lunes, 10 de octubre de 2016

Del Támesis al Albarregas

Eso pienso a veces, por las mañanas, cuando voy al trabajo por el paseo que flanquea el río Albarregas: de la mole oscura, sobrecogedora, zarandeada por las mareas, del que atraviesa la capital británica, por cuyas riberas tanto he caminado, al hilo titubeante del que afluye modesta, muy modestamente al Guadiana en Mérida. Pero esa diferencia no me importa. Al contrario: la exigüidad del caudal extremeño es metáfora de su cercanía, de su naturaleza casi familiar; la exuberancia del inglés, en cambio, lo es de su gélida impenetrabilidad (salvo para los suicidas). No obstante, y a riesgo de herir el orgullo local, hay que reconocer que el Albarregas solo puede considerarse río con mucha generosidad, más aún, con una suerte de conmiseración hidrográfica. Yo solo he visto su cauce lleno una vez, después de una tormenta bestial de primavera; y apenas duró un día. Por lo general, el Albarregas es solo un brazo de agua verdosa que avanza, a no demasiada velocidad, por el centro del lecho que le han construido, tropezando con envases de plástico y latas de refrescos vacíos y matas de vegetación que crecen con la humedad y los sedimentos minerales, y en el que se refrescan y abrevan palomas, patos, gaviotas, gorriones, abejarucos, gallinetas y hasta alguna garza, cuya sinuosa elegancia chirría en un caudal tan poco lucido y tan lleno de desperdicios. Al poco de llegar a Mérida, vi cómo vehículos del ayuntamiento limpiaban el cauce de cemento de esa maleza, que había prosperado hasta formar tupidos carrizales. Un vecino que pasaba en aquel momento por allí, se conoce que sensible a los desmanes contra la naturaleza, gritó, no sé muy bien a quién (porque era obvio que el conductor del buldócer no podía oírlo): "¡Eso, ahora los quitáis, cuando están anidando los patos!". Ignoro, la verdad, si los patos anidaban en aquellos matorrales, pero sí doy fe de que, al arrasar el monstruo mecánico uno de ellos, un bicho que no supe identificar, quizá una rata grande, corrió a refugiarse en el matorral vecino, aunque su suerte en él no iba a diferir demasiado de la que había corrido ya en el anterior. Esa es una de las cosas que más me gustan de mi paseo matutino por la ribera del Albarregas: la presencia de la gente y sus conversaciones. Suelo coincidir con los grupos de muchachos que se dirigen, con gesto apesadumbrado y en un silencio impropio de su edad, al instituto homónimo, que se encuentra un poco más allá del acueducto de San Lázaro, pero también con los vecinos que salen a hacer ejercicio uno pasa siempre con chándal y caminando muy deprisa, como Rajoy, a pasear al perro o los perros: otro señor aparece siempre con dos chuchos gemelos, que hasta mueven la cola al mismo tiempo o a comprar. En cierta ocasión, una señora, que venía hacia mí cargada con las bolsas del supermercado, se paró a mi altura y me preguntó: "¿Es Ud. el señor Vicente, el director del banco?". Nunca me había imaginado que pudiesen verme como un director de banco, con esta pinta barbada que gasto, pero una nunca sabe qué imagen proyecta a los demás. Se conoce que a la señora debieron de impresionarla mi corbata y mi cartera, que meneo, según me ha revelado una amiga, con garbo anglosajón. "No, señora, lo siento, no soy el señor Vicente, el director del banco", respondí a la inquisitiva vecina, algo lamentoso de decepcionarla. En el paseo del río Albarregas, los barrenderos me saludan por la mañana y las parejas de ancianos que van de la mano se apartan, cuando se aperciben de que llevo prisa, para dejarme pasar, y se quedan mirándome mientras los adelanto, entre curiosos y admirados. Pero otras cosas me desagradan: que una joven, aterida de frío y bostezando, no recoja la mierda que su perro acaba de dejar en la acera, y se aleje, como si el zurullo fuese un accidente más de la naturaleza, entre caladas al cigarrillo; o que las paredes de los inmuebles adyacentes al río estén llenas de pintadas. A veces, no son ni siquiera paredes, sino solo tapias, pero me disgusta igual: esas cenefas embarulladas, puro gruñido pictórico, pura mancha con apariencia de palabra (o de dibujo), que los ensuciadores nunca pintan en el comedor de su casa, sino en el espacio de todos. O es que quizá no tengan casa. El barrio que atraviesa el río Albarregas, al menos en el tramo que recorro yo cada mañana, es un barrio humilde, con almacenes y casas baratas, de gente sencilla pero digna, que saluda y conversa, que no tiene miedo de la vecindad ni del roce. Aunque también hay aquí algún hito que merece consideración, como la iglesia de Nuestra Señora de la Antigua, una noble construcción que se remonta al siglo XV y que ha acogido una imagen de la Virgen a la que el pueblo de Mérida, según el historiador Moreno de Vargas, tiene mucha devoción, y que, sacada en procesión y llevada a la iglesia mayor en tiempos de seca u otra necesidad, ha remediado con amorosa liberalidad los males que afligían a los fieles; o el puente romano que cruza el río llamado por los romanos Barraeca y rebautizado por los árabes con el habitual prefijo al, construido a finales del siglo I a. C., cuando imperaba Augusto, como prolongación del cardo maximus de la ciudad, y que sigue tan sólido y airoso como hace dos mil años, cuando caligae y carros fatigaban su enlosado. Mi doble caminata diaria por el Albarregas siempre me sorprende con algo imprevisto: hoy, por ejemplo, he escuchado a dos hombres hablar en uno de los grandes desagüaderos que dan al río. No los he visto, pero los he oído dentro. Aunque a veces no estoy para nada, y solo me preocupa salvar cuanto antes la distancia que me separa de mi casa. En verano, a las tres de la tarde, cuando salgo de trabajar, el Albarregas es un horno, como toda la ciudad: el sol se refleja casi se diría que arraiga en las piedras y se lanza a la yugular como una hoz. Pero ahora es otoño, y la creciente aunque breve suavidad de las temperaturas anima a una observación descuitada y cavilosa, en la que no dejan de inmiscuirse, con sedientos golpes de ala, los pájaros que encuentran en el río Albarregas un vergel.

1 comentario:

  1. El tono del texto va cambiando con extraordinaria fluidez y, si supiera,clasificaría las sucesivas emociones del narrador(¿del lector?¿de ambos?),tan sutiles como esos muestrarios de colores de las tiendas de pinturas. El contraste entre la condena del sol y el otoño redentor me encanta. Por cierto,hay un lapsus linguae muy gracioso que convierte al caballero barbado en una mujer.

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