Trad. Eduardo Gil Bera. Acantilado, Barcelona, 2009. 685 pp. 29 €
Martí Sales i Sariola A veces escribir una reseña es harto imposible. Cuando tienes todo un libro subrayado, por ejemplo. O cuando el texto se explica solito. O cuando no hay necesidad –ni sería posible, por otro lado– de resumir, introducir, contextualizar.
Aún así:
Joseph Roth (1894-1939), austriaco, soldado, escritor extraordinario, periodista, bebedor, nómada. La primera mitad del siglo XX: revoluciones, guerras, depresiones, desmembramiento de imperios, caída de la razón. De los 17 años de su juventud talentosa a los 46 de la desesperación generalizada de todo un continente. La construcción de un hombre, de un escritor, de un testimonio. Grafómano empedernido, escribió miles de cartas. Aquí se recopilan unas quinientas cincuenta. Hay muchas páginas tediosas sobre necesidades de escritor sin posibles, de negociaciones con editores –los anticipos, siempre los anticipos–, de rencillas sin calado. Sin embargo, sirven para realzar la voz de los pedazos lacerantes de vida y verdad que aparecen por doquier: es como si hablaras con una mano tapándote la boca –farfullaras incoherencias, tu habla convertida en pura fonética de desdentado o de loco– y de repente te la quitaran y tus palabras resonaran fuertes y claras y todo se entendiera y tuviera sentido.
Sin más:
«1926
Ya no me creo nada. Miro con lupa. Quito la cáscara a las cosas y las personas, dejo al aire sus secretos, y luego, claro, uno ya no puede creer. Sé con anterioridad cómo se forma y cambia, y también qué hará el objeto que observo. Puede que sea de otro modo, pero mi conocimiento de él es tan fuerte que se conduce exactamente como lo he pensado. Si se me ocurre que alguien va a cometer una vileza, ya la está haciendo Me convierto en un peligro para las personas respetables sólo a causa de mi conocimiento de ellas. Es una vida terrible, descarta completament el amor y casi la amistad. Mi desconfianza destruye todo calor, como un desinfectante los bacilos. Ya no entiendo en absoluto las formas en las que los hombres se relacionan. En una conversación inofensiva, se me oprime la garganta. No puedo pronunciar una palabra insignificante. No entiendo cómo se dice algo sin importancia. Cómo se danza. (…) Sólo sé hablar con personas muy inteligentes y hacerlo muy inteligentemente. (…) ¡Esto no da más de sí! ¡No da más! Mi novela sigue adelante.
1926
¡La amistad de los pobres! En ella rechinan las cadenas.
1929
No tengo un “carácter” literario estable. Y yo tampoco soy estable. Desde que cumplí dieciocho años, jamás he habitado una vivienda privada, a lo sumo, una semana como huésped en casas de amigos. Todo lo que poseo son tres maletas. Y eso no me parece extraño.
1930
Y en eso no ayuda, por desgracia, que uno mismo sea escritor. Uno lo es oficialmente, pero en privado es un pobre diablo, del todo insignificante, que arrastra más peso que un cobrador de tranvía. Sólo el tiempo, y no el talento, puede darnos la distancia; y yo no tengo mucho más tiempo. Diez años de matrimonio con este resultado han significado cuarenta para mí, y mi inclinación natural a ser un viejo está sustentada de una manera terrible por esta desgracia exterior. Ocho libros hasta hoy, más de mil artículos, diez horas de trabajo diario desde hace diez años, y hoy, cuando escasean los cabellos, los dientes, la fuerza, la más primitiva capacidad de satisfacción, ni siquiera tengo la posibilitdad de vivir unos meses sin preocupaciones financieras. ¡Y esta canalla de la literatura!
1930
Cuando estalló la guerra, perdí mis lecciones, sucesivamente, por turno. Los abogados volvieron, las mujeres se volvieron malhumoradas, patrióticas, mostraban una clara preferencia por los heridos. Me enrolé voluntario en el XXI batallón de cazadores. No quería viajar en tercera y saludar eternamente, fui un soldado ambicioso, marché pronto al campo de batalla, al frente oriental, me apunté en la escuela de oficiales, quería ser oficial. Me hice brigada. Estuve hasta el final de la guerra en el frente, en el Este. Era valiente, estricto y ambicioso. Decidí seguir siendo militar. Entones vino el cambio de régimen. Yo detestaba las revoluciones, pero tuve que arreglarme con ellas y, como el último tren de Shmerinka había partido, me fui a pie a casa. Caminé durante tres semanas. Luego hice un rodeo, de diez días, de Podwoloczysk a Budapest, de ahí a Viena, donde, a falta de dinero, comencé a escribir para periódicos. Se imprimieron mis tonterías. Viví de eso. Me hice escritor.
1933
El letargo del mundo es mayor que en 1914. El hombre ya no se conmueve si se vulnera y asesina lo humano. Fue así en 1914 y lo fue de tal modo que se han hecho esfuerzos por todas partes para explicar la bestialidad con razones y pretextos humanos. Pero hoy resulta que se pasa por alto la bestialidad simplemente con explicaciones bestiales que son aún más atroces que las bestialidades. (…) Usted fue como judío contra la guerra y yo fui como judío a la guerra. Los dos tenemos numerosos camaradas. No nos quedamos en la retaguardia. Porque igualmente podría decirse que también hay judíos de retaguardia en el campo de batalla de la humanidad. De ésos no se puede ser. Nunca he sobrevalorado la tragedia de lo judío, y ahora menos, cuando ya es trágico ser sin más un hombre decente.
1933
¡No proteste de ninguna manera! Calle o luche, lo que le parezca más prudente.
1933
Todos hemos sobrevalorado el mundo, también yo, que soy de los absolutamente pesimistas. El mundo es muy, muy estúpido, bestial. (…) Todo: humanidad, civilización, Europa; hasta el catolicismo: un corral de vacas es más juicioso. (…) Me veo obligado, como consecuencia de mis instintos y mi convicción, a hacerme monárquico absoluto. Dentro de seis u ocho semanas publicaré un folleto a favor de los Habsburgo. Soy un antiguo oficial austriaco. Amo a Austria. Considero cobarde no decir ahora que es el momento de desear el regreso de los Habsburgo.
1934
Repito lo que he escrito desde la llegada de Hitler, día tras día, ochos horas de media: una novela (malograda pero, así y todo, un libro entero); tres relatos, muy logrados; El Anticristo; media novela (nueva); treinta y cuatro artículos. Entretanto, enfermedad, traición, pobreza. Qué quiere usted de mi, querido amigo? ¿Eso no es valentía? ¿Soy un dios? Traicionado por amigos, engañado, preocupaciones por seis personas, ¿qué quiere usted? Procesos, abogados, cartas, negociaciones, y escribir, escribir, escribir.
1935
Esta noche empiezo de nuevo la segunda parte. Tengo el arrojo de la desesperación. Sólo tengo el arrojo que da la desesperación. Pese a todo, es decir, pese a esa situación de pánico sin perspectivas, estoy liberado. Es como cuando uno tiene fiebre muy alta y se levanta para ir al baño. ¿Conoce usted la sensación?
1935
No creo en “la humanidad”, en eso no creí jamás, sino en Dios y en que la humanidad, a la que Él no concede gracia alguna, es una porción de mierda. Pero confío en su Gracia.
1935
Está claro que ante el fin del mundo, no es nada importante. Pero también en aquellos tiempos, en las trincheras, diez minutos antes de un ataque y, por lo tanto, ante la muerte, podía yo moler a palos a un perro canalla que, por ejemplo, hubiera negado que aún tenía un cigarrillo. El fin del mundo es una cosa y la indecencia privada es otra.
1936
Ya no tengo noches. Ando por ahí hasta eso de las tres de la mañana, me acuesto vestido sobre las cuatro, me despierto a las cinco y vago perdido por la habitación. Llevo dos semanas sin salir del traje. Ya sabe usted lo que es el tiempo: una hora es un lago; un día, un mar; la noche, una eternidad; el despertar, un espanto infernal; el levantarse, un combate por la claridad contra el delirio de fiebre.
1936
Mi portero de noche es un buen hombre, más cabal que diez escritores, y lo prefiero, sin duda alguna, antes que a Kesten, por ejemplo. (…) A parte que Auguste conoce su oficio mejor que diez malos escritores. No puedo renunciar a mi respeto por Auguste, ni a su amor por mí. Vous êtes un bateau surchargé, vous coulez à pic, me dijo ayer. Mon pauvre vieux, venez chez moi. Ésos son mis premios Nobel.
1937
Tout comprende c’est tout confondre»
La lectura de un epistolario es una experiencia curiosa y excitante: la vida del escritor se nos presenta de una manera absolutamente íntima y próxima y a la vez deslavazada, fragmentada, obscura. Normalmente sólo leemos una parte de la correspondencia, nos perdemos “la otra” mitad, y tenemos que hacer, como lectores, un enorme esfuerzo de invención –¿cómo son, cómo escriben, sus interlocutores?–, de comprensión, de construcción de puentes de sentido que nos ayuden a tramar una vida completa a partir de una larga serie de elipsis. Es apasionante. Es un reto. Es una manera poderosísima de arrojarte a la vida de otra persona y su tiempo, de hacerte partícipe de sus congojas, sus ansias y sus victorias. En el caso de
Roth, el horror de una época terrible y el desgarro de un hombre superado por las circunstancias; sus hábitos de formación y destrucción, las bambalinas donde lo político se convierte en personal y viceversa. Una biografia es mucho menos verdadera. En los epistolarios domina el presente en toda su aplastante intensidad: esa es su característica más poderosa y adictiva. Si unimos género tremendo a escritor poderoso, el cóctel es un libro-bomba del que se aprende, del tirón, historia, literatura y, sobre todo, humanidad.