbatibilidad, a la invulnerabilidad; a la efímera pero plena felicidad.
Quince años después de su primer libro de relatos (Las esperas, Ed. Renacimiento, 2000) Felipe R. Navarro regresa a la narrativa breve y lo hace, según sus propias palabras, feliz. Si en su día abandonó la literatura por una decisión personal y plenamente consciente, a ella ha vuelto despacio, “inconscientemente”, afirma. Pero lo hace por la puerta grande y, lo que es más importante, insisto, lo hace feliz.
No pretenda el lector encontrar aquí las claves para conseguir su propia felicidad. Pero atienda con especial detalle a la nota de agradecimientos con la que se cierra el libro. Encontrará allí un completo listado de hombres y mujeres felices, esos que entran por derecho propio en la categoría de “amigos” y sin cuya compañía se hace mucho más cuesta arriba terminar siendo uno más bajo el techo del título de este libro.


Felipe R. Navarro: «No entiendo lo del sufrimiento escribiendo»


Quince años después de su libro de relatos Las esperas (Ed. Renacimiento, 2000), el autor malagueño Felipe R. Navarro reúne una nueva colección de cuentos bajo el título Hombres felices.

Hizo usted literalidad del título de su primer libro y las esperas han durado quince años. ¿Por qué tanto?
—Los nombres son importantes, se dice en El Quijote. La elección del nombre define… La verdad es que en un momento de mi vida tomé una decisión personal y aparté la literatura de mi lado. Pero como soy abogado y los abogados somos gente poco honrada, he vuelto a las andadas. Empecé de nuevo de manera un tanto casual, escribiendo notas en borrador, en Facebook… Mi hermano me animó a crear un blog y a los dos meses me di cuenta de que se me estaban montando una serie de textos que no tenían nada que ver con lo que yo pretendía (puro entretenimiento) pero que estaban explicando una cosa. A partir de ahí, lo tomé en serio y me propuse ver hasta dónde podían dar de sí. Fue una decisión consciente el dejar la literatura y una decisión casi inconsciente el retomarla.

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miércoles, abril 06, 2016

Biodiscografías, Iban Zaldua


Páginas de Espuma, Madrid, 2015. 224 pp. 17 €

Jaime Valero

La música produce un efecto sobre el oyente que va más allá del goce estético, más allá de la respuesta emocional que despierta una melodía, una entonación o una sucesión de acordes. Tiene un carácter universal, puesto que nos habla en un lenguaje que no entiende de idiomas, y si hay algo que de verdad nos estremece por dentro al escucharla, es su prodigiosa capacidad para evocar recuerdos. Basta con escuchar el principio de una canción para que nuestra mente se inunde con imágenes del pasado: la primera vez que la escuchamos, aquel concierto al que fuimos en compañía de otra persona —quizá nuestra futura pareja—, y eso nos lleva a pensar en cómo éramos cuando aquella canción era nuestra favorita, cómo vestíamos, cómo pensábamos... y cómo hemos cambiado desde entonces. Pocos estímulos externos le tocan tanto la fibra a una persona como cuando enciende la radio y se topa con esa canción “de su época” que le remite a unos años que ya creía olvidados.
Esa capacidad de la música para avivar nuestros recuerdos es la base del nuevo libro de relatos de Iban Zaldua, titulado Biodiscografías. Estructurado en una serie de historias cortas, a modo de pequeños flashbacks vitales, cada uno de estos cuentos está encabezado —motivado, más bien— por un disco diferente. Estos discos se nos van presentando en orden cronológico, comenzando por el Revolver de los Beatles, que vio la luz en 1966 —coincidiendo con el nacimiento del autor—, y culminando con The Smile Sessions, de los Beach Boys, publicado en el año 2011. Entre estos dos extremos, Zaldua nos ofrece una serie de vivencias fugaces que siempre giran en torno a la música, pero que no se limitan a ella.
Buena parte del encanto de estos relatos recae sobre la selección musical, con bandas en su mayoría extranjeras tales como The Kinks, Pink Floyd, R.E.M., The Smiths, Radiohead y The Cure. Zaldua se nos revela como un melómano empedernido que salpica sus narraciones con apuntes agudos y perspicaces sobre la música y sus intérpretes. Pero en un nivel de lectura más hondo, este Biodiscografías también es un repaso de la actualidad política y social de las últimas décadas en España, y más concretamente en el País Vasco, con sus tensiones políticas y sus ideologías enfrentadas. Mi momento favorito del libro ejemplifica muy bien lo que Zaldua ofrece a lo largo de toda la obra. Se trata de un interludio en el que, en lugar de un disco, el relato gira en torno a tres conciertos. El primero de ellos se celebra en el velódromo de Anoeta en 1982, con Roxy Music y King Crimson. El segundo, diez años después y en el mismo lugar, con U2 como protagonistas. Y el tercero, otros diez años más tarde, en la plaza de toros de Ilumbe, con un cartel compuesto por Maná y Álex Ubago. ¿Qué pueden tener en común estos tres eventos, tan dispares tanto en el tiempo como en lo musical? La respuesta es una chica, a la que solo nuestro protagonista es capaz de ver. Una chica que nunca llegó a nacer por culpa de un atentado.
Como todo buen relato que se precie de serlo, los que aquí nos presenta Iban Zaldua son fotogramas de una historia mucho más grande que el lector debe completar con su propia imaginación. A su brillante capacidad de síntesis y a su claridad en el lenguaje, libre de florituras y pretensiones, hay que sumar el amor por la música que planea por toda la obra, y que convierte la labor de pasar las páginas de este libro en algo tan placentero como ojear vinilos en las cubetas de alguna de las pocas tiendas de discos que, por desgracia, quedan en nuestro país.

viernes, marzo 04, 2016

Andarás perdido por el mundo, Óscar Esquivias


Ediciones del Viento, A Coruña, 2016. 242 pp. 18,50 €

Ignacio Sanz

Qué hormigueo antes de comenzar a leer este libro de relatos de joven escritor burgalés. ¿Joven? Acaso no lo sea tanto. En todo caso prematuro porque comenzó a escribir con pulso firme hace más de veinte años; le respalda una obra con más de una docena de títulos, fundamentalmente novelas. Tras La marca de Creta y Pampanitos verdes este sería su tercer libro de cuentos. ¿Seguirá el viento favorable soplando a su espalda?, se pregunta el lector que ha seguido con atención sus entregas anteriores. De momento la foto de la portada, obra de Asís Ayerbe, muestra un ciclista pedaleando plácidamente por una pradera con pinos al fondo portando a la espalda un el estuche de un chelo, así parece augurarlo.
El título, nos aclara el autor en una nota final, procede de la maldición lanzada por Yavé contra Caín. Por mi parte, como lector pejiguero, habría preferido “Perdidos por el mundo”, más memorable, pero Yavé dijo lo que dijo. Los protagonistas de estos relatos son tipos desnortados, gente desubicada; a veces no tanto por sus viajes como por su identidad, por su inmadurez, por su menesterosidad. En cualquier caso estamos ante una variedad de personajes, algunos inolvidables, sobre todo cuando los protagonistas son niños como los dos hermanos de “Curso de natación”. Sí, nos arrebatan los niños de estos relatos, incluso los adolescentes como “El Chino de Cuatroca”, un personaje capaz de sobreponerse a situaciones extremas que, al mismo tiempo, parece sacado de una estampa barojiana de buscavidas populares madrileños del siglo XX, pero envuelto por los conflictos latentes en este principio del XXI con tantas oleadas migratorias. Pero vayamos por partes, porque no es fácil hablar de manera genérica de un libro de cuentos en el que hay un estilo poderoso, un dominio absoluto de la escritura, un fluir torrencial sin desbordamientos, pero en el que habría que distinguir los cuentos que beben en la experiencia y la memoria y aquellos que, con un salto de pértiga por medio, se sustentan en mundos exóticos o imaginarios como consecuencia de la lectura. Si tuviera que elegir me quedaría con los primeros. “Todo un mundo lejano” el cuento con el que arranca el libro sería un modelo magnífico. Si hasta parece escrito por un ex alumno de colegio muy religioso de los años sesenta, cuando el autor no había nacido. Qué bien describe el mundillo interior, las reuniones parroquiales, las catequesis, las excursiones, en fin, todo eso que fue, que acaso siga siendo un activo de la Iglesia Católica en las grandes barriadas. Maravilloso y, por supuesto, con un final sorprendente.
Con todo, si tuviera que elegir, me quedaría con “La Florida”. Ya sé que no hay que elegir, pero me ha gustado tanto, tanto, tanto. Qué maravilla de cuento. El protagonista es un niño que describe una visita a un hospital psiquiátrico en Oña, pueblo de la provincia de Burgos, para visitar a un familiar. Hasta es posible que el autor tire de su memoria, es decir, de su experiencia. Lo cierto es que el cuento resulta conmovedor por las descripciones, por el pulso narrativo, por el humor que salpica sus páginas, por el desconcierto final.
“El misterio de la Encarnación” es otro de los cuentos protagonizado por un niño. Y de nuevo asistimos a escenas tiernas mezcladas con la brutalidad descarnada que impregna la vida de los humildes. Y todo salpicado por malentendidos y por ráfagas de humor que hacen que el cuento, por desgarrador que resulte, nos lleve por momentos a la risa más desatada.
No puedo, no debo detenerme en cada cuento. Otros, escritos bajo la influencia de ambientes filarmónicos, cinematográficos, directores de orquesta, profesores maniáticos, Rusia, París, California. En fin, que en esta ocasión, Óscar Esquivias ha subido a sus lectores en aviones imaginarios para sacarlos de su territorio más ancestral, el Burgos de su niñez, el Villandiego de sus veranos o el Madrid en el que lleva viviendo casi la mitad de su vida. Se nota que la música es una de sus pasiones, es decir, que cuenta lo que cuenta con solvencia sobrada, pero a mi me sigue arrebatando el Esquivias que barrena en su memoria infantil. En cualquier caso lo que nos atrae, lo que nos subyuga es su estilo, su elegancia, su precisión. Recuerdo a este respecto lo que decía con pasión Almudena Grandes hace ya diez o doce años: que Óscar Esquivias era el joven escritor español que más la interesaba por la excelencia de su estilo. Han pasado algunos años y Óscar Esquivias sigue fiel al encanto que cautivara a la popular novelista madrileña. Es más, hay pasajes de estos cuentos en los que, tras ser leídos, uno los vuelve a leer por el goce estético que producen. Solo por eso habría que tirar cohetes cada vez que aparece en los escaparates un libro de Óscar Esquivias.

lunes, noviembre 09, 2015

Las jugadas intermedias, David Vivancos allepuz


Letras de Autor, Madrid, 2015. 200 pp. 14,25 €

Miguel Baquero

Siempre he defendido que, a la hora de escribir, o de “montar”, un libro de cuentos para ser publicado, es fundamental su planificación. Y con esto no me refiero a esa regla “tallerística” de que el autor coloque el que considere mejor primero, oculte o disimule los que crea algo más flojos hacia el medio, y acabe con otro que también tenga en estima, para dejar un buen sabor de boca. No me refiero a esa planificación “táctica”, sino a otra, que podría llamar con bastante pedantería “estratégica”, que contemple el volumen de cuentos como, en efecto, un conjunto cerrado con sus propias reglas, un libro sólido, no un “totum revolutuum” o cajón de sastre donde soltar y apretujar los excedentes del cajón de distintas épocas.
Para ello —siempre a mi gusto, por supuesto—, los cuentos tienen que tener algo que los unifique, ya sea una atmósfera, un tono, una intención… o ya sea que todos tocan un mismo tema o suceden en un mismo lugar o una misma época. De preferir, prefiero lo primero, que los unifique el tono, el ritmo, el clima, y elementos más literarios, que lo segundo, que depende de factores digamos más “externos” o más obvios. Pero es una cuestión quizás subjetiva, porque todo, en último caso, depende de la calidad de la escritura.
A lo que quería ir con todo esto es que el nuevo libro de David Vivancos, en principio, me cogió frío: un libro de treinta relatos sobre un tema tan minúsculo —aunque los aficionados lo alcen a las nubes, pero al fin tan minúsculo— como el ajedrez. Donde, con cuentos de mediana extensión, iban mezclados hiperbreves, modalidad en la que, por cierto, el autor ha participado en varias antologías.
Pese a esa pequeña prevención inicial, marcada por lo restringido del tema, Las jugadas intermedias, pronto lo advierte el lector, es un gran libro. Un gran libro sobre un juego que éste particularmente que reseña, y que apenas si sabe mover las piezas, no sabía pudiera tener tantas aristas, tanto trasfondo, tantas posibilidades narrativas. Vivancos, con un pulso muy firme, va dejando caer sus historias sobre cada una de estas facetas, cada uno de estos escaques, y apretando luego el reloj, para que el lector comience a degustar el relato. Hay cuentos donde se nos habla de viejos jugadores fracasados, de jugadores triunfantes también; otros en que se nos habla de trampas, que también las hay y, por cierto, muy ingeniosas; o de la amistad que puede surgir entre jugadores, así como las inquinas ocultas… por contar, se nos cuenta incluso, siempre con muy gran firmeza y seguridad en la escritura, como deben jugar los grandes maestros, se nos cuenta, decía, los sueños de un jugador, o fantasías sobre plantas en que florecen alfiles, caballos, damas…
Todo un pequeño universo, en resumen, con sus grandes dramas, pero también sus pequeñas anécdotas. Con sitio para el humor, que en general tiñe todos los relatos, pero también para la seriedad. Un microcosmos creado en treinta cuentos, treinta casillas, que cumple con el principal requisito que, en mi opinión, debe tener un texto literario de calidad, y que no es otro que su capacidad para introducir al lector en un universo distinto, extraño, artístico… y fascinante, no sólo para quien sabe y disfruta del juego, sino para cualquier lector que guste de la buena literatura.

viernes, octubre 16, 2015

Siete casas vacías, Samantha Schweblin


IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero.
Páginas de Espuma, Madrid, 2015. 128 pp.14 €

Cecilia Frías

Al adentrarnos en las casas vacías de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) hay que hacer un ejercicio de confianza y dejarse llevar por la inquietante mirada de la autora, capaz de escarbar en una serie de escenarios de apariencia inocente hasta que aquellos fragmentos de vida logran que nos revolvamos en nuestros cómodos asientos avivados por el desconcierto. Pues, ¿quién podría imaginar que por los elegantes barrios porteños se pasean una madre y una hija como dos furtivas empeñadas en enderezar los detalles de las casas que consideran fuera de lugar?, ¿que esas existencias de fachada irreprochable se pueden ir al garete si este neurótico tándem decide atascar su gastado coche sobre el césped o apropiarse de la azucarera heredada? O acaso… ¿no se nos cambiaría el semblante si tras la cristalera de otra residencia de verano descubriéramos a dos abuelos desmemoriados jugando en pelotas junto a sus nietos? La normalidad no es más que un mero consenso cultural −ha insistido Schweblin en repetidas ocasiones−, y no hay más que bucear por el interior de estos personajes para constatar que en ellos está la clave que convierte la casa en jaula −como sucede en el relato de esa conversación pendiente con la pareja, tan insoportable que hace que la mujer se eche a la calle en albornoz y encuentre la complicidad en un solitario taxista con el que pasea de noche, sensación claustrofóbica que igualmente se destapa en el extenso cuento protagonizado por Lola, la anciana que vive prisionera de un cuerpo vencido que se resiste a morir y de esas paredes conocidas, una suerte de celda protectora para que los recuerdos no se le sigan deshilvanando.
En la mayoría de los casos la autora saca a sus personajes de casa, los expulsa del refugio para que lejos sus muros protectores experimenten el vértigo. Lo sufre en carne propia la joven que vuelve a un Buenos Aires extraño y, buscando aspirinas para su suegra por una ciudad nocturna y casi onírica, ve cómo le va ganando la angustia cuando repara en que no tiene ni una caja en las que meter sus pertenencias y, por ende, no posee nada salvo el menguado espacio que ocupa su propio cuerpo. Cajas que Lola arma y desarma sin cesar en un intento de ordenar esa realidad que la desconcierta a cada rato y que funcionan como metáfora del ser cuando la anciana, en su afán por desaparecer, intenta adelgazar sus posesiones. Cajas, en definitiva, que conllevan una carga emotiva adicional porque preservan del olvido las ropas del hijo muerto –en “Pasa siempre en esta casa”− o porque, como apuntaba Schweblin, “En la clase media argentina, casi todos somos nietos de inmigrantes, y los inmigrantes tienen afán por guardar todo. Luego he visto familias desarmarse porque se van los hijos, se divorcian, no hay dinero, etcétera. Y eso significa clasificar, desechar".
Pero no solo el personaje sino también el lector, como decíamos al principio, es expulsado de su zona de confort y debe estar atento para escuchar lo silenciado, reconstruir historias edificadas sobre el terreno de la ambigüedad y replantearse posturas. La escritora lo bordó en Distancia de rescate, esa novela corta publicada este mismo año que tensaba la cuerda para que no se nos relajara ni un músculo y lo vuelve a conseguir con Siete casas vacías. Pues no solo empatizamos con la actitud sin contaminar de los nietos que disfrutan estampando el culo contra la vidriera junto a sus abuelos desnudos sino que, en un “Un hombre sin suerte”, compartimos la complicidad de una niña que confía en un desconocido para ir a comprarse unas bombachas mientras sus padres permanecen en urgencias al lado de su hermana, e incluso sentimos cierta lástima cuando la policía detiene al “presunto pederasta” ante los ojos decepcionados de la pequeña.
Siete relatos hermanados por espacios, personajes desubicados y, ante todo, la original mirada de Schweblin que afila su estilo austero para ahondar en los recovecos de la normalidad y demostrarnos que las apariencias engañan. Sin duda, uno de los Premios de Narrativa Breve Ribera del Duero más merecidos.

lunes, junio 01, 2015

Miradas, Guido Finzi

ACVF Editorial, Madrid, 2015. 164 pp. 11,86 €

Miguel Baquero

Siempre se ha dado por supuesto que entre los escritores hay mucha «pose», dicho siempre también con ánimo peyorativo. Lo cual no pienso, en realidad, que esté tan mal, si lo tomamos como esfuerzo para mantener una actitud, sostener una propuesta estética que en ocasiones debe trasladarse también a la indumentaria, al comportamiento, a la manera de hablar del autor. En realidad, y pensándolo mejor, la tan denostada «pose» (crearla y sostenerla) sería más bien un merito… a condición de que parta de la honradez y de la verdad. Porque cuando parte de una campaña de marketing en que se han establecido las últimas tendencias a seguir por quien quiera vender libros, o de unos asesores que obligan a un determinado autor a ser juvenil y desenfadado, o de una reflexión casera y anticuada que identifica el «escriturismo» con ser un estrafalario o un «snob», entonces es cuando el concepto «pose» referido a un escritor (más bien a uno que dice que escribe) resulta de lo más grotesco.
No es este el caso de Guido Finzi, me apresuro a afirmar, un escritor hispanoargentino a quien muchos conocimos por su primera colección de relatos: Rumbo sur, editada por primera vez en digital, y que, dada su buena acogida, pronto conocerá la edición impresa. Entretanto este acontecimiento (pequeño pero «acontecimiento» para quienes desde el primer momento conectamos con su estilo) se produce, se publica en estos días Miradas, su segunda colección de relatos.
Sería larga y un poco absurda tarea desmenuzar aquí críticamente los casi treinta cuentos que componen este volumen. Baste decir que se podrían agrupar en tres temáticas: las historias de amor, surgidas o recordadas a partir de encuentros casuales en cafés de Madrid o de Buenos Aires; las historias que tienen como protagonistas a antiguos nazis huidos o a viejas víctimas del Holocausto; y los que sirven como pretexto para verter una mirada crítica sobre el clima actual que nos rodea cuando se supone hablamos de cultura, un ambiente bastante estúpido en general.
Y es en este punto cuando vuelvo a lo de la «pose». Guido Finzi (se aprecia enseguida en cada uno de los renglones tanto de este libro de relatos como del anterior) ha querido en todo momento «actuar de escritor» y escribir buenos cuentos, hacer un libro serio (no confundir ni mucho menos son solemne), donde la literatura tal como la solemos entender tenga la importancia debida. Nadie entienda con esto que su estilo sea florido, rimbombante (como ay, muchos enseguida se figuran hoy en día cuando se dice de una obra que es «literaria»); muy al contrario es una prosa fluida, trabajada para que suene con naturalidad (que no, como también se confunde, dejada caer desde lo alto), que acompaña a unas historias que buscan incluir a personajes verdaderos.
En todos sus relatos, Finzi busca, en último caso, la elegancia, la clase. No busca reconstruir esa vida común y ordinaria de la que, al final, con la excusa de reivindicarla, están llenos libros, y películas, y series de televisión; ni emplea lo soez al expresarse, con la coartada de que «es lo que hay». Finzi quiere, desde el primer momento, asentarse lejos del mundo cotidiano (para acceder al cual, quizás, no necesitamos libros, sino simplemente bajar a la calle) e invitar a sus lectores a ingresar en un mundo diferente donde la gente habla con «propiedad» (esa extraña facultad que los personajes literarios han perdido), cuentan historias interesantes, aspiran a enriquecerse intelectualmente, huyen del lugar común, abominan la obviedad, son de trato educado y correcto. No se ríen a carcajadas, según las acotaciones de los malos libros, ni fuman un cigarrillo detrás de otro (de nuevo las acotaciones) sin pedir permiso a quienes tienen alrededor, ni salen a la calle «a la carrera» sin antes prestar siquiera un segundo de atención a su aspecto.
Son, en suma, personajes con clase e historias con elegancia, que son lo que Guido Finzi está convencido que un escritor debe proponer a sus lectores. El resultado es un libro exquisito, para leer con calma, con sosiego (qué pintan esas prisas y esos «tirones» con los que ahora, al parecer, tienen que leerse todos los libros), quizás junto a una taza de buen café y pasando las páginas sin atropellarse.

lunes, mayo 25, 2015

Terrestre océano, Tere Susmozas

Torremozas, Madrid, 2015. 124 pp. 12 €

Miguel Baquero

Existen, en mi opinión, dos conceptos antitéticos, como son la poesía y el cuento —o mejor, el relato, luego explico el porqué de esta puntualización—. Ambos conceptos pueden tocarse, por supuesto: existen relatos llenos de pinceladas poéticos y existen libros de poemas que siguen una ligera línea argumental. Pero distinta cosa, me parece, es integrar por completo ambas modalidades, que yo siempre había pensado refractarias, en un mismo texto.
Esto es lo que considero pretende la madrileña Tere Susmozas en este Terrestre océano, título tomado de un verso de Neruda. Hacer del cuento no una forma, más o menos poetizada, del relato sino una forma renovada e integradora de ambas voces. Con independencia de su extensión: todos ellos en general breves, hay cuentos de una sola página, otros que ocupan casi una decena divididos en semi-capítulos…. Con independencia también del tema que traten, sea el amor, la soledad, el dolor… El factor unificador de este volumen de cuentos —y aventuro ya que de toda la carrera de la escritora que aquí comienza— es esa voz, ese estilo o ese género en que se funden relato y poesía.
Por el nutritivo y esclarecedor prólogo de Ángel Zapata me informo de que esta manera de narrar/poetizar se quiere llamar “neosimbolismo” y ya la practican otros cuentistas de prestigio en nuestro país y asimismo es el factor diferenciador en muchos concursos de cierta categoría. En resumen, se trata de una forma nueva, o renovada, en que el cuento crece en torno a un motivo —un grito en la noche, un sonido lejano, una caja abierta, un trino de pájaros y por supuesto la salida o la puesta de sol— y no crece desde el primer al último renglón, como venía siendo la costumbre, de forma lineal, alrededor de un eje argumental, sino que se esponja, toma volumen, se envuelve en torno al motivo. “Crepúsculo casi helado sobre un puente”, “Sonido cíclico que arrasa”, “Percepciones de lo ausente”, “Pájaros a la deriva entre constelaciones”…son algunos de los títulos que componen este volumen. Nadie busque en ellos relatos claros, diáfanos, de los de planteamiento, nudo y desenlace —que no porque sean los que más tiempo llevan practicándose van a ser los mejores, por cierto, en eso estoy de acuerdo— pero a cambio es verdad que se encontrará “imágenes en movimiento” —valga llamarlo así, pues no acierto a decirlo de otra manera; en fin, a lo propio de la narrativa me refiero— teñidas de un gran tono poético, de ese sobrecogimiento repentino y esa claridad que de pronto nos asalta cuando leemos un gran poema.
Cierto es que el objetivo de un buen relato es provocar esa misma sensación como conclusión de un texto, y el de una novela como final de sus páginas: conseguir que el lector ande durante un tiempo como aturdido por lo que acaba de leer, pero Susmozas —y es respetabilísimo—, ha optado por hacer de sus cuentos no un bloque de texto que nos vaya a fascinar como remate, sino una sucesión de pequeños golpes poéticos, de pinceladas líricas, de frases, eso es indudable, de primera categoría que nos va sugestionando poco a poco a lo largo de las páginas. Dudo si emplear aquí la metáfora del cuadro que para apreciarlo debidamente hay que alejarse varios pasos en contraposición a la miniatura o a la orfebrería que hace necesario arrimarse todo lo posible y hasta ajustarse en el ojo un cuentahílos para apreciar la innegable calidad.
En todo caso, de arte estamos tratando en ambos casos, y yo invito muy sinceramente a quien pueda leer esta reseña a que se acerque al libro de Tere Susmozas y entre en contacto —si, como fue mi caso, no lo conocía, o no lo conocía así denominado— con el “neosimbolismo”, y con su apuesta por conjugar poesía y relato y formar un nuevo tipo de cuento. Tendrá mejores o peores resultados —este libro está entre los primeros, creo—, pero siempre conforta ver que bajo la rígida mole de los best-sellers y los escritores anquilosados hay unas corrientes subterráneas de agua en movimiento.

lunes, mayo 11, 2015

Mi marido es un mueble, Esteban Gutiérrez Gómez

Lupercalia, Alicante, 2015. 142 pp. 12,95 €

Miguel Baquero

Tengo al madrileño Esteban Gutiérrez Gómez por uno de los mejores practicantes y teóricos del cuento que existen en la actualidad en nuestro país. Novelista también, y poeta (bajo el seudónimo de Baco), sus relatos han sido publicados en numerosas revistas, antologías, especiales; el mismo ha sido el coordinador de varias antologías, impulsor del “Manifiesto por el cuento” y la jugado un papel primordial en la creación de la revista “Al otro lado del espejo”, dedicada en exclusiva al relato. Tan fructífera carrera, podríamos decir, “cuentista” aún no había sido culminada con la publicación de un libro en solitario; una circunstancia a la que ahora viene a poner remedio este Mi marido es un mueble que, tras varias vicisitudes y accidentes, ha acabado viendo la luz en la joven editorial Lupercalia, un sello donde ahora mismo se están acogiendo un buen número de escritores con una voz firma y ganas de decir.
Lo primero que sorprende, y muy gratamente, de este volumen es su coherencia, su rotundidad. No encuentro otra manera de expresar lo siguiente: hay escritores que toman un libro de relatos como una oportunidad (sobre todo si son primerizos, o es el primero que publican) donde “meter” todo lo que han escrito y les parece de merito, donde mostrar todo su trabajo aunque los cuentos sean dispares en el tema o en el tratamiento. No es este el caso, desde luego, aunque no me cabe duda de que Esteban Gutiérrez Gómez tendría decenas, o centenares de cuentos magníficos a rescatar y con los que formar un libro voluminoso. Sin embargo, ha tenido la intuición, o seguramente el oficio, de entregar a la imprenta un libro centrado en un tema…. visto desde múltiples aristas, desde luego, tantas (17) como cuentos hay, no es desde luego el mismo relato (que también ocurre así en algunos libros) escrito diecisiete veces. Cada uno tiene un tono, unos protagonistas bien diferenciados, forma un pequeño mundo, pero todos tienen como tema unificador; el del matrimonio.
El matrimonio no como la culminación clásica de ese “y comieron perdices” en que acababan antes los cuentos, sino el matrimonio en sus días finales, o mejor: críticos, cuando la pareja se tambalea, cuando el amor parece haberse extinguido… o no, no es una apariencia, se ha extinguido de verdad. Cuando la rutina, a veces, da paso a los reproches, los reproches al rencor… y del rencor incluso alguna vez se salta al odio. El matrimonio, en definitiva, como espacio de confrontación, para lo bueno y para lo malo: este es el lugar que radiografía Esteban Gutiérrez Gómez con una técnica literaria intachable… pero eso casi que se daba por descontado en alguien de su excelente trayectoria.
Aunque en numerosas ocasiones ese alarde técnico te sorprende. Lean, por favor, el relato titulado “Miedo”: tiene uno de los mejores finales de cuento que uno ha leído nunca.
Pero, como decía, técnica depurada, intachable aparte, Mi marido es un mueble es un excelente libro de relatos porque en él demuestra el autor tener lo que ya Larra señalaba como imprescindible para quien quisiera escribir, y es un conocimiento profundo del corazón humano. Los personajes que perfila Esteban Gutiérrez Gómez en este libro de cuentos son, del primero al último, personajes vivos, comprensibles (no confundir con disculpables) aun cuando estallan en ferocidad, sus mínimas tragedias parecen no haber sido inventadas, sino vividas por el mismo autor; no he hallado un solo carácter increíble, paródico, falto de definición; es toda gente viva a la que casi oímos respirar en las páginas. Unido todo ello (la verosimilitud de cada párrafo, la técnica de cada cuento, la unidad del conjunto), Mi marido es un mueble supone uno de los mejores libros de relatos publicados en los últimos tiempos.

viernes, mayo 01, 2015

Disculpe que no me levante, VVAA

Demipage, Madrid, 2014. 398 pp. 19 €

Victoria R. Gil

Lejos de morbos y truculencias, con una naturalidad que nos es ajena por estas tierras, veinte jóvenes autores latinoamericanos nos ofrecen otros tantos cuentos inéditos sobre la muerte y, sobre todo, sus ceremonias, el verdadero tema de este libro, ya que, como asegura su prólogo, «en la muerte sólo sucede la muerte, pero los funerales fingen atender a la muerte para que otras cosas sucedan». También encontramos en el prólogo otras claves de lectura, como el humor, que aunque pudiera parecer de mal gusto usarlo en una asunto tan serio como el de morirse, algunos de los relatos se sirven de él con un desparpajo refrescante y liberador. Como explica el prologuista desconocido (imagino que el editor) la selección de los autores ha seguido un criterio primordial: «Por encima de la nacionalidad y la fecha de nacimiento, nos planteamos uno más firme: que todos fueran autores vivos (…) Nos daba miedo lo que pudieran contarnos aquellos autores que han conocido la muerte».
Las nacionalidades también existen, y hasta el sexo, que además de chilenos, colombianos, peruanos, argentinos y mejicanos, entre otros, los veinte escritores seleccionados se reparten equitativamente, quién sabe si por casualidad o elección deliberada, entre diez hombres y diez mujeres. Pero sin importar el país de origen o el sexo de los autores, para el lector español este libro ofrece una magnífica oportunidad de acercarse a un puñado de nombres como Isabel Mellado, Sebastián Graciano, Maximiliano Barrientos, Selva Almada, Carlos Yushimito, o Richard Parra, por citar sólo a algunos, con quienes compartimos idioma y cultura, y en quienes descubriremos ecos de algunos de esos narradores de allí con los que hemos crecido aquí: Cortázar, Márquez, Onetti
Aunque esta antología bien podría haberse denominado “19 cuentos de muerte y uno de resurrección”, el título elegido, Disculpe que no me levante, rinde homenaje a Groucho Marx y a ese epitafio que siempre quiso estampar —y nunca lo hizo— sobre su tumba. Poéticos unos, tristes otros, jocosos o cómicos, fantásticos o realistas, con amores y odios que trascienden la muerte, el muestrario es más que amplio y atrayente en esta magnífica recopilación de Demipage, cuya portada ya nos da pistas sobre su voluntad transgresora: un impasible esqueleto disfrutando de un (¿último?) cigarrillo.
Lina Meruane es la encargada de iniciar el cortejo fúnebre con su ‘Ay’, una historia agridulce, morosa y desgarrada, en la que no falta una cierta truculencia fetichista, muy comprensible cuando se trata de retrasar la marcha definitiva de un hijo: «Tu padre iba en busca de la mano extraviada. La mano que habías perdido, Aitana, en algún lugar de la avenida. Ojalá nunca la encontrara tu padre en los alrededores del paradero, que no hurgara en los basureros, que no preguntara a nadie por tu mano en el comercio. Tu mano continuaría perdida y tú no tendrías que irte, Aitana; podríamos seguir aplazando la despedida».
Cierra el libro “El cementerio perfecto”, de Federico Falco, el relato más extenso de la antología, casi al borde de la novela corta, donde comprobamos que las mezquindades humanas no se paran en nimiedades como la muerte o la última morada, y su protagonista, un diseñador de cementerios, tendrá que luchar más de lo que imaginaba para construir su obra maestra, el mejor camposanto, el definitivo. Entre ambos, delicias como “Alfredito”, de Liliana Colanzi, con su visión de la muerte a través de los ojos infantiles; “Hasta que se apaguen las estrellas”, de Andrea Jeftanovic, el emotivo adiós a un padre a punto de irse definitivamente, o “De tu misma especie”, de Giovanna Rivero, uno de esos ajustes de cuenta con una ex pareja, en este caso, un antiguo novio más particular de lo habitual: «¿Qué podría reprocharte, por Dios? ¿Que resucitaste? Tu resurrección fue una felicidad y un alivio para todos, sobre todo para mí que, después del tremendo susto al ver cómo te incorporabas desorientado del que ya no sería tu último lecho, mientras a mí se me escapaba el alma con una fuerza centrífuga brutal, fui recuperando de a poco una paz lánguida, extenuada de tantas emociones».
Acérquense a esta obra con humor y sin prejuicios. Incluso sin son ustedes de esos lectores aprensivos a los que la sóla mención de la muerte les provoca una taquicardia, sabrán disfrutar de ella.

martes, abril 28, 2015

El oscuro relieve del tiempo, Iván Teruel

Ilustr. de Mercè Riba. Calligraf, Figueras, 2015. 184 pp. 18 €

Pedro M. Domene

La literatura calificada de moderna se distingue por su concepto del tiempo, el cuento suele diferenciarse por la específica forma de utilizarlo, y cuando hablamos de cuento literario su intensidad depende, en gran medida, de esa hábil contracción necesaria para el desarrollo de la acción, sobre todo cuando la narración ocurre en un tiempo presente de sucesos pasados (o futuros), hasta el punto de que algunas veces el tema y la acción llegan a considerarse independientes de ese curioso transcurso narrativo.
Iván Teruel (Girona, 1980) ha publicado una primera colección de cuentos, donde el tiempo, testigo circular e incesante, se convierte en protagonista absoluto de sus historias. Titula el conjunto, El oscuro relieve del tiempo (2015), y con una especial sutileza transforma su escritura en el correlato recíproco de una sociedad donde la incomunicación, la violencia tanto física como lingüística, el miedo al fracaso, la felicidad como víctima de un amor estrictamente sexual o la sucesiva opresión a que se nos somete a diario, cuantifican y ponen de manifiesto como el valor de la buena literatura sigue vigente; y aunque el suyo, en ocasiones no sea un tiempo, inexcusablemente espacial, se sustenta por una firme determinación memorística.
La brevedad no es una característica arbitraria en el cuento, enlaza con esa consecuencia derivada de la estructura interna del mismo, y cuando tenemos un volumen de relatos por delante poco, o nada debe importarnos que su extensión fluctúe sino que habrá que orientar nuestro interés hacia otros aspectos técnicos como la intensidad, la condensación, la propia tensión o el efecto que puedan producir en el lector; y con estas premisas, la colección de relatos que Iván Teruel pone en nuestras manos, ordenados en cuatro grandes propósitos, se adaptan a las características de un tiempo que el autor presupone necesario y del que se sirve para expresar, de una forma, fragmentaria cuanto de zozobra o de desasosiego contiene un momento como el actual, y tanto es así que las características de una sociedad contemporánea y plural quedan expresamente de manifiesto, incluso las incertidumbres de un momento tan peculiar como histórico. Convocarnos a través de una literatura hilarante y sutil para ser testigos de los límites de una existencia a que hoy estamos sometidos, de eso hay mucho en los cuentos de Teruel, y en tan múltiples facetas como conlleva la condición humana. Secretos y mentiras se esconden tras las páginas de El oscuro relieve del tiempo en mitad de una sociedad caduca como la nuestra que, de la mano del joven narrador, apela a la conciencia humana. Los setenta y dos cuentos que componen el volumen, de variada factura y extensión, se agrupan en cuatro apartados, o aproximaciones a esas peculiares existencias de las que, necesariamente, debemos aprender a lo largo de nuestra vida y, sin duda, nos sentimos familiarizados: Anatomía del dolor, Arqueología del universo, Topografía del horror y Cartografía de la derrota, una auténtica paradoja de singulares propuestas: dolor/ horror y universo/ derrota en las que, de alguna manera, nos reconocemos porque en cuentos como, “Inseparables”, esa dualidad sexo/moralidad convierte el engaño en algo cotidiano, y pese a su brevedad, los relatos del siguiente apartado ofrecen dualidades tan reconocibles como universales, “1996 también fue un año bisiesto”, donde vida/ muerte precisan, o se establecen en nuestra habitual existencia; y el horror que desprende un breve, o minúsculo relato”, “La espera” posibilita ese débil vínculo familiar y la sociedad circundante; y finalmente, esa otra muestra que se corresponde con la cartografía de una derrota, y se traduce en “Destino derecho”, o en ese futuro imperfecto que nos invade cada día de nuestras “miserables” vidas.
El desafío temático que nos propone Iván Teruel en su primera colección de cuentos, El oscuro relieve del tiempo, es sorprendente, va mucho más allá de lógica común, tanto es así que nos sacude, y nos mantiene en una permanente vigilia para salir, al menos, airosos de algunas de las atmósferas tan opresivas como nuestra sociedad despótica. El uso de la ironía en estos cuentos, frente a esa abundancia de falsos sentimientos, cuantifica en mayor medida al conjunto, y aun se añaden las ilustraciones de Mercè Riba que corroboran esas imágenes desintegradas que ofrecen muchos de estos relatos, y sugieren visiones tan turbadoras como simbólicas.

martes, abril 21, 2015

Sobreexposición, Laura Bordonaba Plou

Pregunta Ediciones, Zaragoza, 2014. 154 pp. 12 €

Pedro M. Domene

Mi admirado y buen amigo, Medardo Fraile, que escribió durante más de medio siglo los mejores relatos del siglo XX, afirmaba que “un cuento era lo más fino y personal que pueda hacer un escritor”, y con la perspectiva del tiempo, sopesando calificativos y afirmaciones al respecto, aun debemos añadir que, indudablemente, un buen cuento obliga al lector a meditar con cierta propensión a la delicadeza porque, el escritor, muestra el mundo como si mirásemos a través de una vidriera policromada y multicolor e, incluso, toca nuestro corazón, y avanza por la difícil senda de la metafísica; es así como el autor nos brinda su verdad, aunque para ello deba mentir todo lo posible como verdaderamente ocurre también en el amor; y, además, técnicamente hablando, siempre y cuando el relato sea excepcionalmente bueno, provocará una explosión.
Los cuentos, sin duda, son la quintaesencia estremecida, épico-lírica, de un trozo de mundo y la visión particular que sobre él tiene el narrador. Constelan ese intramundo, y en sus certezas o inexactitudes llevan implícita la manera peculiar de enjuiciar la sociedad. Ignoro si Laura Bordonaba Plou (Zaragoza, 1976) ha configurado, con estos dieciocho relatos que componen Sobreexposición (2014), su manera peculiar de, precisamente, sobreexponerse en gran medida al mundo, pero sí aseguro que lo ha conseguido de una manera digna e inteligente, diversificando su mirada en una serie de cuadros biográficos que nos resultan tan cercanos que, a medida que pasamos las páginas, hieren nuestra sensibilidad. Sobresalen en estos cuentos las agudas dotes de observación de la narradora, su preocupación por la sobriedad y la objetividad porque, pese a ciertos toques en sus historias, nunca cae en el sentimentalismo o la cursilería; léase cuando escribe sobre el dolor o la pérdida que provoca esa ausencia, “Viviendo con Mr. Tomura”, “Travis”, “Dammuso di Mare”, serían ejemplos válidos; otras veces sus relatos son predominantemente líricos, “Sinfonía de las ruinas”, que narra sucesos o experiencias externas, evoca ambientes e introduce al lector para hacerlo receptivo a ese estricto valor sentimental de cuanto narra; un procedimiento paralelo a la lírica, y en esta ocasión cobran especial relevancia las imágenes.
La extensión que componen los cuentos de Sobreexposición varía en cuanto a sus características, y algunos advertimos propenden a convertirse casi en una novela corta, “La ley de Bode”, “Pabellón 103” o “La luz de Marvin”, que, de alguna manera, concentran un suceso principal que desencadena el resto de la acción, con muy pocos protagonistas y, en ocasiones, el acontecimiento central del cuento, la narradora enferma de alzheimer y Tristán en el primero; el psiquiátra y cuatro enfermos, en el segundo; y finalmente, los gemelos Marvin y Albert; la acción, en este tipo de cuentos, es lo más importante y podría transcurrir en otras circunstancias, con otros personajes y se desarrolla, además, como una lógica concatenación de los episodios narrados; el destino de sus protagonistas depende un tanto del azar; Laura Bordobana narra estas historias desde una distancia, esa medida justa que le permite una objetivación tanto cronológica como retrospectiva.
Ausencia y presencia, recuerdo y olvido, el dolor, en definitiva provocado por esa ausencia, caracterizan a estos cuentos de firmes contrastes que aisladamente se concatenan para mostrarnos ese proceso psicológico interno de la mayoría de sus personajes por breve que sea su implicación, y que como lectores nos llegan por ese proceso externo solo perceptible por los sentidos, y al final los cuentos de la joven Laura Bordonaba Plou ofrecen tantas posibilidades a nuestra imaginación como a esa capacidad asociativa que pretende su autora. Esta es una buena ocasión para degustar y, por qué no, para descubrir una buena colección de cuentos, y una narradora que nos deparará futuras sorpresas.

miércoles, abril 15, 2015

Pájaros en los bolsillos, Javier Expósito Lorenzo

La Huerta Grande Editorial, Madrid, 2015. 131 pp. 22 €

Pedro M. Domene

Javier Expósito Lorenzo (Madrid, 1971) ha ido configurando un mundo de lo breve de una forma pausada, y se sumerge en la literatura apostando fuerte, caso de su primera obra, Más alto que el aire. Breviario para el alma (2013), un finísimo canto espiritual para nuestros días, cuando nuestra capacidad de sentir y de pensar conforman un binomio tan importante como necesario. Ahora se asoma al complejo mundo del cuento o del relato breve, sin duda el género más sincero porque, entre otras muchas características, se reviste de algo de ironía, alguna que otra sonrisa, e incluso cuando sacude nuestras conciencias, provoca en nosotros un sereno llanto; el cuento, en definitiva, nos muestra el mundo como si de una vidriera policromada se tratara, y oscila entre ese profuso sentimiento humano y lo más preclaro de una visión metafísica; en realidad, los cuentos son historias que merecen ser contadas en singular.
Si algo caracteriza a los cuentos de Pájaros en los bolsillos (2015) es su pluralidad, su identidad con el ser humano y cuantos aspectos se derivan del poder de su fantasía; esto es, Javier Expósito sustenta su fabulación sobre una realidad solo sostenible con algo de fantasía e irrealidad, aunque es verdad que sus historias pese a ese corte maravilloso nos sugieren las más diversas actitudes ante la vida, las emociones, el intento de superación, los peligros, los recuerdos y esa huella indeleble que nos deja el pasado, nos dibuja una difícil convivencia o, en el peor de los casos, el olvido. La huella de las lecturas del narrador sirve para poner de manifiesto los materiales con que elabora su literatura, y en esta colección percibimos la visión irónica e hilarante del mejor Kafka, o como contrapartida un Borges cuya libertad se extiende a sus propios personajes porque, para el argentino, la literatura suponía un juego dramático que revela esa relación entre dualidades, como ocurre en un estupendo, “Jansek Selimen”. El mundo concreto de Javier Expósito se especifica en algunas de las transformaciones que experimentan sus personajes y en las ausencias de los mismos porque, en definitiva, se trata de una existencia convulsa donde todo cabe, por supuesto. La variedad temática está servida, incluida la extensión de muchos de estos cuentos de corte cercano al microrrelato, o de una variada extensión en otros. Y, también, afina con un curioso sentido de la ironía, “Cuestión de familia”, del humor, “La mala uva de Andresito”, lo inesperado y sorprendente, “El último guerrero bunzu”, en su sentido más lírico, “Juan Gallina”; y como algún que otro atrevido previo, nos ofrece en “Lección de humildad” su versión del más famoso de los dinosaurios.
En el breve prólogo, Fernández de la Sota afirma que en nuestras vidas, como en el Universo, abunda la materia oscura, sin saber muy bien qué pasa y, claro está, se refiere a la dificultad para entender qué ocurre a nuestro alrededor; Expósito es consciente de ello y se apresura a contar, y se aproxima a sus historias en la forma más sutil que tiene un escritor para hacerlo, acepta el riesgo y relata lo que ve, incluso aquello que no se percibe, y aun más lo que somos capaces de intuir. Quizá por eso, los cuentos de este madrileño se concretan en breves notas, agudas crónicas, sucesos, acontecimientos cotidianos, o fantásticas sorpresas anodinas, que se acercan a un halo o se traducen en un suspiro poético y espiritual. Y lo mejor es que, al final de todas y cada una de las páginas de este libro, uno deja volar su imaginación, se lleva las manos a sus bolsillos, y en cualquier momento, ocurre esto: puede encontrar, como el niño Guille, sus propios pájaros.

miércoles, abril 01, 2015

Cosas que decidir mientras se hace la cena, Maite Núñez

Editorial Base, Barcelona, 2015. 104 pp. 13,90 €

María Dolores García Pastor

Leí por primera vez a Maite Núñez en Facebook, fragmentos de algunos de sus relatos con los que había conseguido ganar o quedar finalista en algún premio literario. Con la avidez con la que los enfermos de lectura buscamos con qué alimentar nuestras ansias lectoras busqué y rebusqué para leer sus libros pero, ante mi sorpresa y decepción, aún no había publicado ninguno. Afortunadamente, aquellos fragmentos también los había leído un avispado editor que ha decidido reunir todos esos relatos y algunos más en el volumen Cosas que decidir mientras se hace la cena, el primer libro de esta escritora.
Encontramos en este volumen quince narraciones breves o muy breves cuyo nexo común es el universo doméstico. Son la punta del iceberg de algo mucho más grande que la autora no nos muestra, y que es lo que se esconde detrás de la aparentemente anodina e insulsa vida doméstica. Núñez nos lleva con total naturalidad de situaciones dramáticas a otras de un humor bastante negro. Todo cabe en el día a día, tras la aparente normalidad nada es lo que parece.
En líneas generales en la literatura todas las historias están contadas, así que lo que diferencia, lo que hace al escritor, es su manera de contarlas. Las palabras son nuestra herramienta como los pinceles y los tubos de pintura son las del pintor, con ellas pintamos retratos, escenas, paisajes. Y Maite Núñez pinta con pincelada precisa y muy expresiva. Apenas un par para dibujar los personajes y muchos detalles, mínimos pero muy bien hallados. Mención especial merecen la gran visualidad de sus imágenes de las que el libro está lleno, ese patinete que es como una carcasa de gato moribundo, esas ideas que caen del pensamiento como hojas de calendario…
Los quince relatos que conforman Cosas que decidir mientras se hace la cena se escribieron a lo largo de siete años. La escritura, la obra de un autor, evoluciona con el tiempo igual que el propio autor. Sin embargo, en estos relatos, no se aprecia un cambio significativo: el conjunto es homogéneo, armónico y sin fisuras. Y eso se debe a que se han dejado macerar, se han reescrito y se han corregido. Los que escribimos sabemos que escribir es básicamente reescribir, que un buen relato no nace de la improvisación ni de la inspiración del momento. En los textos que conforman este volumen nada queda al azar, no sobra ni un punto ni una coma y cada palabra es la precisa, dice lo que la autora quiere decir, ni más ni menos. Pero al mismo tiempo, y aunque pueda parecer extraño, ese trabajo no se ve, no se aprecia a simple vista, no vemos el andamiaje y eso redunda en la verosimilitud.
El hecho de que algunos personajes como Irene Sims, Elisa Medahlo o Félix Millar aparezcan citados aunque sea de pasada en cuentos que, por decirlo de alguna manera, no son el suyo, o el hecho de que la mayoría de las historias transcurran en ese lugar idílico llamado San Cayetano, y que los personajes se dejen caer por lugares como Angelo’s o d’Alessandro también redundan en la verosimilitud y dan más consistencia al libro como conjunto. También ayuda ese gusto por la ciudad de Londres que se deja ver de tanto en tanto.
Maite Núñez tiene algo que muchos escritores se pasan años buscando: una voz y un estilo propios, además de una prosa madura. Sus cuentos son como rodajas de vida, al más puro estilo de los grandes cuentistas, Carver, Chéjov… En cuanto a los desenlaces, algunos nos vencen por K.O. como decía Cortázar que tiene que ser y otros quedan abiertos para que nos dejemos llevar, cuando cerramos el libro siguen ocurriendo.

viernes, febrero 27, 2015

Cuentos completos de la Comedia Humana, Honoré de Balzac

Ed. y Trad. Mauro Armiño. Páginas de Espuma, Madrid, 2014. 765 pp. 35 €

Salvador Gutiérrez Solís

No sé si Balzac es el mayor creador que nos ha ofrecido la historia de la Literatura. Que ha sido el más ambicioso, no me cabe duda. Su Comedia Humana es el proyecto más amplio, global y complicado que un escritor se haya planteado hasta la fecha. Y no es solo eso; es algo, mucho, más. Primera rueda del automóvil en el que circula la narrativa que conocemos, chispa, llama, punto cardinal, faro, guía. Origen. Y es que con Balzac la novela se ocupa de la vida, de lo rutinario, de los mortales, con sus miserias y grandezas, baja a la tierra, se abraza a lo real. Balzac, además, extendió esta naturalización de lo literario a su propia existencia: “profesionaliza” la vocación o convierte el talento, la Literatura en su caso, en una manera de ganarse la vida, en un oficio. A Balzac le puedes dedicar media vida lectora, y no es una exageración, y tener la sensación de que no lo has leído todo. Con toda probabilidad, no se trate de una sensación, sino de una certeza. A pesar de no concluir con la tarea que se autoimpuso, arcadia utópica, la obra de Balzac es amplísima, un interminable océano de historias y personajes, que aún seguimos descubriendo, como si se tratara de un torrente inagotable.
Torrente, una magnífica imagen para referirnos al título que nos ocupa, los Cuentos completos de la Comedia Humana. Me atrevería a afirmar que la edición que Páginas de Espuma ha llevado a cabo es uno de los grandes acontecimientos literarios de los últimos años. Por la calidad del autor, incuestionable; por la detallada información adicional que nos ofrece; por las anotaciones, por el objeto libro en sí mismo. En este punto, la felicitación es extensible, como no podía ser de otra manera, al magistral trabajo realizado por Mauro Armiño, responsable de la edición y de la traducción.
En el prólogo de estos Cuentos completos, se compara la obra de Balzac con el alzado de una catedral. Un más que acertado ejemplo, tengamos en cuenta que nos encontramos ante un autor y una obra de dimensiones colosales, inmensa, como también se indica en el mismo prólogo, que indudablemente se trata de la palabra más adecuada en este caso. Catedral, con sus correspondientes naves laterales, donde cabría situar esta colección de relatos de Balzac.
27 textos en total, si las cuentas no me fallan, en los que encontramos al Balzac que nos retrata la soterrada vida de la provincia, las –frecuentemente- turbias intenciones de los que acceden a la corte, las interioridades del estamento militar, las alcantarillas de la nobleza, los desdenes de los matrimonios, la obsesión por la posesión o la corrupción. Temas candentes en la primera mitad del siglo XIX y que siguen estando vigentes, igualmente candentes, en la sociedad actual, casi 200 años después. Otra de las características de la obra de Balzac: la permanencia. Universalizó la narrativa, al abordar los grandes temas desde una posición atemporal, situándose en el verdadero epicentro.
Como en sus obras más célebres de mayor extensión, Papa Goriot, Ilusiones Perdidas o Eugenie Grandet, estos Cuentos Completos arrancan a partir de situaciones comunes, banales en algunos casos, que Balzac consigue perfilar y transformar en un estudio pormenorizado de los hechos y sus protagonistas gracias a sus extraordinarias dotes para la descripción, tanto de los elementos materiales como de la psicología humana. En definitiva, estos Cuentos completos de Honoré de Balzac son una obra inmensa y fundamental, una verdadera catedral de la Literatura que no podemos dejar de visitar y disfrutar.

lunes, febrero 23, 2015

No me cuentes mi vida, Antonio Tejedor

La Fragua del Trovador, Zaragoza, 2014. 146 pp. 10 €

Pedro M. Domene

La vida, en palabras de Anatole France, resulta deliciosa, horrible, encantadora, espantosa, dulce y amarga; aunque, para muchos, lo es todo. Y algo de esto se nos viene a la mente cuando leemos, No me cuentes mi vida (2014), de Antonio Tejedor (Fuentespreadas, Zamora, 1951), una colección de cuentos sobre lugares y personajes cotidianos, sobre el amor y el desamor, sobre frustraciones, y también alguna alegría, o el relato de soñadores y de perdedores, en suma la vida misma con sus amaneceres y atardeceres, y al fondo las luces y las sombras de una suma de vivencias.
Los libros de cuentos invitan, en su perspectiva múltiple, a una visión distinta de nuestra propia existencia, y cuando somos conscientes de esa purificación que nos llega a través de unos personajes inventados que, como nosotros, sueñan con algo mejor, o sufren las mismas situaciones; entonces, y solo entonces, unimos vivencias comunes y con su ejemplo sacamos sabias consecuencias tanto de sus aciertos como de sus errores, y al tiempo observamos que, de la mano de su autor, se divierten o sueñan, hasta alcanzar una clásica catarsis que provoca en nuestra lectura múltiples interpretaciones, y sobre esa sensación degustamos finalmente una buena historia. Antonio Tejedor reúne una veintena de cuentos para como él mismo señala, «encerrar toda una vida en una línea, en una frase», e incluso, para concretar su propósito de mostrarnos su mejor literatura, aun concreta «la noria, de tu vida y de mi vida»; y a una especie de noria se parecen estos relatos de una variada factura, tanto temática como de extensión porque ponen de manifiesto el recuerdo, las relaciones, el trabajo, o el camino recorrido a lo largo de nuestra vida, algo que para muchos supone una larga andadura solo singularizada por todos y cada uno de los personajes con que nos deleita Tejedor, la chica que espera el autobús del primer micro, “Zaragoza”, la monótona vida de Olga y su timidez ante Mario, en “Dos entradas”, incluso el recuerdo del joven a cuya chica le encantaban las setas en “Hojas secas”, y la hambruna, miserias de una familia de campo y la necesidad de consagrar a uno de sus hijos a salvar chinitos en África, “La gloria de los vencedores”, fragmentos de tantas y curiosas vidas, pasado, presente y futuro de muchos de estos personajes que se asoman a las páginas de No me cuentes mi vida como muestra de esa fractura que compone una dilata vida, tan cercana que podemos encontrarla en cualquier punto de nuestro camino y se nos antojan tan cercanas que tras un dulce sueño, o una extraña pesadilla forman parte de nuestras propias vivencias.
Antonio Tejedor maneja con soltura la técnica del texto breve, es decir, del relato y así muchos de los cuentos que contiene este volumen, reflejan las características intrínsecas del “cuento de situación”, a saber, época y tiempo de narración coinciden, maneja un único escenario, todo gira en torno a un suceso o un símbolo, y la situación es decisiva o representativa de los personajes implicados, buena muestra, “La fraternidad de los restos”, o “Teruel existe”; y, lo mejor, el estilo empleado por Tejedor, conciso, ajustado a la expresión misma de las palabras empleadas, rico en recursos literarios, metáforas y símiles que se acercan a un lirismos, en ocasiones contenido para precisar cuanto afirma el narrador, sin que esa estética sobresalga y se vuelva empalagosa, nada más lejos, la vivacidad de los diálogos aportan esa templanza narrativa que en el zamorano se convierte en su mejor baza, porque entre otras cualidades, sus personajes se tornan reflexivos, esto es, manifiestan su hacer como sujetos activos y se manifiestan en sus intentos por desentrañar quiénes son o cómo es el medio en que viven para dejarnos constancia de que su mundo y el nuestro coinciden, y Tejedor lo expresa como mejor sabe, escribiendo buena literatura.

jueves, enero 22, 2015

La cata, Roald Dahl

Trad. Iñigo Jáuregui. Ilust. Iban Barrenetxea. Nórdica, Madrid, 2014. 80 pp. 19,50 €

Care Santos

Aunque no descubra nada, lo diré: Roald Dahl es un fuera de serie. Uno de esos escritores que jamás decepciona, que consuela, reconcilia, hace feliz. Da igual de qué traten sus relatos, en ellos siempre hay algo interesante que merece ser sabido y un modo excelente de decirlo. Sus cuentos avanzan hacia un final con vuelta de tuerca que nunca es excesivo, y que siempre coloca las cosas -y a las personas- en el lugar exacto donde deben estar. Hay en su literatura, en toda ella, desde la infantil hasta los relatos autobiográficos, una idea de justicia subyacente, un mundo en equilibrio. Los malos lo son sin explicaciones, como en la vida misma. Los buenos juegan con la ventaja de su candidez. Da gusto volver a Dahl, por mucho que lo hayamos frecuentado antes.
La cata -Taste, en su versión original- cuenta una cena entre seis personas. El anfitrión es inglés y el escenario, una casa londinense. Entre los invitados se sienta un famoso gastrónomo, experto en vinos raros. El anfitrión es un sibarita de pacotilla, más bocazas que entendedor, deseoso de impresionar a su importante huésped. Las mujeres actúan como meras comparsas, en realidad esto no es una cena: es un duelo, una pelea de machos. Luego tenemos al narrador, discreto, en segundo plano. Un narrador-testigo, que cuenta en tercera persona, sin énfasis, sin implicación emocional, casi se diría que da fe. Típico de Dahl: mostrar con crudeza pero sin detenerse en juicios morales. No le hace falta: en tres frases ha logrado describir a la perfección a un personaje para que sepamos cómo hay que tratarle. Pratt, el gastrónomo, por ejemplo, no fuma por no estropearse el paladar y habla de los vinos como si fueran personas. ¿Qué más hay que decir? El anfitrión, en cambio, Schofield, parece avergonzarse "de haber ganado tanto dinero con tan poco talento". Habla sin parar. Es pedante, odioso, aunque nadie nos lo diga.
Una vez presentados los personajes, comienza el combate. Dahl es un autor muy teatral, aunque -que yo sepa- nunca escribió teatro. Este cuento podría convertirse en una pieza breve representable y sospecho que funcionaría de maravilla. Como ocurre en las piezas dramáticas, el diálogo es en realidad la trama misma: los dos duelistas sentados a la mesa se enzarzan en una discusión que da pie a una apuesta. Una apuesta descabellada, osada, inmoral, muy dahliana. Porque el autor siempre lleva a sus personajes un paso más allá de lo permitido. Y hecha la apuesta, claro, sólo cabe ver en qué acaba. A eso dedica unas cuantas páginas más. Páginas de diálogos fascinantes, que avanzan con una naturalidad que nos permite imaginarnos sentados a esa misma mesa, con los tres matrimonios británicos. Porque aquí, nótese, todo es muy pero que muy británico.
Los lectores de Dahl, incluso los lectores que ya conocíamos este cuento (titulado Gastrónomos en la edición de sus cuentos completos de Alfaguara), esperamos con ansia sus finales. La sorpresa que siempre llega, como si el autor esperara ese contrapunto, ese acto de justicia, esa frase que lo descabeza todo, para decidir que la historia ha terminado. Aquí llega también, servida por el único personaje de quien nada esperábamos, y es un final demoledor. Es decir, de los que consuelan, permiten firman un armisticio con el mundo y hace feliz. Si no han leído a Dahl, háganlo. Debería ser obligatorio. En todas las mesitas de noche de los hoteles debería haber un libro suyo. Y lo mismo en las cárceles, en los hospitales, en las salas de espera, en las oficinas de hacienda, en los bolsillos delanteros de los aviones.
Pero esta edición es una magnífica noticia también para los muy lectores de Roald Dahl. Es una edición exquisita, ilustrada, uno de esos libros del que uno no quiere desprenderse, que enseña a los amigos de buen gusto. Iban Barretxea ha captado a la perfección el espíritu del relato. Sus ilustraciones enfatizan el aspecto teatral y presentan la cena como un escenario a la italiana, en el que vemos evolucionar a los personajes. La acción parece mínima a simple vista, aunque el lector sabe que no es así. Las escenas, deliciosamente detallistas, acompañan al texto con exquisita perfección, mostrando el más difícil todavía de las emociones de los diferentes personajes. Añaden el paso del tiempo -ausente en el cuento- y presentan el brutal contraste entre el dramatismo de la situación y el muy burgués escenario. Son tan magníficas, tan sutiles -el detalle de mostrar al narrador de espaldas, por ejemplo-, que me atrevo a afirmar que el lector pasará más tiempo mirando las ilustraciones que leyendo el cuento de Dahl. Y hará bien, porque son ilustraciones muy poco comunes. Logran lo que no parecía posible: mejorar el cuento.

lunes, enero 05, 2015

Ocho cuentos y medio, Javier Morales Ortiz

Epílogo de Gonzalo Calcedo. Baile del Sol, Tegueste (Tenerife), 2014. 104 pp. 9 €

Pedro M. Domene

Eso y poco más es lo que interesa: contar historias. Esas que surgen de la realidad inmediata y se traducen en relaciones personales, pese a las insatisfacciones, los fracasos, o la soledad más absoluta, y alguna que otra alegría, aunque eso sí inmersos en los problemas cotidianos que se acercan a una realidad, y se traducen en unas historias que se miran, una y otra vez, en ese espejo que produce la incertidumbre diaria. Y en este sentido se mueve, Ocho cuentos y medio (2014), la nueva apuesta narrativa breve de Javier Morales Ortiz (Plasencia, 1968), que ya se había ejercitado en el género y publicado, La despedida (2008) y Lisboa (2011), dos colecciones que sobresalían por ofrecer la realidad moral de toda una vida y, sobre todo, porque sobre sus personajes recaía o, mejor, se edificaban las historias que giraban en torno a ese divino mundo cotidiano. Autor de profunda tradición chejoviana, a Morales le importa que sus textos contengan abundantes elipsis, y así va dejando el hueco necesario en sus historias para que el lector sea capaz de interpretar y aun más, en ocasiones, de reinterpretar. El narrador arranca de una realidad inmediata como punto de partida, y en ocasiones el resultado de esta resulta tan desolador como dramático porque quizá, como protagonistas únicos, no reflexionamos acerca de la percepción inconsciente del conocimiento de una vida cotidiana. Por otra parte, no encontramos en los relatos de Javier Morales detalles pormenorizados que ofrezcan una idea total de la historia que estamos leyendo, lejos de eso nos enteramos por sus personajes que ellos mismos tienen la decepcionante capacidad de mostrarse superfluos en su actitud vital, como si esa insignificancia fuese una muestra más de este complejo mundo; la mayoría han modificado sus rutinas, y de golpe y porrazo sus vidas dan un giro inesperado y se perfilan así, como incompletos y parece que no hubieran encontrado su camino en esta vida
En las historias de Ocho cuentos y medio se nos habla del profético divorcio de unos padres enmarcado en un final de año decisivo de su vida, o del inocente descubrimiento de la verdad de unos niños, y como a través del “mito de la caverna” dos seres solitarios se conocen, Gladys, una uruguaya, y el narrador, vislumbrado por la vida que esta lleva en el semisótano de un edificio viejo, y de mala construcción; o los problemas laborales que se mezclan con la vida personal, y la vida adolescente que se interrumpe frente a una responsabilidad que atormenta a los dos jóvenes, y ese espacio futuro en blanco sin que podamos discernir qué o debe ocurrir; la absoluta soledad de Bruno, o la cómica o asfixiante situación de una plaga de chinches y su descontaminación que hace aguas una relación de pareja; y el homenaje al maestro Chéjov en el que, tal vez, sea el mejor relato de la colección, “Regreso a Sajalín”, el descubrimiento de su protagonista, una joven investigadora canadiense para llegar a Guantánamo, un relato paralelo que descubre y parafrasea la magia del narrador ruso.
Javier Morales concreta sus textos, hasta la expresión mínima, utilizando un lenguaje conciso y eficaz, que redondea con una aparente sencillez que se asemeja a un fogonazo que busca complacer al lector y dejarle el regusto de la buena literatura, un sano concepto de hacer las cosas bien, lejos de una retórica ampulosa que enmaraña las historias sin sentido alguno. Ocho cuentos, y ese medio, a modo de epílogo de Gonzalo Calcedo, o mejor ese relato que, de la mano de un maestro, ensaya en sus textos unas equivocas situaciones en las que todos y cada uno podemos vernos como “Caídos del cielo”.

viernes, diciembre 26, 2014

Los doce terrores de la Navidad, John Updike y Edward Gorey

Trad. Daniel Gascón. Rayo Verde, Barcelona, 2014. 32 pp. 10 €

Care Santos

La Navidad es odiosa, como todos sabemos. Es algo así como un secreto a voces, que pocos se atreven a reconocer. Tras muchos de sus rituales duermen nuestros peores temores. El disfraz de Papá Noel esconde en realidad a un ser execrable, que huele a ron y que trata de convencernos de la existencia de un hombre que vive entre hielo, que explota elfos y que trabaja sólo un mes al año. Por no hablar de los oscuros orígenes de su inmensa fortuna. Al regalar estamos apaciguando nuestro temor a no parecer poco, a dar lo bastante. Nuestra necesidad de ser amados. Esperamos una compensación, por eso nos inquieta recibir. Tal vez las tres corbatas mustias y los guantes forrados sean en realidad un espejo de nosotros mismos: así es como te ven los demás. La Navidad es un catálogo de inquietudes y terrores presentada bajo la dulce apariencia de un árbol cargado de "adornos como bombas" y tan lleno de bombillas que en cualquier momento podría incendiarse todo.
Las doce estampas que forman esta pequeña delicia (anti) navideña surgieron hace casi treinta años de la unión de talentos del escritor John Updike y el ilustrador Edward Gorey. El primero es una de las más críticas plumas de la contemporaneidad estadounidense, siempre dispuesto a cantarle las cuarenta al famoso american way of life y sus símbolos, entre los que el consumismo y la felicidad impostada (e impuesta) son dos de los más conocidos y exportados. Del segundo hemos conocido últimamente en español varias de sus obras, gracias a las ediciones de Libros del Zorro Rojo. Se trata de uno de los grandes de nuestro tiempo, inspirador de otros creadores, como Tim Burton; autor de obras que mezclan lo macabro con un peculiar sentido del humor y una muy pesimita visión de la realidad. En ocasiones, Gorey es tan terrible que resulta cómico, demostrando que en realidad dramatismo e hilaridad están en ocasiones mucho más cerca de lo que creemos. La provocación y la crítica siempre forman parte de sus trabajos. Nadie mejor que él podía ilustrar, pues, estas estampas navideñas de Updike. Por supuesto, se trata más que de un acompañamiento: es una obra a dos voces. 
La próxima vez que se me ocurra ver Qué bello es vivir o Cuento de Navidad, procuraré tener a mano esta pequeña joya editorial. Como siempre hay que tener algo a mano para apaciguar los efectos de una comida copiosa.

miércoles, noviembre 26, 2014

Caminos anfibios, Ernesto Calabuig

Menoscuarto, Palencia, 2014. 168 pp. 16 €

Miguel Sanfeliu

Con la llegada de la primavera, los anfibios se desplazan hacia los ríos y lagos para poner sus huevos: «Los anfibios que dormían bajo la vegetación se van desperezando e intentan llegar a su destino mientras aún llueve y los caminos permanecen húmedos. Cruzan la carretera, naturalmente sin la precaución de mirar antes a izquierda y derecha», cuenta Ernesto Calabuig en el primer relato de este libro, en cuyas historias uno se va sumiendo lentamente, como quien escucha una confidencia.
La vida parece discurrir como esos caminos anfibios, hacia delante, con la finalidad de perpetuar la especie, expuestos a amenazas y dejando un rastro que seguirán otros. Y de eso tratan estos relatos, de balances, de recuerdos, de vínculos. Historias con una voz narradora que parece ser la de la misma persona, lo cual da una unidad especial al libro, relatando anécdotas, recuperando vivencias, apoyándose en referencias culturales, dejando claro el estrecho vínculo que le une a Alemania, así que bien podríamos estar ante una novela disfrazada de libro de cuentos, o ante unos cuentos con aspiración de novela, en cualquier caso, da igual, porque lo importante, el reto narrativo que Calabuig propone en Caminos anfibios, es el juego con esos sucesos del pasado que nos determinan, los momentos en los que sentimos nuestra vulnerabilidad, y el tema nos engancha con firmeza.
Historias en las que la memoria juega un papel importante, por lo tanto también la nostalgia. La mirada atrás, hacia el pasado que nos ha llevado hasta este punto, de un modo quizá errático, recupera momentos cuyo misterio hermético parece haber quedado congelado en algún punto. Como si pretendieran desentrañar aquellas vivencias que, por uno u otro motivo, se mantienen a lo largo del tiempo, continúan presentes, aquellos detalles que no se borran y que, tal vez, explicarían nuestras reacciones aparentemente inconscientes, estas historias van escarbando en situaciones cotidianas y se caracterizan por su tono reflexivo y por su impecable construcción narrativa.
Desde la historia de una infidelidad que finaliza casi tan bruscamente como comienza, debido a una reacción impulsiva e imprevista capaz, por sí sola, de destruir la fantasía del amor clandestino, hasta la tentación de adentrarse en caminos imprevistos ante el despertar de los sentidos producido por la presencia de una joven, una presencia capaz de recordarle al protagonista, siquiera por un momento, que es algo más que “una máquina que pierde calor”, pasando por esa impecable joya que es “Johnny cree en los magos”, el inesperado encuentro de “La vida en unas líneas”, el temor a la muerte, como en “Burbujas”, el relevo generacional, incluso la búsqueda de un yo que reside en un acontecimiento del pasado al que dotamos de una significación especial, una reacción en la que nos buscamos, como ocurre en “Del ahogarse en un vaso de agua”. Momentos que, por algún motivo, nos obligan a detenernos y a comprender que vamos cambiando, recorriendo nuestro propio camino, cada vez más conscientes de la fragilidad sobre la que se sustenta toda existencia.
Los protagonistas de estas historias se encuentran en un punto medio que precisa, de pronto, rememorar lo ya vivido. Esta es la línea principal que rige todos los relatos, anudándolos con ideas recurrentes, la figura del anfibio como metáfora del viaje vital, el dejarse llevar, además de referencias culturales y geográficas. Historias que se mueven por la fina línea que asocia unos hechos con otros, que nos transportan mentalmente, a veces durante un breve lapso de tiempo, historias que quedan abiertas, que juegan con la sugerencia, en las que apenas parece que ocurra nada pero que, al cerrar el libro, nos dejan la sensación de habernos asomado a una vida que bien puede ser la nuestra. Caminos anfibios, de Ernesto Calabuig, es un libro impecablemente construido y escrito cuya lectura, me atrevo a asegurar, resulta necesaria para comprender por dónde transita el género del relato en nuestro país.

martes, noviembre 11, 2014

Contratiempos, Pilar Tena

Salto de Página, Madrid, 2014. 219 pp. 17,90 €

Ariadna G. García

Contratiempos compila trece historias. Algunas de ellas se entrelazan, dando coherencia y continuidad al conjunto. El trasfondo de las piezas es la actual crisis económica. Cada relato lo protagonizan personajes que establecen una correspondencia con el mundo real. Es fácil reconocerse en sus páginas o encontrar una similitud entre las situaciones que se describen y las que protagonizan nuestros vecinos y allegados. La obra pasa revista a una legión de hombres y mujeres golpeados por un mosaico de infortunios: accidentes, abandonos, embarazos, despidos, errores policiales, negocios que quiebran. Pocas veces la mirada de la autora se apiada de sus criaturas. Por lo regular, les pasa por encima como un carro de combate. Con todo, este elenco de individuos comparte un espíritu irredento, la ambición de reinventar sus vidas, las ganas de asumir nuevos retos para no mustiarse bajo el sol de la culpa y la tristeza. Sobresalen tres estupendos relatos: “El trasiego de las mujeres” (mi preferido), “La edad en las manos” y “Un verdadero festín”. Quizás el primero “Un ático y dos terrazas” sea el más flojo de la colección. Y desde luego, “194 kms. por hora”, narrado por un difunto, desentona en un libro que coloca su espejo en el camino para reflejar las cosas que pasan. Precisamente, la fuerza de Contratiempos descansa en la gran capacidad de Pilar Tena para evocar las íntimas tragedias que conocemos todos. De hecho, su sensibilidad para meterse en la piel de un arco tan extenso de personajes (emigrantes, españoles; artistas, empleados; trabajadores, parados; mujeres, hombres; homosexuales, heterosexuales) es portentosa. Recrea sus dramas y anhelos con una prosa ágil y directa; los diálogos reproducen sabiamente distintos tipos de registros y de variantes diatópicas. Es cierto que a veces Tena recurre a un mismo procedimiento (la descripción técnica) para familiarizarnos con una atmósfera (las plantas de un vivero en “Una fórmula imbatible”, los platos libaneses en “Un verdadero festín” o las chimeneas de un expositor en “Huir hacia adelante”), pero a cambio Pilar Tena nos ofrece una variada galería de técnicas narrativas para desconcertar a los lectores y dotar a su obra de riqueza y amenidad: cambios de narradores en un mismo relato; entrecruzamientos de historias; desenlaces sorprendentes a cargo de mensajes de móvil, informes técnicos o noticias en prensa. Quizás el último texto “Todos los Santos” sea una suerte de poética donde la autora fija su horizonte ideológico y estético: «Hay que estar cerca de la gente normal, de la realidad» (p. 213), «el compromiso era una forma de entender nuestro trabajo» (p. 214).
En resumen, Contratiempos es un buen libro de relatos. Quien lo lea no sólo auscultará el pecho de su época, también escuchará que junto a las arritmias de corazones sobresaltados late el deseo de la supervivencia.
Es una grata noticia que Salto de Página haya publicado en los últimos meses a dos autoras (cuatro en total en sus siete años de historia, frente a treinta y ocho escritores que firman cincuenta y cinco títulos –hablo de la colección púrpura–). Ojalá suponga el comienzo de una nueva tendencia.