Su cuento se titula "Acacia y el viento". Seguro que pronto lo podremos leer, cuando ya haya sido presentada la edición de los cuentos ganadores
sábado, 28 de febrero de 2009
¿Dónde está Mercedes?
Su cuento se titula "Acacia y el viento". Seguro que pronto lo podremos leer, cuando ya haya sido presentada la edición de los cuentos ganadores
jueves, 26 de febrero de 2009
Sueños de agua
Relato seleccionado y publicado en el libro del II Concurso una imagen en mil palabras, Asociación Cultural Ars Creatio (Torrevieja-Alicante), 2008.
sábado, 21 de febrero de 2009
Sábado literario. Me gusta, no me gusta
Me gusta
Me gusta sentirme ciudadano del mundo.
Me gusta la vida.
No me gusta el poder en ninguna de sus formas.
viernes, 20 de febrero de 2009
Cuentos pequeños y terribles
Bobby Zao
(Editorial Dunken. Buenos Aires)
Lo sentí como un regalo especial porque el envío llegó de Buenos Aires, ciudad donde desde 1951 vive este escritor, que nació en China en 1947. Al tenerlo en mis manos y poder leerlo, he sentido que el mundo entero es muy cercano y que Internet y las comunicaciones son tan grandes que lo abarcan todo.
Bobby me ha dado permiso para compatir con todos algunos textos de su libro, una mínima forma de agradecérselo. Es una obra editada en Argentina, así que animo a la gente de allí a leerla, y a las editoras de España a publicarla.
Caminan, intranquilos, presurosos; de pronto ella le aprieta la mano, y le dice:
-No vayas a mirarme.
-Porque es chiquito.
-¿Como yo, mami?
-No, vos ya no sos tan chiquita como tu hermano. Andá a cambiarle la ropita a tu muñequita.
Momentos después, la mujer dejó caer la papa y el cuchillo dentro de la pileta. Corrió hacia el dormitorio invadida por un terrible presentimiento.
La pequeña se había escondido y el bebé no estaba en la cuna. Las cortinas flotaban suavemente sobre la ventana de ese décimo piso. Podían escucharse voces tumultuosas ascendiendo desde la calle.
Tu suave llama
en mi oscura noche
hace la luz
Sobre mi siesta
se mecen tus veranos
sueño de sed
El tibio pan
te toca los labios
quiero morder
http://www.dunken.com.ar/
sábado, 14 de febrero de 2009
Sábado literario
Éste prodigio, te digo, ha sido así siempre; desde que el azar, o la vida, o una mano cómplice fabricó el primer espejo. Si alguna vez te acercas y consigues olvidarte de tu propia imagen, apreciarás en la superficie pequeñas manchas, diminutas imperfecciones, algún hoyuelo casi inexistente. Esos son restos del pasado, cicatrices de otros tiempos que habitaron en él. Y si fueras capaz de ver más allá, más adentro, como dejándote flotar y hundir los ojos en un mar tranquilo, sentirías la tibieza de la verdad, la frialdad del engaño, la agitada pasión de épocas remotas..., la acuosa huella de la existencia moviéndose imperceptible ante tus ojos...
miércoles, 11 de febrero de 2009
Exposición colectiva "AMOR". Linares (Jaén)
sábado, 7 de febrero de 2009
El brigadista
Temiendo perder la oportunidad de cumplir su propósito, preguntó a un policía que parecía intentar poner orden en aquel tumulto dónde estaba la entrada para oradores. El hombre miró de arriba abajo al despojo encorvado que le interpelaba. Reparó en el uniforme, en el que una ruina de casaca de tela parda gruesa, sembrada con un puñado de descoloridas condecoraciones bajo la hombrera izquierda, limitaba por ese mismo lateral con una manga vacía que quedaba sujeta en el cinturón de cuero con hebilla militar. No había brazo dentro. El pantalón había superado con creces su fecha de caducidad y dejaba adivinar sin esfuerzo unas piernas alámbricas. La cara, de tonos apergaminados, parecía el mapa de una batalla perdida. Sorprendía un bigotillo sospechosamente oscuro para la edad del anciano. La boca, desdentada, se hundía sepultando los labios. El cráneo sostenía una gorra de campaña que medio siglo atrás pudo adaptarse bien al tamaño de la cabeza, pero que ahora caía holgada dejando al descubierto por detrás una calva amarillenta limitada por un breve arco de pelillos negruzcos y desgalichados. Solamente los ojos, tan brillantes como los zapatos de cordones que calzaba, parecían albergar una resolución que no admitía negativas. Así que, tomándole por un carcamal algo majareta, el policía levantó el brazo y le indicó una portezuela tras los contenedores que le conduciría directamente al escenario.
Eran más de las diez de la noche.
Esa misma mañana Octavio había rescatado del fondo del armario el atuendo de campaña. Repasó con esmero el uniforme, deteniéndose en los detalles como en una íntima liturgia; botonaduras, pliegues y costuras. Luego lo planchó lo mejor que pudo, lo devolvió al perchero y esperó impaciente la hora.
Casi setenta años antes nuestro hombre había sobrevivido a cuatro años de guerra. Tuvo suerte y volvió a casa con veintipocos años, aunque con un brazo menos y unas esquirlas de metralla alojadas en la rodilla que le provocaron una cojera irreversible. Ambos fruto de un desgraciado encuentro con un obús imprevisto.
Aunque otros, muchísimos, jamás volvieron.
Pero ahora avanzaba resuelto y orgulloso por un estrecho pasillo con camerinos y cachivaches escénicos desparramados aquí y allá. Marchaba algo renqueante, soportando su limitación con su exiguo metro sesenta, pero decidido a epatar a todos los camaradas con su ocurrencia.
El hombre ignoraba que llegaba al teatro y a la convención de brigadistas exactamente veinte años tarde. Aunque, casualidades de la vida, esa noche también se había convocado allí un mitin. Si bien con un objetivo muy distinto.
Alguien debió equivocarse en las señas. Lo cierto es que la carta anduvo deambulando estafeta tras estafeta hasta que, nada menos que con dos décadas de retraso, Octavio había recibido hacía pocos días en el buzón de su diminuto piso, en el que vivía viudo y sólo como un anacoreta, un saluda personalizado en el que se le invitaba a una asamblea de la Asociación de Camaradas Brigadistas en un conocido teatro de su ciudad para celebrar el aniversario del Armisticio.
Cuando la leyó no reparó en el detalle del año, entre otras cosas, porque, casi nonagenario, su vista ya daba para poco aún con sus roñosos y desportillados anteojos, y porque además, nada más comenzar, los ojos se le nublaron de emoción al leer la entradilla personal que el presidente de la Asociación le remitía: “Queridísimo camarada en el combate ...”.
Se le solicitaba realizar, si le era posible, una aportación propia a la reunión. Cualquier cosa valdría; fotografía u objeto. O también acaso un gesto que pudiera colaborar a ese emotivo hermanamiento a la sombra de la nostalgia. Tras reflexionar, Octavio tuvo una idea que, estaba seguro, pondría los pelos de punta a sus antiguos -a los pocos que iban quedando- y nunca olvidados compañeros de escaramuzas, barracones y amanecidas.
En los últimos meses habían sucedido en el país hechos muy graves que el Gobierno había venido ocultando. Los partidarios de la oposición habían convocado una manifestación con mitin final en ese mismo teatro, en el que se estaba condensando toda la electricidad negativa que se vivía en oficinas, bares y mercados. Los oradores que subían al escenario habían ido elevando el nivel de agresividad llevando al vértigo la violencia verbal. Además, hacía un buen rato que adeptos al Gobierno habían penetrado en la sala para reventar la asamblea, enarbolando pancartas y gritando desde el fondo consignas contra aquellos conspiradores mentirosos, afirmando, enardecidos, estar decididos a llegar a las armas, si fuera necesario, para enviar a los corruptos a la parte más negra del infierno. Los insultos y las soflamas entre ambos bandos fueron subiendo en intensidad y virulencia, arrojándose a la cabeza toda clase de malversaciones, fechorías, traiciones, cohechos y hasta torturas. Era imposible llegar a entender a los oradores, ni siquiera con micrófono.
Y cuando la confusión era paroxística en medio de una algarada general, la multitud observó estupefacta cómo un espectro de huesos destartalados, vestido con un uniforme marchito y desmadejado, surgía en el escenario desde detrás del telón, erguido hasta donde su maltrecha columna le permitía, pero con la dignidad que solamente cierta raza de guerreros puede transmitir. Con absoluta determinación se fue acercando hacia el atril y, paradójicamente, la turba fue cediendo en su griterío, quedando finalmente enmudecida entre los siseos de algunos. Entonces aquel viejo luchador fue enfocado por un chorro de luz azulada desde la cabina de iluminadores, lo que permitió descubrir su enclenque ancianidad y el brillo del sudor que le caía hasta el cuello arrastrando chorritones del tinte negro con que había intentado disimular sus canas.
Paralizado por el asombro el predicador de turno le cedió su puesto y la palabra. Octavio miró a la platea muy serio, visiblemente deslumbrado por el foco de luz, carraspeó, enderezó como pudo un poco más su breve cuerpo y acercó el micro con su única mano temblequeante. Y con un hilo de voz batido por la emoción exclamó:
“Para todos vosotros, valerosos brigadistas. Por la sangre derramada de todos aquellos que merecieron seguir viviendo. ¡Por los más valientes!”.
Desafinando ferozmente, con la voz aflautada de la senectud y con su única mano en el pecho para que no se le escapara el alma, Octavio rompió el silencio de cripta que reinaba en el aire ofreciendo su tributo insondable. Cantó con todo el sentimiento la más popular de las canciones, aquel tango inolvidable con el que muchos combatientes intentaron ahuyentar el pánico a la muerte en la miseria de las largas noches de trincheras, en el culo de saco de la Historia.
“Yo adivino el parpadeo de las luces
que a lo lejos van marcando mi retorno ...”
Y siguió cantando, susurrando,
“Son las mismas que alumbraron
con sus pálidos reflejos hondas horas de dolor ...”
Y la voz de Octavio era ya casi inaudible, puro sollozo,
“Y aunque quise el regreso
siempre se vuelve al primer amor ...”
Y llegó a la estrofa que cada vez más público coreaba,
“Volver con la frente marchita
las nieves del tiempo platearon mi sien ...”
Y para entonces ya no quedaba ni una pancarta ni un puño en alto por ninguna parte,
“Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada
que febril la mirada, errante en las sombras te busca y te nombra ...”
A Octavio ya no le quedaba voz. Pero no hacía falta, cantaba el teatro entero. Llegaba el descabello,
“Vivir con el alma aferrada
a un dulce recuerdo que lloro otra vez ...”
Y fue entonces, al terminar con el himno que amordazó miles de gargantas, cuando una muchacha muy guapa que estaba de pie en primera fila miró sonriente a Octavio y, sin decir palabra, se levantó la camiseta y le mostró su hermoso torso desnudo. Tal y como le había contado su abuela que hizo, en señal de agradecimiento, al paso de los jóvenes brigadistas que liberaron su pueblo. Setenta años atrás.
jueves, 5 de febrero de 2009
La mujer que perdió un ojo
Se despertó de madrugada con una extraña sensación, había vuelto a sufrir una de esas pesadillas que la atormentaban. Una tenue luz se filtraba a través de los visillos. No quiso encender la lámpara para no despertar a su marido; a tientas se calzó chinelas de raso y, al ir a dar los primeros pasos, percibió que no veía bien. Se frotó los ojos por si le molestaba alguna legaña; notó unos destellos fugaces, pero su visión seguía sin mejorar. Estiró los brazos al frente y caminó arrastrando los pies.
Ya en el baño, buscó la llave de la luz y la conectó. Cerró los ojos para evitar el fogonazo. Los abrió despacio y se miró al espejo. ¡Dios mío! ¿qué me ha pasado en el ojo? ¡si lo tengo casi blanco! Se estiró con los dedos el párpado y se volvió a observar. La luna le devolvió un ojo izquierdo borroso, apenas se distinguía el iris y la pupila. Abrió el grifo y se lavó el párpado, lo secó, se volvió a contemplar. El azogue le devolvió la incredulidad. Se fijó en el ojo derecho; seguía como siempre: el iris de un verde aguamarina y la pupila en el centro.
¡Qué puñetas, debo de estar soñando!; será la pesadilla, que aún no me quiere despertar. Un ojo no puede desaparecer así como así.
Se fue a la cama y se sentó en el borde; al otro lado se escuchaban ronquidos. Cerraría los ojos y respiraría profundamente para tranquilizarse. Sólo consiguió cerrar el ojo derecho; el párpado del otro no se bajaba, permanecía replegado bajo la ceja como si lo estiraran con un hilo de títere. Una vaga certeza de desastre se instaló en su estómago y le provocó pánico. Se arrastró hasta el váter y vomitó.
Histérica, se abalanzó sobre la cama y sacudió a su marido; que farfulló unas palabras ininteligibles y se dio la vuelta. Ella se derrumbó en la almohada, impotente. ¿Qué podía hacer? ¿Esperaría hasta que amaneciera? De día se ve todo con más claridad, pensó. Se tomó un somnífero y quedó sumergida en un sopor donde su cuerpo braceaba en un mar de ojos gigantes y amenazadores.
Al despertarse, olía a café. Recordó sobresaltada la madrugada y fue a mirarse en el espejo del armario, su cuenca izquierda seguía blanquecina y la visión tan perdida como los años de su juventud. Se dispuso a buscar su ojo: miró en la mesita donde estuvo leyendo la noche anterior, en el cenicero, en el joyero del tocador, y hasta en su estuche de cosmética. Y… ¡nada!
Entró en la cocina y se puso delante del marido: ¡Mírame! he perdido un ojo. No veo con mi ojo izquierdo. El marido la aproximó a la luz de la ventana y lo examinó con detenimiento. Pues…, eso parece. ¡Tantas lentillas de colores… no podían traer nada bueno!, acabarás ciega. Iremos hoy mismo al oculista y que te haga un reconocimiento.
La visita por las mejores clínicas oftalmológicas fueron infructuosas: Parece que su ojo izquierdo ha sido atacado por un virus que ha destruido el nervio óptico, no podemos devolverle la vista. Tal vez con un transplante…, debería acudir a un banco de ojos .
La mujer, a partir de entonces, supo lo que era ver sólo la mitad del mundo. Si, exactamente noventa grados a la derecha. Así debía de ver Picasso cuando pintaba esas mujeres tan raras: de frente y de perfil al mismo tiempo, con los ojos ubicados donde le daba la gana. Lo mejor, dentro de su desgracia, era que no sentía dolor. Pero no podía resignarse…, sus ojos… sus preciosos ojos de color del mar…Y ahora estaba tuerta, por mucho que quisieran consolarla llamándo discapacidad a su problema. No, no se resignaría a tener un ojo como el del viejo del cuento de Poe. Ella removería cielo y tierra hasta conseguir uno lo más parecido al que había perdido. Necesitaba recuperar los ciento ochenta grados de visión anteriores.
Así que llegó un día en que se levantó con decisión. Eligió un elegante traje de chaqueta y se colocó la estola de zorro al cuello. Bajó en el ascensor de hierro forjado y salió al vestíbulo. Caminó deprisa por la alfombra de la entrada, no quería que la viera el portero. Al salir del portal, un fogonazo le obligó a cerrar los ojos. Se puso las enormes gafas de sol, temía encontrarse con alguna amiga con las que solía desayunar. La vida en el bulevar se mostraba como era habitual: lujosos automóviles y alguna limusina con cristales negros circulaban por la calzada. En la acera se cruzaba con señoras que paseaban a sus terriers adornados con lacitos y mantitas de cuadros. Junto a ellas, ligeramente rezagadas, una sirvienta suramericana recogía la caca que los chuchos iban dejando en el suelo. De vez en cuando, tenía que girar la cabeza hacia el lado izquierdo para poder cruzar a la otra acera; sólo faltaba que además la atropellara un coche.
Se propuso acudir a un banco de ojos. Allí las salas estaban llenas de gente: ciegos acompañados de lazarillo, algunos con parches en sus ojos, se desplazaban con bastón y con la cara levantada al techo. Todos parecían haber perdido la orientación. Sintió un enorme desasosiego cuando le mostraron la lista de espera. Era demasiado larga… y ella lo necesitaba con urgencia.
Cansada, entró en una cafetería y pidió un café; se puso a fumar y observó el desconocido local. No era tan confortable como los que solía frecuentar. Ancianos solitarios, de ojos cansados tras las gafas, rellenaban crucigramas; hombres de negocios en torno a una copa se medían la mirada; mujeres ojerosas, de otoños incipientes, miraban a un punto del infinito… Se sintió sola, fea y extraña…como si volviera de un largo viaje, con el miedo de una discapacidad que podría ser irreversible. ¿Y si le volvía a pasar en el otro ojo? ¿Y por qué a ella? Angustiada, comenzó a llorar. Sacó un pañuelo para secarse los ojos y comprobó que sólo había lagrimas en el derecho; al parecer estas también se habían fugado. ¡Basta de lágrimas, debo hacer algo de inmediato!.
En la biblioteca municipal repasó los anuncios de objetos perdidos en los periódicos. Al cabo de un tiempo, descubrió unos titulares que atrajeron su atención: " Se venden ojos extraviados. Mercaojos le garantiza una nueva y mejor visión". En letra pequeña figuraba la dirección. Ningún nombre del propietario, ningún teléfono.
Cogió un taxi y le indicó al taxista el nombre de la plaza. Será un viaje largo y costoso -dijo el conductor-. ¿Señora, está segura que quiere ir a esa zona?... No es un barrio recomendable. La mujer no pronunció el nombre del establecimiento. No quería que se corriera el rumor de su desgracia. Atravesaron la ciudad, al parecer el establecimiento estaba en la periferia.
Sentada junto a la ventanilla -la derecha, para ver mejor-, la señora reanudaba el esfuerzo de contemplar todo lo que la calle le mostraba. Un bombardeo de carteles excitaron su cansada pupila: ópticas que anunciaban gafas y lentillas: "ver bien para vivir mejor"... Fotos de hombres y mujeres jóvenes y guapos las exhibían. No era posible que a esa edad necesitaran ninguna, pero el eslogan le gustaba: parecía escrito a su medida. Necesitaba más que nunca la luz y ahora ésta amenazaba con apagarse. Un viejecito daba golpecitos en la acera con un bastón, y alzaba sus ojos ciegos al cielo. Una señora se le acercó y lo cogió del brazo para ayudarle a cruzar. El anciano sonreía mientras cruzaba, ajeno al rugir de los motores de los coches atascados en el semáforo. Algunas parejas de jóvenes con los libros sobre la hierba se besaban en un parque; observó que cerraban los ojos al aproximar sus labios. Aún le costaba ver con nitidez y se cansaba porque tenía que girar demasiadas veces la cabeza; sin embargo, nunca antes había experimentado con tanta intensidad la riada de vida que las calles le mostraban. Era como si se potenciara su percepción de las sensaciones. Dicen que cuando falta un sentido se agudiza el otro, se aseguró, esperanzada.
El taxi se internaba ahora en unos barrios pobres de casas miserables, con miles de cables colgando, antenas en los tejados y ropas desgastadas tendidas en cuerdas. Algunas mujeres daban de comer a sus niños sentadas en el escalón de la puerta, y la basura se amontonaba junto a contenedores medio desguazados. En una cancha deportiva dos equipos de jóvenes de distintas etnias competían. No sabía que existieran tantos pobres en mi ciudad, se dijo. La mujer descubría un ángulo de la vida en donde no había estado nunca antes. El taxi al fin desembocó en la plazuela indicada. Allí se detuvo. La mujer buscó una pequeña tienda con puerta de cristales donde se leía en un rótulo desgastado: "Mercaojos. Se venden ojos…". No encontró ningún timbre y giró la manivela. El tintineo de una campanilla alertó al encargado. El habitáculo era reducido, con un mostrador en el centro. Detrás de él se encontraba un hombre sentado, con una gran caja sobre sus rodillas; observaba un objeto a través de una lupa. La mujer se acercó y comprobó que lo que miraba tan atentamente era un ojo. En la caja había muchos más, de varios tamaños y colores; brillantes, opacos, … mortecinos...
-Vengo por lo del anuncio, he perdido un ojo… y estoy buscándolo.
-Ha venido al sitio adecuado, si no lo encuentra aquí... es inútil que lo busque, poseemos el mejor banco de ojos del país. ¡Venga por aquí!
Tras una cortina se abría una estancia espaciosa con recipientes transparentes conteniendo globos oculares que fisgoneaban desde todos los ángulos. Las paredes de la habitación estaban tapizadas de espejos. Se acordó del sueño, ¡era todo tan parecido! La mujer sintió escalofríos y se abotonó la chaqueta.
-Tengo la sala climatizada para que se conserven en perfecto estado, aquí hay ojos muy valiosos. Permítame que vea el suyo para localizar la caja. Essss…, de un verde especial…, aguamarina diría yo. Son escasos, le será fácil la búsqueda.
Se subió a una escalera, alcanzó una de las cajas y la colocó en el mostrador junto a uno de los espejos. Al abrirla, decenas de ojos verdosos se agitaban en su interior. La mujer se sintió tan mal que se agarró a la madera para no desmayarse: No podré pasar por esto. Me daré la vuelta y me marcharé. Intentó controlarse: ¡Quizás encuentre el mío entre éstos! Debo intentarlo.
Se sobrepuso al asco de tener que probárselos. ¿A quién habrían pertenecido? ¿Por qué los perderían? ¿Qué cosas habrían visto?.
Los removió un poco y cogió uno parecido al suyo por el color y tamaño. Comenzó a probárselo, pero no encajaba en el hueco de su cuenca. Siguió intentándolo con otros, sin lograr uno a su medida.
-No desespere. Debe seguir buscando, aún quedan más.
El vendedor apartaba los ojos que ya habían sido desechados. La mujer volvió a coger otro y se lo encajó sin problema.
-Por fin! -exclamó gozosa- . Éste me va bien, quizás he encontrado mi ojo.
Alzó la cabeza hacia el espejo para ver si veía con él. Sonrió. ¡Se parecía tanto al que había perdido! Se volvió para confirmarlo con el vendedor y... ¿Dónde se había metido? ¿ Quién era el militar de cruz gamada nazi con el brazo levantado y ojos amenazadores? Pero… ¡si parecía el vendedor!, lo reconoció por el monóculo. La mujer, horrorizada, se quitó el ojo con rapidez y lo apartó. Tomó algunos más y, a medida que se los probaba, veía que el mercader cambiaba de identidad: tan pronto era un asesino, como un especulador o un tirano. Todas sus visiones le parecieron abominables. ¡Qué espanto! No quería ver el mundo con tal visión depravada. Cuando la caja de ojos glaucos se quedó vacía, la mujer se levantó decidida:
-¡No está el mío. No quiero ver con estos! Me marcho. Me resignaré a ver con el que aún me queda.
El tendero alcanzó una caja más pequeña que las anteriores. En ella, con letras doradas, aparecía la siguiente inscripción: "Ojos especiales, vea como vieron los famosos".
-Muchos de mis clientes, cuando no encuentran lo que buscan, se deciden a comprar estos. Son ojos que pertenecieron a gente célebre de todo el mundo, personas valiosas que se distinguieron por vivir de un modo especial, que vieron el mundo diferente a como nos enseñan. Quizás estos le compensen de su pérdida.
El vendedor le fue ajustando los nuevos ojos. Y la mujer pudo ver espacios y tiempos desconocidos para ella. Con aquellos ojos prestados percibía otras realidades que nunca imaginó que podrían existir: vio como vería un Gandi, un Mandela, una Madame Curie, un Kafka, la Garbo, Napoleón, la madre Teresa de Calcuta y otros personajes famosos. Después de mirar a través de tantos ojos de vida intensa... creyó que podía decir que ya lo había visto todo. Pero…no sabría por cuál decidirme…no sería yo…nadie puede prestar su visión a otros, le dijo al tendero. Así que los colocó de nuevo en la cajita; se despidió y fue hacia la salida.
Ya en la calle, alzó la vista al cielo. Llovía. La mujer caminó por las calles mojadas bajo la suave e incesante lluvia; la estola de piel resbaló de sus hombros y quedó abandonada en las baldosas. Su tiempo anterior carecía de preguntas; los problemas se resolvían a fuerza de talonario, de apoyos o de influencias. Pertenecía a una clase social donde se vive con la patente del bienestar por derecho de cuna. En un día había comprendido más que en casi cinco décadas de vida. Y ahora veía otra cara de la vida, de la que nadie anteriormente le había dado información. Sonrió y, despacio, bajo la suave y tenaz llovizna, se reencontró con la nueva mujer a la que no le importaba carecer de un ojo, un iris y una pupila. Su visión ahora la percibía en algún lugar de su interior y era mucho más intensa que cuando tenía dos ojos. Y se adentró con firmeza en aquel barrio desconocido, que apenas acababa de vislumbrar.
martes, 3 de febrero de 2009
¿Dónde vive Dios?
María José Gancedo
Me preguntas por Dios, y sólo te puedo contar lo que sé: a lo largo de la historia, hemos ido creando ídolos; en un principio se adoró al sol, se forjó sobre él la creencia de ser dador de vida y mantenedor de las cosechas; siendo, tan solo una pequeña estrella de nuestra galaxia. Más tarde, con la evolución del ser humano se creó un nuevo Dios, se le llamó dinero; y este Dios dinero se apoderó de los corazones de los hombres, de sus mentes, de sus cuerpos, de sus acciones, de sus vidas..., hasta llegar a este momento sagrado en el cual el Señor más poderoso de la Tierra: "Don Dinero", venerado, temido, reverenciado como nunca antes, se cae del trono en el que se encaramó de mano de seres ambiciosos e interesados en manipular al resto de la población, generando pánico ante crisis inexistentes, aprovechándose de la ignorancia, del desconocimiento de dónde reside el verdadero Dios. Ahora, sé que Dios habita en nuestros cuerpo.
domingo, 1 de febrero de 2009
Escritores. El cobro de tus derechos por copia y reprografia
La misión de CEDRO es representar y defender los legítimos intereses de autores y editores de libros y publicaciones periódicas, facilitando y promoviendo el uso legal de sus obras.
Si tienes alguna duda concreta sobre ese tema, también puedes añadirlo como comentario a esta entrada o enviar un mensaje al correo del Desván: info@tallerliterario.net