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viernes, noviembre 08, 2013

El Leviatán, Joseph Roth

Trad. Miguel Sáenz. Acantilado, Barcelona, 2013. 80 pp. 11 €

Pedro Pujante

Es Joseph Roth (1894-1939) uno de los escritores centroeuropeos más valorados del siglo XX. Su obra, de un estilo sencillo y directo, suele aproximarse al tema de la expulsión de los judíos y a la evocación nostálgica del mundo de los Habsburgo. El Leviatán se publicó póstumamente en 1940. A pesar de que estamos ante una novela corta o relato extenso (no excede las ochenta páginas) se podría considerar El Leviatán de Roth como una pequeña obra de orfebrería, pequeña pieza como las que encontraremos en la narración interior, hechas de coral auténtico y resistentes al tiempo. Y es que la autenticidad es uno de los asuntos que se tratan en esta historia, entre otros.
El argumento de El Leviatán nos transporta a un tranquilo pueblo llamado Progody en el que vive Nissen Piczenik, judío y comerciante de coral muy respetado por su comunidad. Su vida transcurre con sosiego en el comercio de estos animalitos ornamentales que para Piczenik simbolizan lo hermoso y profundo, la pureza y la belleza, en definitiva, su vida. Considera los corales su único mundo y se olvida de todo lo demás. No obstante, la cotidianidad se va lentamente tornando ante los ojos del comerciante Nissen pálida y deslucida. Un sueño obsesivo comienza a florecer en su corazón: viajar al mar para conocer de cerca el universo marino en el que habitan sus preciados corales. Poco a poco su mundo aburrido de vendedor de corales va perdiendo fuerza y el sueño abisal y mágico se intensifica. Emprenderá travesía al mar. A la vuelta un inesperado vendedor de corales artificiales se ha establecido en un pueblo vecino. Y con él la amenaza de perder su hegemonía en el comercio de coral. Pero lo peor no es esa amenaza mercantil sino que este vendedor mefistofélico le tentará con traficar con corales falsos. De este modo Piczenik sucumbirá seducido por el diablo y comenzará a pervertir su honradez y excelencia, en un acto de traición hacia sí mismo y hacia sus corales. En este cuento hay una pasión, un renacer y un viaje al fondo de los deseos. Una fábula en la que encontrará el lector un hombre sencillo, que podría ser cualquiera de nosotros, y que reniega de sus valores. También es Piczenik el perseguidor de sueños que convertirá su vida en una singladura iniciática que le conducirá al fondo insondable de su propia alma. Deseos insatisfechos y cumplidos, traición a uno mismo, nostalgia, honor y miedo a que los sueños nos embarguen. En esta breve novela, transcrita en una prosa natural y sin artificios, sincera y limpia, encontramos una profusa enredadera de emociones y sentimientos que nos hacen reflexionar y contemplar la vida desde otra perspectiva.
Nunca he sido partidario de literaturas moralizantes pero en este el exceso de didactismo no es tal, sino que recibimos de forma indirecta una ‘verdad’ a través del espíritu atribulado y confuso del propio personaje. Tal vez ahí, en la complejidad y contrariedad del alma sencilla de Piczenic esté la grandeza de El Leviatán.

viernes, febrero 12, 2010

Vivir sin poesía, Peter Handke

Edición bilingüe. Trad. y prólogo: Sandra Santana. Bartleby, Madrid, 2009. 547 pp. 24 €

José Manuel de la Huerga

La voz del austriaco Peter Handke se empasta con la vida. No sé dónde están los límites entre vivir la vida y leerla, si es que los hay. Ambos actos son complementarios y su deterioro o su plenitud equivalen a lo mismo. Cuando se lee a Peter Handke se atisba la intención de nuestro poeta Antonio Gamoneda al marcar diferencias entre Poesía y Literatura. Para el leonés la literatura es artificio, oficio, ficción… y la Poesía es una manera de estar en el mundo, intuir sus coordenadas, siempre en precario. No es un género, no es arte, es una forma radical de entender la vida. Poesía es Federico García Lorca, pero también Franz Kafka.
Con Peter Handke me ocurre algo parecido. Basta que se quiera escaquear del compromiso dogmático de la partición en géneros de la literatura, para que a este que escribe le empiece a gustar la música de su discurso. Basta que negara a la editora su poesía, que dijera que él no escribe poesía, que titulara su obra Vivir sin poesía, para que concitara más simpatías.
Lo de Peter Handke es más que una pose. Oído en tierra, está atento a la vida y en paralelo a sus novelas, sus obras de teatro, su cine, sus anotaciones de diario o su compromiso político hasta el conflicto, desarrolla su labor poética, o sea, de creación en el sentido más vasto del término. Baste señalar que su segunda entrega en esta poesía completa, El fin del deambular, se desarrolla entre 1977 y 2005. Su obra, vamos a decir, en verso, está siempre abierta y en paralelo discurre con el resto de actos de comprensión de la vida.
Leí por primera vez a Handke por los noventa, cuando Eustaquio Barjau nos dio una inmejorable traducción del capital Poema a la duración. El texto me imantó, a pesar de que había partes oscuras, de comprensión ambigua. Pero aquella voz del cuidado, de análisis delicado de la realidad, del amor a las pequeñas cosas y la contemplación gozosa de su estela en el mundo, que es la duración del hombre en la vida, me conmovió. Era un poema de largo aliento que me obligaba a volver sobre él, y donde como en otro lugar más de la duración, este lector encontraba ese murmullo de agua que es la delicia de un buen poema que reflexiona.
Ahora, veinte años después, Bartleby publica su poesía completa, en excelente traducción de Sandra Santana, y por si fuera poco, con una introducción exigente y luminosa que sitúa la poesía de Handke en el eje central de su quehacer: desentrañar los mecanismos, ya sean lingüísticos, pseudosentimentales o filosóficos, que construyen el paso de un hombre solo por el mundo.
Abre el libro su primer poemario cuyo título remite a las traiciones del lenguaje a la verdad y a la vida: El mundo interior del mundo exterior del mundo interior. Ese bucle mareante nos permite meter siquiera la uña en la interpretación de la realidad, no ya como un plano simple, sino como una superficie rugosa, compleja, donde la superficie sonora del lenguaje oculta un territorio interior/exterior, falso, que debe ser desmontado. «Con la palabra yo comenzaron las dificultades.» «MI lo utiliza el comisario para el asesinato que está esclareciendo, pero no para el asesinato en sí mismo;/ lo utiliza el preso para su celda,/ pero no para toda la prisión.» Desenmascarar las falacias del lenguaje: primera estación en el viaje.
La misma exigencia de despojamiento del lenguaje que sostenía la primera entrega se mantendrá en El fin del deambular, pero focalizando su interés y hundiendo el escalpelo en los actos de la vida. La magistral superposición de momentos memorables narrativos configuran una radical manera de mirarle a los ojos a la vida, a pesar de la soledad o del desamor, donde el paisaje funciona como interpelador de un estado de ánimo siempre esquivo. Los poemas de El fin del deambular son haikús, tankas brevísimos, apenas esbozo de un estado de ánimo proyectado sobre la vida que se intenta, una vez más, poner en tela de juicio, en exigente tensión extrema: «Con fuerza soplaba el viento en el viento,/ El cielo azuleaba en el cielo, / Aparecía el sol en el sol,/ El mar arreciaba el mar.»
Pero la que es, sin duda, la pieza capital de este libro es el Poema a la duración. Qué sé yo las veces que he podido leerlo. Déjenme que trascriba sus primeros versos, emocionantes como el comienzo de una hermosa sinfonía: «Hace tiempo que quiero escribir sobre la duración, /pero no un ensayo, ni una escena ni una historia:/la duración insta a escribir un poema. /Quiero preguntarme con un poema,/recordar con un poema,/afirmar y conservar con un poema/ lo que es la duración.» Y partir de ahí superponiendo magistralmente situaciones narrativas, lugares y paseos, personas y recuerdos, a fogonazos, matizando, negando, regresando, esquivando, afirmando, Peter Handke termina definiendo ese estado sublime, casi místico que el filósofo Henri Bergson había intentado definir, pero del que se le escapaban datos y que sólo a través de superposiciones, aproximaciones seríamos capaces de entender. Curiosamente, Handke, a partir del lenguaje religioso, muy poético, por aquello del religare, que es volver a unir, unir lo separado, define duración: la sensación de plenitud del hombre en el mundo, por encima del tiempo, más allá de la denotación/convención de presente, pasado y futuro, más allá de la historia oficial, surcado de memoria, de los que le precedieron, los que vendrán después, los gestos humildes, sencillos, anónimos, los lugares donde la mente se serena y deja escuchar ese balbuceo primordial acompasado con la vida y el mundo… Lean el poema, es sublime. Les aseguro que es una experiencia de la que saldrán de manera diferente a como entraron. Al final la emoción embarga, qué curioso, este poeta que utilizaba el lenguaje para abrir en canal nuestras falacias, termina apelando al sentimiento, a las lágrimas de la duración, que son las de la felicidad, tras tener amarrada en el poema esa rara avis que es la duración. Cuando terminó el texto seguramente Handke sabía que había escrito algo grande, por lo que valía la pena llevar cuarenta años dando sobre el mismo yunque.
El siguiente libro, y último, Vivir sin poesía, contiene cuatro poemas también de largo aliento, aunque de menor vuelo filosófico. La percepción de la realidad en los momentos de la negación, en el duermevela, en las etapas abúlicas de la vida, donde curiosamente puede esconderse el sentido, un verdadero sentido.
La poesía de Handke no defrauda, ni siquiera comparada con el narrador o con el dietaristas ni con el guionista de hermosas películas como Cielo sobre Berlín, en compañía de su amigo Wim Wenders. Su poesía no es complementaria, es matriz, es esencia de su comprensión del mundo y diálogo con los otros tipos de creaciones de igual a igual.

viernes, noviembre 27, 2009

Relatos autobiográficos, Thomas Bernhard

Trad. Miguel Sáenz. Anagrama, Barcelona, 2009. 496 pp. 21.50 €

Rubén Castillo Gallego

Thomas Bernhard (1931-1989) es un escritor que puede provocar en sus lectores unas reacciones auténticamente viscerales, a favor y en contra. Para unos, se trata de uno de los mejores narradores del siglo XX; para otros, de un insufrible prosista que maneja las espirales, las redundancias, los paralelismos sintácticos y las reiteraciones léxicas con una enervante prolijidad. La editorial Anagrama, con el auxilio traductor de Miguel Sáenz, nos ofrece ahora en su catálogo una obra de dimensiones mastodónticas (bordea el medio millar de páginas) que contiene todas las páginas autobiográficas del austríaco. Los volúmenes El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño nos van entregando, con la morosidad y el desgarro habituales de Bernhard, su universo de miedos, vacíos, frustraciones, convicciones y traumas. Mediante frases prolijas, elongadas, llenas de subordinadas, raíces, ramas y recovecos, vamos penetrando en su época de interno en Salzburgo; en sus estudios de violín, tan fascinantes como breves; en el agobio que le producían sus preceptores pro-nazis; en el primer bombardeo que sufrió su ciudad, en octubre de 1944 («En la acera, delante de la capilla del Bürgerspital, pisé un objeto blando y, al mirar ese objeto, creí que se trataba de una mano de muñeca, y también mis compañeros de colegio creyeron que se trataba de una mano de muñeca, pero era una mano de niño arrancada a un niño», p.35); en el olvido voluntario que todo el mundo parece haber decretado acerca de quienes vivieron aquellos años atroces («Hay un cine en el lugar donde en otro tiempo hubo una fonda en la que la señora de Hannover me daba clases de inglés, y nadie sabe de qué hablo cuando hablo de ello, lo mismo que todos, al parecer, han perdido la memoria en lo que se refiere a las muchas casas destruidas y personas muertas de entonces, lo han olvidado todo o no quieren saber nada de ello cuando se les dirige la palabra», pp.40-41); en su abuela, que lo llevaba todas las semanas a visitar cementerios, criptas y tumbas; en su época como aprendiz en el almacén de Podlaha, en el poblado de Scherzhauserfeld, donde se siente por primera vez en su vida útil (repite esa palabra obsesivamente en muchas páginas de este volumen); etc. Con una morosidad especial, donde las frases se convierten en galerías subterráneas, llenas de sofoco, aire viciado y carácter letánico, Thomas Bernhard nos entrega este denso vademécum de dolores, en el que arremete contra la ciudad de Salzburgo («Creo que esta ciudad nada tiene que ver conmigo, porque no quiero tener nada que ver con ella», p.51); contra las ideologías, sean del signo que sean («Tanto el nacionalsocialismo como el catolicismo son enfermedades contagiosas, enfermedades del espíritu y nada más», p.83); contra el sistema de enseñanza tradicional (propone que los institutos de enseñanza secundaria se supriman, y que queden sólo las escuelas elementales —para todos— y las universidades —para aquellos dotados de más cerebro—); o contra la ampulosidad de los pedantes («Cuando habla un hombre sencillo, es una bendición. Cuanto más culta se vuelve la gente, tanto más insoportable se hace su parloteo», p.405). Thomas Bernhard demuestra en estas páginas que su capacidad analítica y la agudeza de su pensamiento son tales que el mundo entero puede convertirse en continuo objeto de su contemplación y exégesis. Ese reconocimiento no es obstáculo para señalar que, en determinadas páginas de este volumen, su repetición de términos o la forma pegajosamente reiterativa de su sintaxis llegan a extremos quizá excesivos. Por ejemplo, en la página 49 nos encontramos con esta secuencia: «Durante diez días estuvo mi abuelo expuesto en el cementerio de Maxglan, pero el párroco de Maxglan denegó su inhumación porque mi abuelo no estaba casado por la Iglesia, la mujer que dejaba, mi abuela, y su hijo hicieron todo lo humanamente posible para conseguir su inhumación en el cementerio de Maxglan, que era el que le correspondía a mi abuelo, pero no se permitió su inhumación en el cementerio de Maxglan, en el que mi abuelo había deseado ser inhumado»... y continúa así durante más líneas, en una pirueta cansina que no te deja avanzar por el relato. Y en la página 95 (me ceñiré a dos ejemplos) repite hasta diecisiete veces la palabra ‘instituto’. Con todo, hay que leer a Bernhard. Sin duda nos encontramos ante uno de los puntales de la prosa del siglo XX, y conviene que bebamos en esa fuente que Miguel Sáenz y Anagrama nos ponen, en un cuidado tomo, al alcance de la mano.

viernes, julio 03, 2009

María Antonieta, Stefan Zweig

Juventud, Barcelona, 2009. 524 pp. 19 €

Miguel Baquero

Entre la obra del escritor austriaco Stefan Zweig (1881–1942), novelista, poeta, dramaturgo y ensayista, ocupan un lugar destacado sus biografías de personajes históricos, y entre estas biografías (de Magallanes, Erasmo de Rotterdam o Maria Estuardo), posiblemente la más célebre y, a juicio de muchos, la más lograda sea la que tiene como protagonista a María Antonieta.
“Escribir la historia de la reina María Antonieta es volver a abrir un proceso más que secular, en el cual acusadores y defensores se contradicen mutuamente del modo más violento”, escribe Zweig al comienzo de su biografía sobre Maria Antonieta de Habsburgo, corriendo el tiempo esposa de Luis XVI y reina de Francia, corriendo el tiempo más todavía Viuda Capeto ci-devant Reine. Sin duda, María Antonieta es uno de los personajes más sugerentes, desde el punto de vista literario, de toda la Historia Universal, por el vertiginoso modo en que, en apenas unos años, de adorada monarca, aclamada por el pueblo, hermosa joven y árbitro de la elegancia rococó, pasó a convertirse en “la loba austriaca”, la “mayor prostituta” de su siglo, la enemiga del pueblo. En un espacio tan breve que causa asombro, aun habiendo oído infinidad de veces la historia, esta nobilísima señora, hija de una emperatriz, pasó del trono más noble de la Europa de entonces, de las fiestas y los teatros más lujosos, de los más resplandecientes bailes en la Galería de los Espejos, a una oscura y húmeda mazmorra, con apenas un catre, una silla y una mesa en la prisión de la Conciergerie, y de ahí en un carreta tirada por un caballo, las manos atadas a la espalda, e insultada por el pueblo, directamente a la plaza hoy llamada de la Concordia, entonces de la Revolución, donde la espera el igualitario invento del doctor Guillotin.
De qué manera y por qué oscuros mecanismos pudo sobrevenir tan inmensa caída es lo que intenta dilucidar Zweig en esta biografía. Antes que ésta, muchas otras se escribieron sobre la figura, infinitamente literaria, de María Antonieta, y sin duda muchas otras se escribirán en el futuro, pero en gran medida la biografía de Zweig establece la pauta para escritos venideros y en sus páginas tiene lugar, casi definitivamente, el juicio de la Historia. La María Antonieta de Zweig destaca por el interés sincero del autor en comprender y mostrarnos lo que realmente ocurrió, analizando todos los detalles, aun los más pequeños, que contribuyeron a la tragedia, sin detenerse en tapujos ni remilgos bienpensantes, pero sin caer por ello en la chabacanería o el simple cotilleo.
Así, la obra se abre con una introducción, seguramente necesaria para la época, donde el autor conecta con todas las biografías tradicionales que presentan el destino, el Sino, como una especie de inteligencia providencial que dispone los hechos y las casualidades de acuerdo a un principio moral, o aunque sólo sea para medir las capacidades de los hombres. Pero después de este principio, dijéramos “clásico”, Zweig adopta una visión más moderna y explica de qué forma, por ejemplo, la fimosis de Luis XVI hizo de él un hombre tímido y acomplejado, le apocó e hizo que le superaran los sucesos revolucionarios. De igual manera, el tardío embarazo de la reina hizo que ésta buscara costosas distracciones en la noche parisina, lo que acabó haciéndola odiosa a los ojos del pueblo…Así, con estas y otras minucias en apariencia intrascendentes, nos muestra Zweig que se construye la historia, no con principio morales ni grandilocuencias.
Pero además de por el rigor histórico y lo moderno del planteamiento, la María Antonieta de Zweig es asimismo una excepcional narración, en la que el autor contempla los hechos desde un punto de vista literario y crea párrafos y factura personajes dignos de la mejor novela. En las páginas del libro asoman, con toda su literaria humanidad, desde los ruines y mezquinos hermanos del rey, a Mirabeau, uno de los más hábiles intrigantes de la Historia, pasando por Hébert, seguramente el hideputa más grande que nunca haya mojado su pluma en un tintero, o el jovencito, por entonces, Bonaparte, que contempla asombrado cómo la Revolución triunfa cuando, con dos cañones estratégicamente situados y una carga de caballería, él hubiera acabado con todo aquello.
Una biografía, en resumen, excepcional, escrita por un no menos formidable escritor.

viernes, junio 26, 2009

Correspondencia, Herman Hesse y Stefan Zweig

Trad. José Aníbal Campos González. Acantilado, Barcelona, 2009. 232 pp. 20 €

José Morella

Estas cartas que hoy recomendamos nos dan muchas pautas para reflexionar sobre cómo las dos grandes guerras de las que sus autores fueron testigos cambiaron el mundo. Lo primero que llama la atención es el trato exquisito entre dos personas con un talante personal y una procedencia social tan diferentes. Resulta inaudita la forma en que Hesse y Zweig ofrecen en cada carta su amistad y recogen con delizadeza la del otro. Ambos se entregan. Se esfuerzan en no fingir nada, en no mentir ni mentirse, en ser veraces sin ser duros, en no intentar gustar de cualquier manera a su corresponsal. Lo valioso no es que lo consigan o no, sino la visibilidad alentadora de su intento, el esfuerzo evidente y hermoso del acercamiento. La amistad labrándose palabra a palabra, con sus esfuerzos, sus alegrías y sus pequeñas decepciones. Lo que tenían en común, al fin y al cabo, era mucho más potente y serio que todo lo demás, y es el tema principal que se trata en las cartas de este libro: la búsqueda y la necesidad de la paz. Uso la palabra paz y no pacifismo, porque me parece que el -ismo hace pensar en vagas abstracciones propias de las escuelas de pensamiento, de las tendencias, de los grupos, y nos aleja de lo real. Nos aleja de la manera en que Hesse y Zweig vivían el problema. De la tensión que en sus propios cuerpos produjo la necesidad de paz. No es tan solo un ir hacia la paz, no es tan solo un discurso sobre algo. Ellos, además de crear discurso, vivieron la paz como anhelo cotidiano, sufrieron su carencia: les dolía en sus propios cuerpos que el mundo estuviera matándose. Sus biografías, que no vamos a recordar aquí, son testmonio de ello. En el caso de Hesse, sus informes médicos bastarían para demostrarlo. En el de Zweig, su último gesto. Creo que hoy ya no existen hombres de paz como ellos. No porque ahora la gente sea esencialmente peor, o ellos mejores, sino porque el pacifismo (ahora sí puedo llamarlo de esa forma) se ha profesionalizado, y el dinero público y privado que reciben muchas organizaciones les quita fuerza para criticar a las propias instituciones que las financian. Es difícil que denuncies, por ejemplo, la fabricación y exportación masiva de armas en un país cuyo gobierno te subvenciona justamente a ti y, mira tú por dónde, no es nada escrupuloso con el hecho de que los empresarios locales sean líderes en la industria de la muerte. Por no hablar de la Iglesia, caritativa señora cuya sonrojante relación con la paz contrasta vivamente con el valor de muchos cristianos, desde Francisco de Asís hasta Monseñor Romero o el padre Casaldàliga. ¿Cómo denunciar injusticias sin morder la mano del que te paga? Hesse no tenía ese problema, porque no le pagaba nadie. Zweig tampoco. Hesse solo conseguía perder dinero y fuerzas al defender sus posiciones. Vivía como un asceta, separado de un mundo que le hostigaba. Hubo una gran hostilidad pública hacia él en Alemania. Sus libros fueron prohibidos. Se dijeron de él barbaridades.
Aunque solo hay cartas de dos escritores, los verdaderos personajes de este libro son tres. El tercer lado del triángulo es Romain Rolland. Hesse le dedicó su libro Siddharta, y para Zweig representaba la "garantía de la persistencia del pensamiento europeo”, la conciencia moral del nuestro continente. Rolland había conocido a Gandhi (a quien ayudó a popularizar en Europa), a Tagore y a Vivekananda, y su teatro abogaba por el final de las estructuras dramáticas tradicionales y la creación de un espectáculo democrático que acercara al espectador a la vivencia de la festividad, de la celebración de la propia existencia. Algo distinto al teatro burgués que nos lleva a mirar la vida de otros, a ser espectador de otros sueños. Hay que poner a estos tres hombres en la senda de Tolstói y el ya citado Gandhi, que toman como referente, entre otros, el sermón de la montaña: las palabras de Jesús, o de ese personaje de creador anónimo llamado Jesús. Sería buena idea que algún erudito escribiera un libro, si no está ya escrito, siguiendo la estela de Tolstói e investigando, de archivo en archivo, todos los esfuerzos llevados a cabo por la Iglesia para reinterpretar, achicar y censurar ese discurso. El sermón de la montaña habla de dar limosna en secreto (es decir, sin establecer relaciones jerárquicas entre quien da y quien recibe), de no responder al mal con más mal, de no servir al dinero y de no juzgar sin estar seguro de haberte jugado antes a ti mismo. Según Tolstói, el sermón y la Iglesia son literalmente opuestos. Buscan lo opuesto. El verdadero cristianismo es la búsqueda de la paz, y Dios, citando de nuevo a Tolstói, está dentro de nosotros. No es casualidad que al googlear las palabras "pacifismo" y "sermón de la montaña" la primera página indexada sea un foro neonazi que pone al sermón de vuelta y media. Qué casualidad: a Hesse y a Zweig estos tipos también los odiaban, los perseguían y quemaban sus libros.
Otro elemento que en estas cartas se aleja de las actitudes típicas del presente es la no alineación de sus autores, la tozudez con la que se resistían a ser instrumentos de organizaciones políticas. "Casi envidio a los que pueden creer en el ideal comunista", escribe Hesse, y suena como un agnóstico envidiando la placidez y la seguridad del creyente o del ateo. Sabe que no puede creer de manera ciega y se coloca siempre en la posición más incómoda.
Siempre me ha sorprendido y disgustado oír a muchos lectores hablar de Hesse, de modo despectivo, como un escritor para adolescentes. Creo que lo hacen desde un sentimiento de superioridad (respecto de Hesse y de los adolescentes al mismo tiempo) muy inquietante, que se apoya en saber que su opinión es compartida por muchos; es una especie de lapidación valorativa. Tengo una sensación parecida cuando veo Moby Dick en colecciones para niños (Moby Dick, que habla del suicidio ya en el primer párrafo, no es solo para niños) o Cumbres Borrascosas en los quioscos, en colecciones de novela romántica (algún lector se llevará un susto). Se trata de una sutil forma de silenciar algo: enterrarlo en un cajón con etiqueta. Infantil, adolescente, cursi, “de género”, etc. Tal vez el hecho de que Hesse sea visto como un autor para mentes inmaduras es simplemente el reflejo de que el ser humano está ya más que viejo, un viejo que sufre en su resabiada e impotente vejez llena de amargura por haber perdido tantas oportunidades.

jueves, mayo 21, 2009

Cartas (1911-1939), Joseph Roth

Trad. Eduardo Gil Bera. Acantilado, Barcelona, 2009. 685 pp. 29 €

Martí Sales i Sariola

A veces escribir una reseña es harto imposible. Cuando tienes todo un libro subrayado, por ejemplo. O cuando el texto se explica solito. O cuando no hay necesidad –ni sería posible, por otro lado– de resumir, introducir, contextualizar.
Aún así: Joseph Roth (1894-1939), austriaco, soldado, escritor extraordinario, periodista, bebedor, nómada. La primera mitad del siglo XX: revoluciones, guerras, depresiones, desmembramiento de imperios, caída de la razón. De los 17 años de su juventud talentosa a los 46 de la desesperación generalizada de todo un continente. La construcción de un hombre, de un escritor, de un testimonio. Grafómano empedernido, escribió miles de cartas. Aquí se recopilan unas quinientas cincuenta. Hay muchas páginas tediosas sobre necesidades de escritor sin posibles, de negociaciones con editores –los anticipos, siempre los anticipos–, de rencillas sin calado. Sin embargo, sirven para realzar la voz de los pedazos lacerantes de vida y verdad que aparecen por doquier: es como si hablaras con una mano tapándote la boca –farfullaras incoherencias, tu habla convertida en pura fonética de desdentado o de loco– y de repente te la quitaran y tus palabras resonaran fuertes y claras y todo se entendiera y tuviera sentido.
Sin más:

«1926
Ya no me creo nada. Miro con lupa. Quito la cáscara a las cosas y las personas, dejo al aire sus secretos, y luego, claro, uno ya no puede creer. Sé con anterioridad cómo se forma y cambia, y también qué hará el objeto que observo. Puede que sea de otro modo, pero mi conocimiento de él es tan fuerte que se conduce exactamente como lo he pensado. Si se me ocurre que alguien va a cometer una vileza, ya la está haciendo Me convierto en un peligro para las personas respetables sólo a causa de mi conocimiento de ellas. Es una vida terrible, descarta completament el amor y casi la amistad. Mi desconfianza destruye todo calor, como un desinfectante los bacilos. Ya no entiendo en absoluto las formas en las que los hombres se relacionan. En una conversación inofensiva, se me oprime la garganta. No puedo pronunciar una palabra insignificante. No entiendo cómo se dice algo sin importancia. Cómo se danza. (…) Sólo sé hablar con personas muy inteligentes y hacerlo muy inteligentemente. (…) ¡Esto no da más de sí! ¡No da más! Mi novela sigue adelante.

1926
¡La amistad de los pobres! En ella rechinan las cadenas.

1929
No tengo un “carácter” literario estable. Y yo tampoco soy estable. Desde que cumplí dieciocho años, jamás he habitado una vivienda privada, a lo sumo, una semana como huésped en casas de amigos. Todo lo que poseo son tres maletas. Y eso no me parece extraño.

1930
Y en eso no ayuda, por desgracia, que uno mismo sea escritor. Uno lo es oficialmente, pero en privado es un pobre diablo, del todo insignificante, que arrastra más peso que un cobrador de tranvía. Sólo el tiempo, y no el talento, puede darnos la distancia; y yo no tengo mucho más tiempo. Diez años de matrimonio con este resultado han significado cuarenta para mí, y mi inclinación natural a ser un viejo está sustentada de una manera terrible por esta desgracia exterior. Ocho libros hasta hoy, más de mil artículos, diez horas de trabajo diario desde hace diez años, y hoy, cuando escasean los cabellos, los dientes, la fuerza, la más primitiva capacidad de satisfacción, ni siquiera tengo la posibilitdad de vivir unos meses sin preocupaciones financieras. ¡Y esta canalla de la literatura!

1930
Cuando estalló la guerra, perdí mis lecciones, sucesivamente, por turno. Los abogados volvieron, las mujeres se volvieron malhumoradas, patrióticas, mostraban una clara preferencia por los heridos. Me enrolé voluntario en el XXI batallón de cazadores. No quería viajar en tercera y saludar eternamente, fui un soldado ambicioso, marché pronto al campo de batalla, al frente oriental, me apunté en la escuela de oficiales, quería ser oficial. Me hice brigada. Estuve hasta el final de la guerra en el frente, en el Este. Era valiente, estricto y ambicioso. Decidí seguir siendo militar. Entones vino el cambio de régimen. Yo detestaba las revoluciones, pero tuve que arreglarme con ellas y, como el último tren de Shmerinka había partido, me fui a pie a casa. Caminé durante tres semanas. Luego hice un rodeo, de diez días, de Podwoloczysk a Budapest, de ahí a Viena, donde, a falta de dinero, comencé a escribir para periódicos. Se imprimieron mis tonterías. Viví de eso. Me hice escritor.

1933
El letargo del mundo es mayor que en 1914. El hombre ya no se conmueve si se vulnera y asesina lo humano. Fue así en 1914 y lo fue de tal modo que se han hecho esfuerzos por todas partes para explicar la bestialidad con razones y pretextos humanos. Pero hoy resulta que se pasa por alto la bestialidad simplemente con explicaciones bestiales que son aún más atroces que las bestialidades. (…) Usted fue como judío contra la guerra y yo fui como judío a la guerra. Los dos tenemos numerosos camaradas. No nos quedamos en la retaguardia. Porque igualmente podría decirse que también hay judíos de retaguardia en el campo de batalla de la humanidad. De ésos no se puede ser. Nunca he sobrevalorado la tragedia de lo judío, y ahora menos, cuando ya es trágico ser sin más un hombre decente.

1933
¡No proteste de ninguna manera! Calle o luche, lo que le parezca más prudente.

1933
Todos hemos sobrevalorado el mundo, también yo, que soy de los absolutamente pesimistas. El mundo es muy, muy estúpido, bestial. (…) Todo: humanidad, civilización, Europa; hasta el catolicismo: un corral de vacas es más juicioso. (…) Me veo obligado, como consecuencia de mis instintos y mi convicción, a hacerme monárquico absoluto. Dentro de seis u ocho semanas publicaré un folleto a favor de los Habsburgo. Soy un antiguo oficial austriaco. Amo a Austria. Considero cobarde no decir ahora que es el momento de desear el regreso de los Habsburgo.

1934
Repito lo que he escrito desde la llegada de Hitler, día tras día, ochos horas de media: una novela (malograda pero, así y todo, un libro entero); tres relatos, muy logrados; El Anticristo; media novela (nueva); treinta y cuatro artículos. Entretanto, enfermedad, traición, pobreza. Qué quiere usted de mi, querido amigo? ¿Eso no es valentía? ¿Soy un dios? Traicionado por amigos, engañado, preocupaciones por seis personas, ¿qué quiere usted? Procesos, abogados, cartas, negociaciones, y escribir, escribir, escribir.

1935
Esta noche empiezo de nuevo la segunda parte. Tengo el arrojo de la desesperación. Sólo tengo el arrojo que da la desesperación. Pese a todo, es decir, pese a esa situación de pánico sin perspectivas, estoy liberado. Es como cuando uno tiene fiebre muy alta y se levanta para ir al baño. ¿Conoce usted la sensación?

1935
No creo en “la humanidad”, en eso no creí jamás, sino en Dios y en que la humanidad, a la que Él no concede gracia alguna, es una porción de mierda. Pero confío en su Gracia.

1935
Está claro que ante el fin del mundo, no es nada importante. Pero también en aquellos tiempos, en las trincheras, diez minutos antes de un ataque y, por lo tanto, ante la muerte, podía yo moler a palos a un perro canalla que, por ejemplo, hubiera negado que aún tenía un cigarrillo. El fin del mundo es una cosa y la indecencia privada es otra.

1936
Ya no tengo noches. Ando por ahí hasta eso de las tres de la mañana, me acuesto vestido sobre las cuatro, me despierto a las cinco y vago perdido por la habitación. Llevo dos semanas sin salir del traje. Ya sabe usted lo que es el tiempo: una hora es un lago; un día, un mar; la noche, una eternidad; el despertar, un espanto infernal; el levantarse, un combate por la claridad contra el delirio de fiebre.

1936
Mi portero de noche es un buen hombre, más cabal que diez escritores, y lo prefiero, sin duda alguna, antes que a Kesten, por ejemplo. (…) A parte que Auguste conoce su oficio mejor que diez malos escritores. No puedo renunciar a mi respeto por Auguste, ni a su amor por mí. Vous êtes un bateau surchargé, vous coulez à pic, me dijo ayer. Mon pauvre vieux, venez chez moi. Ésos son mis premios Nobel.

1937
Tout comprende c’est tout confondre»

La lectura de un epistolario es una experiencia curiosa y excitante: la vida del escritor se nos presenta de una manera absolutamente íntima y próxima y a la vez deslavazada, fragmentada, obscura. Normalmente sólo leemos una parte de la correspondencia, nos perdemos “la otra” mitad, y tenemos que hacer, como lectores, un enorme esfuerzo de invención –¿cómo son, cómo escriben, sus interlocutores?–, de comprensión, de construcción de puentes de sentido que nos ayuden a tramar una vida completa a partir de una larga serie de elipsis. Es apasionante. Es un reto. Es una manera poderosísima de arrojarte a la vida de otra persona y su tiempo, de hacerte partícipe de sus congojas, sus ansias y sus victorias. En el caso de Roth, el horror de una época terrible y el desgarro de un hombre superado por las circunstancias; sus hábitos de formación y destrucción, las bambalinas donde lo político se convierte en personal y viceversa. Una biografia es mucho menos verdadera. En los epistolarios domina el presente en toda su aplastante intensidad: esa es su característica más poderosa y adictiva. Si unimos género tremendo a escritor poderoso, el cóctel es un libro-bomba del que se aprende, del tirón, historia, literatura y, sobre todo, humanidad.

viernes, marzo 27, 2009

Mendel el de los libros, Stefan Zweig

Trad. Berta Vias Mahou. Acantilado, Barcelona, 2009. 64 pp. 9 €

María Ruisánchez Ortega

Mendel el de los libros es un relato que ha permanecido inédito en castellano hasta este momento. Acantilado nos trae de nuevo a Stefan Zweig con una novela escrita en 1929, que versa sobre la exclusión, y retrata la Viena nazi, a través de un personaje, Jakob Mendel, extraño ser, librero de profesión, que vive ensimismado en una realidad diferente y opuesta a la de sus contemporáneos.
Cualquier librero querría tener esa memoria prodigiosa de la que hace gala Mendel para almacenar tantos datos, precios y detalles acerca de los libros que atesora. Cada tomo le cae en las manos como un regalo que escrupulosamente disecciona. Único en apreciar lo que hay detrás y entre las cosas. Capaz de encontrar cualquier ejemplar. El personaje de Mendel, no se narra a sí mismo, no piensa en párrafos, a penas habla, son los que le rodean los que lo describen. Pero a pesar de que tenemos un punto de vista externo, nos damos cuenta de cómo esto le confiere al personaje más profundidad, que si estuviésemos alojados en su cabeza, viendo por sus ojos a través de sus lentes gruesas, ya que sólo descifraríamos unas letras que se arremolinarían en valiosas hojas. Sería cómo estar dentro de una computadora, una base de datos llena de libros, precios, editoriales y tamaños. Por eso, paradójicamente, la visión externa del personaje, nos retrata a Mendel mejor, de lo que él mismo podría retratarse.
Tan importante como el personaje, es también en esta novela el lugar, un café Gluck en el que se ve la transición de una época, donde los viejos valores humanos van perdiendo potestad a favor del progreso, y un mundo más práctico, más productivo, con más beneficios, que deja de lado a las personas. En este sentido encontramos la metáfora en la propia remodelación del café, su cambio de dueño, y con ello, el cambio brutal de época histórica. No olvidemos, que ese lugar conforma todo el mundo de Mendel.
Stefan Zweig utiliza un lenguaje sencillo, conciso, elegante, salpicado de frases para la eternidad, demoledoras: «Mendel ya no era Mendel, como el mundo ya no era el mundo». Este lenguaje sin artificios es perfecto para la fábula, para la alegoría. Al leer este relato he sentido la necesidad de extrapolarlo, arrebatarle las épocas y los tiempos, para confirmarme que también hoy, en el mundo que nos rodea existe una exclusión total hacia el diferente, hacia el que hace su vida en otro mundo, hacia el inteligente. A menudo pensamos que se premia una conducta intelectual, pero los medios de comunicación, la gente de a píe da constantemente bofetadas al saber, lo excluye de sus vidas, porque pensar, quizás, es demasiado doloroso. Y esto es lo que he visto en Mendel, como un hecho absurdo, como la ignorancia extrema, lleva a un hombre a la muerte.
No en vano, la novela concluye con estas líneas: «Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda la existencia: la fugacidad y el olvido».