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martes, abril 7

La Regenta venía guapísima, pálida, como la Virgen a cuyos pies caminaba

Ignacio Díaz Olano
  • Como una ola de admiración precedía al fúnebre cortejo; antes de llegar la procesión a una calle, ya se sabía en ella, por las apretadas filas de las aceras, por la muchedumbre asomada a ventanas y balcones que «la Regenta venía guapísima, pálida, como la Virgen a cuyos pies caminaba.»
  • No se hablaba de otra cosa, no se pensaba en otra cosa.
  • Cristo tendido en su lecho, bajo cristales, su Madre de negro, atravesada por siete espadas, que venía detrás, no merecían la atención del pueblo devoto; se esperaba a la Regenta, se la devoraba con los ojos...
  • En frente del Casino en los balcones de la Real Audiencia, otro palacio churrigueresco de piedra obscura, estaban, detrás de colgaduras carmesí y oro, la gobernadora civil, la militar, la presidenta, la Marquesa, Visitación, Obdulia, las del barón y otras muchas damas de la llamada aristocracia por la humilde y envidiosa clase media.
Ignacio Díaz Olano
  • Obdulia estaba pálida de emoción.
  • Se moría de envidia. «¡El pueblo entero pendiente de los pasos, de los movimientos, del traje de Ana, de su color, de sus gestos!...
  • ¡Y venía descalza! ¡Los pies blanquísimos, desnudos, admirados y compadecidos por multitud inmensa!»
Fotografía, China Hamilton
  • Esto era para la de Fandiño el bello ideal de la coquetería.
  • Jamás sus desnudos hombros, sus brazos de marfil sirviendo de fondo a negro encaje bordado y bien ceñido;
  • jamás su espalda de curvas vertiginosas, su pecho alto y fornido, y exuberante y tentador, habían atraído así, ni con cien leguas, la atención y la admiración de un pueblo entero, por más que los luciera en bailes, teatros, paseos y también procesiones...
    José Gutierrez Solana
  • «Y era natural; todo Vetusta, seguía pensando Obdulia, tiene ahora entre ceja y ceja esos pies descalzos, ¿por qué?, porque hay un cachet distinguidísimo en el modo de la exhibición, porque... esto es cuestión de escenario.» «¿Cuándo llegará?» preguntaba la viuda, lamiéndose los labios, invadida de una envidia admiradora, y sintiendo extraños dejos de una especie de lujuria bestial, disparatada, inexplicable por lo absurda. Sentía Obdulia en aquel momento así... un deseo vago... de... de... ser hombre.
Frederick Leighton
  • Fragmento de La Regenta
  • Capítulo XXVI
  • Leopoldo Alas Clarín

sábado, enero 24

La Regenta, La obra de la semana

Santiago Rusiñol i Prats
  • Ana se sentía caer en un pozo, según ahondaba, ahondaba en los ojos de aquel hombre que
  • tenía allí debajo; le parecía que toda la sangre se le subía a la cabeza, que las ideas se
  • mezclaban y confundían, que las nociones morales se deslucían, que los resortes de la
  • voluntad se aflojaban; y viendo como veía un peligro, y desde luego una imprudencia en
  • hablar así con don Álvaro, en mirarle con deleite que no se ocultaba, en alabarle y abrirle el
  • arca secreta de los deseos y los gustos, no se arrepentía de nada de esto, y se dejaba resbalar,
  • gozándose en caer, como si aquel placer fuese una venganza de antiguas injusticias sociales,
  • de bromas pesadas de la suerte, y sobre todo de la estupidez vetustense que condenaba toda
  • vida que no fuese la monótona, sosa y necia de los insípidos vecinos de la Encimada y la
  • Colonia...
  • Ana sentía deshacerse el hielo, humedecerse la aridez; pasaba la crisis, pero no
  • como otras veces, no se resolvería en lágrimas de ternura abstracta, ideal, en propósitos de
  • vida santa, en anhelos de abnegación y sacrificios; no era la fortaleza, más o menos fantástica,
Ken Howard
  • de otras veces quien la sacaba del desierto de los pensamientos secos, fríos, desabridos,
  • infecundos; era cosa nueva, era un relajamiento, algo que al dilacerar la voluntad, al vencerla,
  • causaba en las entrañas placer, como un soplo fresco que recorriese las venas y la médula de
  • los huesos.
Ken Howard
  • «Si ese hombre no viniese a caballo, y pudiera subir, y se arrojara a mis pies, en
  • este instante me vencía, me vencía». Pensaba esto y casi lo decía con los ojos. Se le secaba la
  • boca y pasaba la lengua por los labios. Y como si al caballo le hiciese cosquillas aquel gesto
  • de la señora del balcón, saltaba y azotaba las piedras con el hierro; mientras las miradas del
  • jinete eran cohetes que se encaramaban a la barandilla en que descansaba el pecho fuerte y
  • bien torneado de la Regenta.
  • Ahora, al sentir revolución repentina en las entrañas en presencia de un gallardo jinete, que
  • venía a turbar con las corvetas de su caballo, el silencio triste de un día de marasmo, la
  • Regenta no vaciló en creer lo que le decían voces interiores de independencia, amor, alegría,
  • voluptuosidad pura, bella, digna de las almas grandes.
  • Sus horas de rebelión nunca habían
  • sido tan seguidas.
  • Desde aquella tarde ningún momento había dejado de pensar lo mismo; que
  • era absurdo que la vida pasase como una muerte, que el amor era un derecho de la juventud,
  • que Vetusta era un lodazal de vulgaridades, que su marido era una especie de tutor muy
  • respetable, a quien ella sólo debía la honra del cuerpo, no el fondo de su espíritu que era una
  • especie de subsuelo, que él no sospechaba siquiera que existiese; de aquello que don Víctor
  • llamaba los nervios, asesorado por el doctor don Robustiano Somoza, y que era el fondo de su
  • ser, lo más suyo, lo que ella era, en suma, de aquello no tenía que darle cuenta.
  • «Amaré, lo
  • amaré todo,
  • lloraré de amor, soñaré como quiera y con quien quiera; no pecará mi cuerpo,
  • pero el alma la tendré anegada en el placer de sentir esas cosas prohibidas por quien no es
  • capaz de comprenderlas».
Vera Rockline
  1. Dos fragmentos de La Regenta
  2. Del capítulo I
  3. Del capítulo XVI
  4. Leopoldo Alas, Clarín

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