La estupidez nos persigue, nos acosa, nos envuelve como otro oxígeno, y a menudo, ay, se nos mete dentro como eso mismo: como el aire que respiramos. Aunque no sea nuestro fuerte, como decía Valéry, nos dejamos imbuir por ella, nos abandonamos a sus dictados imbéciles, y quedamos atrapados en sus redes de necedad y simpleza. Es menester, pues, combatirla: sacudírsela (la estupidez, digo) como los perros se quitan de encima el agua después de remojarse. Pero primero hay que reconocerla. Porque la estupidez se diluye en el ambiente como una emanación tóxica; la estupidez se mimetiza con las cosas hasta parecer tan natural como ellas: esa es una de sus principales, y diabólicas, habilidades. Los Sanfermines, por ejemplo, son un ejemplo insuperable de estupidez, pero pasan por una expresión universal de cultura, gracias a los encomios de Ernesto Hemingway y a la pertinaz dedicación de Televisión Española, una de las pocas cosas que no ha menguado en España desde la dictadura franquista, sino más bien lo contrario: ahora TVE sigue las evoluciones de los toros y los corredores con cámaras aéreas o puestas en la cabeza o la cintura de los propios mozos. Juntarse con varios centenares, o acaso miles, de personas para echar una carrera de varios minutos por callejones estrechos junto, delante o, muy a menudo, debajo de morlacos de 600 kilos con pitones como cimitarras, es, sin más, una estupidez, y una estupidez temeraria, que cada año rinde heridos a mansalva -cuya atención médica corre a cuenta de todos- y hasta muertos (además de, por lo que se ve, tocamientos y violaciones, favorecidos por el desdibujamiento de la individualidad que procura la masa y el estado etílico en el que se encuentra la mayoría de los jóvenes, principales participantes en el desafuero). Y eso por no hablar del maltrato de los propios toros, que corren angustiados por las calles, sometidos a los gritos de la gente, los choques con las talanqueras y las caídas en el empedrado. Como bóvidos que son, los toros solo quiere que los dejen en paz, y esa situación desquiciante los estresa hasta el enloquecimiento. Dentro de la estupidez general de las galopadas, siempre me ha llamado la atención, en particular, esa actitud casi mística que adoptan muchos mozos antes de la suelta. En las imágenes de televisión, se les ve reconcentrados, rezando, besando cruces o estampas de santos, o abrazándose unos a otros, como toreros en capilla, guerreros antes del combate o caballeros prestos a la lid, con la armadura del traje blanco, la gorguera del pañuelo rojo y la espada de los papeles enrollados (¿qué serán, por cierto, esos papeles: ejemplares del Marca, hojas parroquiales, manuales de primeros auxilios?). Y uno piensa: ¿Por qué adoptan esa pose de espiritualidad o grandeza, si lo que van a hacer es una gilipollez? Y también: ¿No sería más lógico y provechoso, para ellos y para la sociedad, que dedicaran las muchas energías que gastan en esta majadería a cosas mejores, como, no sé, leer libros o investigar el cáncer?
Otro ejemplo de estupidez máxima ha sido la reciente campaña del Barça en defensa de Messi, condenado a 21 meses de cárcel y una multa de dos millones de euros por tres delitos fiscales: "Todos somos Messi", ha sostenido oficialmente el club. Aunque el futbolista todavía puede recurrir al Supremo —y sus abogados han dicho que lo hará—, la justicia ha establecido que es un delincuente. Y a un delincuente no se le puede presentar como a una víctima. Las víctimas hemos sidos todos nosotros, los contribuyentes españoles cumplidores de nuestras obligaciones tributarias y estafados por su conducta. "Todos somos Messi" es una campaña indignante y estúpida. Es indignante y estúpido que el FC Barcelona —que es, por cierto, mi club— utilice para defender a un defraudador fiscal un lema que tiene su origen en el emocionante discurso que dio John Fitzgerald Kennedy para solidarizarse con los berlineses asfixiados por el bloqueo soviético de la ciudad tras la Segunda Guerra Mundial: All free men, wherever they may live, are citizens of Berlin, and,
therefore, as a free man, I take pride in the words "Ich bin ein
Berliner". Y más indignante y estúpido es todavía que proclamen que "Todos somos Messi", cuando es obvio, para cualquiera que no sea completamente idiota, que no, que ninguno de nosotros es Messi, porque: a) ninguno juega al fútbol como él; b) ninguno gana 36 millones de euros al año; c) ninguno de nosotros ha defraudado 4,1 millones de euros al fisco; y d) ninguno de nosotros tiene a una institución tan poderosa como el Barça difundiendo que "Todos somos nosotros". Sumarse a ella, y aplaudirla, es tan estúpido, o más, que promoverla, porque ratifica la utilización interesada que se hace de los modestos, de los anónimos, para privilegiar a los encumbrados. Cornudos y apaleados, se dice en mi pueblo. Y estúpidos, desde luego.
Otro clásico de la estupidez es la televisión, aunque da un poco de fatiga volver a esta realidad invariable para denunciar la idiocia generalizada. A pesar de que el tiempo se ha llevado algunos ejemplos inveterados de estupidez televisiva veraniega, como las canciones de Georgie Dan, algunos hábitos catódicos, que no hacen vacaciones, se bastan para surtirnos de estulticia. Uno enciende el aparato y se encuentra, por ejemplo, con los sospechosos habituales en los programas de debate: un batallón de tertulianos (la palabra correcta es "contertulio", pero ha sido arrumbada por esta otra, cuya terminación conviene mejor a la naturaleza de lo designado) que inflaman las ondas con regüeldos y memeces, y entre los que brillan con luz propia las coristas de la ultraderecha, Carmen Tomás, Isabel Durán, Isabel San Sebastián y Cristina López Schilchting, todas ellas sedicentes periodistas, aunque a uno le parecen más bien gorilas de garito nacionalcatólico. A la estupidez política se suma la estupidez futbolera, cuyo máximo representante es El chiringuito, esa reunión de adolescentes vitalicios que han encontrado en el balompié, y en la cháchara balompédica, la razón de su existencia. Y, en fin, está la estupidez rosa, cuyos niveles de cretinismo inspiran algo más que vergüenza: inspiran piedad. ¿No habrá algún alma caritativa que rescate a quienes participan en ellos —tanto profesionales como invitados— de su penosa condición, no sé, al modo de Hermano mayor, ese programa en que un excolgado cachas educa a adolescentes neandertálicos para que dejen de comportarse como mandriles con sus padres o de torturar a sus perros (o a sus novias)? Uno cae, zapeando, en los programas que presenta Jorge Javier Vázquez, por poner un ejemplo destacado, escucha unos minutos la mezcla de trivialidades, sandeces y groserías que intercambian los participantes —como los ladridos de una jauría, encerrada en una jaula de cristal, cuya única ocupación consistiera en amedrentarse y lanzarse dentelladas, en un ejercicio inacabable, sin principio ni fin, de lo mismo— y piensa que esa bazofia está entrando cada día en las casas y las mentes de millones de espectadores, y se queda sobrecogido, y no solo del hecho en sí, sino, sobre todo, de que nos hayamos acostumbrado a eso, de que eso no suscite ya ninguna protesta ni oposición, de que todos demos por supuesto que cualquiera puede emitir esa basura y de que a nosotros nos toca considerarlo normal, propio de una sociedad democrática, con libertad de expresión y programas para todos los gustos.
Y luego, en fin, está la peor estupidez de todas: la estupidez criminal, de la que hay una forma pasiva, como la de la sociedad estadounidense, que se empeña en defender el derecho a llevar armas, a pesar de las matanzas recurrentes que esa permisividad propicia (y las 92 personas que mueren al día, y las 297 que resultan heridas, por arma de fuego), y otra activa, como la del tunecino, cuyo cerebro ha carcomido el Estado Islámico en un tiempo récord, que se ha llevado por delante en Niza a 84 personas, entre ellas 10 niños (y algunos musulmanes). Siguen (y, por desgracia, seguirán) pasando estas cosas, y uno siente la tentación de cansarse de la indignación que le invade —indignarse consume muchas energías— y dejar de considerar estas masacres una novedad, es decir, de acomodarse psicológicamente al desastre, como se acomoda a la realidad vergonzante de los programas del corazón en las cadenas de televisión, para, así, no combatirlo. Pero no hay que caer en la tentación de la apatía: la estupidez ha de ser rechazada siempre, con todos los medios a nuestro alcance. Y hay que empezar, desde luego, por nosotros mismos. La estupidez es zalamera y proteica: quiere atraparnos siempre. Para escapar de su seducción y derrotarla, recomiendo una vigilancia diligente de nuestro actos, pero también una disposición activa para otros: recomiendo el concierto para dos violines en re menor, BMW 1043, de Johann Sebastian Bach, y los ensayos literarios recogidos en Por cuenta propia. Leer y escribir, de Rafael Chirbes, para sentirse un poco menos estúpido.
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ResponderEliminarPero estamos anestesiados o paralizados son remedio.
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