Yo soy un
gamer. Y no es cosa de ahora, ni de hace 6 años. Soy y he sido un gamer toda la
vida. Recuerdo perfectamente cómo empezó mi afición por los videojuegos. Yo
debía tener 6 años, 7 a lo sumo, y una prima mía tenía una de aquellas
videoconsolas que solo permitían jugar al juego que tuvieran en la memoria, en
aquel caso el Tetris. Por Dios, como quise una de esas maquinitas. La deseaba tan
fuertemente como sólo los niños desean algo. Y, sin embargo, nunca tuve una.
Pedí para
reyes durante un par de años una videoconsola, pues cualquiera me valía, hasta
que mis padres me dieron el capricho. Una copia de la por aquellos tiempos
típica Nintendo. Yo no sabía aún nada de la rivalidad entre la Nintendo y la
MegaDrive, pero me importaba un rábano. Aquella pseudo-Nintendo era la mejor de
todas. Tenía en la memoria cientos de juegos míticos como el “Circus”, el Super
Mario, y el Battle Tank. Y a esos hay que sumarle algunos cartuchos nuevos (podías
usar los de la Nintendo) que poco a poco fui adquiriendo: Los Cazafantasmas,
Super Mario vs Donkey Kong… ¡qué maravilla!
Recuerdo
largas tardes jugando con los amigos al Battle Tank o al Super Mario. El que
perdía una vida le daba su mando a otro: era lo que conocíamos como un rey de
la pista. Si eras muy bueno, jugabas más que los demás, pero de niños aquel
sistema nos parecía óptimo. Pasaba los días deseando que llegara la hora de la
videoconsola. Las cosas eran así, te dejaban jugar una hora si habías hecho los
deberes y te habías portado bien; más tiempo no que te atrofia el cerebro. Entonces
nos íbamos a casa de otro amigo cuyos padres no supieran que habíamos estado
antes en mi casa, y jugábamos otra hora al ordenador o a lo que fuera.
Y de pronto
llegó la adolescencia y todo cambió.
La super Nintendo, que lujazo
La adolescencia
trajo consigo un cambio en muchos de mis amigos. Supongo que vino de la mano de
las mismas hormonas que te explicaban como ligar con una chica. Así que ambas
cosas pasaron por delante de mí sin que yo me diera ni cuenta. No me
interesaban las chicas en absoluto (según mi tío sólo las quería cerca para
tirarlas piedras), y seguía deseando que llegara ese ratito en el que pudiera
engancharme a la videoconsola. Ahora una maravillosa Super Nintendo ocupaba mis
pensamientos. La obtuve como recompensa por no suspender ninguna asignatura a
los 12 años, creo. Y poco me importaba a mí que me hubieran regalado una
consola que estaba a punto de quedarse obsoleta con la salida de la Play Station
al mercado, o con la ya disponible Dreamcast. Mi máquina era perfecta.
Jugué mucho
al Sim City (¡¡juegazo, juegazo!!), al Super Mario World, al Dragon Ball SuperButoden (best DB game ever!!), y al Rey León. La diferencia era que ya no
siempre tenía con quien compartir el segundo mando de mi videoconsola. Frases
lacerantes como “los videojuegos son para
los niños” o “yo no estoy con los
amigos para ignorarles enganchándome a una máquina” servían para
ridiculizarme cuando yo proponía delante de mis amigos ir a jugar un rato a la
videoconsola.
Comenzó
para mí una época oscura en la que incluso un listillo llegó a apodarme como “viciecus consolitis toeldiak”. Apodo
que rápidamente pasó de moda por su longitud y dificultad, así como porque como
lo decían púberes intentando imitar el latín sonaban tan imbéciles que pronto
decidieron dejar de usarlo. Finalmente decidieron simplemente llamarme viciado.
Tiene gracia pensar que concretamente el que me llamó viciado por primera vez
empezase a fumar a los 13 años y ahora sea adicto a mojar cristal y disolver
cocaína en ingentes cantidades de alcohol. Ironías de la vida, por lo visto era
yo el de los vicios.
Era una
época en la que empecé a esconder mi gusto por las videoconsolas y los cómics.
No ya por ser más sociable, sino para evitar tener que lidiar con tonterías de
niños idiotas. La cosa funcionaba así: pese a mi escaso interés yo conocía
gente nueva, chicas nuevas. Y te preguntaban, “¿cuáles son tus hobbies?” Y en vez de decir “leer y jugar con la
videoconsola”, si querías acercarte mínimamente a su falda como poco debías
responder algo así como “me gusta salir,
ir al cine con los amigos y hacer deporte”. De lo contrario te
ridiculizaban llamándote ‘friky’.
Para
empeorar las cosas, en aquella época conocí el Final Fantasy VII y el Final
Fantasy VIII. Por Dios, ¡qué maravillosas obras de arte! Con diferencia los dos
juegos (para ordenador) a los que más horas he dedicado. Madre mía, que
juegazos. A veces prefería salir más tarde que el resto para poder avanzar un
poco más en mis emocionantes partidas.
Así que me
adapté a los tiempos: seguí jugando con un par de amigos fieles a las
maquinitas, pero de puertas para afuera nunca reconocía mi afición. Incluso la
negaba por lo bajini, si me preguntaban. “Juego
a veces, pero sólo un rato cuando me aburro mucho”. Y no es que me importase un bledo lo que
fueran a pensar de mí, era simplemente por evitar discusiones con niños idiotas
que ahora tenían 15 o 16 años. La sociedad, mis padres, y todo mi entorno en
general me habían convencido de que por lo visto, mis gustos eran infantiles y
tenía que ir olvidándome de ellos.
El cambio comienza
Pasé toda
mi adolescencia luchando porque mi secreto no viera la luz, y ahorrando para
comprarme una Play Station que yo tenía muy claro ya nadie me iba a regalar. Y
para cuando hube ahorrado lo suficiente, la Play estaba obsoleta y debí ahorrar
aún más para comprarme una Play2. Creo que fueron 220 euros la play2 y el Final
Fantasy X. Todo un logro para un chaval de 17 años con una paga de 10 euros
semanales.
Pero
durante esa época, algo comenzó a cambiar. De pronto un día, alguien propuso un
plan nuevo. “¿Y si vamos a jugar un par
de horas al ciber?” “¿Un ciber? ¿Qué demonios es eso?” “Es un sitio que han
abierto en el barrio, lleno de ordenadores con los juegos más modernos. Pagas
un poco, y te dejan estar un par de horas jugando Online”. ¿Sería un sueño?
¡Alguien de mi grupo estaba proponiendo ir a jugar todos a videojuegos de
manera que parecía algo moderno y molón!
Y empezó
entonces la época en la que más frustrado me he sentido en mi vida. Todos
aquellos cabrones que me habían hecho ocultar mi afición a los videojuegos, de
pronto tenían mucho más dinero que yo para gastar en los cibers. ¡Y como resultado eran
mejores que yo al Counter Strike y sus personajes del Diabo II tenían más nivel! Cerdos.
Total, que
de una manera misteriosa, desde entonces los videojuegos se han vuelto algo
popular y guay. O sea, que yo fui durante años el viciado, el friky, el rarito
de los videojuegos del que había que inventarse estúpidas bromas, era el gamer. Y de pronto todo el mundo se
gastaba dinerales que yo no podía permitirme en Playstation3 u otras potentes
videoconsolas. Y después, la gente empezó a vestir camisetas de videojuegos
antiguos como Sonic, a llevar detallitos como pegatinas de PS3, y fotos de
gente que en su vida había jugado un videojuego, ahora inundaban internet en
las más sugerentes poses que hacían pensar “me encantan los videojuegos, toda
mi vida ha sido así”.
Y yo tengo que
soportarlo. Porque podréis pensar “¿Pues
ahora estarás contento, no? Ahora está muy bien vista tu afición”. Pues no,
y no me sale de las narices estarlo, falsos, ¡qué sois unos falsos! ¡Hipócritas!
Yo, que he visto la evolución desde el Mario Bros (No Super Mario Bros,
ojito al dato) hasta el Super Mario Kart 7, yo que tenía el Final Fantasy 7
para ordenador y para Play Station, yo que he atesorado horas con mis
personajes preferidos, ahora no soy exclusivo. Ahora que llega mi momento de
gloria, resulta que tengo que conformarme con ser un cualquiera. Una chica que
no ha jugado más que a los juegos del Facebook y al Candy Crush se hace una
foto en tanga con un mando de cualquier videoconsola y a ojos de todo el mundo
es ya más gamer que yo. Un cani que no sabe que es el Doom o el Quake, ahora es
el más experto en shooters. Un fulano es un héroe por pasarse el Príncipe de
Persia, y ni siquiera sabe que ya hubo una versión de diskette para 386 hace la
tira de años. A todos ellos yo les digo: ¡No os merecéis disfrutar de una
afición que durante más de 10 años habéis criticado y tachado de nociva!
Ya tenéis
vuestras discotecas, vuestras fiestas y vuestras historias, ¿por qué tenéis que
venir a mi terreno a estropearlo todo ahora? Y os preguntaréis “¿Estropearlo?”
¡Pues sí! Desde que los juegos tienen el volumen de venta que tienen desde hace
5 años, desde que todo el mundo que no ha sabido lo que es un buen juego en
toda su vida ahora va y se cree un
experto, los títulos que salen hoy en día no son ni la mitad de buenos de lo
que tenía que ser un juego para triunfar en los 90.
Antes un
juego tenía que tener una historia fabulosa, unos personajes con los que
conectaras, y una jugabilidad limitada por la tecnología del momento pero
sorprendente. Unos gráficos que a veces no te permitían distinguir las cosas
bien, pero que debían resultar atractivos. Y todo ello envuelto por una banda
sonora que armonizara y se te metiera en la cabeza. Ahora mezclan una historia
lamentable sin apenas argumento y una música nada trabajada con unos personajes
toscos con los que no se puede empatizar, pero eso sí, con unos gráficos
estupendos de última generación, y te sacan un juego que vende 5 millones de
copias y que resulta ser una obra de arte. ¡Por la falta de criterio de los
gamers de nueva generación yo tengo que jugar a juegos que aunque vendan miles
de copias son una basura! ¡Por su torpeza las compañías han dejado de sacar
obras de calidad para dedicarse a juegos vendibles a una masa ingente de
personas que pagan 70 euros por un juego que se terminan en 6 horas! ¡Ya hace más
de 10 años desde que sacaron el último Final Fantasy por el que mereció la pena
obsesionarse!
Y todo esto por no hablar de los micro pagos.
Antes te comprabas un videojuego, que te costaba tus buenos ahorros, y tenías
todo el videojuego. Algunas partes casi imposibles de desbloquear, vale, pero
lo tenías todo enterito. Ahora te pasas el videojuego, y resulta que mediante
cómodos micro pagos puedes adquirir niveles extra, aspectos diferentes para los
protagonistas, etc. ¡Una maravilla esto de la evolución de los videojuegos, si
señor!