La civilización a prueba
Quiero que conozcas a un dalang —anunció Rasy, radiante—. Ya sabes, los famosos titiriteros indonesios. —Era evidente su satisfacción por tenerme de nuevo en Bandung—. Esta noche da una función muy importante en el barrio. Me llevó con su ciclomotor por partes de la ciudad que no sabía ni que existieran, atravesando barriadas de kampong, casas tradicionales de Java que parecían templos en miniatura pero en versión pobre, con cubiertas de teja. Allí no se veían las espléndidas mansiones coloniales holandesas ni los edificios de oficinas a los que yo estaba acostumbrado. La población era visiblemente humilde pero lo llevaba con gran dignidad. Vestían sarongs estampados en batik, deshilachados pero limpios, blusas de vivos colores y sombreros anchos de paja.
En todas partes fuimos recibidos con sonrisas y cordialidad. Cuando nos detuvimos, los niños acudieron corriendo a tocarme y a palpar la tela de mis vaqueros. Una chiquilla me prendió en el cabello una fragante flor de frangipani. Estacionamos la motocicleta cerca de un teatro al aire libre donde se habían congregado ya varios centenares de personas, unas de pie y otras sentadas en sillas plegables. El cielo completamente despejado auguraba una noche espléndida. Aunque estábamos en el centro de la ciudad vieja de Bandung, no había alumbrado público y las estrellas titilaban sobre nuestras cabezas. En el aire flotaban aromas de cacahuete, de clavo, de hogueras de leña.