He pasado una
semana en Levante aprovechando las festividades navideñas. Ha sido una semana
tremendamente luminosa, con un sol prácticamente despejado de nubes, y un mar
tan sereno que más que mar parecía un lago o un embalse. A finales de
diciembre se agradece tomar el sol, el cuerpo recibe vitamina D, estimula las
defensas y, sobre todo, produce una sensación de bienestar que hace sentir el
lado positivo de la vida.
Hace años se
describió una alteración afectiva estacional (“Winter Blues”) que afecta
a cerca del 10% de la población, casi al doble de mujeres que a los hombres, y
que se caracteriza por la aparición de síntomas depresivos en verano que
desaparecen al llegar el buen tiempo. En un estudio realizado por el Servicio
de Psiquiatría del Hospital Universitario de Basurto los síntomas ocasionados
por dicha alteración son los siguientes:
Disminución de
la actividad física (96%); tristeza (96%); ansiedad (96%); aumento del tiempo
de sueño (76%); dificultades laborales (84%); aumento del apetito (65%)…
El tema, por
tanto, es serio. Personalmente no creo que tenga el “ Winter Blues” pero
no es de extrañar que muchos individuos lo padezcan, principalmente en los
países nórdicos o en lugares donde se ve poquito el sol.
Debajo de mi
apartamento hay una terraza de un bar italiano donde da el sol desde que nace
hasta las tres, aproximadamente, en invierno. Cuando el día es soleado la
terraza se llena de parroquianos, principalmente alemanes, cuya finalidad es
exponerse a los rayos de sol. Sin embargo, tiene que haber de todo en la viña
del señor, tengo un vecino enfrente de mi vivienda que permanece todo el
invierno encerrado “a cal y canto”. Todas las persianas bajadas durante todo el
día y la noche, a pesar de tener vistas privilegiadas sobre el Mediterráneo, y
la única puerta exterior sin persiana, correspondiente a la cocina, anulada por
una cortina que no es otra cosa que una sábana bajera. Sé que permanece
allí una persona, más concretamente un varón de unos 45 años. Por las noches
hay veces que enciende la luz de la cocina, no más de 5 minutos, y se ve su
sombra como en esas películas de terror que reflejan las articulaciones humanas
mucho más alargadas que la normalidad. Le llamo el invisible y pude verle una
vez que se dirigía desde su puerta en el aparcamiento hacia la salida a la
calle. No creo que él me viera a mi pero iba escondido en sus ropas. He pensado
mucho en él, desde que puede ser un terrorista que se pasa el invierno
fabricando bombas hasta que puede padecer tanofobia (sienten un miedo irracional
al sol). O tal vez se trate de una alteración afectiva estacional que le doy
por nombre “Summer Joys”. Seguiremos informando...