La serpiente se arrastraba, sigilosamente. El único sonido
audible era el roce de su escamoso vientre, contra el pasto. Unos veinte metros
más adelante, un hombre y una mujer discutían acaloradamente.
De pronto,
se escuchó una potente voz, aunque el reptil no pudo ver a nadie. La nueva
presencia hizo callar a la pareja, y ellos bajaron sus cabezas, avergonzados.
El hombre apuntó con su dedo índice a la mujer, y ésta se irguió, desafiante,
mientras pronunciaba unas palabras que, hasta hoy, resultan incomprensibles
para el rastrero animal.
Dijo,
señalando hacia el bosque:
— La
serpiente me sedujo, y comí.