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lunes, 30 de junio de 2008

Lazos y raíces


Dorotea Fulde Benke
(Finalista Certamen Hispano-Alemán 2008)


Después de tanto tiempo en España —treinta y cinco años de mi vida están entroncados aquí por lazos indisolubles— y sin haber perdido la conexión umbilical con Alemania, me gustaría dar la callada por respuesta cuando me preguntan de dónde soy, porque ya no estoy segura. Si insisten, digo que he nacido en Múnich. La siguiente interrogativa, inocente en su simpleza, suele ser: Y ¿qué? ¿Te gusta esto?
La respuesta mejor aceptada es la más fácil: ¿A quién no le gusta este país? La bondad del clima (de Andalucía donde vivo), la simpatía de sus gentes, la hospitalidad hacia el forastero, bueno, la forastera en mi caso (sobre todo si viene del Norte).
Si el interlocutor promete, a lo mejor me desahogo contándole los pormenores de mi experiencia personal, y de paso le explico que siempre había imaginado mi vida como puente entre dos familias, lenguas, países y culturas. Un largo puente apuntalado por innumerables arcos con el peso repartido entre una y otra orilla: una infancia forjada con recuerdos del cariño incondicional que hubo en mi casa; el enamoramiento que me trajo al Sur y que todavía me está durando; una formación sólida basada en el dominio de mi lengua materna, el alemán, y el idioma de mi vida, el español; mi hijo, nacido y arraigado aquí, que mira con desenvoltura hacia la ribera alemana; parientes y amigos a un lado y otro de mi existencia; diversos componentes más, siempre bilaterales: costumbres, actitudes, mentalidades…; todo ello forma una carga preciosa y un pesado lastre, según como se mire.
Sin embargo, hace unas semanas, encontré en Córdoba otra visualización mucho más concreta que la del puente. Ante el gran mosaico geométrico del Salón del Trono del Alcázar, me quedé rezagada, absorta al interpretar la bellísima imagen vertical como reflejo del rompecabezas de mi vida. Gracias a un artista supremo, cada pieza, cada fragmento, cada pedacito por sí solo insignificante, cumple su parte y cometido en la composición total. Afortunada de mí que, equidistante pero siempre cerca de esos dos países entrañables, sé que en mi caso hay una reserva inagotable de argamasa para sujetar, unir y conectar mis vivencias: el apego a mi tierra, la de allá, y el cariño a mi tierra, la de aquí.

La alemana


Mercedes Martín Alfaya
(Finalista Certamen Hispano-Alemán 2008)

Mamá anunció que la niña llegaría el martes. ¿Habla español? Preguntó mi hermana. Pues, claro; su padre es el tío Miguel, contestó mi madre. ¡Ah! El tío Miguel, el de Alemania, recordó mi hermana. Y todos reímos ante la ocurrencia de Carmichi, que protestó enfadada: pues que no se le ocurra tocar mis muñecas.
Mamá y papá fueron a recibir a los tíos, les acompañaron al hotel y nos quedamos con la niña para irla acostumbrando. Una semana después, sus padres volvieron a Dusseldorf. Está muy escuchimizada, dije yo, y mamá me aclaró que era el clima y que por eso la trajeron a España.
Al principio la niña no hablaba; pero enseguida se adaptó. Recuerdo que mamá la llamaba desde la ventana y ella contestaba con su coleta tiesa: estoy aquí, jugando con la Amparito. Y le pedía un pfennig para chuche (que mi madre no sabía lo que era, pero le tiraba un duro y ella tan contenta). La niña fue tomando color y lustre y su madre nos enviaba cartas diciendo que, por favor, no dejásemos que nos llamara hermanas, ni papá y mamá a mi padre y a mi madre. El caso es que le tomamos tanto cariño que ninguno la corregíamos por ello. Y ocurrió que un día, a eso de las seis de la mañana, sentimos unos golpes en la puerta y voces en la escalera. Yo me tapé la cabeza con la sábana sin saber qué ocurría. Y ocurría que a una vecina se le había metido fuego y el humo salía por todas partes. Mi madre nos levantó a todos y tomó a la niña en brazos mientras mi padre nos empujaba hacia la escalera. El incendio se controló pronto y fue más el susto que los daños. De todas formas, mamá ni siquiera lo comentó con “los alemanes”, como llamábamos a los tíos; temía que el incidente asustase a los padres y se la llevaran. A los pocos meses, ellos volvieron a España para ver a su hija y mi madre aleccionó a la pitusa para que no dijera nada del incendio. Los padres llegaron hablando a la niña en alemán, por aquello de que retomara sus hábitos, y la niña miró a mi madre con ojillos traviesos diciendo: ¿ves, mamá? No les cuento que se quemó la casa porque ellos ya no me entienden.